El discurso inaugural de Donald Trump, pronunciado el 20 de enero de 2017, marcó un momento definitorio en la historia política de los Estados Unidos. Desde el primer momento, Trump se distanció de sus predecesores, presentándose como un outsider que representaba la voluntad del pueblo americano, a diferencia de los políticos tradicionales que, según él, se habían alejado de los intereses de la nación. Trump no solo se presentó como un líder del país, sino como la voz misma del pueblo estadounidense, el único capaz de devolver el poder a las personas.

"Hoy no estamos transfiriendo poder de una administración a otra, ni de un partido a otro", afirmó Trump, "sino que estamos transfiriendo el poder de Washington, DC, y se lo estamos devolviendo a ustedes, el pueblo". Esta declaración, por encima de cualquier otra, reflejaba su estrategia de hacer ver que el gobierno de los Estados Unidos, y su presidencia, no solo representaban a los ciudadanos, sino que surgían directamente de ellos. Con este discurso, Trump se posicionó como el líder de un pueblo que había sido "olvidado" por la élite política y empresarial.

La construcción de esta narrativa estaba profundamente enraizada en el populismo, un fenómeno que surge cuando un líder se presenta como el único representante legítimo de la "voluntad popular", identificándose con el pueblo común y demonizando a la élite gobernante. A lo largo de su mandato, Trump utilizó este enfoque para consolidar una relación de casi culto con sus seguidores, quienes lo percibían no como un político tradicional, sino como un campeón de sus intereses, aquellos que, según él, habían sido ignorados y marginados durante décadas.

Trump no hacía esfuerzos por unificar al país, ni siquiera trataba de apaciguar a aquellos que no lo apoyaban. En su discurso inaugural, de hecho, dejó claro que no tenía la intención de ser un presidente para todos los estadounidenses, sino únicamente para aquellos que lo respaldaban: "Los hombres y mujeres olvidados de nuestro país ya no serán olvidados", proclamó. Esta declaración iba dirigida específicamente a sus votantes y seguidores, y no tanto a la nación en su conjunto. En este sentido, Trump subrayó su carácter excepcional, insistiendo en que era el único que entendía las preocupaciones y las aspiraciones de su base de apoyo.

Esta estrategia fue completamente distinta a la de presidentes anteriores. Tradicionalmente, cuando un presidente llega al cargo, hace esfuerzos explícitos por mostrar su disposición a gobernar para todos los ciudadanos, incluso aquellos que no lo eligieron. Barack Obama, por ejemplo, al llegar a la Casa Blanca en 2009, destacó la necesidad de la unidad nacional y la reconciliación, asegurando que trabajaría para todos los estadounidenses, independientemente de su afiliación política. Trump, en cambio, se negó a hacer cualquier gesto de conciliación con sus opositores, optando en su lugar por alimentar las divisiones y enfatizar la exclusividad de su apoyo popular.

El contraste con Ronald Reagan, uno de los presidentes más admirados de la historia reciente, es revelador. En su discurso inaugural en 1981, Reagan habló de la necesidad de unir al país y de representar a todos los estadounidenses, sin distinción de clase, raza o ideología política. A diferencia de Trump, que utilizó su discurso para fortalecer su vínculo con su base y rechazar a sus detractores, Reagan apeló a la cooperación y al entendimiento mutuo, buscando siempre la inclusión. La clave de su mensaje era que "todos juntos, dentro y fuera del gobierno, debemos asumir la carga". La unidad era el principio fundamental de su visión para América.

La estrategia de Trump, basada en el populismo, no solo lo situaba como el único verdadero representante del pueblo, sino que además redefinía qué se entendía por "pueblo". Para Trump, "el pueblo" no era toda la nación, sino únicamente aquellos que lo apoyaban. Cualquier oposición a su figura o sus políticas era vista como una traición, y aquellos que se oponían a él eran tratados como enemigos del pueblo. Esta tendencia es un rasgo característico del populismo, donde los líderes deslegitiman a la oposición, presentándola no como una alternativa legítima, sino como una amenaza al bienestar de la nación.

A lo largo de su presidencia, Trump cultivó una imagen de exclusividad y división, reforzando la idea de que la lucha política era una batalla entre "el pueblo" y "la élite". Esta retórica, aunque profundamente polarizadora, tuvo un impacto duradero en la política estadounidense, donde la dicotomía entre "nosotros" (el pueblo leal a Trump) y "ellos" (la oposición, a menudo etiquetada como parte de la élite corrupta) se convirtió en un tema central del discurso político.

Es importante destacar que, a pesar de sus proclamas de ser el único representante genuino del pueblo, Trump no recibió el apoyo de la mayoría de los votantes en 2016, y durante su mandato, la polarización política solo se profundizó. Sin embargo, su mensaje resonó profundamente con un segmento significativo de la población que sentía que sus voces habían sido ignoradas durante años. A través de esta estrategia de populismo, Trump logró consolidar un apoyo feroz que perduró durante gran parte de su presidencia.

Al final, lo que está en juego en la estrategia de Trump es mucho más que un enfoque pragmático para gobernar. Se trata de una reinterpretación del papel del presidente y de la relación entre el gobierno y el pueblo. Trump construyó una narrativa en la que él no era solo un líder elegido, sino el único guardián legítimo de los intereses de "su" pueblo, excluyendo a cualquier otra voz que se interpusiera en su camino.

¿Cómo Trump transformó las acusaciones de impeachment en un ataque a la democracia estadounidense?

Durante la presidencia de Donald Trump, las acusaciones de la investigación sobre la interferencia rusa y el posterior impeachment fueron rápidamente moldeadas en una narrativa que buscaba desvincular al exmandatario de cualquier responsabilidad, al mismo tiempo que fortalecía su conexión con un sector de la población estadounidense. Trump no solo rechazó las acusaciones de colusión con Rusia como un fraude, sino que también construyó una historia en la que las investigaciones, el impeachment y los medios de comunicación eran parte de un ataque conjunto para socavar la voluntad del pueblo estadounidense y, por ende, a la democracia misma.

Desde los primeros momentos de la investigación de Mueller, Trump percibió que no se trataba de una simple disputa política, sino de un intento de detener el movimiento que lo había llevado a la Casa Blanca. En un mitin de la campaña MAGA, Trump declaró que el llamado "engaño de la colusión" no solo había sido una mentira, sino la "más grande farsa política" en la historia de Estados Unidos. Según él, la investigación no solo lo afectaba a él como individuo, sino que estaba diseñada para frenar a millones de ciudadanos "amantes de la libertad" que habían votado por él en 2016. El énfasis en la palabra "ustedes", dirigida a sus seguidores, destacaba su mensaje de que no era él quien estaba siendo atacado, sino el pueblo estadounidense.

El rol de los medios de comunicación, para Trump, fue otro factor central en esta narrativa. Los acusó de ser "el enemigo del pueblo" por su cobertura incesante de la investigación, que, según él, buscaba reforzar la idea de que la colusión rusa era real, aunque, a juicio de Trump, sabían perfectamente que no lo era. De esta manera, el exmandatario logró redirigir las críticas hacia los medios y la oposición, convenciendo a su base de que el verdadero enemigo era el sistema político y mediático que no aceptaba su victoria electoral.

Cuando el impeachment llegó en 2019, Trump amplificó su retórica. Sostuvo que el proceso no era un juicio legal, sino un "golpe de estado" destinado a arrebatarle el poder a los ciudadanos que lo habían elegido. En un mitin en Minnesota, un día después del anuncio de la investigación de impeachment, Trump vinculó el proceso con un ataque más amplio al orden establecido y a los derechos de los ciudadanos: "Quieren borrar su voto, borrar su voz y borrar su futuro", exclamó. Según él, los demócratas no estaban atacando su comportamiento durante la llamada con el presidente ucraniano Volodymyr Zelensky, sino que estaban tratando de desmantelar la democracia que había consagrado su elección.

El 17 de diciembre de 2019, un día antes de la votación para la impeachment en la Cámara de Representantes, Trump envió una carta contundente a la presidenta Nancy Pelosi. En ella, afirmaba que el impeachment representaba "un abuso sin precedentes e inconstitucional del poder" y que los demócratas estaban violando la Constitución por no aceptar los resultados de las elecciones de 2016. Trump convenció a sus seguidores de que la raíz del impeachment era la incapacidad de los demócratas de superar su derrota electoral y aceptar el veredicto de las urnas.

Cuando finalmente, el 18 de diciembre de 2019, fue formalmente acusado de abuso de poder y obstrucción al Congreso, Trump no solo insistió en su inocencia, sino que amplió su mensaje, afirmando que no solo él estaba siendo atacado, sino que sus seguidores también lo estaban siendo. Durante un mitin en Battle Creek, Michigan, ese mismo día, declaró: "No se siente como si fuéramos destituidos. El país está mejor que nunca, no hicimos nada malo". Para Trump, el impeachment no era un proceso legítimo, sino un intento descarado de anular la voluntad del pueblo. De esta manera, su discurso convirtió el impeachment en una lucha entre el "pueblo" y la "élite" política.

A lo largo del juicio en el Senado, Trump mantuvo su postura agresiva. En su comunicación con sus seguidores, sostenía que el impeachment era solo una distracción orquestada por la izquierda radical para socavar su presidencia y debilitar a Estados Unidos. En una carta dirigida a sus seguidores antes de su discurso sobre el Estado de la Unión de 2020, Trump afirmó que mientras su administración creaba empleos y eliminaba terroristas, la izquierda radical se mantenía obsesionada con "caza de brujas" y "hoaxes". El mensaje era claro: el verdadero enemigo no eran los cargos en su contra, sino aquellos que trataban de detener su movimiento político.

Lo que estaba en juego, según Trump, no era solo su presidencia o su futuro político, sino la supervivencia misma del sistema democrático estadounidense tal como él lo entendía. Al presentarse como el verdadero representante del pueblo, Trump consolidó una narrativa en la que su mandato no era solo una elección política, sino un acto de resistencia contra una élite que, según él, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para revertir la voluntad popular. En su visión, cualquier ataque en su contra no solo era un ataque a su persona, sino a la democracia que representaba.

El impeachment de Trump no fue solo un juicio político, sino una pieza central en un conflicto ideológico más grande: el choque entre la percepción de un "pueblo" resentido y las instituciones políticas tradicionales. Los seguidores de Trump vieron en cada acusación una confirmación de que su presidente estaba siendo atacado injustamente, mientras que para muchos de sus opositores, las acusaciones de abuso de poder y obstrucción al Congreso no eran solo una cuestión política, sino una amenaza al principio de la igualdad ante la ley.

¿Cómo la retórica populista de Trump redefinió el discurso político en Estados Unidos?

La retórica de Donald Trump, desde el inicio de su campaña presidencial hasta su mandato, se caracterizó por su estilo directo, a menudo incendiario y, sobre todo, profundamente polarizador. A través de sus discursos y tuits, Trump apelaba constantemente a un sentimiento de exclusión y frustración en amplios sectores de la población estadounidense, presentándose como el único líder capaz de "hacer que América sea grande de nuevo". En sus intervenciones, se mostró como el defensor de los "olvidados", aquellos que sentían que los políticos tradicionales los habían dejado atrás.

Este tipo de discurso, en el que Trump se presenta como el vocero legítimo del pueblo, es un claro ejemplo de populismo. De hecho, como señalan varios estudios, Trump aprovechó eficazmente las divisiones existentes en la sociedad estadounidense, en especial las que se habían profundizado con la globalización y las políticas neoliberales. Según el análisis de académicos como Jan Zielonka y Cas Mudde, el populismo no se limita a una ideología específica, sino que se basa en la idea de que existe una lucha entre el "pueblo puro" y una "élite corrupta" que ha traicionado los intereses de esa mayoría. En este sentido, Trump adoptó una postura decididamente antagonista hacia lo que denominó "la élite globalista", los medios de comunicación y, en ocasiones, el propio sistema democrático que, según él, favorecía a intereses extranjeros sobre los de los estadounidenses.

El discurso de Trump también se centró en la idea de una narrativa de victoria y fuerza, que se contrastaba con la imagen de un país debilitado bajo las administraciones anteriores. En un contexto internacional cada vez más globalizado, Trump buscó recuperar lo que él percibía como una identidad nacional perdida, apelando a un nacionalismo económico que, en su visión, solo podía ser logrado con medidas drásticas como la reactivación de la industria nacional, la lucha contra la inmigración ilegal y la renegociación de acuerdos comerciales.

La forma en que Trump se manejó en los debates públicos, en particular su constante rechazo a las críticas y su ataque directo a los periodistas y medios que lo cuestionaban, también subrayó la naturaleza combativa de su retórica. Para Trump, los medios de comunicación no eran simples canales de información, sino enemigos del pueblo. A lo largo de su presidencia, sus repetidas menciones a los "fake news" (noticias falsas) se convirtieron en un sello distintivo de su estrategia de comunicación. Esta guerra contra los medios sirvió para reforzar su imagen como el líder que lucha contra la "mentira" y la "corrupción" que, según él, dominaban las narrativas tradicionales.

En cuanto a sus seguidores, Trump consolidó un vínculo casi tribal con ellos, construyendo una base de apoyo leal que no solo aceptaba su visión de la política, sino que también adoptaba su postura confrontacional. La retórica de Trump desdibujó las líneas entre la política tradicional y un discurso más visceral, apelando al instinto y la emoción más que a la razón y la deliberación. Así, sus discursos se convirtieron en un espacio donde se validaban las frustraciones populares, las cuales se canalizaban hacia un objetivo común: desmantelar el sistema político que, según él, había fallado en representar los verdaderos intereses de la gente común.

El estilo de liderazgo de Trump también se distinguió por su uso de la tecnología, en particular Twitter, como una herramienta para eludir los canales tradicionales de comunicación política. Esto no solo le permitió llegar directamente a sus seguidores, sino también crear un ambiente de constante interacción en el que las críticas y las alabanzas podían ser intercambiadas en tiempo real. El presidente se convirtió en un líder altamente accesible para sus partidarios, a la vez que se mantenía distante de los medios y de las figuras políticas tradicionales.

No obstante, esta forma de liderazgo también generó una profunda polarización en la sociedad estadounidense. Si bien Trump fue capaz de movilizar a un segmento considerable de la población, sus políticas y su discurso crearon una división cada vez más notoria entre los diferentes grupos sociales. El país se fracturó entre aquellos que veían en él a un salvador de la nación y aquellos que lo percibían como una amenaza para los valores democráticos fundamentales.

Este fenómeno no se limitó a Estados Unidos. A nivel global, la retórica populista de Trump inspiró a líderes y movimientos que también adoptaron tácticas de confrontación, nacionalismo y desconfianza hacia las instituciones tradicionales. En Europa, por ejemplo, la ascensión de figuras como Viktor Orbán en Hungría o Jair Bolsonaro en Brasil puede ser vista como una manifestación de tendencias similares de populismo autoritario. Sin embargo, el caso de Trump destaca por su capacidad para transformar la política estadounidense de una manera que desafió las normas establecidas, algo que resuena en muchos otros contextos políticos contemporáneos.

Es esencial comprender que la retórica populista no solo implica un discurso de confrontación, sino que también ofrece una narrativa de esperanza y restauración para aquellos que se sienten desplazados por los cambios globales y nacionales. La promesa de "hacer grande América otra vez" no solo resonó por su simbolismo de poder, sino por su capacidad de apelar a un sentido profundo de identidad nacional y justicia percibida. Sin embargo, es crucial recordar que este tipo de discurso, al apelar a las emociones y el resentimiento, puede también resultar en una erosión de los valores democráticos fundamentales, como el respeto por la pluralidad de opiniones y el estado de derecho.