Uno de los factores fundamentales que determinan la valoración de las acciones es la relación inversa entre las tasas de interés y los precios de las acciones. A medida que las tasas de interés aumentan, el costo de oportunidad de mantener acciones también sube, lo que reduce la demanda de estos activos. Al mismo tiempo, el aumento de las tasas de interés, junto con las presiones inflacionarias, disminuye el valor actual de los dividendos que las empresas pueden pagar a sus accionistas en el futuro, ya que estos pagos futuros tienen menos valor en términos actuales debido al aumento de los costos de financiamiento. De este modo, existe una relación inversa bien establecida entre las tasas de interés y los precios de las acciones.
Otra metodología comúnmente utilizada para valorar acciones es el método de los comparables, que establece que el precio de una acción debe ser un múltiplo de sus ganancias. Por ejemplo, una acción puede considerarse justamente valorada si su precio de mercado es 10 veces sus ganancias anuales por acción. Este múltiplo es una regla general, pero también depende de la tasa de crecimiento de las ganancias de la empresa. Si los inversionistas esperan un crecimiento superior al promedio de las ganancias de una compañía, entonces su relación precio/ganancias puede aumentar a 11, 12 o incluso más, para reflejar la tasa de crecimiento esperada en el futuro. En otras palabras, un precio de acción más alto puede estar justificado hoy si se espera que las ganancias futuras crezcan más rápidamente.
Ambos métodos de valoración de acciones, tanto el de las tasas de interés como el de los múltiplos de ganancias, dependen del cálculo del crecimiento anticipado de las ganancias corporativas. A medida que se anticipa un mayor crecimiento en las ganancias, es probable que los precios de las acciones suban, ya que los inversionistas ajustan sus expectativas hacia un futuro más rentable.
En la década de 1920, una de las mayores transformaciones en la economía estadounidense fue la adopción generalizada de las líneas de ensamblaje, un avance denominado "Fordismo", en honor a Henry Ford. Esta innovación incrementó significativamente la tasa de producción en las industrias manufactureras, mejorando tanto la calidad como la eficiencia. A la par, la electrificación del país progresaba, lo que también mejoraba la eficiencia en múltiples sectores, incluyendo el uso de motores eléctricos en los equipos de las fábricas. Estos avances en la eficiencia hicieron posible la producción masiva de bienes duraderos como automóviles, tractores y camiones, que se volvieron más poderosos, confiables y accesibles, lo que a su vez mejoró la eficiencia en los negocios y en la agricultura.
Estos avances técnicos de los años 20 impulsaron las ganancias corporativas al mejorar la eficiencia de producción, lo que dio razones sólidas para aumentar los precios de las acciones. Además, el crecimiento no inflacionario favoreció este proceso: aunque la producción aumentaba, los precios se mantenían estables o incluso caían. De hecho, durante esa década, se produjo una ligera deflación, con una presión a la baja sobre los precios de menos del 1% anual, medida a nivel mayorista. Esta leve deflación no fue necesariamente perjudicial para la economía, pero tuvo un impacto directo sobre la valoración de las acciones.
La baja inflación redujo las tasas de interés, un factor que favoreció los precios de las acciones, ya que los inversionistas preferían las acciones a los bonos debido a la menor rentabilidad de estos últimos. En ese sentido, la Reserva Federal de los Estados Unidos (Fed) también jugó un papel importante al mantener las tasas de interés bajas para ayudar a Reino Unido y Francia a regresar al patrón oro, lo que, aunque tenía un objetivo externo, contribuyó a fomentar el mercado de acciones dentro de EE.UU.
Además, la deflación favoreció las inversiones en acciones en lugar de en bienes raíces. Durante este periodo, muchas personas adquirían propiedades mediante préstamos, pero cuando los precios caían, la deuda tomada se pagaba con dinero que se apreciaba en comparación con los bienes raíces. Esto, a su vez, encarecía el costo de los préstamos y desincentivaba las inversiones inmobiliarias. Con precios de los bienes raíces en declive, las acciones se perfilaban como la mejor opción de inversión, especialmente gracias al crecimiento de las ganancias corporativas derivadas de los avances tecnológicos.
La década de 1920 también vio el auge de industrias completamente nuevas que fascinaban tanto a consumidores como a inversionistas. Entre ellas destacó la radio comercial, con la Radio Corporation of America (RCA) como una de las acciones tecnológicas más populares de la época. Además, surgió el concepto de la tienda de autoservicio, con Piggly Wiggly y Sears, Roebuck and Company como ejemplos prominentes de nuevas oportunidades en el sector minorista, que también impulsaron el crecimiento de las acciones. A su vez, los bancos y otras instituciones financieras comenzaron a comercializar valores a pequeños inversionistas, lo que permitió que un público más amplio, que anteriormente no participaba en estos mercados, se sumara a la compra de acciones.
El acceso a las inversiones se amplió enormemente con la llegada de nuevos intermediarios financieros, como el National City Bank, que comenzó a vender acciones a inversionistas minoristas en 1927, un año clave en la expansión del mercado. La cantidad de corredores de valores pasó de menos de 300 a más de 6000 en tan solo un par de años. Este auge en el número de inversionistas junto con el crecimiento de las ganancias corporativas, las bajas tasas de interés y las nuevas tecnologías ayudó a crear las condiciones para el auge de los precios de las acciones de la década de 1920, como lo demuestra el incremento del índice Dow Jones Industrial Average, que se duplicó entre 1922 y 1927.
Sin embargo, a medida que el mercado se inflaba, surgieron prácticas especulativas que alimentaron aún más el crecimiento de las acciones, como la compra de acciones a margen. Este mecanismo consistía en pedir prestado dinero para adquirir acciones, lo que incrementaba la demanda de las mismas y, a su vez, sus precios. Esta especulación, en combinación con otros factores, contribuyó a que los precios de las acciones continuaran su ascenso hasta llegar a niveles insostenibles, lo que finalmente culminó en el colapso del mercado en 1929.
Es crucial entender que la valoración de las acciones está intrínsecamente ligada a las expectativas de crecimiento futuro y las condiciones económicas actuales. Los inversionistas tienden a pagar más por las acciones de empresas cuyo futuro parece prometedor, ya sea por mejoras en la eficiencia productiva, nuevas tecnologías o el entorno económico en general. Sin embargo, estas valoraciones pueden ser vulnerables a cambios bruscos en las expectativas o condiciones, lo que puede llevar a correcciones o incluso colapsos, como se vio en el caso de la crisis de 1929.
¿Cómo el riesgo financiero y los modelos de gestión contribuyeron a las crisis?
Las crisis financieras contemporáneas, como la que involucró al fondo Long-Term Capital Management (LTCM) en 1998 y la crisis financiera global de 2008, son ejemplos paradigmáticos de cómo el exceso de confianza en modelos de riesgo puede tener efectos desastrosos, no solo para los involucrados en las transacciones, sino para el sistema económico global en su conjunto.
En 1998, LTCM era un fondo de cobertura que, a pesar de su impresionante equipo de traders, basado en su mayoría en modelos matemáticos avanzados, enfrentó una crisis casi fatal debido a la incapacidad de sus modelos para predecir correctamente las fluctuaciones de los mercados. Los traders de LTCM creían que sus modelos eran superiores a los mercados, un error costoso que resultó en pérdidas multimillonarias cuando los mercados comenzaron a comportarse de manera impredecible, desafiando las predicciones de sus cálculos. Esta crisis puso de manifiesto la vulnerabilidad de los sistemas financieros al dejarse llevar ciegamente por los modelos matemáticos sin considerar los riesgos inherentes a las incertidumbres del mercado.
Las pérdidas de LTCM fueron tan grandes que, en lugar de permitir su quiebra, los bancos que habían prestado grandes cantidades de dinero se vieron obligados a actuar para evitar mayores daños colaterales, tanto para ellos mismos como para el sistema financiero en su conjunto. Sin embargo, lo que ocurrió a continuación fue un ejemplo claro de fallo de coordinación entre las entidades involucradas. Los bancos temían que cualquier acción individual los dejara en desventaja, lo que resultó en una parálisis inicial. Este fenómeno es conocido como fallo de coordinación, y es un problema recurrente en situaciones de crisis donde los actores económicos, a pesar de tener incentivos para cooperar, no lo hacen por miedo a ser explotados por los demás.
Finalmente, la Reserva Federal de Nueva York, después de semanas de negociaciones, intervino para coordinar una solución. Un consorcio de 14 bancos de todo el mundo aceptó aportar 3.6 mil millones de dólares para estabilizar al fondo. Sin embargo, la crisis de LTCM no fue el único ejemplo de cómo los modelos financieros pueden ser peligrosos si no se manejan adecuadamente. En años posteriores, herramientas como el Value at Risk (VaR), que inicialmente se diseñaron para medir y gestionar el riesgo financiero, también demostraron ser insuficientes para prevenir grandes pérdidas.
El VaR, desarrollado por J.P. Morgan en la década de 1980, se diseñó para calcular el riesgo de pérdidas potenciales en las carteras de inversión de una empresa. Su gran ventaja era simplificar la gestión del riesgo al proporcionar un número fácil de entender que indicaba la máxima pérdida esperada en un periodo dado bajo ciertas condiciones. Esta herramienta, que rápidamente se convirtió en el estándar para medir el riesgo, era especialmente útil para manejar el riesgo de mercado, pero sus limitaciones empezaron a manifestarse cuando se utilizó de manera excesiva y sin la debida comprensión de sus limitaciones.
Cuando el mercado entró en crisis en 2008, muchos bancos e instituciones financieras dependían de sus modelos de VaR para gestionar su exposición al riesgo. Sin embargo, la magnitud de las pérdidas superó lo que los modelos predijeron. La famosa crisis de Lehman Brothers, que fue un detonante de la crisis financiera global, dejó al descubierto que la confianza ciega en las herramientas de medición de riesgo, como el VaR, no solo es peligrosa sino que puede contribuir a la magnitud de las crisis financieras. La sobredependencia de los modelos y la falta de escrutinio sobre sus limitaciones y su aplicación impulsaron una cadena de eventos que terminaron por desestabilizar el sistema financiero global.
El colapso de Lehman Brothers y la crisis que siguió demostraron que los modelos de riesgo, aunque útiles, no pueden prever todos los factores que pueden afectar el mercado. En la práctica, los mercados financieros están sujetos a una amplia gama de incertidumbres que no siempre pueden ser anticipadas por los modelos. En este contexto, los gestores de fondos, traders e instituciones financieras deben aprender a equilibrar la ciencia de los modelos con la prudencia de no subestimar los riesgos que no se pueden medir.
Los fallos en la gestión del riesgo no se limitan a las grandes instituciones financieras. También se observan en muchos otros sectores de la economía global, donde la arrogancia derivada de la confianza en los modelos y la falta de comprensión profunda del contexto económico pueden tener consecuencias desastrosas. La crisis de LTCM y la de 2008, por tanto, no solo subrayan los riesgos inherentes a los modelos financieros, sino que también enseñan una lección sobre la importancia de mantener una visión crítica y multidimensional al tomar decisiones financieras, especialmente cuando los modelos no pueden capturar la totalidad de la complejidad del mercado.
¿Puede el auge del shadow banking en China desencadenar una crisis financiera?
El crecimiento del crédito en China durante la última década ha sido impulsado en gran parte por el sistema bancario en la sombra, una red paralela de financiación que escapa en gran medida al control regulador directo del Estado. Aunque este sistema ha permitido sostener una expansión económica rápida y prolongada, también ha generado desequilibrios profundamente preocupantes. A pesar de los intentos del gobierno de frenar este fenómeno, muchas de estas operaciones han continuado contando con el respaldo, directo o indirecto, de los bancos tradicionales, revelando una contradicción estructural entre los objetivos políticos y los incentivos financieros.
La mejor manera de medir la magnitud del crédito es observando la relación entre el crédito pendiente y el PIB: el ratio crédito/PIB. Este indicador, más allá de los valores absolutos, permite comparar entre países y prever señales de inestabilidad. A finales de 2008, China tenía un ratio crédito/PIB del 125%, nivel relativamente moderado. Sin embargo, en 2013 ya era del 216%, y para 2016 alcanzaba el 260%. Esta aceleración no tiene precedentes entre economías de tamaño comparable.
Los economistas han aprendido que un crecimiento excesivamente rápido de esta ratio es una señal de advertencia confiable de futuras crisis bancarias. Cuando el crédito crece mucho más rápido que la economía real, la calidad del endeudamiento tiende a deteriorarse: se otorgan préstamos a proyectos de baja rentabilidad o incluso inviables. Este fenómeno no es exclusivo de China. Fue un patrón observado en Estados Unidos, Reino Unido y otras economías desarrolladas en la antesala de la crisis de 2008.
En China, la situación se torna aún más grave al analizar el destino de estos préstamos. Una porción significativa fue canalizada hacia el sector industrial, no necesariamente para expandir la innovación o la productividad, sino para mantener operativas fábricas cuya producción ya no respondía a una demanda global estancada. Se construyó capacidad industrial incluso cuando el mundo no necesitaba más productos. Como resultado, la sobrecapacidad se convirtió en una característica estructural de la economía china, afectando no solo a nivel interno, sino también contribuyendo a la baja inflación global tras la Gran Recesión.
El gobierno chino es plenamente consciente de este desequilibrio, pero el proceso de transición desde un modelo exportador hacia uno impulsado por el consumo interno es lento y políticamente delicado. Mientras tanto, para sostener el crecimiento anual, las autoridades han permitido la continuación del crédito fácil hacia sectores sobreinvertidos. Esta dinámica se intensifica con otro fenómeno: los préstamos nuevos no se utilizan para invertir, sino para refinanciar deudas anteriores. Muchas empresas zombi sobreviven exclusivamente gracias a la renovación constante de sus pasivos, y los bancos, interesados en evitar la declaración de pérdidas, colaboran en esta farsa contable.
En este entorno, la eficiencia del crédito se ha desplomado. En años recientes, el PIB generado por cada yuan prestado ha caído en un tercio, evidencia de que el sistema está produciendo rendimientos decrecientes. La calidad del crecimiento ha sido sacrificada en aras de la cantidad, y el crédito ha dejado de ser motor de desarrollo para convertirse en mecanismo de contención de crisis.
Un fenómeno particularmente ilustrativo es el auge de los llamados "préstamos delegados" (entrusted loans), en los que empresas no financieras prestan directamente a otras, utilizando a los bancos como intermediarios administrativos. Uno de los sectores que más se ha beneficiado de este tipo de crédito es el inmobiliario. En ciudades del interior, esto condujo a la construcción masiva de viviendas que nadie ocupa: auténticas ciudades fantasma, con torres residenciales vacías. En los grandes núcleos urbanos de la costa, en cambio, la avalancha de crédito generó una burbuja de precios. Las familias, impulsadas por la expectativa de valorización y presionadas por normas sociales, adquirieron múltiples propiedades como inversión o herencia para sus hijos. En 2016, más de un tercio de los nuevos préstamos se destinaban a vivienda, y en Shanghai el precio medio de una propiedad superaba 30 veces el ingreso medio, el triple del ratio observado en Nueva York en el mismo periodo.
Aunque los bancos aún exigen pagos iniciales del 30% o más, cada vez es más común que estos fondos provengan de prestamistas en la sombra, incluidos portales de préstamos entre particulares. Así, el sistema replica todos los ingredientes de una burbuja especulativa clásica: crédito barato, uso apalancado de activos, euforia colectiva y poca supervisión.
La preocupación por una posible crisis financiera en China es legítima, pero hay quienes señalan que su sistema económico es fundamentalmente distinto. La presencia dominante del Estado, que conserva poder directo sobre los bancos y muchas grandes empresas, podría ofrecer una capacidad de gestión macroeconómica superior a la de las democracias liberales occidentales. Sin embargo, esta fuerza también encierra
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