La erosión de los vínculos entre la democracia y la educación conduce a una paradoja donde la esperanza se convierte en enemiga de la agencia, y esta última se reduce a una mera habilidad para sobrevivir, en lugar de un impulso para transformar las condiciones sociales opresivas. En este contexto, la resolución de los problemas vitales se vuelve un acto solitario, despojando a la esfera social de cualquier sentido de responsabilidad colectiva y transformando la elección individual en un acto regresivo y despolitizado. La desaparición de instituciones democráticas y de ideales compartidos alimenta visiones apocalípticas marcadas por el miedo y el fatalismo, reforzando la idea normalizada de que no existen alternativas viables a la lógica política neoliberal y a la tiranía de la economía global.
El neoliberalismo desmantela las nociones de solidaridad y elimina las instituciones que fomentan una sensibilidad crítica y comprometida. En este proceso de borrado depolítico, surge la interrogante sobre la posibilidad de que una concepción democrática de la política pueda emerger, cómo sucede esto y quiénes son los agentes capaces de emprender la resistencia colectiva y masiva. En los regímenes políticos populistas neoliberales contemporáneos, el lenguaje se convierte en un instrumento para reprimir la decencia moral y la conexión humana, anulando la comunicación basada en valores democráticos y el diálogo. Según Leo Lowenthal, los individuos son cada vez más forzados a actuar como “buscadores despiadados de su propia supervivencia”, marionetas de un sistema cuyo único objetivo es perpetuarse en el poder.
La agencia crítica se percibe ahora como peligrosa, socavada por la maquinaria pedagógica neoliberal y una cultura de ignorancia manufacturada que genera represión política, regresión y un infantilismo social. La despolitización transforma la ignorancia en virtud, dificultando la capacidad de los individuos para equilibrar razón y emoción, distinguir entre realidad y ficción, y emitir juicios críticos e informados. La educación, tanto en las escuelas como en los medios culturales conservadores y dominantes, se convierte en una herramienta de represión que legitima la propaganda fascista neoliberal. Así, la labor interminable de la crítica cede ante el fracaso de la conciencia, que sucumbe a visiones simplistas definidas por una irracionalidad fundamental para la política fascista.
La razón y el juicio informado, esenciales para la formación de ciudadanos conscientes, son reemplazados por un espectáculo mediático de gritos, hiperemoción y atención fragmentada. Las nuevas tecnologías digitales, controladas por monopolios, promueven el consumismo, la velocidad y la brevedad, conspirando para hacer difícil la reflexión profunda. El conocimiento pierde su carácter problemático y se reduce a fragmentos preempaquetados en ciclos informativos sin fin, superficiales y trivializados. La ideología neoliberal, difundida por los medios dominantes, actúa como una máquina de desimaginación que controla la historia, borrando momentos de resistencia y de opresión. La memoria histórica se blanquea y purga de ideales utópicos, reemplazada por fantasías apocalípticas centradas en el miedo y la inseguridad, expresadas a través de discursos de invasión y amenaza por parte de “otros” peligrosos.
Al desaparecer los vocabularios públicos que articulan la experiencia histórica, resulta difícil comprender las múltiples guerras contra los ideales democráticos, lo que permite que el fascismo neoliberal se presente como algo novedoso y libre de un pasado represivo. La memoria queda atrapada en el presente, imposibilitando reconocer tanto la herencia de violencia y opresión como las gestas heroicas de resistencia. Esta depolitización se traduce en una indiferencia aguda, un retiro de la vida pública y un desprecio hacia la política que configura una catástrofe política. El tránsito de la crisis – que implica posibilidad de cambio – a la catástrofe – donde la política se disuelve en cinismo y desesperanza – genera un vacío asombroso, marcado por la huida del bien común y la desaparición del deber ético hacia el otro.
La autocomplacencia egocéntrica y la “moralidad indolora”, vaciada de obligaciones éticas y conciencia social, proliferan en esta era neoliberal que destruye las instituciones, valores y relaciones democráticas más esenciales. Esto es evidente en la concentración extrema de poder y riqueza, en la corrupción política inducida por corporaciones, y en la violencia institucionalizada ejercida contra poblaciones vulnerables: mujeres, inmigrantes, niños, personas negras y musulmanas. Ejemplos recientes incluyen decisiones judiciales que legitiman políticas migratorias crueles y la creación deliberada de crisis como la epidemia de opioides, responsable de las “muertes por desesperanza” causadas por aislamiento social, pobreza y precariedad laboral.
La crueldad se convierte en un hilo conductor de la legitimación del fascismo neoliberal, visible en gobiernos demagógicos alrededor del mundo. En sociedades donde el mercado prevalece sobre la democracia, la esperanza queda relegada a los márgenes, y sin ella desaparece la posibilidad de resistencia, disenso y lucha. La agencia, condición imprescindible para la lucha, depende de la esperanza, que amplía el espacio de lo posible y reconoce la incompletitud del presente. La pérdida de esperanza implica la desaparición de esferas sociales esenciales, bienes públicos, conciencia histórica y formas colectivas de apoyo indispensables para una ciudadanía activa y comprometida.
El problema de la agencia es condición previa para cualquier forma viable de resistencia individual y colectiva. Es fundamental abordar los cambios en la conciencia y repensar la agencia histórica y colectiva como parte de la lucha por una transformación estructural. Estos cambios ideológicos y estructurales solo pueden ocurrir mediante una cultura formativa y la existencia de instituciones y espacios públicos que integren la educación como eje central de la política. La indiferencia hacia la identificación de los agentes históricos del cambio en el presente no es simplemente una deficiencia, sino un síntoma profundo de la crisis política contemporánea.
La educación, en su sentido más profundo, no puede limitarse a la mera transmisión de información o habilidades funcionales, sino que debe ser un espacio para cultivar la agencia crítica y la solidaridad, capaces de confrontar y transformar las estructuras neoliberales. Solo a través de esta praxis educativa-política será posible reactivar la democracia y resistir las fuerzas que intentan reducir la vida social a la mera supervivencia individual, anulando la esperanza y el compromiso colectivo.
¿Cómo la pandemia expuso las fallas del estado y las amenazas a la democracia en el siglo XXI?
La pandemia ha revelado con crudeza la intersección mortal del racismo, las divisiones de clase y los registros punitivos de la desigualdad, poniendo al estado fallido al borde del colapso, casi en soporte vital. Esta crisis no solo ha evidenciado las debilidades estructurales de los sistemas sociales y políticos, sino que también ha despertado un anhelo creciente por una rebelión que respire vida nueva a un orden social transformado, uno que surja del crisol de una demanda radical: que la democracia cumpla finalmente con sus promesas e ideales. La democracia, en este contexto, requiere una visión renovada y profunda.
La elección de Joe Biden como presidente de Estados Unidos marcó el fin de la política fascista que encarnó Donald Trump, pero dejó intactas interrogantes esenciales sobre las fuerzas que erosionaron los ideales democráticos, aunque fueran débiles, y permitieron la llegada de un líder autoritario. Los espectros del fascismo no han desaparecido, sino que han sido momentáneamente relegados a las sombras, listos para reaparecer si no se les confronta con claridad y decisión.
El análisis de esta crisis social y política debe considerar cómo el neoliberalismo ha debilitado las instituciones públicas, profundizando la desigualdad económica y social. La pandemia ha actuado como un espejo que refleja el fracaso de un modelo que prioriza el mercado sobre la vida humana, exponiendo que las promesas de progreso y justicia social permanecen incumplidas para las mayorías. La mercantilización de la salud, la educación y otros servicios esenciales ha intensificado la vulnerabilidad de los sectores más desfavorecidos, revelando una matriz de opresión que combina raza, clase y poder punitivo.
En este marco, la emergencia sanitaria se entrelaza con la emergencia política, donde la desinformación, las teorías conspirativas y la manipulación mediática contribuyen a la fragmentación social y al descrédito de la democracia. La polarización exacerbada y el ascenso de liderazgos autoritarios que alimentan la desconfianza y el miedo representan riesgos latentes para las libertades y derechos conquistados.
Es fundamental reconocer que la democracia no es solo un sistema de gobierno, sino una práctica viva que debe estar arraigada en la justicia social, la igualdad y el reconocimiento de la dignidad de todos los ciudadanos. Su renovación exige un compromiso colectivo con la solidaridad, el acceso equitativo a recursos esenciales y la participación activa en la construcción de políticas que reflejen las necesidades reales de la población. La pandemia ha mostrado que la salud pública es inseparable de la justicia social y que la exclusión estructural es letal.
Además, entender la dinámica actual implica aceptar que la lucha contra las fuerzas autoritarias y la desigualdad no puede limitarse a cambios superficiales o electorales. Es necesario un proyecto radical que confronte la lógica del capital y el racismo institucionalizado, buscando la abolición de sistemas que reproducen la opresión. Solo así podrá la democracia cumplir con su potencial emancipador y garantizar la vida digna para todas las personas.
La reflexión sobre estos procesos no debe quedarse en el diagnóstico, sino que debe abrir espacio para imaginar y construir alternativas concretas, desde la educación crítica hasta la reorganización comunitaria, que desafíen la normalización de la violencia estructural. La pandemia ha sido una advertencia, pero también una oportunidad para redefinir el pacto social y político que sostiene a las sociedades contemporáneas.
Es crucial que el lector comprenda que las crisis sanitarias, sociales y políticas están intrínsecamente conectadas y que abordarlas requiere una mirada integral, crítica y propositiva. La reconstrucción democrática no solo es un desafío político, sino una tarea ética que involucra transformar las relaciones sociales, económicas y culturales para erradicar las raíces profundas de la desigualdad y el autoritarismo.
¿Qué falló en la respuesta de Trump a la crisis sanitaria del coronavirus?
El manejo de la pandemia de COVID-19 por parte del presidente Donald Trump se ha convertido en uno de los temas más polémicos y analizados de su mandato. Desde el inicio de la crisis, su administración mostró señales de descoordinación, desinformación y falta de una estrategia coherente para enfrentar la emergencia sanitaria. La indiferencia hacia la gravedad del virus, la minimización de sus efectos y las políticas erráticas no solo fueron perjudiciales para la salud pública, sino que también evidenciaron una profunda desconexión entre el liderazgo político y las necesidades reales de la población.
El 2020 comenzó con una serie de señales que indicaban la inminencia de una crisis mundial, pero, en lugar de prepararse adecuadamente, Trump optó por restar importancia al virus. Las primeras semanas del brote estuvieron marcadas por la desinformación; declaraciones del presidente, como aquellas en las que sugirió que el virus desaparecería "como por arte de magia", contribuyeron a una percepción errónea de la situación. Las medidas que se tomaron para contener la propagación del virus, tales como las restricciones de viaje y la cuarentena, fueron implementadas tarde, y muchas de ellas fueron mal comunicadas.
El control de la crisis sanitaria en los Estados Unidos se vio afectado por un sistema de salud ya frágil, pero el fracaso de Trump fue más allá de esta limitación. El presidente no solo ignoró los consejos de expertos, sino que también intervino políticamente en la gestión de los recursos y decisiones clave. Esto fue evidente cuando el gobierno federal no coordinó de manera efectiva con los estados, dejando a muchos de ellos sin suministros médicos esenciales, como respiradores y mascarillas, lo que exacerbó la crisis. Además, la administración se mostró reticente a aumentar las pruebas de detección del virus, lo que demoró aún más la capacidad de respuesta.
El enfoque de Trump también estuvo marcado por la politización de la crisis. Durante meses, el presidente parecía más preocupado por las implicaciones políticas y económicas de la pandemia que por la salud de los ciudadanos. Mientras que los expertos en salud pública, como el Dr. Anthony Fauci, advertían sobre la necesidad de medidas estrictas y coordinadas, Trump subestimaba las advertencias, centrando su discurso en reabrir la economía lo antes posible. Esta estrategia, que fue impulsada principalmente por la presión de sus aliados políticos y sus propios intereses electorales, resultó en un desastre. Los esfuerzos por reabrir el país sin un plan adecuado contribuyeron a un aumento dramático de casos y muertes a lo largo de 2020.
Uno de los momentos más críticos de esta gestión fue la organización de eventos políticos, como las concentraciones de campaña, en las que se alentó a los seguidores a reunirse sin medidas de distanciamiento social ni mascarillas. A pesar de la creciente evidencia de que estos eventos podrían ser focos de propagación del virus, Trump continuó con su agenda, ignorando las consecuencias para la salud pública. La falta de empatía y responsabilidad por parte del presidente ante el sufrimiento de la población dejó en claro que su interés principal era su reelección, lo que lo alejó aún más de las necesidades del pueblo estadounidense.
Además, la respuesta federal fue fragmentada, con estados como Nueva York luchando con una carga desproporcionada de casos, mientras que otros, como Georgia, tomaron la iniciativa de reabrir sin las condiciones adecuadas para hacerlo. En vez de brindar un liderazgo nacional, Trump optó por delegar la responsabilidad en los gobernadores, lo que resultó en políticas inconsistentes que confundieron aún más a la población.
Más allá de la respuesta directa a la crisis sanitaria, la administración Trump mostró un fracaso en la gestión de la confianza pública. La retórica constante de victimización y la acusación de los medios y los opositores políticos como responsables de los problemas, erosionó la capacidad del gobierno para unir al país en un momento de necesidad urgente. La respuesta ante la pandemia no solo reveló debilidades en el sistema de salud, sino también en la calidad del liderazgo político, que no estuvo a la altura de la magnitud del desafío global.
Es crucial para el lector comprender que, además de las fallas obvias de liderazgo y la falta de preparación, el manejo de la pandemia por parte de Trump reflejó una filosofía de gobierno profundamente polarizadora, que puso en peligro la salud y la seguridad de millones de personas. La crisis sanitaria reveló la fragilidad de una administración que antepuso intereses políticos a las vidas humanas, con consecuencias devastadoras. Este tipo de gobierno también dejó en evidencia la importancia de la colaboración entre los diferentes niveles del gobierno y la necesidad de líderes comprometidos con el bienestar colectivo por encima de los intereses partidistas.

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