Tansman sabía que había cometido un error irremediable. Era culpable, pero no podía dar marcha atrás. Su lealtad al barco, a la misión que se le había encomendado, era más fuerte que su propio juicio. No podía renunciar a Daudelin por Zebulon, pero aún quedaba una pequeña rendija de humanidad en su ser que lo impulsaba a intentar salvar a Garth Buie. Garth, en su estado delirante, apenas podía moverse bajo las mantas que Tansman le había colocado, pero eso no lo impedía de seguir luchando con su propia percepción de la realidad.

El tiempo pasó de manera casi imperceptible para Tansman, pues cada acción parecía arrastrarlo más profundamente hacia un caos de sensaciones e impresiones confusas. El ambiente estaba denso, pesado, y el olor a fuego y humedad se impregnaba en el aire, como si cada rincón estuviera atrapado en la misma red invisible que lo mantenía prisionero. A pesar de sus esfuerzos, el estado de Garth no mejoraba. La fiebre lo consumía, y Tansman, agotado por la vigilia, administraba cada dosis de medicina con la esperanza de que, en algún momento, Garth despertara.

El sueño de Tansman se mezclaba con la vigilia, y las fronteras entre ambos se desdibujaban sin cesar. Las imágenes que aparecían en su mente se entrelazaban con el paisaje sombrío de la noche, y cuando por fin se dio cuenta de que Garth ya no estaba en su cama, la desesperación lo alcanzó. Lo buscó por el patio, por las escaleras, por el callejón… sin encontrar una explicación razonable a su desaparición. Todo parecía estar sumido en un profundo silencio, como si nada más existiera fuera de su mente atormentada.

Al encontrarse con Garth nuevamente, este parecía no reconocerlo, convenciéndose de que Tansman era el "shippeen", la figura que, según sus delirios, lo perseguía. La escena se tornó surrealista cuando Garth, en su paranoia, intentó defenderse, lanzando una silla sobre Tansman. El golpe lo tumbó, y la confusión aumentó aún más. La situación se convirtió en una pesadilla lúgubre, tan real como irreal. Cuando Tansman logró levantarse, el miedo se apoderó de él al ver las caras muertas, podridas, de los que lo rodeaban, como una representación macabra de lo que le esperaba si no actuaba de inmediato.

Garth, ahora un espectro más que un hombre, huía por las calles. Tansman lo perseguía, pero la fatiga y el dolor lo ralentizaban. El viejo luchaba con lo que le quedaba de fuerza para alcanzar un monasterio distante, como si ese lugar ofreciera la salvación que su alma tanto deseaba. Sin embargo, Tansman no podía permitir que Garth llegara allí. En su desesperación, y a pesar de la violencia con que Garth lo atacaba, Tansman lo detuvo. La escena final fue trágica: Garth cayó muerto a manos de Tansman, quien, al mirarlo, experimentó una mezcla de alivio y arrepentimiento.

Lo que ocurrió después, el intento de Tansman por buscar consuelo en su propio dolor, resultó un ejercicio fútil. La realidad, como un río turbulento, lo arrastró de vuelta a un estado de confusión, dejando una sensación de vacío irremediable. Garth, el hombre que había intentado salvar, ya no estaba allí, y Tansman quedó solo con las consecuencias de su propia acción.

Es fundamental comprender que las decisiones que tomamos, especialmente aquellas impulsadas por el deber o la lealtad, a menudo nos colocan en posiciones donde el sacrificio personal parece inevitable. Sin embargo, cada sacrificio lleva consigo una consecuencia, y no siempre la redención o la paz que esperábamos. Lo que Tansman hizo fue más que una cuestión de salvar una vida: era una manifestación de la lucha interna entre lo que uno debe hacer y lo que realmente está dispuesto a sacrificar para alcanzar sus objetivos. Al final, no hay forma de escapar de la realidad de las consecuencias de nuestras propias elecciones.

¿Cómo enfrenta un hombre la verdad de sus acciones?

Tansman no fue un hombre de grandes emociones, pero cuando la vida lo puso ante una verdad que no podía evadir, su mundo se desmoronó. La violencia con la que se deshizo de Garth no fue una reacción irracional, sino la culminación de una lucha interna que lo llevó a ese desenlace fatal. La agresión comenzó como una defensa, pero pronto se transformó en un acto consciente, y Tansman supo, mientras sus manos apretaban el cuello de Garth, que ya no había vuelta atrás.

La relación entre Tansman y su víctima no era una de odio profundo, ni siquiera de resentimiento. Era, en cierto modo, la historia de un hombre enfrentado a una figura de autoridad que ya no podía manejar. Garth, el viejo hombre que Tansman había buscado respetar en un principio, se había convertido en un obstáculo, en una sombra que lo perseguía. El viejo no solo le había hecho daño físico, sino que había tocado algo mucho más profundo en Tansman, algo más allá de lo evidente, algo que lo empujó a tomar esa decisión irreversible.

Al principio, Tansman experimentó un extraño vacío tras el asesinato. No había ese sentimiento de alivio que uno podría esperar, sino un desconcierto absoluto. La muerte de Garth lo dejó a merced de una pregunta inquietante: ¿qué había hecho realmente? Sabía que había matado a un hombre, pero no podía reconciliar esa acción con su propia imagen de sí mismo. El hombre que había mantenido secretos y velado por un proyecto mucho mayor que su propia vida no podía entender cómo había llegado a ese punto.

La ciudad, que una vez había sido su hogar, ahora parecía distante y ajena. El paso de Tansman por las calles desiertas, con el cadáver de Garth a cuestas, fue más que un simple trayecto físico; fue una metáfora del viaje interno que realizaba, un recorrido hacia el autoconocimiento y la aceptación, aunque aún le faltaba mucho para llegar a esa paz. La soledad era su única compañía. Su alma, herida por la traición a sí mismo, lo había llevado hasta allí. Su cuerpo, cansado y marcado por las heridas, solo le permitía avanzar porque la mente lo ordenaba, sin claridad ni convicción.

El fuego, que en principio parecía una forma de despedir el cuerpo, se convirtió en el símbolo de la purificación, o al menos de la tentativa de purificación. Pero no hubo redención en el ardor de las llamas, ni consuelo en el humo que subía al cielo. Solo había un hombre perdido, con la sensación de que, aunque pudiera quemar lo físico, no podría deshacerse de las consecuencias de sus actos. El fuego, entonces, no purificó el alma de Tansman, sino que simplemente la cubrió con un manto de silencio, mientras el mundo a su alrededor continuaba.

La llegada de los otros miembros de la comunidad no cambió el curso de los acontecimientos. El regreso a la normalidad, la reapertura de las tiendas y el regreso a la vida cotidiana parecían más bien una burla cruel a la tragedia interna que vivía Tansman. Todos parecían seguir adelante como si nada hubiera ocurrido. Sin embargo, él no podía olvidarse. Y a pesar de sus esfuerzos, no encontraba sentido a su propia existencia, ni a la de los demás.

La culpa que lo atormentaba no nacía del acto en sí, sino del conflicto interno que se desató en su mente: la lucha entre lo que sabía que había hecho y lo que sentía que debería haber hecho. ¿Era este el fin que le esperaba? ¿Un hombre atrapado en su propio laberinto moral, sin salida?

Para Tansman, la muerte de Garth no fue solo una cuestión de supervivencia, sino una manifestación de su impotencia frente a la vida que le había sido impuesta. En un giro inquietante, se dio cuenta de que había matado para afirmar su poder, no solo para defenderse. Había asesinado para poder sentirse importante, para demostrar que, aunque parecía un niño, podía manejar el poder de la vida y la muerte.

Cuando Tansman se encuentra con Brother Emile, la conversación sobre el destino de los demás personajes refleja el contraste entre el propósito que cada uno cree tener y el vacío que algunos sienten en su interior. La vida religiosa y el monasterio parecían ofrecer respuestas, pero para Tansman, este mundo ya no le resultaba convincente. Los demás, con su aparente fe y su determinación, estaban igual de perdidos en sus propios mundos. Aunque el monasterio era un refugio, no podía ofrecerle una respuesta a su propia crisis existencial.

En ese contexto, Brother Alva emerge como una figura clave. Su aparente serenidad, incluso en medio del caos, representa un contraste con el torbellino interno de Tansman. El silencio que rodeaba a Alva, la interdicción de su voz, se convierte en una especie de refugio para el espíritu perdido de Tansman. En su encuentro con Alva, Tansman se enfrenta no solo a un hermano religioso, sino a un espejo de su propia desconexión. A pesar de su silencio, Alva parece comprender algo que Tansman aún no ha logrado entender.

Lo que Tansman no puede percibir en su desesperación es que la verdadera lucha no está en los actos de violencia o en los recuerdos de lo que ha hecho, sino en la reconciliación entre sus acciones y su propia identidad. El desafío está en aprender a vivir con lo que ha hecho, sin huir de la responsabilidad de sus actos, pero también sin dejarse consumir por ellos. El proceso de aceptación y transformación, aunque largo y doloroso, es lo que finalmente determinará su destino.

¿Qué significa pertenecer realmente a una comunidad?

Arpad había sido un hombre sin rumbo, un vagabundo que decidió rechazar la opulencia de una vida entre los poderosos para buscar una existencia más sencilla, pero mucho más cálida, entre la gente común. Su vida, antes llena de lujos y promesas de grandeza, lo había llevado a una encrucijada donde su humanidad más profunda se veía eclipsada por el vacío de la fama. No fue sorpresa para Churchward, quien había presenciado a Arpad durante su caída, que su búsqueda lo hubiera llevado precisamente a ese punto: un pequeño grupo de personas que, a pesar de su pobreza material, ofrecían una riqueza mucho más profunda: la aceptación y el sentido de pertenencia.

Cuando Arpad llegó a ese grupo, fue recibido con un ritual de nombres. Ninguno de ellos se llamaba Bill o Ralph, y en ese momento, Arpad comenzó a sentir lo que muchos pasan por alto: la verdadera conexión con los demás no se basa en las etiquetas que nos ponen, sino en la aceptación mutua de nuestras luchas y dolores compartidos. El líder del grupo, Yoder Steckmesser, abrazó a Arpad como uno de los suyos, con una mezcla de cariño, respeto y una profunda comprensión de lo que significaba ser parte de algo más grande. "Has venido al lugar adecuado", le dijo, como si cada palabra estuviera imbuida de una sabiduría adquirida por generaciones.

En ese mismo encuentro, se le ofreció algo aún más transformador a Arpad: la posibilidad de convertirse en hijo de Henry Heineman. Un hombre cargado de deudas ancestrales, cuyo futuro sin hijos lo condenaba a una vida de arrepentimiento eterno. Arpad, en un gesto de generosidad y confianza, aceptó. En ese momento, no solo asumió un nombre y una nueva identidad, sino que también se comprometió a aliviar el peso de las deudas de Henry, tanto las materiales como las espirituales.

Este acto de adopción, sencillo en su ceremonia, no fue solo un cambio de estado civil; fue una reconfiguración de su lugar en el mundo. Fue un acto de reconocimiento mutuo, un compromiso tácito entre generaciones para cargar juntos con las cargas del pasado, del presente y del futuro. Cuando la ceremonia terminó, Arpad fue abrazado por su nueva familia, por la comunidad que lo acogía como uno de los suyos.

Este tipo de rituales, tan sencillos y, a la vez, tan profundos, muestran lo que a menudo se nos escapa: la verdadera pertenencia no es una cuestión de patrimonio ni de herencia, sino de la voluntad de compartir el peso de los días y de las decisiones con los demás. Arpad, aunque aún desconocía muchas de las complejidades de su nueva vida, comenzó a entender que, en este lugar, él ya no era solo un vagabundo sin propósito, sino un ser humano enredado en las redes de una vida colectiva.

Sin embargo, como le sucedió a Arpad, este tipo de transformación no es siempre bien comprendida por quienes se encuentran fuera de esta experiencia. La vida en comunidad es más compleja de lo que parece. En su búsqueda de aceptación, Arpad olvidó por un momento la presencia del anciano que reposaba en su cama. Un hombre que, en su silencio, estaba a punto de ser enterrado, aunque aún estaba vivo. Este contraste entre lo que parecía ser y lo que realmente era es uno de los aspectos más intrigantes de esta nueva vida que Arpad había decidido aceptar.

El peso de las deudas no se limita a lo económico. A menudo, cargamos con el peso de las expectativas, las historias no contadas, los rencores no perdonados. Y Arpad, al adoptar un padre y ser adoptado por una nueva familia, entendió que algunas de las cargas más pesadas son invisibles, pero no menos reales. Mientras se dirigía hacia el campo, con el antiguo hombre en brazos de Heineman y Steckmesser, una extraña sensación de calma se apoderó de él. No estaba solo. Estaba donde debía estar.

Cuando Arpad comenzó a caminar hacia el campo, sintió el sol suave de la mañana acariciar su rostro. Los niños jugaban cerca de él, pero él ya no era un espectador; ahora era un actor en este drama humano. Cada paso, cada gesto, tenía un peso diferente, no porque las circunstancias lo dictaran, sino porque él mismo se había convertido en parte de un tejido más grande que solo él podría comprender plenamente con el tiempo.

Y así, el día avanzó, y con él, Arpad. A través de las pequeñas interacciones, de la integración en una nueva familia, comprendió que la verdadera pertenencia no es un lugar físico, ni un nombre que llevemos, sino el acto constante de construir relaciones basadas en la reciprocidad y el cuidado mutuo. Pertenecer significa ser parte de una historia más grande que la que podemos contar por nosotros mismos.

Es crucial entender que, más allá de los rituales y las ceremonias, la pertenencia se construye en el día a día, en los gestos pequeños de aceptación, en la disposición a compartir nuestras cargas y, por supuesto, en la capacidad de brindar lo que no puede medirse: la humanidad compartida.

¿Qué significa realmente "seguir el camino"?

Woody, atrapado en una rutina de tareas aparentemente inquebrantables, se encontraba sumido en su misión, una que no podía desviarse de los estrictos parámetros establecidos por las instrucciones que le habían sido dadas. A medida que avanzaba, una constante presencia de personas y voces interrumpía su concentración, instándolo a participar en actividades ajenas a su objetivo. A pesar de la invitación a ser parte de algo mayor, Woody se mantenía firme en su determinación, ignorando cualquier distracción, incluso si estas tomaban la forma de una alegoría del mundo cambiante, como cuando los otros pasajeros le sugerían que "el mundo vertical se volvía horizontal". Cada intento de persuadirlo para abandonar su camino era percibido por Woody como una invasión a su sentido de propósito, su manera de conectar con lo que debía hacer.

A pesar de las voces que lo rodeaban, Woody se mantenía enfocado en su tarea, que consistía en comprar un componente tecnológico que, según sus instrucciones, era crucial para la creación de un dispositivo capaz de alterar la realidad misma. Pero cuando finalmente se encontraba solo en el tren, rodeado por la desolación de la soledad y la ausencia de aquellos que previamente lo acompañaban, comenzó a enfrentar su vulnerabilidad, su propia fragilidad frente a la inmensidad del desconocido. Sin embargo, la constante presencia de su mapa y las instrucciones en sus manos lo mantenían centrado, recordándole que no estaba perdido del todo.

Su recorrido lo llevó a un lugar distante de Brooklyn, donde la atmósfera pesada y cálida lo rodeaba. El sudor en su frente y la falta de su paraguas, que lo había protegido hasta ese momento, se convertían en un símbolo de la vulnerabilidad humana ante el caos que intenta evitarse. Pero Woody, guiado por la esperanza de llegar a su destino, no vacilaba. Caminaba decidido, buscando el siguiente paso, sin desviarse del camino que había trazado. Llegó a un pequeño edificio, Stewart’s, un lugar lleno de objetos extraños, máquinas tecnológicas que desbordaban la idea de lo posible, un espacio dedicado a suministros fuera de stock, como si se tratara de una muestra de las fallas o los excesos de una era pasada.

En su encuentro con el viejo hombre al fondo, Woody experimentó la tensión entre el cumplimiento de una tarea impuesta y la transgresión de las expectativas que se le imponían. El anciano, seguro de sí mismo y de su conocimiento del mundo, insistió en que Woody era parte de un ciclo repetido, parte de una máquina predecible. Pero Woody se resistió a ser reducido a una simple fórmula. Desesperado, explicó su propósito: conseguir un tubo 28K-916 Hersh. Y aunque el viejo hombre intentó hacerle encajar en un molde preestablecido, Woody no cedió, insistiendo en que su necesidad era real y no simplemente un capricho.

La llegada de un robot que entregó el objeto deseado mostró que, a pesar de la resistencia del anciano y las expectativas de que Woody no podía ser quien decía ser, él había conseguido lo que vino a buscar. Sin embargo, la verdad detrás de su misión no estaba en la adquisición del objeto en sí, sino en la experiencia que atravesó para obtenerlo: la soledad, la duda y el desafío de mantener su integridad frente a una sociedad que constantemente cuestiona sus decisiones y su propósito.

La historia de Woody refleja no solo una travesía física, sino también una interna, llena de incertidumbres, distracciones y tentaciones. Cada paso que daba, cada desafío que enfrentaba, era una oportunidad para explorar su propia percepción de la realidad y su capacidad para mantener su rumbo, a pesar de todo lo que pudiera surgir en el camino.

Es crucial entender que, en la vida, cada uno de nosotros tiene un camino único que debe seguir, a pesar de las voces que intentan redirigirnos hacia otros destinos. En ocasiones, el mundo parece girar en direcciones que no comprendemos, pero el desafío reside en no perder de vista lo que verdaderamente importa, en mantener nuestra atención fija en lo que sentimos que debemos hacer, aunque eso signifique caminar solo. Además, a menudo las respuestas que buscamos no se encuentran en lo que otros esperan de nosotros, sino en lo que somos capaces de descubrir por nosotros mismos, cuando seguimos el camino que hemos elegido, aunque este sea incierto y complicado.

¿Qué significa realmente el camino de regreso a casa?

Woody observó el mapa y las instrucciones con una sola mirada. “¡Woodrow Asenion!” exclamó el hombre. “¡Prohibí a tu padre entrar en esta tienda en 1937! Sabes lo que ese hombre pretende. Quiere crear un Redistribuidor Dimensional y controlar el mundo. Bueno, no lo hará con la ayuda de Stewart’s. El poder debe usarse con responsabilidad.” Lanzó el mapa y las instrucciones detrás de él, sujetó a Woody y lo empujó a través de la tienda, pasando junto a la prensa de rodillos cuatridimensional, la calculadora positrónica, el paracaídas de gravedad, el abrelatas móvil, y todos los demás inventos. Lo arrojó a la arena bajo la palma frente al edificio. “Y nunca regreses,” dijo, enderezándose su deslizador. Luego miró hacia arriba, y muy lentamente añadió: “Creo que va a llover.” El anciano cerró la puerta con furia y bajó una cortina que decía: “Cerrado por cuenta de lluvia.”

Woody miró a su alrededor desesperado. Observó el cielo. Iba a llover y no tenía paraguas. No había comprado el tubo de vacío. No tenía mapa ni instrucciones. Estaba casi perdido. Golpeó con desesperación la puerta, pero no se abrió. Mientras golpeaba, todas las luces dentro se apagaron. El edificio quedó en silencio. Luego, un trueno retumbó sobre su cabeza. En pánico, Woody se retiró por Flatlands Avenue. El cielo chisporroteaba y gruñía. Estaba parpadeando y fulgurando. Woody deseó con desesperación estar seguro en casa, en la comodidad de su propio armario. Se sentía muy vulnerable. Estaba desnudo y solo en un país extraño. También tenía hambre. ¿Qué debía hacer? ¿Qué debía hacer? Estaba desconcertado. Woody pensó que si pudiera encontrar la estación del metro en el parque de rocas de nuevo, las escaleras verdes con la barandilla naranja bajo las lámparas que decían “Metro,” podría encontrar el camino de regreso a su hogar en 206 W. 104th St. en Manhattan. Desesperado, comenzó a correr a través de la arena.

Y de repente, ahí estaban todos. Allí estaba el chico con el traje blanco. Allí estaba el chico con el jubón marrón. Allí estaba la chica con el largo vestido morado. Y detrás de ellos, una reunión al estilo del flautista de Hamelín—bailando, saltando y paseando. Y eso era solo la anticipación, el momento del cambio cuando el viejo mundo vertical se olvida y comienza a soñar el nuevo sueño que lo guía, aún no había comenzado a llover. “Hola, Woody,” dijo el chico de marrón. “¿Estás listo para unirte a nosotros?” “Hola, Woody,” dijo la chica de morado. “¿Estás listo para bailar bajo la lluvia?” Eso fue demasiado aterrador. Woody le dijo al chico alto y feo de blanco: “¿Dónde está mi robot? Él tiene mi paraguas.”

“Él,” dijo aquel, y tocó la frente de Woody con su crisantemo amarillo. “Él. Y no es tuyo. Y tengo mis dudas sobre el paraguas también.” “Ja,” dijeron todos. “Póntelo mojado.” “Ho,” dijeron todos. “Casi no dolerá.” Eso era aterrador. Ahora, Woody sabía quién era. Era el que estaba en el fondo. Un lugar seguro. Si abandonaba el camino y se unía a tantos, ¿quién sería? Se perdería. No sabría quién era. “¿Quién?” preguntó. “¿Quién?” “Tú,” dijeron ellos. “Tú.” Se rieron. Y algunos cantaban. Y hacían otras cosas. Celebraban bajo este cielo negro y amenazante, este cielo turbulento. Woody no pudo soportarlo. “Tengo que encontrar un Hersh 28K-916,” dijo. “¿Cómo más puedo ir a casa? No puedo quedarme. ¡Tengo que irme!”

“Adiós. Adiós,” gritaron mientras él se apresuraba a marcharse. Miró atrás desde la colina, y ellos miraban al cielo esperando. Esperaban que las nubes se abrieran y la lluvia cayera. Woody temía la lluvia. Corrió. Sin mapa. Sin instrucciones. Sin mapa. Sin instrucciones. Sin paraguas. Pero aún tenía dos fichas de peaje. Corrió por el camino hacia el parque de rocas. A lo largo del camino. Aún en el verdadero camino. Y ante él estaban las rocas gemelas. Frente a él estaba la escalera verde con la barandilla naranja. Frente a él estaba el refugio. Pero había una cadena en la parte superior de la escalera. Había una puerta cerrada en la parte inferior de la escalera. Y las lámparas en la entrada no se encendieron. Todo decía “Cerrado.” Todo decía “Prueba otra entrada.” La otra entrada. La otra entrada. ¿Dónde estaba la otra entrada? ¡Allí estaba! Se veía al otro lado del parque de rocas, marcada por otro par de lámparas encima de otro par de rocas. Woody dejó el camino y se dirigió hacia ellas. Corrió con toda su esperanza de volver a casa. Corrió con todo su miedo de la lluvia. Su comprensión no era profunda, pero sabía que si lo alcanzaba la lluvia, nada sería como antes. No se percató de que al abandonar el camino que su padre le había marcado antes de que Woody saliera del armario, había perdido su última protección. Primero el robot, firme y reconfortante. Luego el paraguas para protegerlo. Después perdió el mapa y las instrucciones. Y finalmente abandonó el verdadero camino.

Woody alcanzó la otra entrada. Había una cadena en la parte superior de las escaleras. Había una puerta cerrada en la parte inferior de las escaleras. Había señales y las señales decían “Cerrado” y “Prueba otra entrada.” La otra entrada. La otra entrada. ¿Dónde estaba la otra entrada? ¡Allí estaba! La veía al otro lado del parque de rocas. Woody se apresuró hacia ella. Pero a mitad de camino entre las dos se detuvo. Ese era el lugar donde ya había estado. Miró confundido. Comenzó a girar. Giró alrededor de su pie. No sabía qué hacer. Sobre su cabeza el cielo se cernía. Pobre Woody. Realmente necesitaba que alguien al mando le dijera qué hacer a continuación. Giraba y giraba. De repente, una figura imponente apareció ante él. Resplandecía en un amarillo limón y era muy alta. “Alto. Deja eso,” dijo. Era una criatura más extraña que el alienígena azul con el uniforme de la Friends of the New York Subway System. “¿Woody Asenion?” Woody asintió. “Sí, señor.” “Sé todo sobre ti. Llegas tarde. Muy tarde. Es hora de que comience la lluvia. Ya debería haber comenzado.”

“¿Va a llover?” preguntó Woody. “¿Realmente va a llover?”

“Sí, lo hará.”

“Pero no quiero que llueva,” dijo Woody. “Quiero estar en casa, seguro, en mi propio armario. ¿Es porque dejé el camino?”

“Por supuesto,” dijo la extraña criatura. “Y ahora tendrás que mojarte.”

“No,” dijo Woody. “No lo haré. Correré entre las gotas de lluvia. No me mojaré.” Y comenzó a correr con miedo y tembloroso.

La luz del relámpago iluminaba su carrera. El trueno aplaudió el aire estancado entre sus manos. El dedo índice de la lluvia lo empujaba en la frente. La lluvia caía hacia Woody, pero él se agachaba y esquivaba. Corrió por Grapefruit Street y la lluvia lo esquivaba. Corrió por Joralemon y lo salpicaba a su alrededor, sin tocarlo. Corrió junto al infame Red Hook de Brooklyn, afilado y mortal. Corrió por los mercados y bazares del Barrio Árabe. Corrió por un tranquilo pueblo dormido de casas pequeñas y marrones, todas como colmenas, llenas de gente marrón. Corrió por todos los lugares de Brooklyn y la lluvia lo perseguía por todas partes. Pero no lo tocaba.

Este era Woody Asenion, quien había sido criado en un armario y que no se atrevía a abrir la puerta por sí mismo. ¿Quién habría pensado que sería tan audaz? ¿Quién habría pensado que sería tan ágil? El miedo lo llevó a alturas que nunca había soñado. El miedo lo hizo magnífico. La gente se detenía y lo aplaudía a su paso. Tenían que admirarlo. Las palomas huían ante él. El relámpago rodeaba su cabeza. El trueno retumbaba. Los cielos se revolvían y retorcían, pero ni una gota de lluvia tocó a Woody Asenion.

Finalmente, cuando comenzó a subir la larga y lenta pendiente hacia Prospect Park, comenzó a cansarse. Su respiración era aguda en su garganta. Sus pasos se hicieron laboriosos. Sus maniobras menos ingeniosas. Y de repente, un relá