Durante las décadas de 1970 y 1980, la inflación, entendida como el aumento sostenido del nivel general de los precios, se convirtió en uno de los problemas económicos más complejos para Estados Unidos. Esta inflación perjudicaba especialmente a los consumidores, especialmente aquellos con ingresos fijos, como los jubilados. Además, la inflación generaba una incertidumbre generalizada respecto a los precios futuros, lo que hacía que los inversionistas fueran más cautelosos. Sin embargo, hacia mediados de la década de 1980, la inflación comenzó a reducirse significativamente, pasando de picos históricos cercanos al 20% a un rango mucho más manejable del 2-3% anual. Desde entonces, la inflación se ha mantenido relativamente baja, aunque los responsables de la política económica siguen monitoreando de cerca cualquier señal de aumento.
Uno de los pilares de la economía estadounidense ha sido la promoción activa del desarrollo empresarial, un esfuerzo respaldado históricamente por el gobierno federal. Desde principios del siglo XIX, el gobierno nacional apoyó la construcción de infraestructuras esenciales, como carreteras y canales, que no solo unieron los distintos estados y regiones, sino que también facilitaron la creación de mercados y la expansión del comercio. Las políticas arancelarias nacionales, que limitaban la competencia de los productos importados, promovieron aún más los mercados internos.
El apoyo a las empresas no se limitaba únicamente a la infraestructura física. En el siglo XIX, el gobierno federal ofreció subsidios a diversas industrias, incluyendo la agricultura, un sector que continúa recibiendo subsidios hasta el día de hoy. Por ejemplo, en 2017, el 46% de las granjas en Estados Unidos recibieron subsidios, lo que ascendió a un total de 13.2 mil millones de dólares. Sin embargo, estos programas de subsidios han sido objeto de críticas, especialmente por su tendencia a favorecer a las grandes corporaciones agrícolas sobre los pequeños productores familiares.
El gobierno también impulsó el desarrollo empresarial a través de ayudas directas, como los subsidios, los préstamos y las exenciones fiscales. En 1953, se creó la Small Business Administration para ofrecer asistencia financiera a pequeñas empresas que enfrentaban dificultades para acceder a los mercados de capital o superar imprevistos como incendios o desastres naturales. A lo largo de los años, esta agencia ha proporcionado más de 44 mil millones de dólares en préstamos y garantías para apoyar a las pequeñas empresas.
Un ejemplo más reciente de la intervención estatal en el desarrollo empresarial es el caso de Sematech, un consorcio de investigación y desarrollo creado en 1987 para ayudar a la industria estadounidense de microchips a recuperar su liderazgo frente a la competencia japonesa. En total, se destinaron 1.7 mil millones de dólares, de los cuales el gobierno federal aportó aproximadamente la mitad. El esfuerzo conjunto entre la industria y el gobierno resultó en una recuperación exitosa de la industria de semiconductores estadounidense.
El fomento de la innovación tecnológica también ha sido una prioridad del gobierno, especialmente en áreas estratégicas como la seguridad nacional. Por ejemplo, la CIA estableció In-Q-Tel, un fondo de capital de riesgo, con el objetivo de invertir en start-ups tecnológicas cuyas investigaciones pudieran ser útiles para los esfuerzos de inteligencia. Más recientemente, el gobierno ha invertido de manera significativa en el desarrollo de energías alternativas y renovables, especialmente en respuesta a la crisis económica global iniciada en 2008. A través de programas de créditos fiscales y subsidios, se han destinado miles de millones de dólares a la producción de energía renovable y la mejora de la eficiencia energética.
Es importante entender que, a pesar del apoyo del gobierno, la relación entre los negocios y los trabajadores ha sido históricamente conflictiva en los Estados Unidos. A lo largo del siglo XIX, las huelgas por mejores salarios y condiciones laborales fueron comunes, y la violencia laboral no fue una rareza. Sin embargo, el gobierno federal, por mucho tiempo, adoptó una postura pasiva frente a estas tensiones, dejando que fueran los gobiernos locales y los tribunales los que, en muchos casos, protegieran los intereses de los empleadores.
El balance entre la protección a las empresas y la defensa de los derechos laborales ha sido un tema central en la historia económica de Estados Unidos. Durante gran parte del siglo XX, el gobierno intervino para mejorar las condiciones laborales, promoviendo leyes que protegieran a los trabajadores de abusos como los horarios excesivos o los salarios bajos. Sin embargo, el alcance de esta intervención ha sido siempre objeto de debate, con ciertos sectores pidiendo más regulación y otros abogando por una menor intervención gubernamental.
Este equilibrio entre el fomento del desarrollo empresarial y la protección de los derechos de los trabajadores es fundamental para entender cómo las políticas públicas pueden influir en la dirección de la economía. La intervención del gobierno no solo se limita a proporcionar incentivos fiscales o préstamos, sino que también abarca un marco regulatorio que busca garantizar condiciones laborales justas y una competencia leal. Además, las políticas destinadas a proteger a los consumidores, como la creación de la Oficina de Protección Financiera al Consumidor, demuestran el interés por equilibrar el poder económico y evitar abusos.
El papel del gobierno en la economía estadounidense es multifacético y, en muchos casos, no se limita a un simple apoyo o interferencia, sino que implica una serie de medidas estratégicas que buscan maximizar el desarrollo empresarial, garantizar el bienestar de los trabajadores y consumidores, y promover la estabilidad económica en general.
¿Cómo han cambiado los poderes presidenciales en la práctica política estadounidense?
Desde 1974, el uso de la retención de fondos por parte del presidente de los Estados Unidos ha disminuido considerablemente. La retención de fondos, o "impoundment", era una herramienta utilizada por los presidentes para retener fondos asignados por el Congreso para ciertos proyectos, incluso si esos fondos ya habían sido aprobados. No obstante, a raíz de una serie de decisiones legislativas, que incluían la Ley de Control de Impoundment de 1974, los presidentes ya no pueden retener fondos sin el consentimiento explícito del Congreso, a menos que en un plazo de 45 días no haya una objeción formal.
Este cambio legislativo es solo un ejemplo de cómo, a lo largo de las últimas décadas, los poderes presidenciales han sido objeto de un escrutinio y una limitación progresivos. El presidente, si bien sigue teniendo una influencia significativa en el proceso político, debe maniobrar dentro de las restricciones impuestas por otras ramas del gobierno. Por ejemplo, aunque los presidentes a menudo se ven obligados a aceptar asignaciones presupuestarias que no desean, o a recurrir a métodos más tradicionales y políticamente limitados como el veto, su poder no es ilimitado.
En este contexto, la figura del veto presidencial, herramienta clave de la presidencia, sigue siendo uno de los recursos más potentes, pero su uso también está cargado de implicaciones políticas. El veto permite a un presidente rechazar una ley aprobada por ambas cámaras del Congreso, pero a menudo este acto se percibe como un obstáculo para el progreso legislativo, lo que genera tensiones entre el ejecutivo y el legislativo. Además, no todos los vetos son igualmente efectivos: algunos pueden ser anulados por una mayoría calificada en el Congreso, lo que limita su alcance.
Por otro lado, la tendencia de aumentar los poderes unilaterales del presidente ha sido otra característica de la política estadounidense en las últimas décadas. El uso de órdenes ejecutivas y otras directivas presidenciales ha incrementado de manera significativa, especialmente en momentos en que el Congreso es incapaz de actuar con rapidez o cuando el presidente desea evitar un proceso legislativo más largo. Si bien estas órdenes tienen el poder de modificar la política pública de manera inmediata, también pueden ser revertidas por administraciones posteriores, lo que crea un ciclo de cambios políticos que varía dependiendo del inquilino de la Casa Blanca.
El hecho de que muchos de estos cambios ocurran sin una participación activa del Congreso pone en evidencia una tensión constante en el sistema de gobierno estadounidense. Si bien el presidente sigue siendo un actor clave, las dinámicas políticas actuales requieren una negociación constante con otras ramas del gobierno, particularmente con el Congreso. La acción presidencial unipersonal, como la declaración de emergencias nacionales o la firma de órdenes ejecutivas, se ha convertido en una respuesta frente a un Congreso dividido o inactivo.
Es esencial entender que, si bien el presidente de los Estados Unidos posee una serie de poderes que le permiten influir decisivamente en la política del país, estos poderes están sujetos a un equilibrio delicado entre las tres ramas del gobierno. La interacción constante entre el poder ejecutivo y el legislativo asegura que, aunque el presidente pueda tener una considerable flexibilidad para actuar, también se enfrenta a restricciones y desafíos significativos que limitan su capacidad para operar de manera autónoma.
En este sentido, es importante reconocer que los poderes presidenciales no deben ser entendidos como algo estático, sino como un conjunto de herramientas que evolucionan según el contexto político y social del momento. Los desafíos contemporáneos en la política estadounidense, como la polarización política y la creciente influencia de los medios y las redes sociales, también influyen en cómo se utilizan estos poderes y en cómo la presidencia se relaciona con otras instituciones políticas del país.

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