El impacto de los discursos políticos sobre la sociedad estadounidense ha ido mucho más allá de la simple política electoral. Las palabras y los actos de los políticos, más que representar una ideología, a menudo desencadenan un fenómeno social que pone de manifiesto las divisiones más profundas de la nación. A lo largo de las últimas décadas, hemos sido testigos de cómo ciertas declaraciones, que antaño habrían desatado una condena generalizada, hoy apenas provocan una breve ola de indignación. La diferencia radica en una transformación que ha tenido lugar en la sociedad estadounidense, tanto en su percepción de los derechos de las mujeres como en la forma en que se gestionan los conflictos raciales y sociales.

Un claro ejemplo de esta transformación se vio en el caso de Todd Akin, candidato a senador por Missouri en 2012, cuyas controvertidas declaraciones sobre la violación fueron recibidas con una reacción moral que resultó en su derrota electoral. El 64% de los votantes consideraron que sus palabras sobre las víctimas de violación influían significativamente en su voto, lo que reflejaba un consenso de rechazo hacia las afirmaciones falsas y dañinas que Akin había hecho. No obstante, esa reacción moral, que unió a votantes de diferentes afiliaciones políticas, parece un vestigio de un tiempo pasado. Hoy en día, comentarios como los de Akin apenas generan una sacudida mediática. La industria de los medios se ha acostumbrado a “equilibrar” opiniones sobre declaraciones inflamatorias, debatiendo si las palabras realmente son ofensivas o si están simplemente mal interpretadas, como vimos en el caso de Donald Trump y otros personajes públicos.

La incapacidad para generar una respuesta contundente ante tales comentarios refleja la erosión de las normas sociales que antes protegían la dignidad de las víctimas de violencia sexual. El daño que la violación causa a las víctimas no desaparece con la desensibilización del público. Lo que ha cambiado es la actitud hacia ellas. La política legislativa en Missouri, con la aprobación de una ley que prohíbe el aborto incluso en casos de violación o incesto, es una manifestación de cómo la misoginia, antes limitada a la retórica, se ha incorporado al marco legal. Esta ley, promulgada en 2019, refleja el creciente control de los cuerpos de las mujeres y la desprotección en la que se encuentran, al igual que la indiferencia hacia las consecuencias para las víctimas de violación. En un giro alarmante, las políticas que afirman defender la vida parecen estar más interesadas en mantener un sistema patriarcal que en proporcionar justicia a quienes sufren la violencia.

El movimiento hacia la derecha, tan anticipado por mi amigo Umar Lee durante las protestas en Ferguson en 2014, culminó en la elección de Donald Trump en 2016. En sus palabras, algo muy peligroso se avecinaba: el regreso de un tipo de demagogia que apelaba a los miedos más profundos de la sociedad estadounidense. Trump, al igual que Nixon, fue capaz de canalizar el descontento y la rabia de una parte significativa de la población, presentándose como el salvador que sería capaz de restaurar el orden. En sus mítines, la polarización se volvía palpable, y las promesas de restaurar un supuesto orden social se ofrecían como una respuesta a las percepciones de abandono por parte del gobierno. Esta retórica, que se centra en un sentimiento de traición y rechazo a las élites políticas y culturales, se ha convertido en el alma del movimiento Trump.

Sin embargo, las personas que apoyan a Trump no son homogéneas. Aunque muchos votantes se han sentido atraídos por temas como el aborto o las armas, lo cierto es que su apoyo a Trump va más allá de estos temas. En su visita a St. Louis en marzo de 2016, observé cómo la amabilidad de los asistentes en la fila para el mitin contrastaba drásticamente con el fervor desbordado dentro del evento. La gente que inicialmente era educada y respetuosa, incluso ante posturas que no compartían, se transformó en una multitud que respondía a las consignas de Trump con una violencia verbal y física creciente. Los mismos individuos que durante horas habían mantenido conversaciones educadas se convirtieron en parte de una multitud que, incitada por el discurso populista, pedía el uso de la fuerza y la discriminación.

Este fenómeno revela un aspecto crucial: la política no solo afecta nuestras decisiones individuales, sino que configura las dinámicas sociales y culturales de una nación. El poder del discurso político radica en su capacidad para transformar la manera en que las personas se relacionan entre sí, cómo se perciben las instituciones y cómo se entienden las realidades de los demás. Las promesas de Trump de restaurar un pasado glorioso no solo apelaron a un sector de la sociedad estadounidense, sino que crearon una atmósfera de enfrentamiento directo, no solo contra las élites políticas, sino también contra aquellos grupos percibidos como “otros”: inmigrantes, afroamericanos, mujeres.

En este contexto, lo que parecía una simple disputa política sobre políticas públicas se transformó en una batalla cultural profunda, donde las divisiones raciales, de género y de clase se convirtieron en el núcleo de la lucha por el alma de la nación. La polarización, alimentada por un discurso agresivo, ha dado lugar a una atmósfera en la que las soluciones a los problemas sociales parecen cada vez más inalcanzables, y en la que la verdad y la empatía han sido desplazadas por la desinformación y el odio.

Es fundamental entender que este fenómeno no es exclusivo de un período o un partido político. Es un reflejo de cómo las tensiones sociales, raciales y de género se infiltran en la política de manera cada vez más flagrante, influyendo en las decisiones de los votantes y en la configuración del debate público. La lucha por los derechos de las mujeres, por la justicia racial y por la dignidad humana sigue siendo central en la política estadounidense, pero el contexto ha cambiado de tal manera que el simple acto de defender estos derechos puede ser visto, por algunos, como un acto de resistencia a una nueva forma de orden social. Esto no es solo una batalla por la política, sino una lucha por el tipo de sociedad en la que queremos vivir.

¿Cómo el nepotismo y las conexiones familiares han puesto en riesgo la seguridad nacional?

En las últimas décadas, hemos sido testigos de cómo la política estadounidense se ha ido transformando, no solo por las decisiones de sus líderes, sino también por el papel cada vez más preeminente que juegan los familiares cercanos de aquellos en el poder. El caso más emblemático es el de Ivanka Trump y Jared Kushner, quienes, aunque carecían de la experiencia y las credenciales necesarias, ocuparon posiciones clave en la administración de Donald Trump. Desde el momento en que él asumió la presidencia, sus hijos adultos comenzaron a actuar como asesores oficiales, un fenómeno sin precedentes en la historia política de Estados Unidos.

Inicialmente, los analistas intentaron justificar su presencia en la Casa Blanca argumentando que Ivanka y Jared ejercían una influencia moderadora sobre Trump. Sin embargo, rápidamente se hizo evidente que esta premisa carecía de fundamento. No solo no intervinieron en las políticas domésticas más brutales de Trump, sino que además no cuestionaron su retórica racista. En cambio, ambos utilizaron su poder ejecutivo para llevar a cabo negocios personales ilícitos con socios extranjeros. Los acuerdos internacionales de Ivanka y Kushner no solo contravenían las leyes de emolumentos, sino que también involucraban a gobiernos con antecedentes de violaciones a los derechos humanos, como Arabia Saudita y Rusia, lo que revelaba un interés mucho más personal que político.

El modelo económico que promueven estos líderes, basado en la compra de méritos, ha transformado la política en una industria en la que la lealtad a los intereses familiares parece ser más importante que el servicio a la nación. Esta situación crea una dinámica peligrosa, pues aquellos que deben velar por el bienestar de su país están más preocupados por la acumulación de riquezas y poder, incluso si eso implica poner en riesgo la seguridad nacional.

Los hijos adultos de los líderes autoritarios cumplen varias funciones en estos regímenes, todas ellas con implicaciones directas en la estabilidad política y la seguridad. Son confidantes confiables para sus padres, lo que les permite estar al tanto de secretos cruciales en un entorno marcado por la desconfianza y la paranoia. Además, son vehículos eficaces para el lavado de dinero, pues al estar lo suficientemente alejados del núcleo de poder, sus acciones son más difíciles de rastrear. La imagen pública de estos personajes, a menudo más amable que la de sus padres, actúa como una cortina de humo, distrae a la población de la dureza del régimen y contribuye a mantener el control. Todo ello refuerza el poder familiar, creando una kleptocracia dinástica, un modelo que no solo asegura que el dinero y los recursos robados permanezcan en manos de la familia, sino que también garantiza la sucesión política.

La administración de Trump no fue ajena a estas prácticas. Durante sus años en el poder, las conexiones entre el clan Trump y las élites de los medios de comunicación, los negocios y la política se hicieron cada vez más evidentes, promoviendo una red de nepotismo que abarcaría también a los hijos y familiares de otros actores influyentes. El momento en que salieron a la luz los famosos comentarios de Trump sobre las mujeres, grabados en el programa Access Hollywood, dejó claro lo que algunos han denominado el "Principio Billy Bush": por cada persona despreciable, existe una igualmente despreciable. En este caso, Billy Bush, quien participó en la grabación de esa conversación y era primo de los Bush, fue despedido de su puesto, mientras que Trump, el autor de comentarios mucho más viles, llegó a ser elegido presidente. Esta disparidad ilustra una de las características más inquietantes del régimen: la falta total de vergüenza y la capacidad de Trump de maniobrar sin consecuencias debido a las complicidades mutuas entre los miembros de las élites.

Una de las amenazas más grandes que se derivan de esta práctica de nepotismo es la creación de un sistema de autocensura en los medios. A medida que las figuras de poder como Trump acumulan secretos comprometedores, pueden utilizarlos como palancas para silenciar a los que los cuestionan. Esto fue evidente en 2016, cuando Trump amenazó con revelar una relación sexual entre los presentadores de MSNBC Joe Scarborough y Mika Brzezinski, utilizando la presión para asegurar que sus críticas no se mantuvieran en los medios. La autocensura se convierte en una forma de control que limita la exposición de las prácticas corruptas, creando un círculo vicioso que es difícil de romper.

Ivanka y Jared, a pesar de sus claros delitos y violaciones de las normativas de seguridad, nunca enfrentaron consecuencias. Jared Kushner, por ejemplo, fue descubierto mintiendo en sus formularios de seguridad más que cualquier otra persona en la historia de los Estados Unidos, mientras que Ivanka también tuvo que enfrentar acusaciones similares. Los negocios ilícitos de Kushner, incluyendo negociaciones con gobiernos extranjeros para obtener préstamos y la manipulación de políticas para beneficiar a estos mismos intereses, son solo algunos de los ejemplos de cómo el nepotismo en la administración Trump comprometió la seguridad nacional. De hecho, estas actividades ilegales y sus implicaciones geopolíticas han sido ignoradas repetidamente por los medios, que parecen seguir el mismo ciclo de indiferencia ante las violaciones.

La falta de responsabilidad por parte de los actores involucrados en este sistema ha provocado un estancamiento peligroso en la política estadounidense, pues la corrupción se ha normalizado y las violaciones legales se ven como una parte aceptada del proceso. Este fenómeno no es exclusivo de Estados Unidos, sino que refleja una tendencia más amplia en sistemas autoritarios, donde las élites familiares controlan el poder y la riqueza mientras socavan la justicia y la transparencia. Sin duda, el impacto de este tipo de nepotismo se extiende más allá de la política interna, creando una red de intereses internacionales que amenazan la seguridad y la soberanía de naciones enteras.

¿Cómo la corrupción se infiltra en las instituciones y transforma la política democrática?

En 2016, cuando Alexandra Chalupa, una investigadora a medio tiempo del Comité Nacional Demócrata, se enteró de que Paul Manafort se había unido a la campaña de Donald Trump, algo en su interior le hizo saltar las alarmas. Como ucraniana-estadounidense, Chalupa ya estaba familiarizada con las oscuras conexiones de Manafort con la política de Ucrania, particularmente con sus intervenciones en 2014. Aquella implicación, junto con su largo historial como operador político que trabajaba por dinero sanguinario, fue lo que la motivó a advertir al Partido Demócrata sobre la posible injerencia de Manafort en las elecciones a favor de Rusia.

En la primavera de 2016, Chalupa no solo alertó a la campaña demócrata, sino que también informó al FBI de su sospecha de que Manafort intentaría influir en la contienda presidencial en nombre de Moscú. Para ese entonces, ella había sido víctima de un hackeo de su correo electrónico, lo que la llevó a temer que Rusia hubiera penetrado en el Comité Nacional Demócrata (DNC) y que sus correos privados pudieran ser usados para extorsionarlos o humillarlos. Su temor fue validado cuando, en el verano de 2016, WikiLeaks publicó más de veinte mil correos electrónicos robados, y nuevamente, cuando el Informe Mueller y las múltiples acusaciones contra Manafort en 2017 confirmaron las maniobras que Chalupa había anticipado.

El historial criminal de Manafort era tan extenso que inicialmente se le podía imponer una sentencia de hasta trescientos años de prisión. Sin embargo, un giro insólito ocurrió cuando el juez T. S. Ellis, tras recibir amenazas, redujo drásticamente la pena de Manafort, un acto que generó una serie de investigaciones éticas, las cuales terminaron siendo desestimadas. De alguna manera, el poder de los actores involucrados en esta red parecía proteger a los responsables, y este patrón de intimidación y amenazas alcanzó no solo a Chalupa, sino a muchos otros que intentaron exponer la corrupción detrás de la campaña de Trump.

Chalupa, como una de las primeras en enfrentar amenazas por investigar las conexiones entre la campaña de Trump y los operativos del Kremlin, sufrió múltiples actos de intimidación. Estos incluyeron allanamientos en su hogar y su coche, mensajes amenazantes y el seguimiento constante de personas que la acosaban a ella y a su familia. No solo fue ella, sino también su hermana Andrea, quien junto a ella se convirtió en el objetivo de ataques mediáticos, buscando desacreditar sus investigaciones y fomentar un clima de violencia en su contra. A medida que se desvelaban las conexiones entre Trump y Rusia, el ataque contra Chalupa y otras figuras de la oposición se intensificó, señalando cómo las estructuras de poder dentro de Estados Unidos se entrelazaban con intereses extranjeros y las mafias de la desinformación.

Este fenómeno no es aislado. En un estado autoritario, las conspiraciones no solo sirven para intimidar, sino también para movilizar a la base política en apoyo de un sistema que persigue sus propios intereses. La constante creación de narrativas de conspiración y la difusión de desinformación es una táctica común para desviar la atención del verdadero poder corrupto. En este contexto, la manipulación de la política estadounidense no era solo una cuestión de intereses internos, sino también de injerencia externa, donde actores como el Kremlin jugaban un papel crucial.

Además, la corrupción en el ámbito político estadounidense no es algo novedoso, aunque en el siglo XXI haya adquirido nuevas formas y métodos. En su obra "The Paranoid Style in American Politics" (1964), Richard Hofstadter advirtió sobre la falta de una élite política responsable, capaz de resistir las presiones externas e internas que explotan los sentimientos más radicales de la sociedad. Esta observación resuena con los eventos que ocurrieron en 2016, cuando el rechazo generalizado hacia la élite política permitió que un grupo reducido y bien organizado de actores políticos se infiltrara en las instituciones clave, debilitándolas y transformando la política en algo irreconocible. La falta de discernimiento ante la conspiración fue, en gran medida, lo que permitió que la democracia estadounidense se viera secuestrada por intereses ajenos a su pueblo.

Cuando Donald Trump ganó las elecciones en noviembre de 2016, el país entero se enfrentó a la realidad de que la democracia estadounidense había sido manipulada. La victoria de Trump y la manera en que el Partido Republicano aseguró el control del Senado en unas elecciones que sorprendieron por completo a los analistas, revelaron que las manipulaciones externas habían tenido efectos devastadores. En este sentido, no era un secreto que hackers rusos habían intentado alterar los sistemas electorales de los Estados Unidos, y fue a través de filtraciones como las de Reality Winner, una exmilitar que destapó la magnitud de estos ataques, que el mundo supo la verdadera extensión de la intervención extranjera.

Los eventos posteriores, como la revelación de las maniobras rusas para socavar la integridad de las elecciones estadounidenses, muestran la fragilidad de un sistema político que, al no protegerse de manera efectiva contra la corrupción externa e interna, permitió que los intereses de actores extranjeros tomaran fuerza. Este no es solo un llamado a la reflexión sobre lo que ocurrió en 2016, sino una advertencia sobre cómo las democracias pueden ser vulnerables a la infiltración y el colapso cuando no se protegen adecuadamente.

Es esencial comprender que, más allá de los eventos inmediatos de la campaña electoral y sus consecuencias, la raíz de este fenómeno yace en la corrupción estructural y la incapacidad del sistema político para autodepurarse. Los actores corruptos no solo se infiltran en las instituciones, sino que las transforman, aprovechando el caos y la desinformación para crear una nueva realidad en la que la verdad se convierte en un concepto fluido y la confianza en las instituciones se erosiona de manera irreversible. Sin un sistema judicial y político capaz de mantener su autonomía frente a estos intereses, la democracia se ve condenada a sucumbir ante las presiones externas e internas que intentan destruirla desde dentro.