En una entrevista de junio de 2019, el presidente Trump declaró: "Joe Biden es un tonto". Mientras Trump descalificaba al candidato Biden llamándolo "Sleepy Joe" y sugiriendo que sufría de senilidad, nada de esto se basaba en una evaluación objetiva de las facultades cognitivas de Biden. Esto era característico de la retórica de Trump, cargada de sarcasmo, bombardeos verbales e invectivas. La palabra "tonto" es comúnmente utilizada por Trump. Su archivo de Twitter revela que llamó "tontos" a varias figuras públicas: Bill Maher, Jon Stewart, Rosie O'Donnell, Russell Brand, Bill Kristol, Beto O'Rourke, Brian Williams, Juan Williams, John Bolton, y el alcalde no mencionado de Portland. De igual manera, "morón" era un término que Trump utilizaba con frecuencia. Una búsqueda en su archivo de Twitter muestra treinta y siete tuits en los que Trump emplea esta palabra. El más reciente ocurrió el 22 de enero de 2020, cuando retuiteó un insulto dirigido a la congresista Alexandria Ocasio-Cortez: "AOC es un morón vergonzoso y apenas alfabetizado".
Las críticas ad hominem fluyen en ambas direcciones. El líder de la minoría en el Senado, Chuck Schumer, llamó a Trump "morón" mientras lo culpaba de la pandemia de coronavirus en el otoño de 2020. El expresidente republicano de la Cámara de Representantes, John Boehner, culpó al auge del extremismo en el Partido Republicano a una oleada de "morones". Dijo que en 2010, cuando el Tea Party ganó poder en los círculos republicanos, "podías ser un total morón y ser elegido solo por tener una 'R' al lado de tu nombre". Lo más célebre de todo, el exsecretario de Estado de Trump, Rex Tillerson, supuestamente lo calificó de "morón" en julio de 2017 (algunos informes indican que utilizó el término "fucking moron"). Trump respondió en un tuit el 7 de diciembre de 2018: "Rex Tillerson no tenía la capacidad mental necesaria. Era tan tonto como una piedra y no pude deshacerme de él lo suficientemente rápido. Era perezoso como el infierno". Trump claramente no reserva su invectiva solo para los miembros del partido contrario. En 2021, llamó a Mitch McConnell "un tonto hijo de puta".
La polarización política se muestra aquí incluso dentro del Partido Republicano. Estás con Trump o en su contra. Este fenómeno de polarización plantea una cuestión mucho más profunda: depende de lo que se considere sabiduría o estupidez y quién se considera parte del "pueblo" o de la "muchedumbre". Los conservadores ven a los liberales como tontos, y viceversa. Hillary Clinton, en su famosa declaración, dijo que la mitad de los seguidores de Trump podrían ser puestos en una "canasta de deplorables" por sus ideas "racistas, sexistas, homofóbicas, xenofóbicas e islamofóbicas". Pero Trump acusaba regularmente a los liberales de ser tontos. Como explica Newt Gingrich, Trump es antiizquierda, anti-correctitud política, proamericano y anti-estúpido. Gingrich añade que los burócratas piensan que son más inteligentes que el ciudadano promedio, y Trump usa esto estratégicamente: "Una de sus tácticas favoritas es acusar a la clase dirigente de estupidez".
Sin embargo, el uso de insultos de esta índole conlleva un peligro. La palabra "morón" puede ser una ofensa extremadamente dañina. No la utilizo aquí de la misma manera en que se empleaba a comienzos del siglo XX, cuando se usaba para categorizar y despreciar a personas con discapacidades mentales. De hecho, "morón" se introdujo en el lenguaje inglés a principios del siglo XX como parte de un intento por clasificar defectos mentales indeseables. Este término se asoció con otros relacionados como "idiota" e "imbécil", en un sistema esquemático que clasificaba a los "idiotas" como los más "débilmente mentales", los "imbéciles" como el siguiente nivel de desarrollo, y los "morones" como aquellos cuyo desarrollo mental era superior al de un imbécil, pero no llegaba al nivel de un niño normal de unos doce años. Este sistema fue utilizado en políticas eugenésicas en Estados Unidos vinculadas a prejuicios étnicos, estereotipos raciales y juicios morales, además de evaluaciones pseudocientíficas de la inteligencia.
Es necesario tener precaución al utilizar el término "morón". Lo que para mí puede parecer morónico, para ti puede verse como inspiración; lo que yo considero genial, tú podrías percibirlo como algo tonto y ridículo. Un ejemplo clásico de esto se encuentra en el Nuevo Testamento, cuando Pablo dice en 1 Corintios que "la sabiduría de este mundo es necedad" y que "la necedad de Dios es sabiduría". La palabra griega que Pablo utiliza es "moros", la misma que usaron Platón y Sófocles en este contexto. Pablo afirma que aquellos que siguen a Dios parecerán tontos para los no creyentes, y que aquellos que rechazan a Cristo se revelarán como los verdaderos tontos. Una traducción literal de estos pasajes sería: "La sabiduría de este mundo es morónica" (1 Corintios 3:19), y "Que los sabios se conviertan en morones" (1 Corintios 3:18).
Las acusaciones de necedad, idiotez y estupidez se encuentran a lo largo de la tradición occidental. Antes de Pablo, el Salmo 14 afirmaba que "el tonto dice en su corazón que no hay Dios". Hobbes también se aprovechó de esta idea, diciendo que el tonto dice en su corazón que "no existe tal cosa como la justicia". Los dramaturgos y poetas han jugado con la diferencia entre la necedad y la sabiduría, como se observa en los papeles desempeñados por los bufones y los trovadores (por ejemplo, en Shakespeare y la ópera), así como en la figura del profeta ciego (especialmente en Sófocles). Algunos críticos radicales, como Nietzsche, han acusado a toda la tradición de ser estúpida e idiota. Nietzsche afirmaba que el cristianismo "se pone del lado de todo lo idiota y maldice la inteligencia".
Es claro que el problema no se reduce simplemente a diferentes perspectivas y puntos de vista. El tirano (o el aspirante a tirano) busca tener un poder absoluto, desmesurado, casi divino. Y aquellos "morones" que apoyan al tirano son realmente ciegos, ignorantes y estúpidos. Aunque estos morones puedan pretender que son inteligentes y esclarecidos, la realidad es otra. La clave para resolver esta cuestión radica en un estándar objetivo de justicia, sabiduría y virtud, así como en un régimen de responsabilidad basado en este estándar objetivo. La solución al problema de la tiranía, la adulación y la idiotez no es solo una cuestión de perspectiva. El relativismo y el perspectivismo no conducen a ningún lado. La tradición filosófica supone que existe una verdad objetiva sobre la cuestión de la justicia, que el poder absoluto es injusto, y que las personas moronas son, en realidad, ciegas e ignorantes. Este supuesto de objetividad se manifiesta en la figura de Tiresias, el sabio ciego de los dramas de Sófocles; también lo encontramos en un sentido más complicado en el comentario objetivo del coro. Vemos este mismo supuesto en Platón y Aristóteles (y en la figura de Sócrates). Igualmente, se observa en las suposiciones de la Ilustración, que enfatizan la objetividad de la verdad.
¿Cómo las emociones, el ego y la ignorancia facilitan el camino hacia la tiranía?
La figura del tirano es tan antigua como la historia misma. A lo largo de los siglos, desde Grecia antigua hasta la actualidad, hemos sido testigos de la misma dinámica: el tirano, los aduladores y las masas ignorantes. Este ciclo no solo se repite, sino que encuentra sus formas más explícitas y peligrosas en momentos de crisis política, como el que presenciamos con Donald Trump y sus seguidores. Sin embargo, es crucial entender que esta historia no es una novedad, sino una recurrencia estructural que sigue patrones similares a los descritos por Platón y Sófocles hace miles de años.
El 6 de enero de 2021, Trump mostró una faceta clásica de la tiranía incipiente. Aunque no logró consolidar un poder absoluto, su intento de alterar las reglas del sistema electoral de Estados Unidos fue un claro ejemplo de cómo un líder puede quebrantar la norma en busca de poder. La influencia de personajes como Rudy Giuliani, que sirvió como mediador entre Trump y las multitudes, demuestra cómo los aduladores juegan un papel crucial en estos procesos. Sin embargo, antes de Trump y Giuliani, existían muchos precedentes que nos muestran que no se trata de un fenómeno aislado. A lo largo de la historia, siempre han existido tiranos (en potencia o consumados), aduladores y una masa dispuesta a seguirlos ciegamente.
Es importante reconocer dos aspectos clave en este fenómeno: el primero es que la tiranía es siempre excesiva, exorbitante. Se trata de un acto de quiebre con el orden, una transgresión abierta de las normas que gobiernan la sociedad. Como diría Locke, "donde termina la ley, comienza la tiranía". Esto convierte al tirano en un criminal, aunque él crea que su criminalidad está justificada. Un tirano no está dispuesto a seguir las reglas porque se considera excepcional. De alguna manera, siente que está por encima de la ley, y los aduladores alimentan esa creencia, incitándolo a continuar su camino. La adulación de la multitud refuerza esta ilusión. En este contexto, las teorías de conspiración juegan un papel clave, ya que las masas empiezan a creerse portadoras de una verdad oculta, una "información secreta" a la que solo ellos tienen acceso.
El segundo punto relevante es el uso del lenguaje emocional, generalmente vinculado a la violencia. En muchos casos, las emociones son el motor principal que impulsa la tiranía. Mientras que la lógica jurídica y racional trata de limitar el poder, el tirano y sus seguidores recurren a la violencia como una forma de reforzar su control. Giuliani y otros asociados de Trump usaron un lenguaje técnico para justificar las acusaciones de fraude electoral, pero fue el lenguaje emocional, como las referencias a "luchar como el infierno", lo que encendió las pasiones de la multitud. La violencia que ocurrió posteriormente no fue una sorpresa, sino una consecuencia predecible de esta retórica inflamatoria.
Platón, en su obra La República, ya había identificado este patrón como un signo de la degeneración del régimen político hacia la tiranía. El tirano, en sus ojos, es un hombre corrupto, guiado por su ego y por la manipulación de la multitud. Esta relación entre tirano y plebe, entre el líder y sus seguidores, es descrita de manera penetrante en la obra de Platón, donde las masas son vistas como fácilmente manipulables, cegadas por sus propios deseos y pasiones. En este sentido, la tiranía se alimenta de la ignorancia y de la falta de virtud, un concepto fundamental en la filosofía política griega.
Platón y Sófocles también nos muestran que no es solo el tirano el que es peligroso, sino que la complicidad de las masas y los aduladores permite que el ciclo continúe. Sófocles, en Edipo Rey, presenta una feroz crítica a la figura del tirano, comparándolo con el verdadero "ciego": el tirano es incapaz de ver la realidad, está atrapado en su propio ego, y, como se ve en la famosa confrontación entre Edipo y el profeta ciego Tiresias, la verdadera sabiduría está del lado de aquellos que pueden ver más allá de las emociones y la ilusión del poder. La ceguera del tirano, entonces, es una metáfora que resalta la falta de juicio y el aislamiento de la verdad.
Es interesante observar que, a pesar de los avances en las estructuras políticas, la tentación de recurrir a la figura del tirano nunca ha desaparecido. En el caso de Trump, aunque no se consolidó como un tirano absoluto, su ascenso al poder dejó lecciones importantes. La tiranía no solo depende de la voluntad de un hombre, sino también del apoyo de aquellos que están dispuestos a seguirlo, de aquellos que se dejan arrastrar por sus emociones y por la promesa de un mundo ordenado bajo su mando.
Finalmente, es fundamental que los ciudadanos estén alerta ante la manipulación emocional que acompaña a las figuras de poder. El uso del miedo, la ira y el resentimiento no solo busca dividir, sino que también crea un caldo de cultivo para la violencia y la anarquía. La verdadera protección contra la tiranía radica en la educación cívica, el respeto por las instituciones y la virtud pública. La historia, desde los filósofos griegos hasta los eventos recientes, demuestra que la vigilancia y el compromiso con el bien común son las mejores defensas contra el ascenso de aquellos que buscan subvertir el orden establecido en nombre de su propio poder.
¿Por qué los aduladores son cómplices del tirano?
La complicidad en la política, y particularmente en el ascenso de tiranos, es un tema complejo que involucra no solo la responsabilidad de quienes actúan directamente, sino también los sistemas y estructuras que posibilitan tales fenómenos. A menudo, al hablar de los aduladores, se puede caer en la tentación de culpabilizarlos sin considerar el contexto más amplio que facilita su conducta. En este sentido, un adulador puede ser visto, en un nivel estructural, como un producto de las circunstancias sociales y políticas, como alguien que simplemente juega según las reglas de un sistema. Sin embargo, esta visión reduce un problema mucho más profundo: el papel activo que el adulador desempeña en la perpetuación del poder corrupto.
En una democracia representativa, como la de Estados Unidos, los funcionarios electos y los burócratas tienen el deber solemne de servir al pueblo, comprometidos con la Constitución y el principio del Estado de derecho. No obstante, cuando estos individuos, o aquellos en posiciones de poder, se convierten en aduladores de un tirano, lo que ocurre es una negación flagrante de ese deber. La adulación, lejos de ser un acto inocente, se convierte en una forma de complicidad activa, ya que los aduladores no solo apoyan a los tiranos, sino que también juegan un papel crucial en manipular a las masas, influyendo en la opinión pública para que respalden a los líderes que, en el fondo, actúan en su propio beneficio.
La conexión entre la adulación y la sofistería es clave en este análisis. Platón, en su República, argumenta que el sofista es alguien que sabe cómo manipular a la multitud, que utiliza la persuasión vacía para ganar poder y favor. De la misma manera, los aduladores no solo buscan ganarse la benevolencia de sus superiores, sino que también utilizan su habilidad para ganarse el apoyo de las multitudes. Este fenómeno no es solo un asunto de alabar al tirano; también es un acto de adulación dirigido al pueblo, cuya aprobación es esencial para que el régimen se perpetúe. En este sentido, el adulador se convierte en una figura que no solo refleja al tirano, sino que también proyecta una imagen manipulada de lo que la masa quiere oír.
Plutarco, en su texto Cómo distinguir a un adulador de un amigo, proporciona una reflexión invaluable sobre el comportamiento de los aduladores. Para él, el adulador es alguien que se muestra como un amigo, pero en realidad es todo lo contrario. El verdadero amigo nos hace mejores, nos dice la verdad, incluso cuando es difícil. El adulador, por su parte, solo busca su propio beneficio, actuando de forma inconstante y superficial, sin compromiso genuino con los demás. Su comportamiento es engañoso y su discurso, vacío. En la política, este tipo de personajes juega un papel crucial, ya que, al igual que los sofistas, sus palabras están desprovistas de contenido verdadero. La adulación no se basa en un deseo de mejora o de verdad, sino en la manipulación.
La adulación dirigida al tirano o a las masas presenta una forma particular de mentira. No se trata de una mentira directa, sino de una manipulación consciente de la percepción de los demás. A diferencia de la halagadora exageración de un amante hacia su pareja, que, aunque no necesariamente cierta, se expresa desde un lugar de afecto, la adulación política está motivada por intereses propios. El adulador no solo sabe que está mintiendo, sino que también sabe que está manipulando a su interlocutor para obtener un beneficio personal. Esto convierte a la adulación en un acto de traición, no solo hacia el tirano, sino también hacia la sociedad misma.
En este contexto, la adulación se convierte en una peligrosa herramienta de control. La manipulación de las masas y la necesidad de agradar al tirano no solo corrompen a los individuos, sino que socavan las bases mismas de la democracia. A menudo, los aduladores utilizan su habilidad para encubrir las deficiencias y abusos de poder, creando una falsa imagen de prosperidad y justicia. La obsequiosidad hacia el líder no solo enmascara la realidad, sino que también desvirtúa el propósito original de los sistemas democráticos: la creación de una sociedad basada en la equidad, la justicia y el bienestar colectivo.
El fenómeno de los aduladores, entonces, no debe ser visto como una simple cuestión de individuos buscando beneficios personales. Es una cuestión estructural, que involucra la forma en que los sistemas de poder se mantienen a través de la manipulación y la complacencia. Los aduladores juegan un papel crucial en la perpetuación de sistemas injustos, pero también son reflejo de una sociedad que permite, y en algunos casos incluso fomenta, el uso de estas tácticas como parte de su estructura política y social. La complicidad de los aduladores es, por tanto, tanto un síntoma como una causa del problema más amplio de la tiranía y la corrupción institucional.
Es importante comprender que la lucha contra esta forma de complicidad no pasa solo por señalar a los aduladores, sino por examinar las estructuras de poder que permiten su existencia y les otorgan un papel tan central. Para cambiar esta dinámica, es necesario un análisis profundo de las instituciones que, consciente o inconscientemente, alimentan y protegen la adulación. Solo entonces podremos empezar a transformar los sistemas que permiten que los aduladores florezcan y que los tiranos sigan en el poder.
¿Cómo podemos comprender el patriotismo filosófico y su relación con la justicia y la libertad?
El patriotismo filosófico nos invita a reflexionar sobre el amor a la patria no solo como un sentimiento de orgullo o lealtad ciega, sino como una relación compleja que debe estar orientada por la razón, la virtud y la justicia. Este tipo de patriotismo exige una constante reflexión crítica, especialmente cuando se enfrenta a situaciones de polarización, tiranía o injusticia. El ejemplo de Sócrates ilustra claramente cómo se puede ser patriota y, al mismo tiempo, crítico con el propio país. Sócrates no solo amaba Atenas, sino que vinculaba su amor por la ciudad con la búsqueda de la sabiduría, la verdad y la virtud. Para él, el patriota verdadero no era aquel que aceptaba incondicionalmente todo lo relacionado con su nación, sino aquel que se cuestionaba constantemente sobre la justicia, la integridad y la libertad dentro de su sociedad.
Una de las cuestiones fundamentales que los patriotas filosóficos deben plantearse es si su país, su partido o su gobierno son dignos de su amor y respeto. Estas preguntas nos desafían a reflexionar sobre la naturaleza moral de nuestras acciones como ciudadanos y sobre la legitimidad de nuestras instituciones. El patriotismo filosófico no puede ser un acto de simple conformidad, sino un proceso de autoexaminación que nos lleva a cuestionar si nuestras naciones realmente defienden la justicia, la libertad y la verdad. La falta de reflexión crítica puede llevarnos por el camino de la intolerancia, la violencia y la manipulación, tal como ocurre con los tiranos, los aduladores y las multitudes irreflexivas. Estos personajes, que carecen del espíritu de cuestionamiento, operan desde el instinto, la pasión y el egoísmo, sin un compromiso profundo con los valores de la justicia y la equidad.
El patriotismo filosófico, entonces, debe ir más allá de la mera lealtad a una bandera o un partido. Requiere una inmersión profunda en los principios de la libertad y la justicia para todos. En este sentido, el patriotismo no debe entenderse como un acto de amor exclusivo hacia una nación, sino como un compromiso con la liberación universal. Un ejemplo clave de este enfoque es la famosa frase de Fannie Lou Hamer: "Nadie es libre hasta que todos sean libres". Esta frase refleja la idea de que la libertad de una persona no está completa sin la libertad de los demás. Un patriotismo que solo se enfoca en los derechos y libertades de un individuo o un grupo selecto de personas es, en el fondo, egoísta y limitado.
Simone de Beauvoir, en su crítica a la tiranía, también apunta a la importancia de una libertad que trascienda el egoísmo y busque el bienestar de todos. En su obra La ética de la ambigüedad, Beauvoir plantea que la verdadera resistencia a la tiranía se da cuando nos cuestionamos si estamos trabajando para la liberación de todos, no solo de unos pocos. Para los tiranos, el otro es una mera herramienta, un objeto a ser manipulado. Ellos no reconocen la humanidad de los demás, lo que les permite tratarlos como seres inferiores. En contraste, el verdadero patriota filosófico reconoce en cada ser humano una dignidad inalienable y, a partir de ahí, construye una sociedad más justa y compasiva.
La tiranía, entonces, no es solo un fenómeno político, sino también un comportamiento interpersonal que puede manifestarse en las dinámicas cotidianas de la vida familiar, laboral y social. Los pequeños actos de bullying, las relaciones autoritarias y la falta de empatía en diversos contextos sociales pueden ser vistos como formas de tiranía a menor escala. Combatir estas dinámicas requiere un enfoque de solidaridad con los oprimidos, una negativa a colaborar con el opresor y una constante reafirmación de valores como el amor, la compasión y el respeto. Este tipo de patriotismo, que puede surgir en las relaciones cercanas, como en la familia o el trabajo, tiene un alcance cosmopolita, extendiéndose más allá de las fronteras nacionales hacia una preocupación por la libertad y la justicia para todos.
El caso de Nelson Mandela ilustra de manera ejemplar cómo el amor por la libertad y la justicia puede expandirse más allá de los límites de la lucha personal. En sus primeros años, Mandela se preocupaba principalmente por su propia libertad, pero, a medida que comprendió la interconexión de la opresión, su lucha se amplió a la liberación de todos los sudafricanos negros. Con el tiempo, comprendió que la verdadera liberación no se limita a los oprimidos, sino que también incluye a los opresores, quienes, atrapados en su odio, también son prisioneros de su propio sistema. En sus palabras, "La libertad es indivisible; las cadenas de cualquiera de mi pueblo eran las cadenas de todos, las cadenas de todos mi pueblo eran las mías". Esta profunda comprensión de la libertad implica que el verdadero patriota filosófico no busca solo su propio bienestar, sino que reconoce que la justicia solo se logra cuando todos los seres humanos son igualmente libres.
En resumen, el patriotismo filosófico requiere una constante autoexaminación y cuestionamiento de la moralidad de nuestro amor por la patria. Esta reflexión debe extenderse más allá de las fronteras nacionales y abrazar una concepción cosmopolita de la libertad y la justicia. Los patriotas filosóficos deben ser guardianes de la virtud, la sabiduría y la verdad, comprometidos con la lucha por la liberación no solo de su propio pueblo, sino de todos los pueblos, sin distinción de raza, nacionalidad o condición social.
¿Qué papel desempeña el adulador en la descomposición de la vida política?
La figura del adulador —el sycophanta— ha sido objeto de desprecio desde la antigüedad clásica, pero rara vez se examina con la precisión filosófica y política que merece. El adulador no es simplemente un cortesano servil; es un operador cínico que entiende que el poder ama el espejo deformado que refleja su gloria. En este juego, el adulador actúa como intermediario entre la autoridad y la opinión pública, como un ingeniero de la distorsión, experto en manipular no solo la percepción ajena, sino incluso la suya propia.
En la Atenas democrática, el término sycophantēs no se refería al halagador en sentido moderno, sino al acusador profesional, el que usaba el sistema judicial como instrumento de extorsión, influencia y posicionamiento político. Estas figuras no necesariamente creían en las causas que defendían; su convicción era oportunista, su ética instrumental. Matthew Christ y Lucas LeCaire documentan cómo esta práctica estaba normalizada en la vida política, funcionando como un engranaje más del aparato democrático, lo cual revela la paradoja inquietante de una democracia que puede alimentarse también de la corrupción cínica de sus instituciones.
Dante, en el Infierno, sitúa a los aduladores en el segundo círculo del octavo círculo del infierno —enterrados en excremento—, simbolizando no solo su inmoralidad sino también la pestilencia que su existencia supone para la salud colectiva. Esta representación no es solo moral; es política. La adulación no es neutra: degrada, disuelve la verdad, y debilita el juicio público. Como explica Harry Frankfurt, la figura del adulador no siempre miente, pero produce un discurso vacío, ajeno a la verdad, orientado únicamente a agradar o manipular. Es bullshit, en su sentido técnico: palabras sin anclaje en la realidad.
En los regímenes autoritarios, el adulador es esencial para la consolidación del poder. Hitler comprendió esto perfectamente: el que controla el relato, controla la historia. El sycophanta no es un fanático, sino algo más peligroso: es un creyente circunstancial, alguien dispuesto a adaptarse a cualquier narrativa mientras esta le garantice proximidad al poder. En este contexto, la adulación se convierte en una forma de complicidad activa —y, a veces, incluso en un vehículo de ascenso social— como lo evidencia la maquinaria retórica del Tercer Reich o la lógica del espectáculo político contemporáneo.
El fenómeno no es exclusivo del totalitarismo. En las democracias modernas, el adulador ha encontrado nuevos medios y plataformas. En la era mediática, donde la atención es moneda de cambio, la figura del sycophanta se ha digitalizado, se ha vuelto viral. La prensa, supuestamente encargada de fiscalizar el poder, puede convertirse en su cómplice entusiasta. Cuando Obama, en su discurso de despedida, advirtió a los periodistas sobre el peligro de convertirse en aduladores, no solo señalaba una crisis ética, sino también estructural: la desaparición de los límites entre el poder y su crítica, entre la información y la propaganda.
Lo más insidioso de la adulación contemporánea es que ya no requiere convicción ni cálculo político explícito. Como demuestra la investigación de Shankar Vedantam o Jonathan Haidt, gran parte de nuestras decisiones están guiadas por sesgos inconscientes y emociones tribales. La adulación se convierte entonces en un reflejo automatizado, una función del cerebro social que busca aprobación y pertenencia, más que verdad. En ese contexto, los aduladores no solo abundan; se multiplican sin saber que lo son.
El sycophanta moderno puede ser un comentarista político, un influencer, un académico que acomoda sus investigaciones al clima ideológico dominante, o incluso un ciudadano que calla por conveniencia. La estructura es la misma: omitir lo verdadero, reforzar lo conveniente, blindar el relato dominante. La legitimidad no importa; lo que importa es la utilidad simbólica, el posicionamiento, el acceso a la audiencia. Como señaló Aristóteles en su Retórica, el adulador busca activamente las emociones del otro para moldear su voluntad. No persuade; seduce.
En este panorama, es crucial comprender que la adulación no es un defecto moral aislado, sino una enfermedad política. Corroe las instituciones, vacía de contenido la deliberación pública y permite que figuras incompetentes, peligrosas o simplemente mediocres asciendan al poder sin oposición. En los momentos de crisis, el sycophanta no solo sobrevive: prospera, porque el poder se vuelve más paranoico, más necesitado de afirmación, más dispuesto a premiar la obediencia disfrazada de elogio.
Importa, entonces, examinar no solo al adulador, sino también las condiciones que lo hacen posible. ¿Qué tipo de cultura cívica tolera —e incluso recompensa— la sumisión intelectual? ¿Qué estructuras incentivan la mentira útil sobre la verdad incómoda? ¿Y cuántos de nosotros, en nuestra vida cotidiana, reproducimos ese patrón sin siquiera notarlo?
Para comprender plenamente el fenómeno, es necesario también explorar su vínculo con la fragilidad epistémica de las democracias actuales. La saturación informativa, el tribalismo digital, el descrédito de la experiencia y la tecnocracia sentimental facilitan el ascenso del adulador como figura central en el drama político. No es que el sycophanta haya cambiado: es el escenario lo que lo ha hecho ubicuo.
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