En el presente caso, la inequidad racial y de clase se combinan a través de la política cáustica de polarización de Trump. Científicos políticos han documentado esta polarización a través de una amplia variedad de medidas. De hecho, la polarización política en Estados Unidos ahora es más profunda que en más de un siglo, desde la época posterior a la Guerra Civil. La polarización entre republicanos y demócratas, especialmente en temas relacionados con la raza, el sexo y el significado legítimo de ser "estadounidense", es ahora tan fuerte que se describe como una "partidización negativa". En este contexto de partidización negativa, la antipatía es tan elevada que las personas de un lado se oponen absolutamente y de manera uniforme a las del otro lado, incluso cuando podrían haber estado de acuerdo sobre un tema específico. La oposición política se convierte en un fin en sí misma, con el objetivo de "ganar todo", sin importar los asuntos en juego. En esta lucha cruda por el poder, la partidización negativa no solo siembra la división política, sino también la discordia social, los conflictos y los disturbios civiles, si no es que violencia real.
La iliberalidad de Trump y sus aliados ha convertido la partidización negativa en algo más que polarización política; ha instalado un caldo de cultivo para prejuicios hirientes, discriminación, discursos de odio y una licencia para el chivo expiatorio violento. La causa más profunda de esta polarización no es difícil de identificar: los blancos, especialmente los hombres blancos no elitistas, se sienten cada vez más amenazados por la creciente influencia de los negros, latinos, otras poblaciones no blancas y mujeres dentro del electorado estadounidense. Este sentimiento de amenaza es probablemente el factor más importante que subyace a la polarización política en Estados Unidos hoy en día. Y es la razón principal por la que la corrupción de Trump ha sido tan efectiva para consolidar su base política. No solo se espera que Estados Unidos sea un país mayoritariamente no blanco dentro de 25 años, sino que para 2032 se espera que las personas de color formen la mayoría de la clase trabajadora.
La base política blanca de Trump ve amenazada esta perspectiva y él ha alimentado estratégicamente sus temores, ya sea que se trate de blancos pobres de clase trabajadora, miembros de las clases medias blancas o blancos ultrarricos. Al incitar formas de racismo, sexismo y xenofobia descaradas y peligrosas, Trump no solo ha corrompido valores que previamente desalentaban la expresión abierta de esos prejuicios en público, sino que también ha utilizado los miedos racializados de su base para obtener ventaja política, creando una alianza de blancos a través de las líneas de clase que beneficia desproporcionadamente a los ultrarricos.
A primera vista, la política de Trump parece estar librando una batalla perdida contra la marea demográfica y política. Pero al polarizar no solo a los grupos raciales, sino también a los culturales y subculturales, Trump amplió la división más allá de la que existía entre blancos y negros, o incluso entre republicanos y demócratas. Durante la administración de Trump, por ejemplo, los debates sobre el racismo en universidades y colegios estadounidenses cobraron gran intensidad, permitiendo que el trumpismo alimentara disputas y divisiones entre aquellos que de otro modo podrían haberse unido en oposición contra él como presidente. Esta divisividad se evidenció en artículos como el de portada de julio de 2020 de The Economist sobre los problemas de la "nueva ideología racial" promovida por los liberales. Esta ideología define a las personas tan centradas en su identidad racial y en sus sensibilidades frente a la injusticia racial, que todas las acciones se definen principalmente en relación con la raza, limitando así la discusión abierta desde otras perspectivas.
Frente a esta tendencia supuestamente nueva, Trump firmó una orden ejecutiva que restringió la financiación federal de programas de acción afirmativa. De esta manera, invirtió ideológicamente la victimización, reemplazando los cuerpos negros y marrones, victimizados históricamente, por cuerpos blancos.
En las condiciones actuales, los hombres blancos no elitistas, en particular, pueden sentirse fácilmente amenazados por el éxito de las mujeres y por el crecimiento demográfico de las poblaciones negras, latinas y otras no blancas. A lo largo del siglo XX, en medio de los horrores del racismo sistémico que ha plagado a Estados Unidos desde su origen, un respeto humanitario emergente por la diversidad, la inclusión y la justicia a través de los derechos civiles brindó cierta restricción a las políticas iliberales y reaccionarias que sistemáticamente discriminaban a las mujeres, las personas de color y los pobres.
En las décadas previas a Trump, incluso los políticos más iliberales no podían oponerse demasiado públicamente a los valores humanitarios sin incurrir en un costo político. Sin embargo, Trump no ha tenido problemas en hacerlo. En sus mítines, fomenta las amenazas que sienten los hombres blancos no elitistas mediante comentarios hirientes sobre el trato especial que él cree que se les da a los migrantes, las mujeres y las personas de color, mezclados con humor y sarcasmo. Trump ciertamente no es el primer político republicano importante en jugar la carta del miedo racial, pero lo ha hecho de una manera sin precedentes, abrazando incidentes violentos como el de George Floyd, Rayshard Brooks y Jacob Blake, quienes fueron asesinados a sangre fría por la policía. Trump ha respaldado públicamente a los vigilantes blancos como Kyle Rittenhouse, quien mató a quienes protestaban contra la brutalidad policial y el racismo.
La política de "ley y orden" ha estado históricamente asociada con el racismo anti-negro. Sin embargo, la explicitud y la implacabilidad del racismo y la xenofobia de Trump no tienen precedentes en la política nacional moderna. Esta polarización no solo afecta las divisiones raciales, sino también las de género y la percepción de las comunidades no blancas como una amenaza. La amplificación de estos miedos crea una atmósfera de confrontación constante, donde las relaciones entre grupos se deterioran y las posibilidades de entendimiento mutuo disminuyen.
¿Cómo las élites de poder influyen en la política y la economía global?
Las dinámicas de poder en las esferas políticas y económicas globales han evolucionado hacia una intersección compleja y a menudo opaca, donde los intereses privados y públicos se entrelazan de manera que distorsionan las expectativas democráticas y la transparencia gubernamental. Esta fusión de intereses es un fenómeno que, a pesar de estar presente desde los primeros días de las democracias modernas, ha cobrado especial relevancia en las últimas décadas, gracias a una serie de casos paradigmáticos y revelaciones en los medios de comunicación. A través de la investigación de instituciones, informes y personas clave, se ha hecho evidente cómo las élites de poder se benefician de un sistema que permite influencias cruzadas y una falta de rendición de cuentas.
El informe de Mueller, por ejemplo, no solo expone las posibles manipulaciones dentro de los marcos electorales de los Estados Unidos, sino que también pone en evidencia cómo ciertos actores se han servido de esta manipulación para beneficiar intereses personales o corporativos. Esto revela una práctica constante en la cual figuras poderosas, tanto dentro como fuera del gobierno, emplean su acceso a los medios y sus redes de influencia para alterar las decisiones políticas, muchas veces sin consecuencias significativas. A lo largo de los años, el poder de las corporaciones y los lobbies ha penetrado en las instituciones que deberían ser las encargadas de regularlos.
El impacto de la vinculación entre figuras políticas y grandes corporaciones, como se observa con el presidente Donald Trump y su gabinete, es un ejemplo claro de cómo el capital y la política se entrelazan en niveles profundos. Los lazos de los funcionarios públicos con las grandes industrias, especialmente la del petróleo y el gas, no solo modifican las políticas públicas, sino que transforman las perspectivas sobre el bien común. Los contratos, las licencias y las regulaciones se ajustan cada vez más a las necesidades de las grandes corporaciones, en detrimento del bienestar de la sociedad. La opacidad de estos acuerdos y el hecho de que gran parte de la información que los involucra se mantenga en secreto, refuerza la sensación de desconfianza en las instituciones democráticas.
Además, el fenómeno del "lobbying sombra", descrito en diversos informes como el de Wedel, ilustra cómo actores con intereses creados logran influir en las políticas públicas sin una representación oficial. Este tipo de lobbying no se limita a los pasillos del Congreso o a las oficinas de los reguladores; se extiende a través de consultorías privadas, empresas de relaciones públicas y firmas de abogados que operan en las sombras, lejos de los ojos del público. La naturaleza clandestina de este lobbying plantea serias preguntas sobre la integridad del proceso legislativo y la capacidad de la democracia para servir a sus ciudadanos de manera justa.
Otro aspecto crucial es la conexión entre el poder corporativo y las decisiones judiciales y legislativas, un tema recurrente en los informes de entidades como el Departamento de Defensa de Estados Unidos. Las implicaciones de las decisiones tomadas por individuos con fuertes vínculos con industrias específicas son profundas, pues se facilita la creación de políticas que favorecen a unos pocos en detrimento de la mayoría. El caso de los abogados de la industria energética o los banquero que ocupan cargos de relevancia política, como en el caso del nombramiento de Rudy Giuliani para asesorar sobre ciberseguridad, pone en evidencia cómo las élites de poder se protegen a sí mismas, mientras que las consecuencias sociales y económicas de sus decisiones son percibidas por la población en su conjunto.
El análisis de estas interacciones no estaría completo sin considerar el impacto de las relaciones internacionales en estos procesos. Las políticas externas de los gobiernos son frecuentemente moldeadas por actores con intereses económicos que se benefician de acuerdos internacionales, como los tratados comerciales o las inversiones extranjeras directas. Estas influencias extranjeras pueden alterar de manera significativa la política interna, creando un ciclo en el cual las élites nacionales y extranjeras están, a menudo, alineadas para preservar su poder y riqueza.
Es crucial que el público comprenda que la corrupción y la falta de transparencia no son fenómenos aislados, sino características estructurales de un sistema económico y político donde el dinero tiene una gran influencia sobre las decisiones que afectan a las personas comunes. Es necesario que la sociedad civil, a través de los medios de comunicación, organizaciones no gubernamentales y la propia presión ciudadana, se convierta en un agente de control. A pesar de las dificultades, la única manera de restaurar la confianza en las instituciones democráticas es asegurar que los sistemas de rendición de cuentas sean eficaces, que los conflictos de interés sean identificados y sancionados, y que se promueva una verdadera equidad en la distribución del poder.
¿Cómo la política digital y los movimientos populistas transforman la percepción de la realidad?
En los últimos años, el mundo político ha experimentado una transformación significativa en su relación con los medios digitales, que han adquirido un papel fundamental en la configuración de los discursos y las estrategias de movilización. Un ejemplo claro de esta evolución se puede observar en los movimientos populistas, especialmente en la figura de Jair Bolsonaro en Brasil y su relación con el mundo digital. Estos movimientos han utilizado los medios de comunicación y las plataformas sociales para construir una nueva narrativa política, que ha modificado profundamente la forma en que los ciudadanos perciben la realidad política y social.
Bolsonaro y sus seguidores han adoptado una retórica que invierte las convenciones establecidas, transformando el lenguaje de la política en una serie de paradojas. En este nuevo contexto, lo que tradicionalmente se considera verdad se convierte en mentira, lo que antes era sabiduría se vuelve ignorancia, y lo que era la élite se presenta como lo "despreciado" y lo "común" como lo digno de ser elevado. Este giro retórico no solo se limita al discurso verbal, sino que también se ve reflejado en las representaciones visuales que circulan en las redes sociales. Memes, camisetas y videos de Bolsonaro lo presentan como un luchador contra la corrupción, armado con símbolos heroicos tomados de la cultura del entretenimiento y los videojuegos. A través de esta estética, los seguidores de Bolsonaro se identifican con una imagen de pureza moral y patriotismo, reforzada por símbolos visuales de lucha y resistencia.
El uso de los medios digitales en este contexto no solo se limita a la distribución de contenidos, sino que también permite una interactividad directa entre los líderes populistas y sus seguidores. En lugar de seguir las directrices de los medios tradicionales o los expertos institucionales, muchos votantes han optado por confiar en lo que ven y escuchan a través de plataformas como WhatsApp y otras redes sociales. Este fenómeno ha llevado a un proceso de "colapso de contexto", donde la distinción entre lo público y lo privado se difumina, y las esferas de entretenimiento, religión, economía y moralidad cotidiana se entrelazan con la política. Este tipo de interacción refuerza la idea de que los líderes políticos, como Bolsonaro, tienen una conexión directa con el pueblo, eliminando la necesidad de intermediarios tradicionales, como los partidos políticos o los medios de comunicación.
La estrategia de Bolsonaro, al igual que otros movimientos de la derecha radical en el mundo, se nutre de la idea de que la política debe estar directamente conectada con la experiencia individual de cada ciudadano. La noción de "i-pistemología", propuesta por la académica Liesbet van Zoonen, describe cómo las personas tienden a confiar más en sus propias experiencias y opiniones que en el conocimiento proveniente de las instituciones oficiales. En el contexto digital, esta tendencia se ve exacerbada, ya que las plataformas permiten a los usuarios sentir que tienen acceso directo a la realidad, sin mediaciones. Es en este espacio donde el populismo digital encuentra su mayor resonancia: los seguidores creen que sus mensajes tienen el poder de llegar directamente a los líderes políticos, creando un vínculo cercano entre el líder y la masa, algo que parece posible solo en el mundo digital.
Además, la arquitectura de las redes sociales favorece una forma de individuación que, al mismo tiempo, refuerza la identidad colectiva. Los algoritmos que operan en estas plataformas permiten a los usuarios compartir sus experiencias de forma altamente personalizada, mientras que al mismo tiempo, esas experiencias se fusionan en una identidad grupal generalizada. Este fenómeno crea una especie de "equivalencia general", que es clave para la movilización populista. La lucha contra la corrupción, un discurso comúnmente adoptado por los populistas, se presenta como algo que todos pueden respaldar, sin importar su contexto particular, lo que facilita la construcción de una identidad colectiva basada en la indignación y el rechazo a las élites.
Es importante señalar que, más allá de las estrategias de marketing digital y la creación de un discurso de lucha contra la corrupción, lo que realmente está en juego es una transformación profunda en la forma en que los ciudadanos se relacionan con la política. Las redes sociales no solo sirven como canales de comunicación, sino que se han convertido en espacios donde se redefine lo que se entiende por democracia, poder y legitimidad. En este sentido, los movimientos populistas están aprovechando la capacidad de las plataformas digitales para desdibujar las fronteras entre la política, la moralidad cotidiana, el entretenimiento y la religión. Esta fusión de esferas no solo tiene implicaciones políticas, sino que también plantea preguntas fundamentales sobre la naturaleza de la verdad, la autoridad y la participación ciudadana en la era digital.
¿Cómo el gobierno de Trump reforzó la línea abismal y qué implicaciones tuvo para los inmigrantes y las minorías raciales?
La administración de Donald Trump creó una disyuntiva estratégica entre la salud pública y la salud económica al descubrir que la mayoría de los “trabajadores esenciales” que arriesgarían sus vidas en una economía reabierta pertenecían a minorías raciales. Al insistir en que la vitalidad del mercado bursátil y la economía valían la pena por la pérdida de estas vidas, el gobierno no solo minimizó el costo humano de la pandemia, sino que construyó un sistema de contabilidad política y moral en el que las muertes de personas negras y morenas, que contrajeron casos fatales de COVID, no se contaban como pérdidas. Así, se tejió una narrativa que no solo ignoraba la humanidad de estas víctimas, sino que las ponía en una categoría de sacrificio aceptable en aras de mantener la estabilidad económica.
Desde el momento en que asumió la presidencia, Trump se dedicó a cumplir su promesa de campaña de deshacerse de los inmigrantes que él y sus seguidores consideraban peligrosos o indignos de participar en la vida social y económica de los Estados Unidos. A través de esta política, se exacerbó una división invisible, pero profundamente marcada en las políticas y prácticas, que Boaventura de Sousa Santos describiría como la “línea abismal”. Esta línea no solo separa el territorio físico, como lo demostró la construcción del muro fronterizo, sino que también establece distinciones legales y sociales entre quienes son reconocidos como humanos y aquellos que, por su condición de inmigrantes o por su color de piel, son considerados subhumanos.
Este concepto de la línea abismal resulta fundamental para entender las políticas de Trump en relación con los inmigrantes. La administración, al intentar despojar a los no ciudadanos de los pocos derechos y protecciones legales que aún podían reclamar en los Estados Unidos, profundizó esta separación. Políticas como el veto musulmán, la separación de familias en la frontera y los esfuerzos por socavar la independencia de los jueces de inmigración son ejemplos claros de cómo se manipuló esta división, asegurando que quienes caían en la categoría de "no ciudadanos" fueran relegados a un estatus de subalternidad, en el que sus derechos eran constantemente vulnerados y sus vidas, descartadas como prescindibles.
Este marco de exclusión se extendió más allá de las fronteras de los Estados Unidos, alcanzando incluso otros contextos internacionales, como el caso de la figura de Bolsonaro en Brasil. Al igual que Trump, Bolsonaro presentó una retórica populista y una estrategia política que le permitió movilizar el malestar de la ciudadanía a través de plataformas digitales. Utilizando las redes sociales de manera eficaz, Bolsonaro hizo eco de la polarización izquierda-derecha para posicionarse como un anti-corrupción, algo que compartía con la narrativa de Trump, aunque en un contexto brasileño distinto. De esta forma, Bolsonaro supo captar el descontento popular y canalizarlo hacia una visión autoritaria, alineada con las viejas estructuras desiguales del país.
A nivel discursivo, tanto Trump como Bolsonaro utilizaron los medios de comunicación y las plataformas digitales para reforzar la polarización social y política. El uso de la desinformación, la manipulación de las emociones colectivas y la creación de un enemigo común, en este caso el “otro” - sea este inmigrante, opositor político o miembro de una minoría - se convirtió en una herramienta clave para sus agendas. Este tipo de liderazgo, que se cimenta sobre la exclusión y el miedo, no solo impacta a los individuos directamente afectados, sino que transforma el tejido social al consolidar una narrativa que deshumaniza a ciertos sectores de la población.
El análisis de la retórica en torno a las políticas de Trump también nos lleva a observar cómo las identidades de género y las nociones de poder se entrelazan. La famosa consigna “¡Enciérrenla!” utilizada contra Hillary Clinton, por ejemplo, no solo se dirigía a la política de Clinton, sino que se proyectaba sobre la figura femenina en general. Al denunciar públicamente a Clinton y a otras figuras femeninas que se oponían a él, Trump y sus seguidores no solo trataban de descalificar a un adversario político, sino también de afirmar una visión patriarcal que castigaba a las mujeres por desafiar los cánones de sumisión y feminidad.
Es crucial comprender cómo estos discursos y políticas no solo son un reflejo de un momento político particular, sino que están ligados a estructuras más profundas de poder y control. La creación de “líneas” que separan a los humanos de los subhumanos no es un fenómeno nuevo, sino que se inserta en una larga tradición de prácticas coloniales, racistas y xenófobas que siguen marcando las políticas globales y locales en diversas regiones del mundo.
Este tipo de política, que aboga por la deshumanización y la exclusión, encuentra en las redes sociales un terreno fértil para expandirse. Plataformas como Twitter, Facebook y otras permiten a los líderes políticos alcanzar rápidamente a millones de personas, generando sentimientos de pertenencia y solidaridad dentro de grupos que se sienten amenazados por la modernidad y las fuerzas progresistas. En este contexto, la polarización no es solo un fenómeno político, sino un proceso psicológico que refuerza las identidades de grupo, a menudo a expensas de la empatía y la comprensión mutua.
Es necesario que el lector se cuestione cómo las políticas de exclusión que emergen en estos discursos afectan no solo a los individuos directamente implicados, sino a la sociedad en su conjunto. La normalización de la deshumanización y la división social pone en riesgo la convivencia pacífica y la posibilidad de construir sociedades verdaderamente inclusivas.
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