El fenómeno de la alabanza servil en la política ha sido objeto de estudio en diversas disciplinas, pero pocos ejemplos son tan reveladores como el comportamiento observado dentro del Partido Republicano bajo la influencia de Donald Trump. Tras el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021, muchos de los legisladores republicanos, que en principio habían condenado las acciones de Trump, rápidamente volvieron a alinearse con él. Uno de los casos más significativos fue el del senador Lindsey Graham, quien, tras un discurso crítico contra Trump, no tardó en acompañarlo nuevamente en el Air Force One, elogiando sus políticas y liderazgo. Este tipo de "volteretas" políticas, observadas en muchos miembros del Partido Republicano, es el reflejo de una dinámica de poder profundamente corrupta, en la que la lealtad a Trump se convierte en una necesidad existencial para los legisladores.

La corrupción en este contexto no se presenta en forma de sobornos explícitos ni amenazas directas, sino que opera a través de un sistema de presión social y política. Los legisladores republicanos saben que si se apartan de la corriente trumpista, perderán su lugar en el partido y, con ello, su poder. Así, el apoyo a Trump, lejos de ser una cuestión ideológica o moral, se convierte en un acto de supervivencia política. Lo que importa no son los principios, sino la obediencia y el constante engrandecimiento del ego de Trump. Esta estructura no solo implica la adhesión al líder, sino que también demanda la sumisión a su visión del mundo, una visión que elimina cualquier disenso o discrepancia dentro de las filas republicanas.

En la estructura social del régimen de Trump, los seguidores más cercanos se convierten en sus más fervientes defensores, replicando sus discursos y actuaciones. Uno de los aspectos más destacados de este fenómeno es el comportamiento de los seguidores, que no solo aplauden las acciones de Trump, sino que, en ocasiones, se permiten desafiar las normas establecidas, haciendo declaraciones similares a las del propio Trump. El ejemplo de Andrew Clyde, quien comparó el asalto al Capitolio con una “visita turística normal”, o el de Michael Flynn, quien sugirió que un golpe de estado similar al de Birmania debería ocurrir en EE. UU., son claros intentos de imitar al líder en su desdén por la norma y el orden. Estas actitudes reflejan una adhesión ciega al líder, sin importar las consecuencias legales o morales de sus palabras.

Este fenómeno de "quebrantar las reglas" tiene una dimensión compleja: no solo refuerza la figura del líder, sino que también facilita la creación de una red de seguidores dispuestos a protegerlo a toda costa, incluso a costa de la verdad. La paradoja del régimen de Trump radica en que, aunque no se promueve una revolución o un cambio radical en términos ideológicos, sí se establece un sistema donde el poder se sostiene mediante el desdén por las reglas que previamente ordenaban la convivencia política. Trump, con su discurso de "yo puedo disparar a alguien en la Quinta Avenida y no perdería votantes", rompió con las convenciones de lo aceptable, y de esta forma, creó una cultura política donde el poder se ejerce mediante la transgresión constante.

Este sistema de poder no es exclusivo de la política estadounidense. Similar a las estructuras de las pandillas criminales en Brasil, como se observa en los barrios marginales de Río de Janeiro, la atracción por un líder que quebranta las reglas genera una estructura jerárquica donde los más bajos en la cadena encuentran respeto, no por sus logros, sino por el miedo que infunden. Así, los nuevos miembros de las pandillas, al alinearse con los líderes, reciben reconocimiento inmediato y una forma de poder derivada del temor que provocan en la comunidad. Esta dinámica también se refleja en el contexto político de Trump, donde la lealtad al líder genera un tipo de respeto basado en el temor a las represalias políticas o sociales.

En los primeros años de su presidencia, Trump rodeó su administración de figuras que, al igual que él, no dudaron en transgredir las normas y las leyes para mantener su poder. Personas como Paul Manafort, Michael Flynn, Roger Stone, Steve Bannon y Michael Cohen estuvieron involucradas en diversas actividades criminales, desde fraude fiscal hasta obstrucción de la justicia. Aunque estos crímenes pueden parecer distantes de los de las pandillas brasileñas, la estructura jerárquica y la lealtad al "gran hombre" son paralelas. Los seguidores más cercanos a Trump, como los miembros de estas pandillas, no solo buscan enriquecerse o recibir favores personales, sino que se sienten atraídos por el poder que emana de la figura del líder y por la protección que su cercanía otorga.

Es importante destacar que la política servil no es un fenómeno aislado ni exclusivo de un sistema o región. A lo largo de la historia, diversas sociedades han sido testigos de la creación de sistemas de poder basados en la adoración a un líder. La diferencia radica en la forma en que cada sociedad justifica y estructura esa devoción. En el caso de Trump y su círculo cercano, el poder se construye sobre una base de transgresión de normas sociales, legales y éticas. Esta transgresión no es solo una característica personal de Trump, sino una herramienta para consolidar su poder y atraer a seguidores que, al igual que los miembros de las pandillas, buscan una identidad y un respeto que solo pueden obtener dentro de la estructura de poder que él lidera.

¿Cómo el cálculo de las pérdidas humanas se convierte en una estrategia política durante la pandemia?

El inicio de la pandemia en los Estados Unidos y su impacto en la campaña de reelección de Trump es un claro ejemplo de cómo una crisis de salud global puede ser transformada en un proyecto político. A medida que el país enfrentaba una crisis sanitaria sin precedentes, la administración Trump optó por una estrategia que priorizaba la recuperación económica sobre la protección de vidas humanas, tratando de minimizar el impacto del virus a nivel social y económico. Esta dualidad en su enfoque se reflejó en la retórica de la campaña, que, bajo la premisa de un "gran éxito", minimizaba las muertes como meros efectos colaterales aceptables, diseñados para facilitar una recuperación económica más rápida.

Durante los primeros meses de la pandemia, la administración intentó construir una narrativa en la que el éxito económico se presentaba como el principal logro de la presidencia. La economía, un tema central para la campaña de reelección, era mostrada como un indicador de fortaleza y competencia, mientras que las muertes por COVID-19 se trataban de manera instrumental. En este contexto, Trump y sus asesores practicaron lo que podría considerarse un “libro de contabilidad doble”: por un lado, subrayaban la importancia de la recuperación económica, mientras que, por otro, se desestimaba la magnitud de las pérdidas humanas.

La estrategia de la administración estaba basada en la noción de que ciertos sacrificios humanos eran necesarios para alcanzar el objetivo de un retorno rápido a la normalidad. Este enfoque se vio reflejado en una declaración notable de Jared Kushner, asesor principal de la Casa Blanca, quien en abril de 2020 afirmó que la respuesta del gobierno era “una gran historia de éxito”. Esta visión se mantenía a pesar de las alarmantes estadísticas de infecciones y muertes, que continuaban incrementándose con cada semana que pasaba. En lugar de reconocer la tragedia, la administración optaba por enmarcar la crisis en términos de una oportunidad, como si las pérdidas humanas fueran un mal necesario para alcanzar un bien mayor: la reactivación de la economía.

Al analizar las declaraciones de los funcionarios del gobierno, se puede identificar una clara lógica detrás de la minimización de las muertes por COVID-19. La narrativa oficial presentaba las vidas humanas como algo intercambiable con la estabilidad económica. En otras palabras, se construyó un discurso donde la muerte era vista como un riesgo calculado, un coste aceptable en aras de la recuperación económica. Este enfoque refleja una forma de corrupción que no solo instrumentaliza la vida humana, sino que también deshumaniza el sufrimiento colectivo, reduciéndolo a una simple cuestión de balances económicos.

El gobierno de Trump no solo desestimó la magnitud de la crisis sanitaria, sino que también racializó la vulnerabilidad al COVID-19. A medida que el virus se propagaba, ciertos grupos racializados fueron vistos como más propensos a contraer la enfermedad, lo que permitió a la administración desviar la atención de las causas estructurales y sociales de la pandemia. Esta racialización de la vulnerabilidad jugó un papel crucial en la estrategia política, ya que desvió la responsabilidad del gobierno y transformó el sufrimiento de comunidades ya marginalizadas en una cuestión secundaria, ligada a sus condiciones sociales y económicas preexistentes.

El cálculo de “pérdidas humanas aceptables” se convirtió en una de las principales herramientas del discurso oficial. A lo largo de 2020, la administración presentó dos opciones en cuanto a cómo enfrentar la pandemia: por un lado, la opción de no hacer nada y permitir que el virus se propagara rápidamente, lo que resultaría en una mayor cantidad de muertes en un corto período de tiempo; por otro lado, la opción de implementar medidas de mitigación moderadas, que ralentizarían la propagación del virus pero permitirían la reactivación económica más rápidamente. En este marco, la muerte se entendía no como un fin, sino como un punto intermedio, como una pérdida que debía ser sopesada en función de los beneficios económicos y políticos a largo plazo.

Al principio de la pandemia, la administración Trump intentó minimizar los riesgos de un brote descontrolado, a pesar de las advertencias de modelos epidemiológicos como los del Imperial College de Londres, que pronosticaban millones de muertes si no se implementaban medidas estrictas de mitigación. Sin embargo, la administración optó por tomar un enfoque que priorizaba el impacto económico, buscando minimizar los daños en la economía en el corto plazo a costa de las vidas humanas. El modelo de mitigación moderada propuesto sugería que se podrían evitar las muertes masivas mientras se permitía una mayor circulación del virus, una perspectiva que alineaba más con los intereses económicos que con el bienestar de la población.

Lo fundamental en este proceso es entender cómo se tejió una narrativa que vinculaba la salud pública con la salud económica. Al reducir la pandemia a una cuestión de “costes” y “beneficios”, se invisibilizó el sufrimiento humano, normalizando la tragedia y presentándola como un mal necesario para alcanzar una meta superior: la recuperación económica. La administración Trump, a través de su discurso y sus decisiones políticas, promovió un tipo de corrupción que no solo afectaba al sistema de salud, sino que también minaba los principios fundamentales de la justicia social y la equidad.

Es crucial no solo reconocer las decisiones que se tomaron durante la pandemia, sino también cómo esas decisiones fueron enmarcadas de manera que despojaron a las víctimas de su humanidad, presentándolas como simples cifras que podían ser negociadas a cambio de resultados económicos. La pandemia no solo evidenció la fragilidad del sistema de salud estadounidense, sino también las profundas desigualdades estructurales que existen en la sociedad. Las comunidades más afectadas por el COVID-19 fueron aquellas que ya enfrentaban condiciones de vida precarias, lo que convirtió a la crisis sanitaria en una amplificación de las desigualdades raciales y socioeconómicas preexistentes.