Roger cuelga boca abajo en sus cuerdas, inmóvil, observándome sin decir nada. Yo tampoco hablo. No me sobra el tiempo para esas pausas que él parece permitirse; mi vida aquí es una cadena interminable de tareas. Si dispusiera de su tiempo libre, lo usaría de otro modo. No me perdería en el ocio. Me intrigan sus experimentos, que solo parece realizar durante nuestras teletransmisiones regulares a la Tierra. Le pregunté una vez, pero no respondió; saltó a sus cuerdas, con la destreza del que ha practicado demasiado. Yo también podría saltar hasta la cima de la cúpula si tuviera ese tiempo, pero no lo tengo.

Roger es demasiado silencioso. Nunca interviene cuando Jack me provoca, y ese silencio se convierte en complicidad. Jack se crece en la sombra de su mutismo. He tenido que proteger a Roger de Jack más veces de las que puedo contar, pero no se le puede pedir a un hombre que respalde; o ve la necesidad o no la ve. Y si Roger ha decidido jugar al silencio, yo también puedo jugar. Solo rompo mi mutismo para arrancar a Jack de su espalda cuando se excede. No espero que lo note.

Jack, para irritarme, se quita su sombrero negro durante nuestras transmisiones. Es encantador, convincente, capaz de hacer creer que podríamos permanecer aquí ocho meses más sin problema. Cuando me toca hablar a mí, asiento, saludo a la Tierra y digo que estamos ocupados. Roger, al fondo, manipula sus experimentos y levanta la mano hacia la cámara sin pronunciar palabra. Jack, en cambio, sonríe y explica con desenvoltura los procedimientos. Después, vuelve a ponerse su sombrero negro, ese sombrero de papel pintado con tinta que fabricó durante una tarde entera, mientras yo trabajaba. Sabe que me molesta, y yo sé que es su forma de marcarme.

Jack es un glotón. Come las mejores partes y deja el resto. Imagino que siempre fue consentido. Recuerdo la Navidad, cuando dejó la corteza del pastel y sus burlas se prolongaron durante un mes. Primero fueron migas en mi plato, luego restos más evidentes cuando yo decidí ignorarlo. Acabó devorando con ambas manos y lanzando comida. Conservo audios de varias escenas; no es fácil discernir lo que pasa, pero en uno se me oye decir: “Jack, no has esterilizado”. Él responde con frialdad: “Es verdad, Clarence. Lo he dejado. Que la Luna corra su riesgo conmigo. No me importaría darle una dosis de algo”. Yo le recuerdo la política de no contaminación. Él replica: “Tal vez eres demasiado bueno para este trabajo. El universo es un reloj, nosotros somos anarquía. La vida prevalecerá, arrasará todo. Es nuestro destino estropear el mecanismo”.

Desde entonces, Jack lleva su sombrero negro como símbolo. Afuera he estado contando los sacos de basura: faltan dos. Me temo lo peor. La Luna infectada de vida, los hombres como Jack propagándose por el universo. Antes de la teletransmisión le enfrento: “¿Qué hay de la basura?”. Él se peina, ensaya su sonrisa, niega. Yo cuento los sacos, denuncio con cautela. En cámara Jack es convincente, agradece la pregunta y tranquiliza al público. Después, al cerrar la transmisión, me dice: “Tengo una lealtad superior” y se vuelve a colocar el sombrero.

He asumido la contabilidad de la basura. Pienso en contenedores inviolables, en sistemas cerrados que impidan que nada escape. Pero ni eso bastará si no se aparta antes a los irresponsables. El poder de la vida debe reposar en manos que lo respeten. No sé cómo garantizarlo, pero lo pensaré mientras dure el turno. Esta nueva tarea es otra intrusión sobre mi tiempo, pero necesaria. Los que pueden hacer están condenados a hacerlo hasta el límite de sus fuerzas.

Las cosas parecen bajo control. Roger está más activo, trabaja con mayor concentración, escucha mis consejos y hasta ha salido al exterior por primera vez en meses. Pero también ha vuelto a sus cuerdas. No tengo tiempo ni corazón para hablarle de ello. Estoy muy ocupado. He contado una vez más los sacos de Jack. Falta uno. Creo que un pie. No entiendo cómo ha podido suceder. Un pie derecho, creo. Necesitamos contenedores inviolables.

Es aquí donde se manifiesta la paradoja. El espacio no es un vacío neutro, sino un escenario donde la vida expone sus tensiones, su impulso expansivo y su capacidad de corromper incluso los principios más rígidos. El aislamiento prolongado actúa como catalizador de personalidades extremas: el que calla se hunde en su silencio, el que transgrede se crece en su desafío, y el que intenta imponer orden carga sobre sus hombros con un deber interminable. Comprender esto es esencial para entender no solo las dinámicas de cualquier misión, sino la naturaleza misma del hombre fuera de su mundo: la fragilidad de la ética frente a la oportunidad, la delgada línea entre la supervivencia y la contaminación, entre la disciplina y la anarquía.

¿Cómo se construye un mito capaz de mover a los hombres y alterar el destino de los Viajeros?

No había en mí ambiciones menores ni deseo de copiar las limitaciones de una facción. Elegí la presunción como mi mejor parte y me instalé entre un grupo de veteranos del Saluji, un juego cuya moda había barrido las Naves antes incluso de que mi padre obtuviera su ciudadanía. Aquellos ancianos, último vestigio de una época, conservaban sus canchas, sus competiciones y, sobre todo, un sentido de pertenencia que desbordaba la inercia del presente. Enviaron a su mejor jugador contra mí, McKinley Morganfield, un hombre duro y reticente, pero de la clase de adversarios con los que mejor sé tratar.

El primer contacto con Morganfield fue hostil. Me preguntó con desprecio quién me creía yo, irrumpiendo en su mundo cerrado. Le hablé de mi padre y de su amigo Ayravainen, de Cropsey, nombres que aún resonaban con prestigio en el universo del Saluji. Le ofrecí algo imposible: la posibilidad de reencontrarse con aquellos rivales legendarios en un torneo para veteranos. No creía en malgastar mis maravillas ni en revelar de inmediato mis planes. Pero insinué que, en dieciséis meses, todas las Naves convergerían en el Continente Sur de Nueva Albión para celebrar los primeros encuentros universales de Saluji.

Aquella promesa era más que un evento deportivo. Era una grieta en la estructura del orden establecido. La sola idea de un “Rendezvous” entre Naves —algo jamás realizado— abrió un horizonte que ninguno había considerado. Les recordé que una Nave puede ir a donde sus Ciudadanos decidan llevarla. Ese pensamiento, tan simple, era para ellos revolucionario.

La tarea fue lenta al inicio. Reclutar individuos, hablarles, sembrar una chispa. Pero las personas, como palabras luminosas en un poema, van sumando compañía, y de pronto una idea que parecía marginal se transforma en un movimiento. Yo no hacía más que hablar, siempre con las manos detrás de la espalda. Había aprendido que no se empuja a la gente sin propósito: se la conduce ofreciéndole un mito más poderoso que aquel en el que cree.

La resistencia más sólida vino de los Hijos de Prometeo, herederos degradados de una antigua misión altruista. Su poder residía en el “programa”, en el calendario de visitas a mundos-colonia, en el ritual de repartir vendajes y luz. Para ellos, la programación era identidad; romperla equivalía a disolverse. Con dos de sus líderes, uno suspicaz y una mujer de mirada oscura y curiosa, hablé de otro secreto: la Tierra no había sido destruida. Tal vez nunca lo estuvo. Tal vez habíamos sido engañados para evitar responsabilidades incómodas. La idea los perturbó.

Si un Rendezvous se produjera, sugerí, alguien podría volver y comprobar si nuestro mundo natal es solo una ceniza. ¿Valdría la pena abandonar el calendario para encontrarnos a nosotros mismos? ¿Para reclamar poder? “Cuando siete Naves se reúnan, habrá revelaciones que aprovechar”, les dije. La mujer, entusiasmada, confesó su sueño de viajar al corazón de la galaxia y saber qué compañía tenemos. Era la añoranza de los Navegantes, un impulso ancestral.

No movía ya a las personas por puro deleite, aunque todavía me daba placer. Había descubierto que los mitos sin dueño son fáciles de reemplazar; los verdaderos creyentes exigen uno mejor. Así, mientras el viejo juego del Saluji renacía como excusa, yo trabajaba para ofrecer un relato que justificara romper inercias, calendarios y obediencias.

Importa entender que en este relato no se habla solo de un torneo ni de una reunión de ancianos jugadores. Se habla de la construcción deliberada de un mito como herramienta de acción colectiva, de cómo un individuo puede catalizar deseos dispersos y convertirlos en voluntad organizada. Se habla de la tensión entre rutina y descubrimiento, entre la seguridad del calendario y la incertidumbre de elegir destino. Y, sobre todo, se muestra que el poder real no reside en imponer, sino en ofrecer un horizonte tan amplio que otros lo elijan por sí mismos.