La crisis pandémica de 2020 no solo desnudó la incapacidad estructural de los estados para proteger a sus ciudadanos, sino que expuso con brutal claridad la manera en que las instituciones diseñadas para servir al bien público han sido instrumentalizadas para sostener ideologías autoritarias y preservar los intereses de una élite gobernante. En este contexto, la democracia ya no es entendida como un sistema de participación colectiva y justicia social, sino como un obstáculo para la libertad del mercado, el ultranacionalismo y los mandatos de la supremacía blanca. El siglo XXI ha sido testigo del deterioro de la democracia liberal hasta su transformación en una política con tintes claramente fascistas.

Lejos de unir a los más golpeados por las crisis en torno a un proyecto progresista, tanto la recesión de 2008 como la pandemia de la COVID-19 generaron una explosión emocional de rabia y frustración. Pero esta rabia, lejos de canalizarse hacia la transformación sistémica, fue capturada y distorsionada por demagogos populistas de derecha, convirtiéndose en odio y violencia contra minorías como inmigrantes indocumentados, refugiados, musulmanes y personas racializadas. En ambos casos, el mercado —eje central del neoliberalismo— falló en proteger a las personas. La deficiencia de planificación estatal, la privatización de la salud pública, la falta de insumos médicos y la obsesión por el beneficio inmediato revelaron un desmantelamiento sistemático de las capacidades del Estado, una mutilación inducida por la lógica neoliberal que prioriza la eficiencia empresarial por encima de la vida humana.

Pero hay otra crisis, más sutil y menos visibilizada: la del sujeto. La pérdida de agencia individual y colectiva —la capacidad de actuar, resistir y construir comunidad— fue una de las consecuencias más corrosivas de estas crisis. Las promesas neoliberales de movilidad social, riqueza en derrame y oportunidades para todos se quebraron, y con ellas, la confianza en la democracia liberal como vehículo de justicia. El contrato social se desmoronó ante la precariedad, la offshorización de la riqueza, las medidas de austeridad brutales y el entorno social que favorece al individuo competitivo sobre la cooperación comunitaria. Las políticas de ambos partidos dominantes en EE. UU., tanto demócratas como republicanos, profundizaron la desigualdad mientras fortalecían al capital financiero.

En un clima de ansiedad económica, inseguridad existencial y una cultura del miedo cada vez más arraigada, el neoliberalismo exacerbó el individualismo extremo, desmanteló los lazos sociales y glorificó la codicia. Este entorno fue fértil para el resurgimiento de un racismo virulento y una polarización cultural profunda, que permitió que los discursos de odio abandonaran los márgenes para ocupar el centro de la política. La aparición de grupos fascistas, escépticos de la cooperación internacional, nacionalistas militantes y defensores del rechazo a lo inmigrante y lo diverso, evidenció una mutación del neoliberalismo en una forma de populismo apocalíptico.

Este populismo no surgió del vacío, sino de la decepción frente a una democracia liberal que se había convertido en instrumento del capital. Bajo esta lógica, el lenguaje po

¿Cómo puede la educación desafiar el autoritarismo en tiempos de fascismo?

La evolución de la política autoritaria en muchas naciones contemporáneas plantea serias interrogantes sobre el papel de la educación, los docentes y los estudiantes en un contexto de tiranía. En una era marcada por la guerra contra el terror, una cultura de miedo y la normalización de la incertidumbre, el olvido social se convirtió en una herramienta poderosa para desmantelar la democracia. La historia, lejos de ser un refugio seguro de conocimiento y lecciones morales, se convierte en un terreno ambiguo que puede ser manipulado tanto para la emancipación como para la violencia. En este contexto, la comparación entre los viejos regímenes fascistas y el régimen actual en Estados Unidos bajo Trump es una cuestión delicada, pero fundamental. Es cierto que muchos comentaristas liberales consideraron excesivas las comparaciones entre el fascismo del pasado y la brutalidad de las políticas de Trump. Sin embargo, la cautela tiene un precio: el riesgo de no aprender las lecciones del pasado o, lo que es aún peor, de ignorarlas como fuente de testimonio moral.

El relato de un pasado fascista no debe ser solo una herramienta para comparar con el presente, aunque esa comparación sea válida. Su verdadera utilidad radica en la capacidad de imaginar una nueva política que dé pie a nuevos conocimientos, nuevas memorias y nuevos actos. La historia, tal como lo señala Hannah Arendt, debe ser la base de esta nueva construcción política, no como un dogma fijo, sino como un espacio dinámico para reflexionar sobre lo que ocurrió y lo que está sucediendo ahora. La necesidad de una crítica histórica que desafíe las distorsiones del pasado y permita una conexión entre los problemas privados y los contextos históricos y políticos más amplios se vuelve más urgente a medida que crece el autoritarismo.

En este sentido, la educación desempeña un papel crucial en la construcción de una imaginación radical. Las instituciones educativas, tanto públicas como superiores, deben ser conscientes de su poder para fomentar una conciencia crítica que se resista al nihilismo y la desesperanza que se intensificaron durante la presidencia de Trump. La política fascista se nutre de la represión, la vigilancia, la diseminación de mentiras y la estigmatización de los considerados "desechables". Frente a ello, la educación debe ser una herramienta que devuelva al pueblo su capacidad de agencia, de resistencia y de crítica.

John Dewey, uno de los reformadores más influyentes en el ámbito educativo, advertía que "las condiciones democráticas no se sostienen por sí solas". Solo en un entorno cultural crítico y formativo pueden los valores democráticos prosperar. En tiempos de creciente autoritarismo, es indispensable que los educadores no abandonen la tarea de cultivar ciudadanos informados, capaces de desafiar las políticas fascistas y sus manifestaciones cotidianas. Trump y sus aliados han probado una y otra vez la moral de los estadounidenses, poniendo a prueba su compromiso con la verdad, la transparencia y la justicia social.

El papel de la educación es, por lo tanto, doble. No solo debe ofrecer una educación histórica que permita reconocer las dinámicas fascistas y sus manifestaciones contemporáneas, sino también crear una lengua nueva, una forma de hablar de la política que conecte a los estudiantes con la realidad social y política en la que viven. Este desafío no es meramente intelectual; se trata de un compromiso ético con la democracia, que implica resistir la normalización de la crueldad y la violencia sistemática.

El sistema educativo debe, además, promover un análisis crítico que permita ver las conexiones entre los problemas individuales y las estructuras más amplias de poder. La enseñanza de la historia, más allá de ser una mera transmisión de hechos, debe convertirse en una herramienta de lucha contra la desinformación y la manipulación política. Solo así se podrá cultivar una ciudadanía capaz de resistir y revertir la amenaza de un régimen autoritario.

Por lo tanto, los educadores, artistas, periodistas y todos aquellos que tienen un papel en la formación de la opinión pública deben tener claro que la educación no es solo un bien público, sino una condición para la supervivencia de la democracia. La democracia no puede existir sin una ciudadanía crítica, capaz de reflexionar y actuar de manera colectiva en pro de la justicia, la equidad y el bien común.

Al final, el reto radica en no conformarse con la mera defensa de los valores democráticos, sino en revitalizarlos mediante una educación que permita a los estudiantes cuestionar las estructuras de poder, identificar las dinámicas fascistas que emergen a su alrededor y participar en la construcción de un futuro más justo y equitativo.

¿Cómo la pandemia reveló las desigualdades estructurales en Estados Unidos?

La pandemia de Covid-19, al igual que otras crisis globales, destapó las profundas divisiones raciales, sociales y económicas que han caracterizado a las sociedades neoliberales. El brote de la enfermedad, que inicialmente parecía una crisis de salud pública, rápidamente se transformó en una crisis política y económica, iluminando las estructuras de injusticia que subyacen en el sistema estadounidense. Si bien la pandemia afectó a millones de personas en todo el mundo, las consecuencias fueron mucho más devastadoras para las comunidades más vulnerables, especialmente para las personas negras, latinas y otros grupos marginados por su raza o clase social.

El sistema de salud estadounidense, históricamente desigual, no solo se mostró ineficaz en el control de la pandemia, sino que expuso las terribles falencias en la atención a los más necesitados. Las estadísticas sobre la mortalidad fueron estremecedoras: las personas negras murieron a tasas tres veces mayores que las blancas, y los trabajadores esenciales, muchas veces de comunidades marginadas, no solo enfrentaron el riesgo de contagio, sino también bajos salarios y acceso limitado a cuidados médicos de calidad. Mientras tanto, el gobierno de Estados Unidos, bajo la administración de Donald Trump, respondió de manera inepta y, a menudo, oportunista, desviando miles de millones de dólares hacia las grandes corporaciones, mientras millones de personas seguían sin acceso adecuado a atención sanitaria.

Este panorama dejó al descubierto un hecho indiscutible: la estructura del sistema capitalista neoliberal estadounidense está diseñada para proteger los intereses de los poderosos a expensas de las poblaciones más vulnerables. Los sistemas de salud, educación y bienestar social no fueron pensados para asegurar el bienestar colectivo, sino para maximizar las ganancias de unos pocos, especialmente de las élites empresariales. La crisis sanitaria se convirtió en un reflejo claro de la ineptitud de un sistema que prioriza el lucro privado por encima del bienestar común. La profunda desigualdad en la distribución de la riqueza y el poder no solo es visible en las estadísticas, sino en las condiciones de vida de los más desfavorecidos: infraestructuras deterioradas, barrios empobrecidos, viviendas en ruinas y una falta crónica de servicios básicos.

La crisis también evidenció cómo el neoliberalismo ha hecho del individualismo extremo una ideología dominante, que ha minado la solidaridad social. A medida que la pandemia se desataba, muchos de los sectores más conservadores de la sociedad estadounidense, incluidos los seguidores de Trump, se aferraron a la idea de que la crisis no debía afectar los intereses económicos, sin importar las consecuencias para las personas más vulnerables. En muchos casos, las protestas contra las medidas de distanciamiento social y el uso de mascarillas, dirigidas por grupos de extrema derecha, mostraron un rechazo alarmante hacia la protección de las vidas humanas, con lemas y símbolos que evocaban la ideología nazi.

El colapso de la atención sanitaria y la crisis económica mostraron las fallas de un sistema que ha ignorado históricamente las necesidades de los más pobres, especialmente de las comunidades negras y latinas. A pesar de los avances legislativos como Medicare y Medicaid en las décadas de 1960 y 2010, el sistema sigue estando estructuralmente excluyente. La mayoría de los estadounidenses que no pueden permitirse el lujo de un seguro de salud adecuado son personas de color. Esta falta de acceso a atención médica de calidad es, en muchos casos, un legado de políticas históricas de segregación y discriminación racial.

Más allá de las estadísticas y las críticas al sistema, la pandemia también reveló la interdependencia entre todas las partes de la sociedad. Si bien la crisis sanitaria se presentó inicialmente como un problema individual, a medida que se desarrollaba, quedó claro que la salud de uno es la salud de todos. Esta noción de "lo social" fue una de las lecciones más importantes que dejó la pandemia: una sociedad no puede funcionar de manera efectiva si solo se enfoca en los intereses individuales o en la acumulación de riqueza por parte de unos pocos.

Es esencial reconocer que las crisis no son eventos aislados, sino manifestaciones de estructuras profundas que operan dentro de las sociedades. La pandemia de Covid-19, al igual que otras grandes crisis sociales, fue un espejo que reflejó la cruel realidad de la desigualdad estructural que define a Estados Unidos. La crisis reveló con claridad que los grandes problemas de salud, pobreza y desigualdad no son simples "anomalías" dentro de un sistema generalmente saludable, como algunos han sostenido, sino que son síntomas de un sistema económico y social profundamente roto.