El excepcionalismo estadounidense ha sido una constante en la historia política de los Estados Unidos, especialmente en los discursos presidenciales, donde se enfatiza la singularidad del país y su rol global. Este concepto se ha utilizado para argumentar que Estados Unidos posee características especiales que otros países deberían tratar de emular. Las referencias a la nación como un modelo a seguir o como el líder moral del mundo son comunes, y se presentan como un estándar contra el cual se deben medir otras naciones. Este tipo de invocación juega un papel crucial en la construcción del discurso político, ya que contribuye a la percepción de que Estados Unidos es una nación única, destinada a liderar el mundo.
Un aspecto clave del excepcionalismo estadounidense se relaciona con la posición del país en el escenario global. A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos emergió como una superpotencia mundial, lo que consolidó aún más la idea de que el país debía guiar al mundo en una dirección moral y racional. En este contexto, los discursos presidenciales a menudo se enfocan en presentar a Estados Unidos no solo como una nación excepcional, sino como la nación líder en una variedad de áreas. Estas invocaciones explícitas, que no dejan lugar a dudas, refuerzan la visión de que Estados Unidos tiene una misión especial en el mundo, una que otros países deben reconocer y seguir.
Este concepto de excepcionalismo ha sido fundamental en las campañas presidenciales modernas, donde los candidatos intentan conectar con el electorado apelando a este sentido de superioridad y liderazgo global. Sin embargo, las maneras en que los diferentes candidatos han invocado este excepcionalismo varían considerablemente. Es importante analizar cómo cada uno de ellos ha manejado este concepto, ya que refleja las distintas perspectivas sobre el papel de Estados Unidos en el mundo.
El caso de Donald Trump en 2016 es particularmente revelador. Aunque sus predecesores, como John Kerry, Barack Obama y Mitt Romney, hicieron uso extenso del excepcionalismo estadounidense en sus discursos, Trump adoptó un enfoque notablemente diferente. Si bien todos los anteriores candidatos invocaron este concepto de manera frecuente, Trump lo hizo de manera mucho más moderada, utilizando el excepcionalismo en menos del 25% de sus discursos, mientras que los demás lo empleaban en más del 50% de las ocasiones. Esta diferencia no es menor, pues revela una estrategia deliberada por parte de Trump para distanciarse de la narrativa tradicional del excepcionalismo. A diferencia de sus rivales, que hablaban de Estados Unidos en términos de un país modelo en todos los aspectos, Trump se centró casi exclusivamente en la idea de la superioridad estadounidense.
La diferencia en la frecuencia y el enfoque del excepcionalismo entre Trump y sus predecesores es significativa. Mientras que los otros candidatos mencionaban diversas facetas del excepcionalismo—como la singularidad, la superioridad, el modelo a seguir, y el liderazgo global—Trump hizo hincapié casi exclusivamente en la superioridad de Estados Unidos, lo que mostró un enfoque más limitado y centrado en una sola dimensión del concepto. Este giro en la retórica de Trump sugiere una reconfiguración del excepcionalismo, más enfocada en reforzar la idea de que Estados Unidos está por encima de otros países, en lugar de presentar una visión más holística de su rol en el mundo.
Por ejemplo, mientras que Barack Obama y Mitt Romney no dudaban en mencionar la excepcionalidad de Estados Unidos en múltiples dimensiones, incluidas su democracia, sus valores y su capacidad para liderar el mundo en temas como los derechos humanos, Trump prefería presentar a la nación como un bastión de valores superiores, tanto en lo económico como en lo político. En sus discursos, Trump subrayaba el carácter único de la forma de vida estadounidense y su sistema de gobierno, como en la frase: "Promoveremos nuestros valores americanos, nuestra forma de vida americana, y nuestro sistema de gobierno, que son los mejores del mundo."
Este enfoque, más restringido y excluyente, tiene implicaciones más profundas sobre cómo se percibe la identidad nacional y el lugar de Estados Unidos en el orden mundial. En contraste con la visión inclusiva de sus predecesores, que veían a Estados Unidos como un líder moral dispuesto a guiar al mundo hacia el progreso, Trump veía al país más bien como un ejemplo de superioridad que debía ser defendido de las amenazas externas e internas. Este cambio en la narrativa no solo refleja su estilo único de liderazgo, sino también una visión del excepcionalismo más centrada en la autodefinición y en la defensa de los intereses nacionales frente a una visión de responsabilidad global.
Es crucial comprender que, más allá de los discursos de los candidatos, el excepcionalismo estadounidense ha tenido una influencia profunda en la cultura política de la nación. La constante reiteración de que Estados Unidos es único y excepcional no solo refuerza una identidad nacional, sino que también crea una narrativa en la que el país se ve a sí mismo como la fuerza estabilizadora del mundo. Sin embargo, esta visión puede resultar problemática cuando se enfrenta a los desafíos globales del siglo XXI, como el cambio climático, las tensiones internacionales, y los debates sobre la justicia social y económica.
La persistencia del excepcionalismo en la política estadounidense no debe entenderse únicamente como un instrumento de campaña, sino como un reflejo de cómo los estadounidenses se ven a sí mismos y su lugar en el mundo. Sin embargo, este enfoque debe ser examinado críticamente, ya que puede llevar a una desconexión entre la imagen idealizada de la nación y las realidades complejas y cambiantes del escenario global actual.
¿Por qué Trump cuestionó la "excepcionalidad" estadounidense?
Donald Trump, en su característico estilo directo, logró remover las aguas turbulentas de la política estadounidense cuando, durante una entrevista con Bill O'Reilly, desafió abiertamente la idea de la "excepcionalidad" estadounidense, un pilar fundamental de la ideología conservadora en Estados Unidos. La conversación comenzó con un tema aparentemente trivial: la relación de Trump con el presidente ruso Vladimir Putin. Trump, al ser cuestionado sobre su respeto hacia Putin, sorprendió a muchos cuando respondió afirmativamente, sugiriendo que era en interés de Estados Unidos mantener buenas relaciones con Rusia debido a la cooperación en la lucha contra el terrorismo yihadista.
O'Reilly, sin embargo, no podía aceptar esa perspectiva sin más, resaltando que Putin era un "asesino". Trump, de forma desconcertante para muchos, asintió y replicó: "Tenemos muchos asesinos. ¿Qué crees, que nuestro país es tan inocente?". Este comentario no solo desafió la imagen idealizada de Estados Unidos como un líder moral en el mundo, sino que también dejó en evidencia una de las tensiones más profundas dentro del Partido Republicano: la concepción de que Estados Unidos es un ejemplo moral superior en el ámbito internacional. Para Trump, esa visión parecía obsoleta.
Este intercambio, que muchos interpretaron como un ataque a la narrativa tradicional del Partido Republicano, desencadenó una ola de reacciones. Figuras prominentes del partido, como el exgobernador John Kasich y el senador Ben Sasse, se apresuraron a rechazar cualquier tipo de equivalencia moral entre Estados Unidos y Rusia. La respuesta más fuerte vino de un nombre que se había convertido en sinónimo de la lucha por la "excepcionalidad" estadounidense: el senador John McCain. En una declaración apasionada, McCain calificó a Putin de "asesino" y reiteró que no había ninguna equivalencia entre el régimen ruso y Estados Unidos, un país que, según él, representaba un "farol de luz y libertad".
Lo que sucedió en esa entrevista reveló más que una diferencia en opiniones sobre la política exterior. Trump, al contradecir la narrativa republicana tradicional, parecía cuestionar una visión profundamente arraigada en el Partido Republicano, que sostenía que Estados Unidos, por su democracia y valores, era inherentemente superior a otras naciones. Esta creencia había sido defendida con fervor desde la época de Ronald Reagan, quien describió a Estados Unidos como "una ciudad brillante sobre una colina", destinada a guiar al mundo con su ejemplo moral.
Sin embargo, la reacción de Trump no fue un simple desliz verbal. Al contrario, sus palabras parecían ser un desafío consciente a la narrativa de la excepcionalidad. En su mente, como sugieren sus declaraciones posteriores, Estados Unidos no era inmune a los errores y a las acciones controvertidas en el ámbito internacional. Esta perspectiva llevó a muchos a preguntarse si, en su afán de establecer un nuevo orden mundial, Trump no solo estaba distanciándose de la tradición republicana, sino también remodelando la forma en que se percibía el papel de Estados Unidos en el mundo.
El concepto de "excepcionalidad" había sido un tema recurrente en la política estadounidense, especialmente entre los conservadores, que lo usaban como un medio para justificar intervenciones en el extranjero y para presentar a su país como una fuerza de bien. Trump, por el contrario, parecía ver la política exterior de manera más pragmática, priorizando los intereses nacionales sobre la moralidad internacional. Este enfoque chocó no solo con los valores republicanos tradicionales, sino también con una parte significativa de la opinión pública que veía en la idea de la excepcionalidad una fuente de orgullo nacional.
Es interesante observar que este rompimiento con la tradición no fue algo aislado de la política exterior, sino que también se reflejó en otros aspectos de la política de Trump. Durante su presidencia, la relación entre Estados Unidos y el resto del mundo se transformó, y conceptos como el multilateralismo y la diplomacia internacional fueron sustituidos por un enfoque más unilateral y proteccionista.
Lo que Trump parecía señalar era que, aunque Estados Unidos tenía razones legítimas para sentirse orgulloso de su democracia y su papel en la historia mundial, también había cometido errores. Esa autoevaluación crítica no fue bien recibida por quienes seguían firmemente la visión de un Estados Unidos sin igual. Sin embargo, para otros, las palabras de Trump reflejaron una realidad más compleja y menos idealizada sobre el lugar de Estados Unidos en el mundo.
Lo esencial en este debate sobre la "excepcionalidad" no es solo entender que Trump rehusaba adherirse a una visión que lo precedía, sino también que se está cuestionando el papel que Estados Unidos desempeña en el escenario global. Aunque para muchos el concepto de excepcionalidad es un faro de orientación, la postura de Trump incita a pensar en la necesidad de reevaluar no solo la política exterior de Estados Unidos, sino también cómo el país se percibe a sí mismo en relación con otras naciones.
La "excepcionalidad" de Estados Unidos, lejos de ser un concepto inamovible, está siendo desafiada en un momento en que la política internacional cambia rápidamente. Las intervenciones militares, las alianzas y el papel de los líderes en los foros internacionales son cada vez más complejos, y el enfoque tradicional estadounidense está siendo cuestionado por dentro y por fuera. No se trata solo de una revisión histórica, sino de una reflexión profunda sobre lo que significa ser una nación poderosa en un mundo interconectado y diverso.
¿Cómo la excepcionalidad estadounidense ha moldeado el discurso presidencial?
El concepto de la "excepcionalidad estadounidense" ha sido una pieza central en el discurso político de los presidentes de Estados Unidos durante generaciones. Aunque algunos sostienen que la "Era Americana" ha quedado atrás y el ascenso de potencias como China ha dado paso a un "Mundo Postamericano", según lo señala el analista Fareed Zakaria, el verdadero poder de la excepcionalidad de Estados Unidos no reside en estos debates. La esencia de la excepcionalidad estadounidense, sin embargo, se encuentra fuera de estos análisis, en un fenómeno más profundo y arraigado: no importa si los hechos empíricos demuestran o no que Estados Unidos es excepcional, lo que realmente importa es que la creencia en esta excepcionalidad persiste fuertemente entre la población estadounidense.
Para muchos, Estados Unidos es excepcional no porque se pueda probar mediante un análisis comparativo sistemático, sino porque una gran parte del pueblo estadounidense cree firmemente en ello. Esto otorga una fuerza retórica considerable a los políticos, que aprovechan esta idea para conectarse con el pueblo y movilizarlo en torno a diversas causas. Ignorar esta realidad en el discurso político es un riesgo, pues la creencia en la excepcionalidad estadounidense es profunda y atraviesa todas las perspectivas ideológicas. Por ejemplo, estudios de encuestas realizadas por Gallup muestran que un 80% de los adultos en EE.UU. están de acuerdo con la afirmación de que el país tiene un carácter único que lo hace el más grande del mundo. Más aún, este sentimiento de grandeza está ligado a la percepción de que Estados Unidos tiene una "responsabilidad especial" en los asuntos globales, con un 66% de los encuestados compartiendo esta visión.
Este fenómeno no es solo político, sino que también tiene una dimensión religiosa en la vida pública de Estados Unidos. La investigación del Public Religion Research Institute encontró que casi el 60% de los estadounidenses creen que "Dios ha concedido a América un papel especial en la historia humana". Esta convicción es palpable también en las palabras del comediante Stephen Colbert, quien, en su libro America Again: Re-Becoming the Greatness We Never Weren't, sintetizó este sentimiento al declarar: "América es la nación más grande, libre y mejor que Dios jamás haya dado al hombre sobre la faz de la tierra". Es en este tipo de expresiones donde se refleja el núcleo emocional de la excepcionalidad, que, más allá de los datos duros, resuena en lo más profundo del imaginario colectivo.
A lo largo de la historia, los presidentes han sido vistos como los campeones más destacados de esta excepcionalidad. Se espera que no solo la reconozcan, sino que la defiendan vigorosamente, no solo en nombre del pueblo estadounidense, sino también como un reflejo de su patriotismo. De hecho, la manera en que un presidente abraza o rehuye esta idea se ha convertido en una especie de barómetro de su lealtad nacional. Los presidentes han aprendido a utilizar la excepcionalidad estadounidense de manera estratégica, especialmente en momentos de incertidumbre nacional, como en tiempos de guerra o recesión económica, cuando la nación necesita reafirmar su unidad y fortaleza.
Este uso estratégico de la excepcionalidad no es un fenómeno reciente, sino que tiene raíces profundas en la política estadounidense. A menudo, los presidentes invocan este concepto en discursos importantes cuando intentan movilizar al pueblo en torno a una causa común. Por ejemplo, el presidente Harry Truman, al final de la Segunda Guerra Mundial, subrayó en su discurso a la nación que Estados Unidos no solo había ganado la guerra, sino que, gracias a su "espíritu de libertad", había demostrado ser la nación más fuerte y la que podía liderar el mundo hacia un futuro de paz. Para Truman, la victoria no solo era militar, sino también ideológica.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, la excepcionalidad de Estados Unidos se entendía de manera más limitada: se concebía principalmente como una nación con un gobierno único, diferente de cualquier otro en el mundo, y como un faro de esperanza para otros países. Abraham Lincoln la expresó de manera icónica, diciendo que Estados Unidos era "la última mejor esperanza de la Tierra". Franklin Roosevelt, en su discurso de inauguración, también evocó una visión de Estados Unidos como el país elegido por Dios para llevar la libertad y la justicia al resto del mundo.
Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial cambió radicalmente la percepción del lugar de Estados Unidos en el mundo. Al salir de la guerra no solo victorioso, sino relativamente intacto en comparación con las potencias europeas, el país comenzó a consolidar su estatus excepcional. Los presidentes posteriores a la guerra no solo hablarían de Estados Unidos como una nación única y un ejemplo a seguir, sino que también afirmarían con confianza su posición de superioridad global. En este nuevo contexto, la excepcionalidad estadounidense se convirtió en un concepto fundamental que daría forma a la política exterior del país durante las décadas siguientes.
Aunque la excepcionalidad sigue siendo un tema recurrente en el discurso presidencial, es importante entender que esta idea no es estática. Su significado y sus implicaciones han evolucionado con el tiempo, adaptándose a los cambios en el orden mundial y a las percepciones internas de la nación. En la actualidad, la excepcionalidad sigue siendo un pilar central en los discursos presidenciales, pero también se enfrenta a desafíos: el ascenso de nuevas potencias, como China, y los debates internos sobre la igualdad, el racismo y la política exterior han obligado a reconsiderar qué significa ser "excepcional". Es posible que la creencia en la excepcionalidad continúe siendo una fuerza poderosa en la política estadounidense, pero su interpretación y su influencia pueden seguir transformándose conforme cambian las circunstancias del país y del mundo.
¿Cómo la retórica de Donald Trump cambió la relación de los medios con la política estadounidense?
Donald Trump, desde sus primeras apariciones en la arena política, estableció una relación tensa con los medios de comunicación. Su estrategia de comunicación fue directa, agresiva y, en muchos casos, confrontativa. En sus intervenciones públicas y en las redes sociales, como Twitter, Trump comenzó a etiquetar a los medios tradicionales como "Fake News" o "noticias falsas", acusándolos de ser partidarios de una narrativa que no reflejaba la realidad de su gobierno o del país. Esta retórica, al principio, parecía ser una simple reacción ante la cobertura negativa, pero con el tiempo se convirtió en un eje fundamental de su estrategia de comunicación y de movilización.
Desde el comienzo de su campaña presidencial en 2016, Trump hizo de la crítica a los medios un pilar central de sus discursos. En mítines y eventos públicos, constantemente denunciaba a las cadenas de noticias como CNN, The New York Times y otros medios de comunicación, acusándolos de manipular la información y de actuar en favor de intereses políticos contrarios a su gobierno. Para él, el problema no era la libertad de prensa, sino una prensa corrupta y manipuladora que distorsionaba la verdad.
La retórica de Trump fue efectiva en galvanizar a su base de apoyo. Al posicionar a los medios como un enemigo externo, les daba a sus seguidores una narrativa clara: el establishment político y mediático estaba en su contra, y por lo tanto, en contra del pueblo estadounidense. Esto creó una desconexión entre los seguidores de Trump y las fuentes tradicionales de información. Los medios dejaron de ser simplemente una fuente de noticias imparciales para convertirse en actores políticos de primer orden, según el discurso de Trump.
En 2018, Trump amplió este discurso, haciendo un giro estratégico en su crítica hacia la supuesta parcialidad de los medios. Hizo hincapié en que no se refería a todos los medios de comunicación en general, sino a lo que él llamaba "Fake News", como una categoría específica de reportes tendenciosos que, en su opinión, distorsionaban la realidad. A pesar de las acusaciones y la fuerte confrontación, esta separación de los medios en "verdaderos" y "falsos" contribuyó a consolidar una narrativa en la que los seguidores de Trump no solo se veían como víctimas de una conspiración mediática, sino también como defensores de una verdad que los medios se empeñaban en ocultar.
Además, la constante acusación de que los medios eran el "enemigo del pueblo" se convirtió en un tema recurrente en los tuits de Trump, donde denunciaba la "desinformación" que, según él, los medios promovían. La forma en que él manejó la relación con los medios permitió que sus mensajes, en muchas ocasiones, no dependieran de la interpretación de la prensa, sino que llegaran directamente a su base a través de canales no tradicionales como las redes sociales.
Es importante señalar que la visión de Trump sobre los medios no solo impactó su relación con ellos, sino que también creó una polarización en el panorama informativo estadounidense. La aparición de medios alternativos y "conservadores" que replicaban y amplificaban los mensajes de Trump hizo que una parte significativa de la población dejara de confiar en los medios tradicionales. Esta división ha dejado un legado en la política estadounidense, donde el discurso de "noticias falsas" sigue siendo una herramienta poderosa en la construcción de identidades políticas.
A lo largo de su presidencia, Trump continuó utilizando su poder de comunicación para atacar a los medios, especialmente durante momentos de crisis política o social, como la investigación sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016 o durante el proceso de destitución. En estos momentos, sus ataques a los medios se intensificaron, acusando a periodistas y reporteros de promover una narrativa falsa que no correspondía con los hechos. Sin embargo, lo que inicialmente parecía ser un enfoque reactivo de defensa se transformó en una táctica proactiva de confrontación, que le permitió continuar dominando la conversación política.
Es crucial para el lector entender que esta guerra entre Trump y los medios no fue solo una cuestión de confrontación verbal, sino también una estrategia profundamente calculada que alteró la forma en que los estadounidenses consumen noticias. Al deslegitimar a los medios, Trump consiguió que muchos de sus seguidores buscaran información en fuentes más alineadas con sus puntos de vista, creando así una burbuja informativa en la que la verdad y la realidad se volvieron maleables.
La figura de Trump y su relación con los medios también pone en evidencia la creciente desconfianza que muchas personas tienen en las instituciones tradicionales. El ataque sistemático a los medios de comunicación refleja una tendencia más amplia en la política mundial, donde los líderes populistas desafían las normas democráticas y las estructuras establecidas, buscando ganar el apoyo popular al posicionarse como opositores de las élites, incluidos los periodistas y las instituciones mediáticas.

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