La austeridad gentil de aquella belleza me humilló de nuevo, y fue con una sensación de intrusión que llamé al timbre, escuchando el estrépito y el ladrido de un perro alertado. No sabía qué esperaba inconscientemente, pero la sonriente criada con cintas que abrió la puerta me pareció incongruente. “¿Doctor Stone?” preguntó. “La señorita Clewer le espera.” Obediente, seguí a través de un gran salón donde jóvenes jugaban al ping-pong y a cartas, mientras el ruido de un gramófono se imponía al confuso murmullo. Una pesada puerta nos aisló en un silencio fresco y completo, y una corta escalera de roble negro, sólida y espléndida, condujo a la habitación de mi paciente.

El sol de la tarde entraba con fuerza, y a través de una danza de partículas de luz vi por primera vez a Margaret. Yacía en una cama baja y ancha, junto a la ventana, con un golden retriever recostado con lujo sobre el cubrecama bordado de flores a sus pies. No recuerdo cuánto absorbí en ese primer vistazo, pero sé que el alféizar y las mesas estaban siempre abarrotados de flores y grandes ramas cortadas de árboles, y que la cama estaba cubierta de libros, materiales de escritura y labores de aguja. El impacto de su presencia tenía un matiz de reconocimiento. En alguna parte de mi mente había esperado encontrar algún día a una mujer más hermosa que todas las demás. Su cabello brillaba con la luz del sol, y su rostro translúcido me sonrió. Pensé que no podría ver nada más bello, aunque la siguiente vez que la vi, su belleza cambiante me mostró que estaba equivocado. Su aspecto era tan variable como el mar que cambia con el cielo; su colorido respondía a cada tono de luz, su expresión variaba con cada matiz de emoción. Era una belleza líquida, indeterminada, que sugería mucho más de lo que afirmaba.

Tras aquel primer encuentro, me pregunté cómo podría describirla con palabras, cómo rellenar un pasaporte si me lo pidieran. ¿Podría describir su boca como normal, cuando nunca permanecía igual dos segundos seguidos? ¿Y sus ojos? No hubiera sabido decir su color exacto; demasiado misteriosos para ser azules, demasiado hermosos para ser grises. En esos ojos se mezclaban más de dos colores, formando charcos de luz inasibles.

Al entrar en la habitación, donde dos canarios cantaban en una gran jaula dorada, apenas escuché las palabras de Margaret. Su voz, dulce y melodiosa, pero a mis oídos profesionales claramente nerviosa, me saludó y comenzó preguntándome por la comodidad de mi casa y mis impresiones de mi nueva práctica médica. Casi olvidé por qué estaba allí cuando ella me confesó: “He sido muy tonta y creo que he sobrecargado mi corazón con demasiado ejercicio violento. Me siento rara, y mi corazón parece latir en sitios donde no debería. Por eso mis amigos insisten en que busque consejo médico. Quizá debería comprobar que mi corazón está en su lugar correcto.”

No tardé en descubrir que su corazón estaba severamente agotado, además de un grado considerable de anemia, por lo que prescribí tres semanas de reposo absoluto. Su reacción fue tranquila: “Si no puedo remar ni montar, prefiero estar en posición horizontal. Estaré feliz con libros, comida, amigos y con mi hermoso Sheen,” añadió, mostrando al retriever.

No tenía parientes, ni nadie que la “editara”, decía, estaba sola, aunque no literalmente, porque no soportaría estar sin compañía. La intensidad con que lo dijo me sorprendió. Su habitación, llena de libros, un violín y bocetos sin terminar, mostraba que disfrutaba de una compañía muy variada: ella misma.

Al despedirme, sus ojos brillantes revelaban una expresión que no era de dolor, sino de una iniciación a la vida que ya le había mostrado sus asperezas. ¿Acaso la vida le había enseñado ya su lado más duro?

Antes de salir, ella bromeó sobre mis visitas al cementerio y me invitó a admirar su belleza bajo la luz de la luna, donde un búho blanco recorría las lápidas. Aquella casa y aquella mujer me hicieron sentir por primera vez, en aquel nuevo país, la sensación de ser un ser humano, y no solo el médico recién llegado.

Las visitas se sucedieron y decidí aplicar tratamiento eléctrico con un aparato portátil. Aquellas sesiones se convirtieron en momentos de conversaciones encantadoras y memorables. Aquellas semanas de verano fueron las más felices de mi vida. Ella era una compañía mágica, un verdadero Pentecostés para mí. Su simpatía brillante, su respuesta fulminante, su voz danzante y su forma de repetir apreciativamente mis últimas palabras me hacían sentir por primera vez deliciosamente articulado. Nunca hubo mente más receptiva ni estimulante; parecía comprender mis pensamientos antes de que los expresara. Su mente flexible no rechazaba nada, y su alegría iridiscente era como agua corriendo bajo el sol, lanzando a su alrededor un bello rocío de risas.

Era una presencia que superaba la mera belleza física para habitar un espacio complejo de fragilidad, inteligencia, y un cierto peligro, como si la intensidad de su vida se reflejara en ese ritmo errático de su corazón.

Es esencial comprender que la belleza, en su forma más auténtica, no es estática ni perfecta. Está cargada de contradicciones, vulnerabilidades y cambios constantes. Así como la luz transforma a Margaret, también la vida altera a cada persona, y en esa transformación reside la verdad de la existencia humana. La belleza y la fragilidad van de la mano, revelando una profundidad que sólo puede captarse cuando se mira más allá de la superficie y se acepta la impermanencia como parte de lo sublime.

¿Cómo se construye la verdad en los tribunales? Un caso que desafía la probabilidad y la certeza.

La historia de Harold Boale y el caso que lo involucró con la desaparición de su esposa, Elizabeth Boale, pone en juego temas fundamentales sobre la probabilidad, la certeza y la interpretación de las pruebas en el ámbito judicial. En primer lugar, la investigación que se centró en la venta de un esqueleto femenino a James Curry –quien había adquirido la pieza como un hallazgo extraordinario debido a la deformidad de uno de los fémures– parecía sugerir que la dueña de ese esqueleto había caminado con una cojera notable. Este detalle de la malformación del fémur sería decisivo en la construcción de una defensa que pondría en entredicho la certidumbre de la acusación.

La narrativa de M‘Aulay, abogado defensor de Harold Boale, aborda este caso desde una perspectiva compleja. El discurso de M‘Aulay ante el jurado se basa en una profunda reflexión sobre el valor de la probabilidad en la vida cotidiana, contrastada con la certidumbre requerida en los tribunales. Su argumento central es claro: "La probabilidad puede ser la guía de nuestras decisiones en la vida, pero en este tribunal, no hay lugar para la probabilidad, solo para la certeza". Aquí, la diferencia entre un juicio de probabilidad y uno de certeza se convierte en el eje central de la defensa.

En una primera parte de su discurso, M‘Aulay invita al jurado a reflexionar sobre cómo en la vida cotidiana basamos nuestras decisiones en probabilidades. Al decidir una inversión, al nombrar a alguien para un cargo de responsabilidad o incluso al tomar decisiones personales, actuamos bajo el principio de probabilidad. Sin embargo, advierte, esta lógica no puede aplicarse en el juicio de un hombre acusado de asesinato. En este contexto, la afirmación de culpabilidad debe basarse no en una suposición razonable, sino en una certeza indiscutible, tal como dos más dos son cuatro. Este principio parece más crucial que nunca cuando se trata de un delito tan grave como el homicidio.

Para reforzar su argumento, M‘Aulay toma la pieza clave de la evidencia: la malformación del fémur del esqueleto, que coincidiría con la cojera descrita en los carteles del caso. Aunque los testigos científicos confirmaron que tal malformación podía generar una cojera evidente, también se reconoció que no era un hecho único. Los expertos admitieron que, aunque raro, no era infrecuente encontrar tal deformidad en otros casos. Esta ambigüedad en los testimonios sirvió a la defensa para sembrar la duda sobre la identidad del esqueleto. M‘Aulay insistió en que, sin el cuerpo de la víctima, no podía haber una condena.

El principio de que no se puede condenar a alguien sin pruebas concretas del "corpus delicti" –el cuerpo o una parte identificable del cuerpo de la víctima– es fundamental en el derecho penal. M‘Aulay comparó este caso con el de la "Maravilla de Campden", donde un hombre que había sido dado por muerto apareció dos años después, demostrando que la certeza sobre la muerte de una persona no puede basarse en suposiciones.

De esta forma, la defensa construyó su caso en torno a la duda razonable, un principio esencial en los juicios penales. A pesar de que la acusación de asesinato parecía lógica bajo ciertas pruebas circunstanciales, M‘Aulay insistió en que el jurado no podía basar su veredicto en suposiciones. "¿Qué sabemos realmente sobre la muerte de Elizabeth Boale?", se preguntó. Con el esqueleto como evidencia y la ausencia del cuerpo, el caso carecía de una prueba definitiva que demostrara la culpabilidad de Boale.

Al final, después de una deliberación breve, el jurado declaró a Harold Boale "No culpable". Sin embargo, la cuestión de la verdad permanece abierta. ¿Realmente Elizabeth Boale está muerta? ¿O podría, como en el caso de la "Maravilla de Campden", regresar después de un largo tiempo? La historia de Boale no se resuelve en un veredicto claro, y la ambigüedad persiste.

Este caso subraya la importancia de entender que el sistema judicial no busca resolver todas las preguntas, sino establecer la verdad de manera inquebrantable. La certeza es el estándar que debe regir, no la probabilidad. Si bien la probabilidad puede guiarnos en la vida cotidiana, en el ámbito judicial, la verdad debe construirse a partir de evidencias incontrovertibles. La defensa de M‘Aulay, con su énfasis en la duda razonable, pone en relieve la fragilidad de las pruebas circunstanciales y la dificultad de alcanzar una certidumbre absoluta.

Al final, el juicio no solo trata de determinar si una persona es culpable o inocente, sino también de reflexionar sobre el concepto mismo de verdad y justicia. La sentencia de "No culpable" no significa necesariamente que Harold Boale fuera inocente, pero sí refleja que en un tribunal, las pruebas deben ser claras y concluyentes para que una condena sea válida. Este caso demuestra que, en la ley, la incertidumbre puede ser tan poderosa como la certeza, y que la justicia requiere un juicio más allá de las apariencias.

¿Quién habitaba esa casa junto a la Muralla de Pekín?

La casa estaba vacía, respondió alguien cuando se le preguntó, y de allí se desprendió que la última persona que vivió allí fue una extranjera, una dama francesa, “Fa-kwa T’ai-fai”, según la pronunciación local. Esa información, aunque escueta, fue suficiente para alimentar la esperanza de Mrs. Bowlby, quien decidió explorar más a fondo el lugar vinculado a aquel misterio.

El automóvil se detuvo cerca de la Muralla, buscando un sitio para dar la vuelta, pero a Mrs. Bowlby se le ocurrió una idea. Bajó y se acercó al pie de la enorme construcción, hasta encontrar una rampa usada en tiempos pasados para subir a la cima de la Muralla. La entrada a esa rampa estaba clausurada con una barrera de madera, pero un pequeño hueco en la mampostería le permitió colarse, avanzando con esfuerzo por la pendiente adoquinada hasta alcanzar la cima. Desde allí, la visión era impresionante: la ciudad de Pekín se extendía debajo, un bosque verde salpicado por los techos dorados de la Ciudad Prohibida y, en el horizonte, la línea violeta de las Colinas Occidentales. Sin embargo, Mrs. Bowlby no prestaba atención al paisaje; estaba concentrada en localizar el Buick saloon, brillante y moderno en contraste con su entorno desolado, y seguir el camino marcado hacia la casa.

Desde esa altura, la propiedad se mostraba en todo su detalle: el conjunto de patios, el jardín formal, los muros, y sobre todo, el magnífico pino blanco con su tronco resplandeciente, justo como la voz misteriosa había descrito. A su lado, una mesa redonda de piedra entre lilas, un estanque con peces dorados en forma de trébol y un callejón de acacias completaban el cuadro de un paraíso secreto, un refugio de calma y belleza bajo la imponente sombra de la Muralla Tártara.

Aquella escena le produjo a Mrs. Bowlby una sensación de irrealidad, una mezcla de melancolía y fascinación. Quiso imaginar traer a Jim, su esposo, a ese lugar, para compartir ese oasis escondido, aunque ambos eran ya personas estables y sin necesidad de secretos escondidos. El contraste entre el misterio de aquel rincón y la vida cotidiana reforzaba en ella la necesidad de seguir adelante, de profundizar en aquel enigma que parecía ligado a la antigua dueña del Buick.

En los días siguientes, Mrs. Bowlby medita sobre lo descubierto. Todo indicaba que la mujer francesa, la última propietaria del automóvil y quizás de la casa, había vivido en esa misma residencia. Decidida a desentrañar la historia completa, buscó la ayuda de Mr. van Adam, un anciano estadounidense que conocía la sociedad de Pekín desde antes de la rebelión de los bóxers. De manera hábil, sin revelar demasiado, Mrs. Bowlby indagó por el pasado de la casa, la identidad de sus antiguos residentes y los detalles de sus vidas.

Mr. van Adam habló de un tal Conde d’Ardennes, antiguo habitante del lugar, casado con una mujer descrita como una “sirena”, hermosa y encantadora, aunque con una sombra de misterio. Recordó con humor el apodo del Buick amarillo, “el canario”, que ella solía usar para desplazarse. Sin embargo, la conversación se tornó más reservada cuando Mrs. Bowlby preguntó sobre el tiempo en que la condesa había dejado la residencia. Se supo que había partido hacía casi un año, debido a problemas de salud, regresando a Francia. El conde fue destinado después a Bangkok, y no se sabía si la condesa lo había acompañado.

La historia, aunque fragmentaria, revela un trasfondo de secretos, ausencias y vidas truncadas. La mujer cuya voz cautivó a Mrs. Bowlby parece haber sido atrapada entre dos mundos, con su salud y su destino separándola de su esposo y del refugio en Pekín. La belleza y el silencio del jardín, bajo la protección de la Muralla, permanecen como testigos mudos de un amor quizás perdido y de un pasado que la ciudad oculta celosamente.

Es importante considerar que, más allá del misterio inmediato, este relato refleja la complejidad de la historia personal y social en un Pekín en transición. La Muralla, testigo de siglos, guarda secretos no sólo arquitectónicos sino también humanos, memorias de encuentros y desencuentros culturales, de amores prohibidos y destinos cruzados. Entender el contexto histórico y social de la época ayuda a comprender las limitaciones y los desafíos que enfrentaban esas figuras atrapadas entre tradiciones y modernidad, entre Occidente y Oriente. La resonancia del pasado en el presente, y la fragilidad de las vidas humanas frente al tiempo y la distancia, son elementos esenciales para captar la profundidad de esta historia.

¿Por qué la maldición de las momias persiste en el imaginario popular?

La historia de los arqueólogos egipcios, como la de muchas otras figuras históricas que se enfrentan a lo desconocido, está rodeada por un aura de misterio y superstición. Desde el principio, se ha creído que estos expertos están bajo una maldición, condenados a sufrir accidentes extraños y muertes imprevistas. Esta creencia surge de la idea de que al perturbar los descansos sagrados de los muertos, al abrir tumbas y descubrir momias, se desencadenan fuerzas de venganza que permanecen latentes en los restos de los antiguos.

La maldición de las momias, sin embargo, no es simplemente un relato supersticioso. Está alimentada por una serie de incidentes inexplicables que, a lo largo del tiempo, han quedado asociados con aquellos que se atreven a desenterrar y manipular estos vestigios del pasado. Las historias de arqueólogos y aventureros que han sufrido accidentes graves después de haber tocado las momias son innumerables, aunque algunas parecen basarse más en la leyenda que en hechos comprobables.

Lo que resulta particularmente fascinante es el hecho de que las maldiciones y supersticiones, alimentadas por el misterio de los antiguos egipcios, se perpetúan a través de los medios de comunicación y el boca a boca. Se cuenta que las personas que han manipulado momias o las han fotografiado han experimentado desde pequeñas desgracias hasta trágicas muertes, algunas de ellas descritas en términos tan dramáticos que la veracidad de las historias se vuelve secundaria frente al poder del relato.

Las leyendas modernas y los mitos en torno a la maldición de las momias incluyen desde la desaparición de exploradores hasta tragedias ocurridas a bordo de barcos o en casas que se incendian misteriosamente. Los periódicos, al amplificar estos relatos, han creado un caldo de cultivo perfecto para la creencia en lo sobrenatural, transformando una simple excavación arqueológica en una suerte de desafortunada interacción con un poder desconocido.

Sin embargo, a pesar de todas las supersticiones y los rumores, la mayor parte de las investigaciones científicas y arqueológicas demuestran que las muertes y accidentes que se producen entre los investigadores egipcios tienen explicaciones mucho más lógicas y terrenales. Desde las enfermedades tropicales hasta los peligros inherentes al trabajo en condiciones extremas, no todo lo que se percibe como una "maldición" está relacionado con lo paranormal.

Lo que se nos escapa, quizás, es la profunda conexión que los antiguos egipcios tenían con la muerte y lo espiritual. Su sistema funerario, extremadamente elaborado, no solo pretendía preservar el cuerpo físico, sino también asegurar que el alma del difunto pudiera continuar su viaje hacia el más allá. En la mente de los egipcios, el cuerpo y el alma estaban indisolublemente unidos, y cualquier alteración de este proceso podría, teóricamente, desatar fuerzas cósmicas que desequilibrarían el orden divino.

Las momias, como elementos de este sistema, no solo eran vestigios del pasado, sino que representaban una conexión vital con las creencias religiosas y espirituales de una civilización milenaria. Al manipularlas, se rompía una especie de pacto tácito, abriendo la puerta a fuerzas que, aunque invisibles, podrían tener efectos en el mundo físico.

Es fundamental recordar que las supersticiones no son solo relatos antiguos, sino un reflejo de nuestra propia relación con lo desconocido. La fascinación por lo inexplicable no es un fenómeno exclusivo de la antigüedad, sino que sigue vivo en nuestra cultura contemporánea. La historia de la maldición de las momias no es solo un ejercicio en mitología, sino un testimonio de cómo nuestras creencias y miedos más profundos continúan moldeando nuestra interpretación del mundo.

¿Qué se esconde en las Torres de Mountstable?

El edificio conocido como las Torres, si es que realmente se le podía llamar así, no parecía tener ninguna relación con un castillo. Era de estilo georgiano, altamente modernizado en una época en que los victorianos estaban transformando sus hogares para un milenio que ya se vislumbraba abundantemente en la Gran Exposición de 1851. Al despedirnos, prometimos mantenernos en contacto, encontrarnos en ocasiones durante eventos como la regata, el té anual para los ancianos o el partido de cricket entre Oxford y Cambridge en Lord’s, y ayudarnos mutuamente cuando las deudas, los impuestos o las contribuciones navideñas nos desbordaran. En unas pocas horas, nuestra vida universitaria pasó del ámbito de la realidad cotidiana al suave telón de fondo de un sueño. El año entero se dispersó, nunca más nos reuniríamos.

Peter comenzó su labor como tutor, y yo pasé el verano en la región de Touraine, donde las semanas de perfecta salud y buen tiempo pasaron tan rápido como los campos soleados vistos desde un tren en marcha. Aunque Peter nunca salió completamente de mi memoria, fue una sorpresa recibir un telegrama suyo una semana antes de que pensara regresar. El mensaje era breve: "Recuerda las viejas promesas, ¿puedes unirte a mí de inmediato? Cablea Mountstable Rectory, Mountstable, Peter". No hubo forma de rechazar una invitación tan directa, así que esa misma tarde tomé el tren hacia París, y al día siguiente fui recibido por Peter en una estación de tren de Fluntingdonshire, desde donde me condujo en una carreta de caballos hacia las Torres de Mountstable.

"Pensé que sería mejor que le echases un vistazo preliminar", dijo, mientras nos acercábamos a un edificio de aspecto singularmente moderno y feo. No parecía tener nada de romántico ni histórico, solo exhibía una vulgaridad dorada con la que la clase media victoriana anunciaba su llegada al círculo de las familias de la alta sociedad. "No es gran cosa", añadió Peter. "Parece como si las cocinas de la Universidad hubieran sido transformadas en un hotel Ritz. Es moderno y nuevo, y todo es tan cómodo como se podría desear, pero no voy a dormir aquí de nuevo hasta que termine mi trabajo como tutor. Me quedo en el Rectorado, allá enfrente, y espero que te quedes conmigo como mi amigo". Con estas palabras, me invitaba a compartir la estancia con él, pero no tenía más información que ofrecer.

Más allá de un paseo flanqueado por unos elmos, se alzaba una estructura mucho más antigua: un rectorado en ruinas que parecía mantenerse a duras penas gracias a las ramas colgantes de glicinas y flores de la pasión. Al fondo, se erguía una iglesia medieval y ordenada, en cuya sacristía se encontraba una pequeña biblioteca encadenada que el rector nos mostró, señalando su catálogo. La mayoría de los libros aún estaban sujetos por cadenas, aunque los bibliófilos, con el paso de los años, habían conseguido arrebatar algunos. Entre ellos, los más tentadores, especialmente aquellos en manuscrito, habían desaparecido. Me sentí atraído por un tomo titulado De Succubis et Incubis Animadversaria, cuyo resto del título había sido borrado. Al preguntar al rector, me informó que dichos libros, junto con otros, se habían perdido durante la gestión de su predecesor, bajo el primer Lord Mountstable. Estos libros, muy conocidos entre los estudiosos medievales, nunca habían sido impresos, aunque se había debatido sobre su edición. A pesar de los intentos, siempre algo sucedía para impedir su publicación. Uno de los estudiosos que los transcribía murió en pleno proceso, otro, en Alemania, nunca llegó a publicarlos, a pesar de haber vivido más de un siglo. Finalmente, los libros desaparecieron y nunca más se investigó sobre ellos. De esta forma, una parte de la superstición medieval se desvaneció para siempre.

A la mañana siguiente, después de un desayuno tranquilo, Peter y yo regresamos a las Torres. Tras un día de trabajo y almuerzo, emprendimos una larga caminata, y fue en ese momento cuando comenzó a explicarme lo que le había impulsado a enviarme aquel urgente telegrama. "Me siento muy avergonzado de haberte hecho regresar de Francia por una simple pesadilla", me dijo. Le aseguré que entendía que debía tener razones de peso para haberme llamado. "En realidad, había más que una pesadilla, y te voy a mostrar algo que no fue un sueño, pues permaneció después de que despertara". Me explicó que le habían asignado la habitación en la que el abuelo del actual lord había pasado sus últimos años. "No diría que está embrujada, porque no me molestaría eso", continuó. "Un fantasma es un fantasma, y no es más que eso. La habitación tenía un ambiente desagradable, y no me habría importado si siguiera siendo así. Nunca escuché pasos ni ningún sonido, pero nadie ha dormido allí desde que murió el último hombre. Eso es todo lo que sé, y dormí cinco noches en esa habitación, y cada una fue peor que la anterior. Mi intención es pasar una sexta noche allí cuando termine mi tutoría, si quieres quedarte conmigo en la habitación. Por eso te envié el telegrama, quería que estuvieras aquí durante unos días para prepararte. Me sentiría cobarde si dejara esa casa sin volver a subir al piso de arriba". Accedí a acompañarlo, no solo por curiosidad personal, sino también porque me intrigaba el tipo de visita que lo había perturbado tanto.

Peter me confesó que la causa de su angustia era algo difícil de describir, pero lo que sí estaba claro era que los sueños que había tenido cada noche eran cada vez más intensos y aterradores. No podía recordar bien de qué trataban, pero había algo en la atmósfera de la habitación que lo mantenía inquieto y lo perseguía incluso después de despertar.