Кozako
Antón Pávlovich Chéjov
El arrendatario de la granja Nízi, Maksím Torchákov, un burgués de Berdiansk, regresaba de la iglesia con su joven esposa y llevaba el kulich recién bendecido. El sol aún no salía, pero el este ya se tornaba rosado y dorado. Reinaba el silencio… Una codorniz gritaba: “¡Vamos a beber! ¡Vamos a beber!”, y muy alto sobre una colina volaba un milano, pero fuera de eso, no se veía ningún ser viviente en toda la estepa.
Torchákov viajaba y pensaba que no había fiesta mejor ni más alegre que la Pascua de Resurrección. Se había casado hacía poco y ahora celebraba con su esposa su primera Pascua. Todo lo que miraba, todo lo que pensaba, se le antojaba brillante, feliz, alegre. Pensaba en su hacienda y encontraba que todo marchaba bien, el arreglo del hogar era perfecto, no faltaba nada y todo estaba en orden; miraba a su esposa —y ella le parecía hermosa, bondadosa y dulce. Le alegraban el amanecer en el este, la hierba joven, su carruaje chirriante y tembloroso, incluso le gustaba el milano que batía pesadamente sus alas. Y cuando, por el camino, paró en una taberna para fumar un cigarrillo y tomó un traguito, se sintió aún más animado…
—¡Es un gran día! —decía—. ¡De verdad que lo es! Espera, Liza, ahora el sol va a empezar a jugar. ¡Cada Pascua juega! ¡También él se alegra, como la gente!
—Él no está vivo —observó su esposa.
—¡Pero hay gente en él! —exclamó Torchákov—. ¡Por Dios que sí! Me lo contó Iván Stepánych: hay gente en todos los planetas, en el sol y en la luna también. De verdad... Aunque puede que los sabios estén mintiendo, ¡que el diablo los entienda! ¡Espera, parece que el caballo se ha parado! ¡Así es!
A mitad de camino hacia casa, cerca del barranco Kriváya, Torchákov y su esposa vieron un caballo ensillado que permanecía quieto oliendo el suelo. Junto al camino, sobre un montículo, estaba sentado un cosaco pelirrojo que, encorvado, miraba hacia sus pies.
—¡Cristo ha resucitado! —le gritó Maksím.
—¡Verdaderamente ha resucitado! —respondió el cosaco sin levantar la cabeza.
—¿A dónde vas?
—A casa, de permiso.
—¿Entonces por qué estás aquí sentado?
—Pues... me enfermé… No tengo fuerzas para seguir.
—¿Qué te duele?
—Todo me duele.
—Hm... ¡vaya desgracia! ¡Es fiesta y tú enfermo! ¡Podrías ir al pueblo o a una posada, en vez de quedarte así sentado!
El cosaco alzó la cabeza y recorrió con su mirada cansada y enferma a Maksím, su esposa y al caballo.
—¿Vienen de la iglesia? —preguntó.
—De la iglesia.
—A mí la fiesta me sorprendió en el camino. Dios no permitió que llegara a casa. Ahora me sentaría y partiría, pero no tengo fuerzas... ¡Dénme, cristianos, un pedacito de kulich bendecido para romper el ayuno!
—¿Kulich? —preguntó Torchákov—. Se puede, claro… Espera un momento…
Maksím buscó rápidamente en sus bolsillos, miró a su esposa y dijo:
—No tengo cuchillo, no hay con qué cortar. Y romperlo... no se puede, se estropea todo el kulich. ¡Qué problema! Busca tú, a ver si tienes un cuchillo.
El cosaco, con esfuerzo, se levantó y fue hacia su silla a buscar un cuchillo.
—¡Qué ideas! —dijo molesta la esposa de Torchákov—. ¡No te voy a dejar cortar el kulich! ¿Con qué cara voy a llevarlo cortado a casa? ¿Y desde cuándo se rompe el ayuno en medio de la estepa? ¡Ve al pueblo con los campesinos y rompe el ayuno allí!
La esposa tomó el kulich envuelto en un pañuelo blanco de las manos de su marido y dijo:
—¡No lo doy! Hay que respetar el orden. Esto no es un simple panecillo, es un kulich bendecido, y es pecado cortarlo sin sentido.
—Bueno, cosaco, ¡no te enojes! —dijo Torchákov riéndose—. ¡La esposa no me deja! ¡Adiós, buen camino!
Maksím tiró de las riendas, chasqueó la lengua, y el carruaje avanzó con estrépito. Y su esposa seguía diciendo que cortar el kulich antes de llegar a casa era pecado y desorden, que todo debía hacerse en su tiempo y lugar. En el este, tiñendo las nubes esponjosas de diversos colores, brillaron los primeros rayos del sol; se oyó el canto de la alondra. No uno, sino tres milanos volaban sobre la estepa, a distancia unos de otros. El sol calentó levemente, y entre la hierba joven comenzaron a chirriar los grillos.
Después de haber recorrido más de una verstá, Torchákov miró hacia atrás y observó atentamente a lo lejos.
—No se ve al cosaco… —dijo—. ¡Pobre hombre, le dio por enfermarse en el camino! No hay peor desgracia: hay que viajar, pero no se tienen fuerzas... A lo mejor muere en el camino… No le dimos kulich, Lizaveta, y quizás debimos dárselo. Quizás también él deseaba romper el ayuno.
El sol salió, pero si jugaba o no, Torchákov no lo vio. Todo el camino hasta casa guardó silencio, pensativo, sin quitar la vista de la cola negra del caballo. Por alguna razón, lo invadió la tristeza, y de la alegría festiva no quedó ni rastro, como si nunca hubiera existido.
Llegaron a casa, intercambiaron saludos pascuales con los trabajadores; Torchákov se animó nuevamente y empezó a conversar, pero cuando se sentaron a romper el ayuno y todos tomaron un pedazo de kulich bendecido, miró trist
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