El relato de seguridad de Trump, en su núcleo, se sustenta en la representación de una guerra cultural donde las divisiones internas de la sociedad estadounidense se presentan como una lucha por la supervivencia de una identidad nacional tradicional. Este relato toma la forma de una narrativa de protección, apelando a los miedos y ansiedades de los sectores más conservadores, especialmente aquellos ubicados en las zonas rurales y pequeñas localidades de Estados Unidos. Para estos grupos, la figura de Trump es un defensor de un orden social y económico que se sienten amenazados por el avance de políticas liberales y globalistas.
La estructura de esta historia se ha basado en un conflicto que, en muchos sentidos, remonta sus raíces a la historia misma de los Estados Unidos, particularmente a la época de la esclavitud. Trump no solo se enfrenta a un enemigo externo, sino también a una élite cosmopolita de izquierda, quienes, según su relato, buscan socavar la identidad nacional a través de la inmigración masiva y políticas de multiculturalismo. Así, el contraste se establece entre los "tradicionalistas" que defienden una cultura y nación tradicionales, y los "cosmopolitas" que son percibidos como los agentes de una agenda internacional que desmantela los valores patrióticos.
Este enfoque de Trump ha logrado captar la atención de un segmento significativo de la población, especialmente aquellos trabajadores blancos de clase baja y media que se sienten desplazados en la economía globalizada. A través de sus discursos, Trump ha logrado integrar los temores culturales de estos grupos con sus inseguridades económicas, presentando a los globalistas y a la elite liberal como responsables de la desaparición de empleos y la desindustrialización. A pesar de las políticas económicas propuestas por Trump, que, en muchos casos, no resolverían los problemas económicos de sus bases, la conexión entre sus promesas populistas y la lucha cultural ha logrado fortalecer su base de apoyo.
Uno de los aspectos más notables del relato de Trump es la creación de una narrativa de "enemigos internos". En este contexto, la amenaza no solo proviene del exterior, sino que se extiende a las propias divisiones internas dentro de la sociedad estadounidense. La visión de un Estados Unidos armado, donde cada individuo está preparado para defenderse contra una amenaza potencialmente ubicua, transforma a cada ciudadano en un posible enemigo. Este concepto de "todos como enemigos" no solo alimenta una paranoia colectiva, sino que, en última instancia, favorece una militarización creciente de la sociedad, donde el derecho a portar armas se presenta como un salvavidas ante el caos inminente.
La polarización cultural que Trump promueve tiene un eco muy fuerte en las preocupaciones más profundas de la sociedad estadounidense. A través de la guerra cultural, Trump no solo moviliza a aquellos que se sienten amenazados por el cambio social, sino que también logra unir a diversos grupos conservadores en torno a un frente común. La figura del inmigrante, el musulmán, el afroamericano, y otras minorías se transforman en chivos expiatorios de una narrativa de supervivencia, donde el nacionalismo tradicional se presenta como la única respuesta ante la amenaza de un mundo globalizado y multicultural.
Además de la ideología que se desprende de esta narrativa de seguridad, es importante reconocer cómo el relato de Trump amplifica las tensiones de clase dentro de la sociedad estadounidense. Al presentar su mensaje como una lucha entre el "pueblo" y una elite corrupta y ajena a los problemas reales de los ciudadanos, Trump logra articular una crítica al sistema económico globalizado que ha llevado a la precarización de los trabajadores en muchas industrias, especialmente en las zonas rurales y pequeñas ciudades. No obstante, aunque el discurso de Trump resonó con las preocupaciones de muchos, las políticas que él propone no son necesariamente una solución a las dificultades económicas de la clase trabajadora, que a menudo se ven atrapadas entre los intereses de grandes corporaciones y los movimientos políticos que promueven una agenda económica neoliberista.
Es relevante, por lo tanto, considerar que más allá de las divisiones políticas que se evidencian en este relato, el principal desafío radica en la continua fragmentación de la sociedad estadounidense. Esta fragmentación, alimentada por la creciente desigualdad económica y las tensiones culturales, no solo está transformando el panorama político, sino que está cambiando la naturaleza misma de las relaciones sociales en Estados Unidos. La construcción de una "identidad nacional" en términos de exclusión, donde el enemigo se encuentra no solo fuera de las fronteras, sino también dentro de las comunidades locales, intensifica la polarización y dificulta el diálogo constructivo entre los diversos sectores sociales.
¿Cómo la creciente inseguridad económica impulsa el cambio hacia un nuevo sistema de seguridad?
La creciente desigualdad económica en muchos países, especialmente en los Estados Unidos, está impulsando una conversación crítica sobre la necesidad de un cambio profundo en la distribución de la riqueza. Un sector considerable de la población estadounidense demanda un aumento en los impuestos sobre los ingresos y la riqueza de la élite más rica, el 1%, conscientes de que grandes cantidades de dinero—mucho de ello oculto en paraísos fiscales—están siendo acumuladas por los más adinerados. Esta concentración de riqueza, argumentan muchos, es incompatible con una sociedad que aspire a la verdadera seguridad, esa que debería abarcar la protección del empleo, la salud, la educación y otras áreas fundamentales de bienestar social.
El economista Thomas Piketty señala que existen modelos históricos en países como Francia y el Reino Unido, donde los impuestos sobre la riqueza han financiado sistemas de bienestar social universal que han logrado un nivel de seguridad más estable. En Estados Unidos, figuras como Bernie Sanders y otros progresistas defienden lo que él denomina el "control democrático del capital", que podría ser la vía para alcanzar esa seguridad esencial. Sin embargo, como también señala Piketty, el escepticismo general hacia el gobierno en Estados Unidos sugiere que los impuestos sobre la riqueza deben estar destinados a financiar programas sociales y ambientales esenciales, como un sistema de salud universal o la gratuidad en la educación superior, que tienen el apoyo de muchas personas, incluso entre aquellos que son reticentes al "gran gobierno".
El creciente descontento de la población ante la evasión fiscal de los grandes corporaciones y la concentración de la riqueza en manos de los más poderosos podría estar dando lugar a una nueva forma de resistencia popular. El concepto de "sin impuestos sin representación" empieza a resonar más fuerte, especialmente en una era en que los ciudadanos se sienten cada vez más apartados de las decisiones que afectan a su vida cotidiana.
En este contexto, los jóvenes están liderando un despertar progresista. Los estudiantes universitarios, por ejemplo, se encuentran abrumados por una deuda estudiantil que se ha convertido en un obstáculo significativo para lograr una estabilidad económica. Con una deuda estudiantil que en 2018 superó los 1,2 billones de dólares—más que el total de la deuda de tarjetas de crédito de los estadounidenses—la inseguridad económica se ha convertido en una preocupación constante para la generación millennial. Esta generación está mucho más dispuesta a abrazar ideas progresistas que sus padres o cualquier otra generación anterior. En las elecciones presidenciales de 2016, más del 60% de los millennials apoyaron a Bernie Sanders, una cifra significativa, que refleja el deseo de esta generación de ver un cambio estructural en el sistema económico.
Lo que algunos podrían considerar una atracción juvenil por ideas radicales no es más que una reacción frente a un sistema que no les ofrece seguridad. Según una reciente encuesta de YouGov, el 43% de los jóvenes entre 18 y 29 años tiene una visión favorable del socialismo, en comparación con solo el 23% de los mayores de 65 años. Esta tendencia refleja un cambio más profundo en las creencias políticas, donde el socialismo se ve, no como un retorno a los modelos del pasado, sino como una oportunidad de cambiar las estructuras que perpetúan la desigualdad y la inseguridad. En este sentido, el socialismo se asocia más con las democracias sociales escandinavas que con el autoritarismo o el control estatal extremo que muchos temen.
A medida que las generaciones más jóvenes enfrentan una creciente inseguridad económica, social y ambiental, surgen movimientos en todo el país que exigen un cambio en la narrativa nacional. Desde las protestas de los estudiantes de Parkland hasta los movimientos de Black Lives Matter y los llamados a la desinversión en combustibles fósiles, los jóvenes están cuestionando el sistema que heredaron y exigiendo alternativas que garanticen su futuro. Estos movimientos reflejan un entendimiento creciente de que el modelo capitalista actual no es capaz de proporcionar la seguridad necesaria, tanto a nivel individual como colectivo.
Además, la idea de la seguridad no puede limitarse a los confines nacionales. La verdadera seguridad es un concepto global, y las amenazas que enfrentamos—como el cambio climático y la posibilidad de una guerra nuclear—son globales por naturaleza. No se puede hablar de seguridad en una nación aislada cuando otras naciones enfrentan riesgos existenciales. En un mundo interconectado, lo que afecta a una parte del planeta tiene repercusiones en todas las demás. La crisis financiera de 2007, que se originó en los Estados Unidos, afectó a economías de todo el mundo, desde Islandia hasta Japón, dejando claro que la seguridad de un país está intrínsecamente vinculada a la seguridad global.
Si queremos abordar de manera efectiva los problemas que amenazan nuestra seguridad colectiva—como el cambio climático y las armas nucleares—es necesario un enfoque que trascienda las fronteras nacionales y busque soluciones globales. Esto requiere un cambio en el orden global que actualmente está dominado por las grandes potencias militares y el capitalismo occidental. De lo contrario, cualquier intento de resolver estos problemas a nivel nacional será ineficaz y, posiblemente, contraproducente.
¿Cómo se construye el culto al autoritarismo a través del lenguaje y la manipulación histórica?
La construcción de un régimen autoritario no depende únicamente de la violencia física o del control institucional: requiere un aparato simbólico y discursivo que transforme la percepción del mundo, la historia y del propio individuo frente al poder. Adolf Hitler comprendía con precisión quirúrgica el valor de las palabras como instrumento de dominación. En Mein Kampf, y en sus múltiples discursos recogidos por observadores, medios y plataformas posteriores, se observa cómo articuló una narrativa que naturalizaba el odio, deificaba la voluntad personal, y desplazaba la culpa estructural hacia enemigos externos, étnicos o morales.
Las referencias recurrentes a la "Providencia" y al "Destino del pueblo alemán" no eran meros gestos retóricos: se trataba de una estrategia deliberada para religiosizar la política y absolutizar el conflicto. En varias citas, Hitler declara que actúa bajo el mandato de Dios o con la bendición de la Historia. Esta fusión de espiritualidad con poder terrenal produce una justificación trascendental que impide la crítica racional. Cuando un líder no solo gobierna, sino que es percibido como instrumento divino, cualquier oposición se convierte en sacrilegio.
El lenguaje bélico y la dicotomía amigo/enemigo penetran cada discurso. La paz es mencionada solo para justificar la guerra. El adversario político es presentado no como alguien equivocado, sino como una amenaza existencial. Es un patrón que, como advierte Timothy Snyder, encuentra ecos en la retórica contemporánea: cuanto más radical es el enemigo construido, más absolutos y violentos pueden ser los medios empleados contra él.
La historia, en este relato, es reescrita con fines pedagógicos y emotivos. John Maynard Keynes advertía que las consecuencias económicas del Tratado de Versalles producirían un resentimiento social con potencial explosivo. Hitler explotó precisamente ese resentimiento, no con hechos, sino con interpretaciones mitificadas del pasado, transformando la derrota en humillación, y la humillación en justificación para la venganza.
El nacionalismo, en este marco, se vuelve tóxico cuando deja de ser afirmación cultural para convertirse en exclusión totalitaria. Richard Spencer, líder del movimiento Alt-Right en Estados Unidos, sigue esta línea discursiva, sustituyendo la supremacía aria por la defensa de "valores occidentales". La retórica cambia de forma, pero conserva su esencia: la idea de que hay una cultura pura que debe ser defendida, y otras que deben ser erradicadas o subordinadas.
La figura del líder es otro pilar de esta arquitectura simbólica. "Solo yo puedo arreglarlo", decía Trump en uno de sus discursos más analizados. La identificación entre líder y nación convierte cualquier crítica en traición, cualquier desacuerdo en amenaza. Es el principio del cesarismo: cuando la institucionalidad es devorada por la personalidad. Los medios de comunicación, la oposición política, la universidad, los sindicatos, todos se convierten en enemigos internos si no se alinean con la narrativa central.
No es casual que figuras como Bernie Sanders o Martin Luther King hayan insistido en la construcción de una ética pública radicalmente opuesta. Mientras el autoritarismo se nutre del miedo, ellos proponían una política de esperanza estructurada sobre la equidad, la memoria crítica y la organización colectiva. Pero esta esperanza exige conciencia, estudio, y ruptura con la pasividad.
Resulta fundamental entender que el totalitarismo no comienza con campos de concentración, sino con frases que parecen inofensivas: apelaciones al orden, a la tradición, al enemigo común. Comienza con la normalización del lenguaje excluyente, con la risa ante el desprecio, con la complicidad silenciosa de quienes no son directamente afectados. La historia no se repite, pero sí rima, y el eco de esas rimas puede ser escuchado si afinamos el oído crítico.
El lector debe comprender que este tipo de discurso no desaparece con el dictador que lo profiere. Se infiltra en instituciones, en programas educativos, en redes sociales y en conversaciones cotidianas. Se vuelve estructura mental. Por eso, la resistencia no puede limitarse a denunciar al tirano: debe desmantelar los marcos simbólicos que lo hicieron posible.
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