Uno de los aspectos más singulares del comportamiento de Donald Trump es la manera en que parece disfrutar la transferencia de valor desde el Estado hacia su propio beneficio y el de sus aliados cercanos. A pesar de negar explícitamente las acusaciones de corrupción, e incluso de lanzarlas contra sus opositores, Trump se posiciona a sí mismo dentro de una narrativa de corrupción. De hecho, actúa como un revolucionario, en el que su propia corrupción es presentada como una forma de exponer y revertir la corrupción aún mayor de las élites liberales del establecimiento y las instituciones dominantes. Este enfoque teatral se ve reflejado en su campaña de 2016, con el lema "Make America Great Again", que implicaba recuperar lo que, según él, había sido "robado" a las personas comunes, principalmente blancas, por esas mismas élites.
En lugar de adherirse a una política tradicional de denuncia de la corrupción, Trump ha integrado sus comportamientos más controvertidos—su bigotería, sus insultos, su incitación a grupos marginales, su interminable mentira, su desvergonzada postura—en una forma de corrupción que él presenta como virtuosa o, al menos, productiva de manera rebelde. La dinámica en su política se estructura sobre tres tácticas fundamentales que le permiten, ya sea de manera consciente o no, transferir valor desde las élites hacia las bases de su apoyo. Estas tácticas son: excitación, transducción y desvío (shunting). Cada una de ellas activa y proyecta este proceso de transferencia de valor hacia su base política, alineando a los opositores con una narrativa que no solo les despoja de sus valores simbólicos, sino que les convierte en sus propios enemigos.
La primera de estas tácticas, la excitación, tiene como objetivo provocar una exacerbación descontrolada de valores. A menudo se ha hablado de un fenómeno denominado "Trump derangement syndrome" (síndrome de trastorno Trump), término acuñado por el psiquiatra Charles Krauthammer. Este síndrome, en términos generales, describe una especie de histeria colectiva entre los opositores de Trump, quienes, según Krauthammer, no logran distinguir entre diferencias legítimas en políticas y las patologías psicológicas del propio Trump. Sin embargo, esta "histeria" no es más que una respuesta inducida por Trump, quien, a través de sus ataques y su agresividad, logra que sus opositores pierdan la compostura y, al hacerlo, pierdan también el control sobre los valores simbólicos que antes defendían. Trump genera pánico y frustración entre sus adversarios al demostrar su habilidad para movilizar el pensamiento conspirativo, algo que resuena particularmente entre aquellos sectores de la sociedad que experimentan una movilidad social descendente.
Es importante destacar que Trump no es simplemente un difusor de teorías conspirativas; más bien, se convierte en un espejo sobre el que diversos grupos proyectan sus propias fantasías sobre la apropiación de valor por parte de las élites. Se presenta como un testigo de estos relatos—"Escucho que la gente dice..."—y no como su fuente primaria. De este modo, construye una forma de populismo que agrupa a grupos marginales que él dice "escuchar", pero sin necesariamente respaldarlos de manera explícita. Este juego de ambigüedad enfurece a sus oponentes, ya que, aunque Trump amplifica narrativas peligrosas, logra evadir la responsabilidad por sus palabras.
Además, la descalificación sistemática de Trump de las normas de cortesía política refleja una estrategia en la que la transgresión se convierte en una especie de bandera. El término "political correctness" es descalificado por él y sus seguidores como una fragilidad propia de los "snowflakes" de la izquierda, a quienes se les acusa de ser demasiado frágiles para soportar la crítica directa. Sin embargo, la realidad detrás de esta "incorrecta política" no es simplemente la transgresión verbal, sino el daño material que se produce, especialmente hacia los grupos más vulnerables. Un ejemplo claro de esto fue la implementación de la política de "tolerancia cero" en la frontera, que resultó en la separación de familias de inmigrantes.
Trump no solo utiliza un lenguaje ofensivo y cruel hacia mujeres y minorías, sino que lo hace de una manera que es al mismo tiempo directa y sutil. La famosa "silbido de perro" es una técnica mediante la cual se incita al odio sin necesidad de recurrir a insultos explícitos. Esta estrategia permite que Trump evite la condena directa de sus palabras, ya que sus seguidores pueden reinterpretarlas como meras "opiniones" o "críticas legítimas". Esto genera un círculo vicioso donde sus oponentes se ven atrapados, ya que la misma reacción a estos comentarios se vuelve una forma de reforzar la narrativa que Trump quiere imponer.
Es crucial entender cómo estas tácticas de excitación y desvío operan dentro de un marco de lucha simbólica en el que Trump no solo desafía las normas políticas y sociales tradicionales, sino que también las subvierte para crear una nueva realidad en la que él es el único agente capaz de restaurar la grandeza de la nación. Esta dinámica es particularmente eficaz en tiempos de crisis social y económica, donde las promesas de cambio radical y la acusación constante de corrupción hacia las élites ofrecen una salida a la frustración generalizada de amplios sectores de la población. La manipulación de emociones como la ira, el miedo y el resentimiento se convierte en una herramienta poderosa que, lejos de disminuir, se amplifica gracias a las respuestas institucionales y mediáticas.
¿Cómo la política migratoria de Trump reflejó una visión de los no ciudadanos como seres ontológicamente diferentes?
La administración de Donald Trump implementó una serie de políticas migratorias que no solo redujeron drásticamente la posibilidad de acceder al asilo en los Estados Unidos, sino que también establecieron un marco que devaluaba la humanidad de los migrantes. Estas políticas estaban fundamentadas en la idea de que los no ciudadanos eran ontológicamente diferentes de los ciudadanos estadounidenses y, por lo tanto, no merecían los mismos derechos ni el mismo trato. En este contexto, las medidas adoptadas no solo buscaban controlar la migración, sino también deshumanizar a aquellos que intentaban acceder al sistema de asilo en Estados Unidos.
Una de las políticas más emblemáticas fue la implementación de una "barra de tránsito de tercer país" en julio de 2019, que impedía a los migrantes solicitar asilo en los Estados Unidos si habían pasado por un tercer país sin haberlo solicitado allí primero. Esta medida afectaba especialmente a los solicitantes de asilo de Centroamérica, quienes se veían forzados a solicitar protección en países como México, que no contaban con sistemas de asilo eficientes y seguros. A pesar de las advertencias del Departamento de Estado de los Estados Unidos, que alertaba a los ciudadanos estadounidenses sobre los altos niveles de crimen en estos países, la administración Trump consideraba que México y Guatemala eran lo suficientemente seguros como para rechazar a los migrantes que venían de El Salvador o Honduras. Esta contradicción reflejaba una lógica de exclusión y de negación de derechos basada en la ubicación geográfica y las supuestas amenazas que representaban esos migrantes para la seguridad nacional.
En paralelo a esta medida, la administración firmó acuerdos de cooperación con los países del Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) que permitían la transferencia de solicitantes de asilo a esos países, en lugar de ofrecerles protección en los Estados Unidos. Esta transferencia, que no solo violaba las leyes internacionales de derechos humanos, sino que además ignoraba las capacidades limitadas de los países involucrados para procesar solicitudes de asilo de manera efectiva, ponía en riesgo a miles de personas. Para muchos, la política fue vista como una forma de eludir las responsabilidades internacionales de protección a los refugiados.
La administración de Trump también se destacó por el uso de un razonamiento circular y perverso: al disminuir la tasa de concesión de asilo, utilizó ese mismo descenso como prueba de que los solicitantes de asilo eran fraudulentos. Así, la baja tasa de aceptación de solicitudes no era vista como el resultado de un sistema que negaba de manera sistemática el derecho a la protección internacional, sino como evidencia de la falsedad de las reclamaciones. Este enfoque no solo violaba principios fundamentales del derecho internacional, sino que también perpetuaba una narrativa de criminalización y deshumanización.
En este contexto, la política de separación familiar, implementada como parte de la política de "tolerancia cero", se convirtió en uno de los ejemplos más crudos de cómo la administración de Trump consideraba a los migrantes como seres despojados de derechos. Bajo esta política, los padres migrantes que cruzaban ilegalmente la frontera eran procesados y sus hijos, catalogados como menores no acompañados, eran separados de ellos y enviados a centros de detención. Las consecuencias humanitarias de esta política fueron devastadoras, ya que miles de niños fueron separados de sus familias sin un plan claro para su reunificación. Este enfoque no solo mostró la indiferencia de la administración hacia el sufrimiento humano, sino también su disposición a usar el sufrimiento de los migrantes como herramienta de disuasión.
El caso de la separación familiar refleja una visión de los migrantes como seres cuyo dolor y sufrimiento no tienen valor moral en el mismo nivel que el de los ciudadanos estadounidenses. Los comentarios despectivos de figuras cercanas al presidente, como el de Corey Lewandowski, quien minimizó el sufrimiento de una niña con síndrome de Down separada de su madre, revelaron la desconexión y la brutalidad con la que se trataba a los migrantes. Según esta visión, al cruzar ilegalmente la frontera, los migrantes perdían todos sus derechos y no merecían consideración alguna.
Las políticas implementadas por la administración Trump se basaron en la creación de una línea abismal, una división categórica entre los que eran considerados "legítimos" en los Estados Unidos y los que no lo eran. Esta línea no solo dividía a las personas por su estatus migratorio, sino que también las despojaba de su humanidad, tratándolas como una amenaza o como un problema a resolver. A través de este enfoque, la administración Trump no solo abandonó las normas internacionales de derechos humanos, sino que también reforzó una cultura de exclusión y racismo institucionalizado.
Es fundamental entender que estas políticas no son simples actos administrativos, sino reflejos de una ideología que ve a los migrantes como inferiores y, en muchos casos, como desechables. Además, el impacto de estas políticas va más allá de las cifras de detenciones y deportaciones; afecta a generaciones enteras de niños y familias que son traumatizadas por la separación y la deshumanización. Esta visión no solo afecta a los migrantes, sino que también erosiona los principios fundamentales sobre los que se construye una sociedad justa y equitativa.
¿Qué significa trabajar para Trump? Autoritarismo y liderazgo en el contexto empresarial y político
El nombre de Donald Trump está indisolublemente ligado a la imagen de un magnate exitoso y líder empresarial audaz. A lo largo de su carrera, Trump ha construido una narrativa que lo presenta como un hombre capaz de desafiar las convenciones del mundo corporativo, confiando en su intuición y su estilo único de liderazgo. Durante su primera campaña presidencial, surgieron dos imágenes contrastantes sobre su forma de dirigir: por un lado, el Trump exitoso y carismático, y por otro, el jefe autoritario y despótico.
En una de estas representaciones, Trump aparece como un empresario con visión, dispuesto a tomar riesgos que muchos consideraban temerarios. Un ejemplo destacado es el de Matthew Calamari, quien fue reclutado por Trump como su guardaespaldas personal tras un incidente en el Abierto de Tenis de Estados Unidos en 1981, a pesar de no tener formación ni experiencia previa en el mundo empresarial. Sin embargo, a lo largo de los años, Calamari se convirtió en el Director de Operaciones de la Organización Trump. Esta capacidad de Trump para identificar y cultivar talento, más allá de los títulos académicos o las credenciales tradicionales, le permitió consolidarse como un líder que sabía ver más allá de lo evidente y ofrecer oportunidades a personas que otros hubieran ignorado. Esta imagen fue reforzada en programas como The Apprentice, donde Trump se mostraba como el patrón severo pero justo, cuya principal cualidad era saber identificar a los mejores entre sus empleados y liderar con mano firme.
Por otro lado, existe una visión menos halagadora de Trump como jefe. Reportajes de periodistas como Oliver Laughland describen a Trump como un líder obsesionado con los detalles más mínimos, tendente al micromanagement y desinteresado por la diversidad entre sus empleados. A lo largo de su carrera, ha sido acusado de comportamientos poco éticos, como eludir pagos a contratistas, forzar a empleados a firmar acuerdos de confidencialidad y culpar a sus subordinados por fracasos empresariales. Esta imagen de un jefe arbitrario y egoísta contrasta fuertemente con la figura de líder compasivo que proyectaba en la televisión. Trump, más que un gerente típico, parecía actuar como un autócrata que veía el mundo empresarial como un campo de batalla donde solo los más fuertes sobrevivían.
Lo que se puede observar en ambas representaciones es lo que Elizabeth Anderson denomina "autoritarismo laboral", un fenómeno en el que los jefes tienen un poder casi absoluto sobre sus empleados debido a cambios legales y socioculturales que han erosionado los derechos de los trabajadores. Según Anderson, este autoritarismo en el lugar de trabajo no solo se basa en la concentración de poder, sino también en una ideología proempresarial que glorifica el estatus social privilegiado de los jefes. Con el paso del tiempo, esta ideología ha sido aceptada como normal, lo que ha transformado la estructura laboral de muchas empresas en un reflejo de la autoridad absoluta y la falta de diversidad o consideración por el bienestar de los empleados.
Esta tendencia fue visibilizada por The Apprentice, donde Trump personificaba el ideal de un jefe autoritario pero benevolente, cuya sabiduría e intuición eran las que guiaban las decisiones empresariales. En el contexto político, Trump trasladó este mismo modelo de gestión a la Casa Blanca, promoviendo la idea de que un líder empresarial podría transformar el gobierno de manera similar a como dirige una empresa. Sin embargo, los relatos internos de su presidencia, recogidos en memorias de excolaboradores y reportajes de investigación, mostraron una realidad distinta: un entorno de trabajo caótico, con reglas arbitrarias y una administración dependiente de los caprichos y cambios de humor de Trump.
Este modelo de liderazgo, en el que el poder y la toma de decisiones se concentran en manos de una sola persona, es una manifestación moderna de la centralización que se ha ido acentuando a lo largo de las últimas décadas. En sus discursos, Trump insistió en la necesidad de un gobierno dirigido como un negocio, siguiendo la tradición de figuras como Ronald Reagan o Ross Perot, quienes también propugnaban por una administración pública más eficiente y alineada con los intereses privados. Sin embargo, Trump llevó esta idea aún más lejos, proponiendo que el sistema político estaba corrompido por intereses ajenos a las necesidades del pueblo y prometiendo utilizar su experiencia empresarial para limpiar Washington.
Este enfoque se traduce en lo que se ha denominado una "gestión autoritaria", que, bajo la apariencia de ser eficaz y directa, termina por despojar a los trabajadores de su autonomía y poder. Las promesas de Trump durante la campaña de 2016 de recuperar empleos y "drenar el pantano" en Washington resonaron en un contexto de creciente desilusión por parte de muchos estadounidenses ante el estancamiento económico y la sensación de que el sistema estaba manipulado en beneficio de unos pocos. La narrativa de Trump como un salvador empresarial parecía estar destinada a dar esperanza a aquellos que se sentían marginados por un sistema económico que favorecía a los más ricos.
Sin embargo, la realidad fue muy diferente. Los votantes que creyeron en las promesas de Trump se enfrentaron a un entorno laboral aún más precarizado, en el que la concentración de poder en manos de unos pocos se vio reflejada no solo en la administración pública, sino también en la economía global, que seguía beneficiando principalmente a las grandes corporaciones. La contradicción entre la promesa de un líder fuerte y la realidad de una administración errática muestra cómo, en última instancia, los principios autoritarios no resuelven los problemas estructurales de una economía desigual, sino que tienden a perpetuarlos.
Es crucial entender que el modelo de liderazgo que Trump representa no es solo un fenómeno personal, sino un reflejo de tendencias más amplias en el ámbito laboral y político de los últimos 40 años. El autoritarismo laboral, como lo describe Anderson, está estrechamente vinculado a un contexto histórico y político que ha favorecido la desregulación, la disminución de los derechos laborales y la centralización del poder. Si bien la figura de Trump como líder empresarial puede resultar atractiva para algunos, es esencial comprender los peligros inherentes a un modelo que reduce la autonomía de los trabajadores y convierte a los empleados en meros instrumentos para el ejercicio del poder de una élite gobernante.

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