En los primeros meses de su presidencia, Donald Trump dejó claro que gobernaría de la misma manera en que había hecho campaña: de manera caótica y divisiva. Su discurso inaugural fue apocalíptico, describiendo a los Estados Unidos como un país lleno de “carne” y gobernado por una élite traidora que solo él podía salvar. En esta línea, implementó rápidamente una serie de medidas impulsadas por el racismo y la intolerancia que lo habían acompañado durante su campaña, como la prohibición de entrada a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana y la firma de órdenes para la construcción de un muro en la frontera con México.
La administración Trump no tardó en derribar las normas del buen gobierno, utilizando el caos y la desinformación como parte de su estrategia. Kellyanne Conway, una de sus principales asesoras, llegó a defender la idea de los “hechos alternativos”. Aunque los medios conservadores, como el Wall Street Journal, criticaron abiertamente la constante corriente de falsedades y acusaciones sin pruebas que surgían de la Casa Blanca, la retórica divisiva de Trump no parecía detenerse.
Trump fue más allá de las palabras. En su círculo cercano, integró a personas que no solo compartían sus puntos de vista extremos, sino que los promovían. Steve Bannon, autoproclamado defensor del “alt-right”, fue nombrado su estratega jefe, lo que marcó un hito al colocar a un defensor de una ideología racialmente excluyente en el corazón de la administración. Otros individuos con vínculos con la extrema derecha, como Stephen Miller, Sebastian Gorka y Julia Hahn, fueron también colocados en puestos clave. Miller, en particular, había circulado materiales de sitios nacionalistas blancos antes de unirse a la campaña de Trump, mientras que Gorka tenía lazos con grupos de extrema derecha húngaros.
La presencia de estos personajes no solo significó la normalización de puntos de vista extremistas dentro del gobierno, sino también una legitimizació de la supremacía blanca y el nacionalismo. El exlíder del Ku Klux Klan, David Duke, y el líder nacionalista blanco Richard Spencer, se sintieron apoyados por las palabras de Trump tras los incidentes en Charlottesville, donde Trump hizo una de sus declaraciones más polémicas, diciendo que había "gente muy buena en ambos lados". Esta afirmación fue respaldada por figuras supremacistas blancas, lo que aumentó la polarización y la violencia en el país.
Mientras tanto, Trump intensificaba su guerra contra los medios de comunicación, etiquetándolos como “el enemigo del pueblo”, un término que evocaba oscuros recuerdos históricos de regímenes totalitarios como el de la Revolución Francesa o la Alemania nazi. La relación con los medios fue tensa desde el principio de su presidencia, y cada nuevo escándalo alimentaba más su narrativa de ser el líder atacado por una élite globalista y corrupta.
El escándalo ruso, que envolvió toda la administración Trump desde el principio, se convirtió en otro terreno fértil para las teorías conspirativas. Trump descalificó las investigaciones, llamándolas una “caza de brujas”, mientras alimentaba las paranoias sobre un supuesto “Estado profundo” que conspiraba en su contra. Al mismo tiempo, la narrativa del presidente de ser un líder acosado por enemigos internos y externos caló hondo entre sus seguidores más acérrimos, quienes veían en él a la última esperanza contra un sistema corrupto y opresivo.
La situación dentro de la Casa Blanca era desordenada. Las renuncias y despidos eran constantes, y la aprobación de Trump caía a niveles históricos, alcanzando solo un 36%. Sin embargo, su control sobre el Partido Republicano se mantenía firme, con una aprobación del 90% entre sus seguidores. Este fenómeno reflejaba cómo, a pesar del caos y las críticas, Trump había logrado consolidar un bloque de apoyo leal que veía en él a un líder victorioso contra las fuerzas del “establishment”.
En este contexto de polarización, figuras clave dentro del Partido Republicano, como el senador Bob Corker, comenzaron a señalar que la política de Trump estaba llevando al país hacia un peligroso extremismo. La respuesta de Trump, por su parte, fue reforzar la narrativa de que él representaba a los oprimidos y atacados, y que sus críticos estaban en su contra por ser parte de la élite política y mediática corrupta.
Para los votantes de Trump, esta dinámica de lucha constante no fue una amenaza, sino una señal de que estaban ganando la batalla cultural y política que habían comenzado a librar años antes. Este sentimiento de persecución y resistencia definió no solo su presidencia, sino la evolución del Partido Republicano hacia un enfoque más radicalizado y populista, que encontraría eco en futuras políticas y movimientos en todo el mundo.
Este proceso no solo refleja una división interna de Estados Unidos, sino también un fenómeno global donde el nacionalismo y el populismo han ganado terreno. La presidencia de Trump no fue solo un fenómeno estadounidense, sino parte de una tendencia más amplia que ha afectado a democracias en todo el mundo, desde Europa hasta América Latina.
En este contexto, es crucial comprender cómo el discurso de odio y división puede ser utilizado no solo para ganar apoyo, sino para consolidar el poder político, al mismo tiempo que se debilitan las instituciones democráticas y se ponen en peligro las libertades fundamentales. El ascenso de figuras populistas, en parte, ha dependido de la explotación de miedos y resentimientos profundamente arraigados en sectores de la población, creando un clima de hostilidad y desconcierto que favorece la manipulación y el control político.
¿Cómo la extrema derecha y los fascistas influyeron en la política estadounidense durante la presidencia de Reagan?
Durante las elecciones presidenciales de 1984, el clima político estadounidense estaba impregnado por las tácticas tradicionales de la Guerra Fría, que movilizaban las emociones del pueblo bajo la bandera del anticomunismo. La administración de Ronald Reagan, en su segunda campaña electoral, abrazó este sentimiento con gran eficacia. Mientras el presidente parecía incuestionable en su popularidad, un aspecto oscuro de su gobierno pasó desapercibido para muchos: la estrecha relación entre los republicanos y ciertos elementos de la extrema derecha, incluidos los fascistas y neonazis.
La victoria de Reagan en 1984 parecía inevitable. A pesar de la creciente preocupación sobre su edad y sus momentos de confusión durante el primer debate contra Walter Mondale, Reagan manejó con destreza la situación con uno de sus comentarios más célebres: “No haré de la edad un tema de esta campaña. No voy a explotar, para fines políticos, la juventud y la inexperiencia de mi oponente”. Este tipo de respuestas, agudas y precisas, era su marca registrada. La política mediática rápidamente se centró en esta respuesta ingeniosa, dejando de lado otras cuestiones más graves. Sin embargo, detrás de la fachada de "la mañana en América", se ocultaba una realidad mucho más inquietante.
En 1984, unos meses antes de la elección, Reagan envió un mensaje de apoyo a la convención anual de la Liga Mundial Anticomunista en San Diego, una organización que incluía entre sus miembros a neonazis, líderes de escuadrones de la muerte y personajes antisemitas. Esta liga, formada por organizaciones anticomunistas de todo el mundo, estaba estrechamente vinculada a elementos de extrema derecha, muchos de los cuales tenían antecedentes colaboracionistas con el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, uno de sus principales miembros, Yaroslav Stetsko, había sido un colaborador nazi en Ucrania y había organizado matanzas de judíos a manos de su grupo de nacionalistas ucranianos. A pesar de este oscuro pasado, la Liga seguía siendo una de las principales voces del anticomunismo mundial, y Reagan la respaldaba públicamente, celebrando su lucha contra el comunismo global.
El respaldo de Reagan a estos grupos no fue un acto aislado. Durante su campaña en 1984, su equipo trabajó estrechamente con el ABN (Anti-Bolshevik Bloc of Nations), una coalición de grupos de inmigrantes de Europa Central y del Este, muchos de los cuales tenían raíces fascistas y colaboraron con la Alemania nazi. La conexión de Reagan con estos elementos de la extrema derecha no solo era ideológica, sino también operativa. A través de la WACL, la Casa Blanca facilitaba indirectamente la recaudación de fondos para los contrarrevolucionarios nicaragüenses, los conocidos “contras”, que luchaban contra el gobierno sandinista en Nicaragua. Estos grupos, aunque presentados como luchadores por la libertad, estaban vinculados a violaciones de derechos humanos, corrupción y, en algunos casos, narcotráfico.
En el contexto de la política estadounidense de la época, este tipo de alianzas eran una muestra más de la lucha entre la ideología de izquierda y derecha, una lucha que no solo afectaba a las democracias del mundo, sino que también estaba marcada por la falta de escrúpulos en cuanto a las alianzas. El hecho de que figuras influyentes dentro del Partido Republicano tuvieran conexiones con estos grupos extremistas no era solo una casualidad. La extrema derecha, desde sus márgenes, encontraba una oportunidad para ingresar al centro del poder político, utilizando el anticomunismo como un instrumento para legitimar su influencia.
El respaldo a grupos con una historia tan contaminada de violencia y odio no pasó desapercibido para los observadores más críticos. A pesar de que muchos de los miembros de la Liga fueron expulsados de sus puestos, la red de apoyo a los contras y a otros movimientos de extrema derecha continuó siendo un tema complicado dentro del ámbito político estadounidense. No era solo un fenómeno aislado de apoyo internacional, sino también una serie de relaciones de poder que reforzaban el papel de los ultraconservadores dentro de la Casa Blanca.
La cuestión que emerge de este análisis es cómo un gobierno que se presentaba como defensor de la democracia y la libertad en el contexto de la Guerra Fría podía, al mismo tiempo, estrechar la mano de personas y organizaciones con un legado fascista. Los acuerdos entre ciertos sectores del Partido Republicano y grupos de ultraderecha no eran solo un error político, sino un claro ejemplo de cómo las ideologías pueden ser distorsionadas y utilizadas con fines pragmáticos, sin tener en cuenta los efectos a largo plazo en la moralidad y la política internacional.
Es esencial entender que la lucha ideológica de la Guerra Fría no se libraba solo en los frentes militares y diplomáticos. Dentro de las fronteras de los Estados Unidos, también era una batalla por el control de la narrativa, de las alianzas, y de las propias definiciones de lo que significaba ser "libre" o "democrático". Las alianzas entre el gobierno estadounidense y figuras de la extrema derecha mostraron cómo la política puede ser influenciada por aquellos que operan fuera del campo de la moralidad convencional. Este tipo de apoyos, aunque enmascarados bajo la lucha contra el comunismo, revelaron la peligrosa flexibilidad de la política estadounidense ante aquellos que comparten un odio común hacia la izquierda o hacia el otro.
¿Cómo la derecha cristiana influyó en la política estadounidense durante la presidencia de Bush?
Durante la presidencia de George W. Bush, la derecha cristiana jugó un papel central en la política estadounidense, especialmente a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Bush, al igual que muchos de sus predecesores, se vio presionado por las fuerzas más conservadoras de la sociedad, aquellas que, en su fervor religioso, luchaban por imponer una agenda moral que, a menudo, no solo involucraba cuestiones espirituales, sino también políticas y culturales. Estos grupos veían en la política una oportunidad para moldear la nación según sus creencias y, a lo largo de los años, aprovecharon la presidencia de Bush para avanzar en sus objetivos.
Desde los primeros días de su mandato, Bush cedió ante los líderes de la derecha cristiana, quienes, entre otras cosas, acusaban de inmoralidad a sus oponentes políticos. Nombró a figuras de extrema derecha en la judicatura, como el fiscal general de Alabama, quien comparó la homosexualidad con la necrofilia, la zoofilia, el incesto y la pedofilia. Esta especie de discurso demonizante se convirtió en un instrumento recurrente para los políticos que, en nombre de la fe, decidían atacar a los que no compartían sus valores. A su vez, grupos como la Fundación de la Familia de James Dobson y Jerry Falwell estaban profundamente involucrados en una guerra cultural que intentaba derrocar todo lo que consideraban una amenaza para los valores cristianos tradicionales.
En 2003, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos declaró inconstitucionales las leyes contra la sodomía. La reacción de los líderes religiosos de la derecha fue inmediata y vehemente. Pat Robertson, por ejemplo, lamentó que la decisión judicial abriera la puerta a "incluso el incesto". En ese mismo periodo, un hito importante se dio cuando Bush aprobó una ley que prohibía los abortos tardíos, una victoria clave para la agenda de la derecha cristiana que buscaba reducir los derechos reproductivos de las mujeres en el país.
No obstante, uno de los momentos más cruciales en la relación entre Bush y la derecha cristiana fue la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo en el estado de Massachusetts en 2003. Este hecho desató una reacción furiosa entre los sectores más conservadores del país. James Dobson, líder del movimiento evangélico, comparó esta lucha con las grandes batallas históricas, como el Día D o la Batalla de Stalingrado, aludiendo a la magnitud de la amenaza que representaba para la "moralidad cristiana". Los llamados a un enmienda constitucional que definiera el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer se hicieron más fuertes y, en un giro político, Bush decidió apoyar esta medida en el año electoral de 2004, en busca del apoyo de los votantes evangélicos.
Este giro en la política de Bush no solo fue un intento de apaciguar a la base de votantes de la derecha cristiana, sino también una estrategia para movilizar a los sectores más conservadores del electorado. El apoyo a la prohibición del matrimonio homosexual le permitió conectar con una base de votantes que representaba una porción significativa del electorado, especialmente en los estados clave. La campaña de reelección de Bush se centró en movilizar este electorado, utilizando la oposición al matrimonio homosexual como una herramienta eficaz para galvanizar a los votantes evangélicos y católicos conservadores. En 2004, la campaña de Bush se concentró en aumentar la participación de su base, desplazando el enfoque tradicional de atraer a votantes indecisos.
Las elecciones presidenciales de 2004 estuvieron marcadas no solo por los asuntos internos del país, sino también por la guerra en Irak, que estaba lejos de ser un éxito. Sin embargo, la movilización de la derecha cristiana, con el apoyo de figuras como Ralph Reed, quien organizó a miles de pastores y líderes religiosos en su favor, resultó ser un factor clave para la victoria electoral de Bush. Al mismo tiempo, los conservadores religiosos consiguieron que se votara sobre la legalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo en varios estados, lo que impulsó aún más a los votantes de la derecha cristiana a las urnas, alineándose con la estrategia electoral republicana.
Por otro lado, en el campo del opositor más fuerte de Bush, el demócrata John Kerry, su historial en Vietnam se convirtió en un tema de campaña importante. Kerry, veterano de guerra y ganador de varias medallas por su valentía, fue atacado por grupos que cuestionaron la veracidad de sus relatos y su estatus como héroe de guerra. Estos ataques fueron en parte orquestados por un grupo llamado Swift Boat Veterans for Truth, que acusó a Kerry de mentir sobre sus logros y experiencia en la guerra. Aunque el ataque fue condenado por diversos medios y figuras prominentes, su impacto en la campaña presidencial de 2004 fue innegable. La manipulación de su historial militar se convirtió en uno de los puntos clave en una campaña electoral que se caracterizó por la polarización extrema.
Lo que es importante comprender es que, más allá de los eventos y figuras mencionadas, la relación entre la política y la religión en Estados Unidos ha sido y sigue siendo una de las fuerzas más influyentes en la configuración de la nación. Las tensiones entre los valores religiosos y las políticas progresistas no son algo nuevo, sino una constante que ha ido evolucionando con el tiempo. Además, el papel de los movimientos sociales conservadores en la política electoral, al igual que el uso de temas divisivos para movilizar a los votantes, siguen siendo estrategias comunes en la política contemporánea. La intersección de la fe y la política en EE.UU. no solo ha influido en las elecciones, sino que también ha dejado un impacto duradero en la cultura política estadounidense.
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