Desde los años 80, el debate sobre el capitalismo casi ha desaparecido del discurso público y, de hecho, se ha desviado hacia cuestiones de raza y género. Este giro marcó una transformación profunda, ya que permitió que la derecha tomara la delantera en la discusión sobre el sistema económico, promoviendo un proyecto unificador basado en el nacionalismo. Mientras la izquierda, y en particular el Partido Demócrata, centraban su atención en el racismo y el sexismo, la derecha comenzó a dirigirse a los trabajadores, hablando de una ideología unificadora en la que el amor por la nación podía vincular a los trabajadores y los capitalistas estadounidenses. Con la Revolución Reagan en 1980, la crítica progresista al capitalismo había desaparecido casi por completo del discurso público, y los trabajadores blancos comenzaron a identificarse como “demócratas de Reagan”, anteriormente parte del Partido Demócrata, pero que ahora se alineaban con la agenda republicana.
Esta desconexión del debate sobre el capitalismo permitió que figuras como Trump se hicieran con el apoyo de sectores de la clase trabajadora. Trump se centró en temas que afectaban a los trabajadores estadounidenses, como el comercio y el capitalismo global, mientras que la izquierda se distraía con cuestiones más divisivas culturalmente. Esta omisión del capitalismo dejó al descubierto una brecha peligrosa, ya que la izquierda dejó de ser una fuerza unificadora capaz de abordar los problemas estructurales del sistema económico.
En ausencia de una crítica clara y coherente del capitalismo, la "historia de la seguridad" que propone el sistema capitalista se fortaleció. Esta narrativa busca mantener unida a la élite capitalista con los trabajadores, desviando la ira de los últimos hacia los enemigos fabricados dentro del capitalismo, tales como las ramas del bienestar social y los servicios del estado. Sin embargo, al no hablar del capitalismo, la izquierda no pudo proporcionar el contexto necesario para cuestionar esta narrativa ni para demostrar cómo la nacionalización de los enemigos dentro del sistema solo refuerza las estructuras de poder existentes, manteniendo así intacto el statu quo.
El ascenso de la política de identidades, que ha absorbido la agenda de la izquierda progresista, también ha jugado un papel crucial en esta fragmentación. Al centrarse en cuestiones de raza, género y orientación sexual sin un análisis de clase, la izquierda ha reforzado, de manera involuntaria, el sistema capitalista. La política de identidades, al dividir a la población según características culturales y no según su posición de clase, ha contribuido a fragmentar los movimientos de los trabajadores. Este enfoque hace que las luchas por la igualdad en diferentes frentes, como el feminismo o los derechos LGBTQ+, se desvíen de una crítica estructural al capitalismo y sus instituciones.
Los movimientos feministas, por ejemplo, han llegado a aceptar la idea de que las mujeres deben "integrarse" en las mismas estructuras que las han oprimido históricamente. Es un ejemplo de un feminismo corporativo que no cuestiona las estructuras de poder que sustentan la opresión, sino que busca la igualdad dentro de ellas. Esto no es solo una crítica de la "meritocracia" dentro de las instituciones, sino una evidencia de cómo la ideología capitalista, al promover la inclusión sin cuestionar la validez misma de las instituciones, sigue operando en beneficio de las élites económicas.
De forma similar, el acceso de minorías y grupos históricamente oprimidos a las fuerzas armadas o al ejército no resuelve el problema fundamental. La militarización del capitalismo, en el cual la inclusión de más grupos en las filas del ejército no hace sino reforzar la naturaleza imperialista y destructiva de las fuerzas armadas, es otra muestra de cómo los movimientos de identidad, sin un enfoque de clase, terminan avalando el statu quo. La izquierda de los años 60 y 70, que cuestionaba la existencia misma del aparato militar, ahora se ha convertido en la izquierda que lucha por el derecho a formar parte de él.
Es fundamental comprender que, mientras los movimientos de identidades no sean acompañados de un análisis de clase que cuestione las bases mismas del capitalismo, las luchas por la justicia social estarán condenadas a ser fragmentarias y, en muchos casos, a ser absorbidas por las dinámicas del sistema que pretenden desafiar. Sin una crítica coherente al capitalismo, no solo se pierde la capacidad de movilizar a la mayoría de la clase trabajadora, sino que se corre el riesgo de que las luchas de los oprimidos se conviertan en herramientas para reforzar las estructuras de poder existentes.
¿Cómo la desigualdad económica redefine la estructura social y política actual?
El concepto de la "Casa de Arriba y Abajo" se presenta como una metáfora poderosa para describir las crecientes desigualdades sociales y económicas que han surgido en las últimas décadas, especialmente a partir de la revolución económica que comenzó con la presidencia de Ronald Reagan en 1980. En esta metáfora, el "arriba" representa a la élite económica, mientras que el "abajo" hace referencia a las clases trabajadoras y a los sectores más vulnerables de la sociedad. A medida que las diferencias entre estos dos mundos se amplían, también lo hacen las tensiones dentro de una estructura que alguna vez se pensó cohesionada por principios de movilidad social y meritocracia.
En el diseño original de la Casa, se pensaba que las escaleras entre el "arriba" y el "abajo" eran lo suficientemente amplias como para permitir que cualquier persona que tuviera el "material adecuado" pudiera ascender. La movilidad social, el sueño americano, y la meritocracia eran los cimientos que sustentaban la idea de una sociedad inclusiva y dinámica. Sin embargo, con el paso de los años, esas escaleras se han ido estrechando. Este cambio estructural refleja una transformación mucho más profunda en la que las desigualdades económicas no solo se han incrementado, sino que también se han institucionalizado de forma que resulta cada vez más difícil para quienes se encuentran "abajo" ascender a posiciones más altas.
Este estrechamiento de las escaleras es más que un simple cambio en la estructura social. Representa una contradicción inherente en el mismo concepto de meritocracia, un concepto que se ha utilizado como legitimación del sistema económico y social. El relato de que cualquier individuo puede mejorar su posición mediante el esfuerzo y la habilidad ha quedado obsoleto a medida que las distancias entre las clases se vuelven insuperables. En lugar de ser un sistema de recompensas justas, la "meritocracia" se ha transformado en una ilusión que solo perpetúa el dominio de los más poderosos.
En el ámbito político, esta división entre el "arriba" y el "abajo" no ha sido ajena a las dinámicas que han dado lugar a movimientos como el trumpismo en los Estados Unidos y a la ascensión de partidos de extrema derecha en Europa. Las políticas neoliberales que comenzaron con la administración Reagan crearon un escenario propicio para la concentración de riqueza y poder en las manos de unos pocos, a costa de la precarización de las clases trabajadoras. La deslocalización de empleos, la automatización de procesos y la destrucción de los sindicatos son solo algunos de los mecanismos que han intensificado la brecha. A pesar de las promesas de crecimiento económico, la distribución de la riqueza se ha vuelto más desproporcionada, lo que a su vez ha exacerbado la frustración y el resentimiento de aquellos que sienten que el sistema ya no les ofrece ninguna oportunidad real de progreso.
Los números hablan por sí mismos: en empresas de grandes dimensiones, la brecha entre lo que gana un CEO y lo que percibe un trabajador promedio ha alcanzado proporciones asombrosas. En 2018, un informe de la Comisión de Bolsa y Valores de los EE. UU. reveló que el promedio de la diferencia entre los salarios de los directores ejecutivos y los trabajadores era de 339 a 1. En sectores como la comida rápida y el comercio minorista, esta relación llegaba a 977 a 1. Estos datos no solo son un indicador claro de la desigualdad salarial, sino también un reflejo de una estructura económica que favorece la concentración de poder y riqueza en la cima, mientras que deja a la base de la pirámide luchando por sobrevivir.
Además, este fenómeno ha tenido repercusiones políticas. La crisis económica, sumada a la creciente sensación de abandono cultural y económico de las clases trabajadoras, ha generado un caldo de cultivo para el populismo. Donald Trump, en su ascenso a la presidencia, aprovechó la frustración de estos sectores, al prometer revertir la globalización, aumentar la protección de los empleos nacionales y restaurar el "sueño americano". Aunque muchos de los votantes de Trump no fueron beneficiarios de sus políticas, el mensaje de que algo debía cambiar resonó profundamente entre aquellos que veían cómo su posición social y económica se deterioraba sin posibilidad de retorno.
El apoyo de sectores de la clase trabajadora blanca a la derecha económica, pese a que va en contra de sus intereses inmediatos, se puede entender como una estrategia emocional que apela a la nostalgia de un tiempo mejor. Es un fenómeno complejo, alimentado tanto por la retórica de la derecha como por la desconexión y desafección de las políticas tradicionales de izquierda, que no supieron atender las demandas de estos sectores. Esta alianza entre las élites corporativas y los votantes descontentos de la clase trabajadora ha sido una de las características definitorias de la política estadounidense y europea post-Reagan.
El diseño de la Casa, tal como lo entendemos, está siendo reconfigurado por una serie de políticas que priorizan la maximización de beneficios para las élites mientras relegan a las clases trabajadoras a condiciones de vida cada vez más precarias. Las reformas fiscales que benefician a los más ricos, la desregulación de mercados y la flexibilización laboral son solo algunas de las piezas clave en este proceso. A medida que los recursos se concentran en manos de unos pocos, las bases sociales y económicas de la Casa se resquebrajan, y las narrativas que una vez unieron a las clases sociales se desvanecen, dejando un vacío que los movimientos populistas intentan llenar.
Es crucial entender que la creciente distancia entre el "arriba" y el "abajo" no es solo una cuestión de desigualdad económica. También es un fenómeno cultural y político que afecta profundamente a la cohesión social. Las élites no solo controlan los recursos, sino también los relatos que dan sentido al orden social. Las historias de movilidad, meritocracia y prosperidad compartida que una vez dieron esperanza a la gente se han desvanecido, dejando un vacío de desesperanza y resentimiento que se nutre de la polarización y el populismo.

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