La manera en que el expresidente Donald Trump manejó la pandemia de COVID-19, y cómo sus palabras impactaron la respuesta colectiva, ilustra un fenómeno complejo de corrupción a través de la performatividad lingüística, un concepto que se refiere al uso del lenguaje para realizar acciones, más allá de solo transmitir información. La capacidad de los líderes políticos para moldear la realidad mediante discursos es un mecanismo poderoso que, cuando es mal utilizado, puede transformar no solo la percepción pública, sino también la efectividad de políticas cruciales para el bienestar colectivo. En este contexto, la respuesta de Trump al COVID-19, al desvirtuar las recomendaciones de salud pública y al presentar la obligación de usar mascarillas como una mera elección personal, ejemplifica una distorsión intencional del discurso sanitario.
Desde el comienzo de la pandemia, las autoridades de salud pública, como el Dr. Anthony Fauci, advirtieron sobre la importancia del uso de mascarillas a medida que se comprendía mejor la transmisión del virus. Sin embargo, en lugar de seguir el curso comúnmente aceptado por la mayoría de los expertos, Trump aprovechó su plataforma para sembrar dudas sobre la eficacia de estas medidas. En una entrevista con Chris Wallace de Fox News, el entonces presidente afirmó: "No creo en las órdenes sobre mascarillas, y no estoy de acuerdo con la declaración de que si todos usamos mascarillas, todo desaparecería". Con esta declaración, Trump no solo desautorizaba a Fauci, sino que reactivaba el marco ideológico neoliberal que valoraba la libertad individual por encima de cualquier responsabilidad colectiva.
La performatividad lingüística en este caso no se limitó a las palabras de Trump, sino que se desplegó a través de un discurso que intentaba presentar la responsabilidad sanitaria como una elección personal, reduciendo la crisis a un asunto de decisiones individuales y no colectivas. Al decir que el uso de mascarillas debía ser una decisión de cada gobernador o ciudadano, Trump despojaba a su administración de responsabilidad, y transfería el poder de decisión a los individuos, un movimiento que resulta, en términos políticos, una especie de "corruptela lingüística". En lugar de utilizar su agencia para guiar a la nación hacia un comportamiento unificado y protector, optó por diluir esa agencia, favoreciendo el desorden y la inacción.
La corrupción aquí no es solo una cuestión de mal manejo; es una corrupción del lenguaje y de la capacidad de la política para movilizar a la sociedad de forma efectiva. Las palabras de un líder político, especialmente aquellas que provienen de figuras con autoridad ejecutiva, tienen un poder transitorio que puede influir en millones de personas. Así, en este escenario, Trump no solo alteraba la realidad sobre la amenaza que representaba el COVID-19, sino que también fracturaba la cohesión social necesaria para hacer frente a una crisis sanitaria global. Al disminuir la gravedad del uso de mascarillas y al presentarlo como un acto de libertad personal, se estaba deslegitimando una respuesta organizada, que debería haber sido obligatoria para proteger el bienestar común.
El acto de "desviar la responsabilidad", de trasladar la carga a los ciudadanos, no es solo un fenómeno discursivo, sino un ejercicio de poder que tiene repercusiones prácticas. Este comportamiento reconfigura el sentido de la obligación: lo que en un contexto sanitario podría haber sido entendido como una medida de salud pública vital, se convierte en un "preferencia personal", sin las consecuencias que implica una política pública responsable. La performatividad lingüística de Trump, entonces, no solo afectó la percepción social de la pandemia, sino que contribuyó a un ambiente de desinformación, de confusión, y en última instancia, a un aumento de la mortalidad y la morbilidad.
El concepto de "agencia", tan crucial en este análisis, tiene un papel fundamental. Cuando una figura de autoridad, como el presidente de los Estados Unidos, transfiere su poder de decisión a los individuos, está ejerciendo un control indirecto sobre la sociedad, pero también está renunciando a su responsabilidad. Es importante entender que la agencia política y social no solo se encuentra en la capacidad de tomar decisiones, sino en el uso de esas decisiones para movilizar y proteger a la población. La omisión de esa agencia por parte de los líderes políticos, al menos en un contexto tan crítico como el de una pandemia, puede ser vista como una forma de corrupción del poder conferido por el pueblo. En este sentido, la inacción deliberada es tan perjudicial como la acción errónea.
Además, lo que ocurre en este contexto es que el discurso neoliberal, al subrayar la autonomía del individuo por encima de la responsabilidad colectiva, contribuye a una desarticulación del tejido social. No solo se diluye la eficacia de las políticas públicas, sino que se promueve un ambiente en el que las personas son percibidas como responsables solo de sí mismas, despojándolas de su papel en una comunidad más amplia. Esto tiene efectos perniciosos en el funcionamiento del Estado y en la confianza pública, porque cuando las autoridades eluden su deber, la solidaridad y la confianza en las instituciones se ven erosionadas.
Es crucial que los ciudadanos comprendan que las decisiones tomadas por los líderes no solo son reflejo de sus creencias personales, sino de un uso estratégico del poder. En situaciones de crisis, el lenguaje puede ser una herramienta de cohesión, o de división, dependiendo de cómo se emplee. La manera en que los líderes comunican la gravedad de una situación, y cómo tratan las responsabilidades colectivas, tiene el poder de transformar la respuesta pública, para bien o para mal. Así, un enfoque político que renuncia a la responsabilidad colectiva y que presenta la crisis como un tema de elección personal no solo es fallido, sino que es inherentemente peligroso.
¿Puede el pensamiento abisal explicar la política migratoria contemporánea en Estados Unidos?
El sistema migratorio estadounidense ha estado históricamente gobernado por los poderes políticos, en particular el Congreso y el Ejecutivo, con una notoria deferencia de los tribunales, los cuales han evitado aplicar protecciones constitucionales o procesales significativas a los inmigrantes. Esta falta de intervención judicial ha consolidado un campo legal en el que la ley migratoria no sólo excluye, sino que también legaliza dicha exclusión a través de estructuras impregnadas de racismo, xenofobia y miedo. Las normas sustantivas y procedimentales construidas desde esta lógica niegan reconocimiento y justicia a los migrantes desde su origen, no como una falla, sino como una intención normativa.
La administración Trump no creó esta arquitectura excluyente, pero sí la radicalizó. Más allá de sus políticas de control migratorio agresivo, lo más iliberal fue su invocación constante de un estado de excepción. Esta figura, utilizada como herramienta de gobierno, permitió vaciar el sistema de inmigración de cualquier vestigio de justicia procesal. Desde el veto musulmán, la construcción del muro fronterizo, la separación de familias, la limitación del asilo, hasta la desarticulación de la independencia judicial en los tribunales de inmigración: todas estas acciones respondieron a una lógica biopolítica racializada cuyo objetivo era despojar de humanidad al no-ciudadano.
Este fenómeno no puede entenderse en su totalidad sin recurrir a la noción de "línea abisal" propuesta por Boaventura de Sousa Santos. La línea abisal no sólo traza una frontera entre incluidos y excluidos, sino que crea dos mundos: uno en el que los derechos pueden ser reclamados y otro en el que la existencia legal misma es negada. En la metrópoli, la exclusión puede ser profunda, pero no absoluta: los sujetos aún pueden invocar el derecho. En cambio, del lado colonial de la línea, los excluidos son tratados como ontológicamente inferiores, incluso como no humanos, y por tanto, jurídicamente inexistentes.
La política migratoria de Trump se enraíza en este pensamiento abisal. Su discurso, repleto de términos como "criminal", "animal", "invasor", "depredador", no sólo designaba al otro como amenaza, sino que contribuía a la producción simbólica de una alteridad radical. Esta retórica no era simplemente un recurso político: era una operación epistemológica para inscribir a los migrantes fuera del campo de los derechos. Tal exclusión radical no afecta solo a los migrantes; estructura también la subjetividad de quienes se posicionan del otro lado de la línea. Los partidarios de Trump comenzaron a verse a sí mismos como víctimas de un sistema indulgente con los forasteros, reforzando su identidad a través del antagonismo y la superioridad moral sobre aquellos considerados intrusos.
El caso del trabajador musulmán que, dentro del restaurante, puede reclamar su salario, pero al salir es percibido como amenaza terrorista, ilustra la porosidad aparente de la línea abisal. No es el sujeto quien cambia, sino la forma en que es leído social y políticamente. Esta fluidez expone la arbitrariedad del reconocimiento legal y cómo la ley, lejos de ser neutra, se convierte en un mecanismo que estabiliza relaciones de poder.
La paradoja del sistema migratorio estadounidense es que se presenta como guiado por el Estado de derecho, mientras mantiene prácticas que niegan la existencia jurídica del inmigrante. Esta negación no se expresa solo en la ley escrita, sino en su aplicación, en la retórica que la acompaña, y en los afectos sociales que moviliza. Trump, al fomentar una narrativa de venganza y victimización blanca, convirtió la política migratoria en un teatro de castigo, donde la crueldad no es un error, sino una señal de eficacia.
Durante esos años, el exceso mismo fue parte de la estrategia. La saturación de escándalos, políticas inhumanas y declaraciones incendiarias desbordó la capacidad de análisis colectivo, impidiendo una comprensión estructural de los daños. Se erosionó la noción misma de normalidad democrática, desplazando el umbral de lo aceptable.
Comprender la política migratoria desde la perspectiva del pensamiento abisal obliga a reconocer que no estamos ante fallos aislados del sistema, sino ante una arquitectura intencional de exclusión radical. Esta perspectiva también señala la urgencia de repensar la ley no como herramienta neutral de justicia, sino como campo de lucha donde se disputa quién puede ser considerado sujeto de derecho.
Este análisis exige también reconocer que la línea abisal no es sólo externa ni geográfica. Opera dentro del propio territorio de la metrópoli, en los márgenes internos, sobre cuerpos racializados, sobre trabajadores precarios, sobre solicitantes de asilo y migrantes sin documentos. Lo que está en juego no es sólo la política migratoria, sino la misma idea de ciudadanía, de pertenencia, y de humanidad.
¿Cómo la manipulación política transforma las democracias liberales en regímenes autoritarios?
En la práctica de la manipulación política, las democracias liberales pueden transformarse gradualmente en regímenes autoritarios, bajo la influencia de líderes que desdibujan las fronteras entre el poder del Estado y sus propios intereses. La manipulación de la política estatal no es una novedad en los regímenes autoritarios, pero en las democracias modernas, como la de los Estados Unidos, estos métodos se han incorporado progresivamente al aparato gubernamental. Los ejemplos más claros de esta tendencia pueden observarse en el uso de campañas de desinformación y la explotación del poder ejecutivo para orquestar respuestas estatales de manera que favorezcan los intereses de un líder personalista.
La manipulación del Estado no solo incluye la creación de narrativas controladas que polarizan y mienten al público, sino también la militarización de las fuerzas de seguridad y la instrumentalización de las instituciones públicas para consolidar el poder de un líder, aunque este esté en desacuerdo con las bases democráticas del sistema. Un ejemplo claro de esto es la administración de Donald Trump y su despliegue de fuerzas federales en Washington D.C. y Portland durante las protestas del movimiento Black Lives Matter en 2020, en las que recurrió a la violencia del Estado como una herramienta para su agenda política. Estas intervenciones no solo ilustran una práctica autoritaria sino que también son ejemplos de cómo el poder ejecutivo puede ser utilizado de manera ilegítima, al margen de las normas constitucionales.
A través de la manipulación de los medios de comunicación, Trump y su equipo difundieron narrativas sobre el "terrorismo" y el "desorden" que se atribuían al movimiento de protesta, utilizando para ello tanto las redes sociales como los medios tradicionales conservadores. De esta manera, se crea un clima de temor y polarización que facilita la intervención estatal. En este contexto, la manipulación de las narrativas es esencial para que las autoridades logren un control efectivo de las masas y deslegitimen cualquier forma de resistencia política. Este enfoque, aunque centrado en el ámbito doméstico en el caso de Trump, se encuentra también en el accionar internacional de otros líderes, como Vladimir Putin, quien, a través de tácticas similares, justifica la intervención en territorios ajenos, como ocurrió en la anexión de Crimea en 2014.
El uso del poder presidencial para justificar y aplicar medidas de fuerza, como las órdenes ejecutivas que protegen monumentos y propiedades federales, es otra forma de autoritarismo en acción. Mientras que Putin, en su invasión de Crimea, se apoyó en el histórico autoritarismo ruso para justificar la ocupación como un "rescate humanitario" de la minoría étnica rusa, Trump recurrió a la misma justificación, aunque con una narrativa distinta: la protección de la unidad y el orden en su país. Ambos líderes, aunque en contextos políticos diferentes, recurrieron a la misma táctica de utilizar el miedo como mecanismo para movilizar a sus bases y crear una atmósfera de apoyo popular que legitima el uso de la fuerza.
Es importante comprender que, aunque la manipulación política en los Estados Unidos y Rusia tiene algunas similitudes, las estructuras de poder en ambos países son radicalmente distintas. En los Estados Unidos, la manipulación se enfrenta constantemente a la oposición política, las cortes y el poder militar, lo que limita su alcance. En cambio, en Rusia, la falta de contrapesos democráticos permite a Putin actuar con mayor libertad, manipulando los medios y las instituciones para consolidar su poder y justificar sus acciones sin el mismo nivel de resistencia interna.
Sin embargo, tanto Trump como Putin han mostrado una admiración por el "régimen de hombre fuerte", un modelo de liderazgo que no solo utiliza la manipulación de la información, sino que también favorece la concentración de poder en la figura del líder, minimizando o incluso desmantelando las instituciones que podrían actuar como frenos a ese poder. Este fenómeno de concentración de poder ha sido históricamente uno de los pilares del autoritarismo, y es precisamente en la manipulación de las democracias liberales donde radica su mayor peligro.
A través de su estilo de liderazgo, Trump ha demostrado cómo las debilidades inherentes a las democracias liberales pueden ser explotadas, incluso por un presidente que se presenta como una figura externa a las instituciones tradicionales del poder. La creciente concentración de poder en la presidencia de los Estados Unidos, fenómeno ya identificado como la "presidencia imperial", se ha acentuado bajo su mandato, y en muchas ocasiones se ha legitimado en el discurso público como una forma de restaurar el orden, sin tener en cuenta las consecuencias a largo plazo para la salud democrática de la nación.
De esta manera, la manipulación estatal no es solo una cuestión de política interna o de la relación entre el gobierno y la oposición; es una cuestión que afecta profundamente las bases de la democracia misma, ya que permite que se erosionen los principios fundamentales de la justicia, la libertad y el control del poder. Los ejemplos de Trump y Putin demuestran que, cuando los líderes son capaces de controlar la narrativa y las instituciones del poder de manera tan absoluta, el daño a la democracia se vuelve estructural y mucho más difícil de revertir.
Es crucial, por lo tanto, que los ciudadanos y los sistemas políticos en las democracias modernas reconozcan la importancia de proteger las instituciones democráticas y los valores de libertad y justicia, a fin de evitar que este tipo de manipulación se convierta en un fenómeno generalizado. La resistencia a la concentración de poder y a la manipulación de la información debe ser una prioridad para salvaguardar el futuro de cualquier sistema democrático.
¿Cómo la manipulación política y la ocupación militar definen el gobierno autocrático moderno?
En 2016, se dio inicio a una serie de intervenciones políticas y defensivas que emanaban directamente de la oficina de Putin, algunas explícitas, otras admitidas tras la anexión de Crimea y otras más reconocidas un año después. Aunque Putin justificaría posteriormente la toma de Crimea como una misión "humanitaria", inicialmente negó la presencia de soldados rusos en la península (Schreck, 2019). Unos 16,000 hombres fuertemente armados y enmascarados, portando armas rusas y uniformes de combate rusos sin insignias identificativas, se dispersaron por la región en camiones con matrículas rusas (Synovitz, 2014). A diferencia de los agentes federales agresivos de Trump, estos eran los llamados "hombrecillos verdes", una expresión acuñada por los locales para describir a estos soldados anónimos. Putin inicialmente afirmó que no se trataban de soldados rusos, sino de "unidades locales de autodefensa" encargadas de resistir la amenaza de ultranacionalistas ucranianos hacia los rusohablantes de Crimea (Putin, 2014). No fue sino hasta casi un año después que admitió oficialmente que estos hombres eran fuerzas especiales del Departamento Principal del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas Rusas (Spetsnaz GRU) y una mezcla de otras tropas del ejército.
Estos soldados anónimos representaban una "fuerza militar pura, desnuda", como describe Alexei Yurchak (2014), diseñada para ser "anónima y, sin embargo, reconocida por todos, para ser educada y a la vez aterradora, para ser identificada como el Ejército Ruso y, sin embargo, ser diferente del Ejército Ruso". Era una tecnología política, una ocupación militar con una plausible negación, una misión "humanitaria" destinada a manipular las percepciones y emociones de los rusohablantes en Ucrania, así como las de la opinión pública global, de acuerdo con los deseos del líder ruso. El 1 de marzo de 2016, el parlamento ruso aprobó oficialmente la solicitud de Putin para enviar tropas a Ucrania para proteger a la minoría rusa allí. Para ese momento, las tropas misteriosas ya habían tomado puntos estratégicos como el edificio del parlamento de Crimea, bases militares ucranianas y aeropuertos en Simferópol y Sebastopol. Luego, las tropas impusieron a un líder prorruso "de manera pacífica", aunque a punta de pistola, y lo obligaron a anunciar un referéndum sobre la secesión de Ucrania para el 16 de marzo. En las vallas publicitarias y otros carteles aparecieron imágenes, algunas con una esvástica y una bandera rusa lado a lado dentro de los contornos de Ucrania, enmarcando la decisión en términos lógicos apropiados para el inicio de una guerra civil: un voto por Rusia o un voto por los fascistas. Después de lo que muchos observadores, incluidos los del Consejo Presidencial para la Sociedad Civil y los Derechos Humanos de la Federación Rusa, calificaron como un voto falsificado, Crimea declaró su independencia y solicitó formalmente convertirse en parte de la Federación Rusa (Coynash, 2014). El 17 de marzo, Putin firmó un decreto reconociendo a Crimea como un estado independiente, abriendo el camino para su anexión, que culminó al día siguiente con la firma del Tratado de Adhesión de la República de Crimea a Rusia.
A pesar de que los medios occidentales expusieron las tácticas de Putin, su anexión de la región fue apoyada por una mayoría absoluta de rusos, incluso por aquellos que no eran sus seguidores. Una encuesta reciente muestra que "el 94 por ciento de los encuestados que aprueban las actividades de Vladimir Putin apoyan la anexión" y, más importante aún, "entre aquellos que no aprueban las actividades del presidente, el apoyo a la anexión es del 75 por ciento" (Levada Center Polling Agency, 2021). Sin embargo, el apoyo generalizado del público se combinó con un control estricto de la narrativa. Hubo persecuciones penales de periodistas que insistían en que Crimea no era parte de Rusia; fueron acusados de violar la "integridad territorial de la Federación Rusa" (Amnistía Internacional, 2017). Miembros de partidos de oposición y otros innumerables individuos también fueron encarcelados por criticar la invasión y ocupación rusa. La narrativa de Putin, junto con su hábil manipulación estatal, silenciaron aún más a la oposición y le permitieron avanzar con su agenda de asegurar activos militares y reclamar los derechos históricos de Rusia sobre la región.
Al comparar a Putin y Trump, se revelan valiosas perspectivas sobre el funcionamiento de la corrupción autocrática. En los ámbitos políticos de ambos países, los principales líderes trabajaron discursivamente y materialmente para promover esferas de pertenencia rígidas. Ambos se posicionaron en el núcleo de lo que narraban como una lucha titánica, al tiempo que se eximían de responsabilidad por la división, confusión y episodios violentos, que afectaron a ciertos grupos pero no a otros, y que ellos mismos orquestaron casi en su totalidad a través de sus fieles seguidores. Tanto Trump como Putin ofrecen una visión reveladora de las estrategias autocráticas en acción. Las tácticas manipulativas de Trump durante las protestas del BLM ofrecieron una perspectiva sobre un sistema político estadounidense que quizás no se creía tan maleable, ni tan plagado de resquicios legales susceptibles de ser explotados. Lo que antes se consideraba como ideas marginales y extremistas propias de gobiernos autocráticos como el de Putin en Rusia, fueron adoptadas por Trump a través de prácticas de manipulación estatal.
Las acciones unilaterales de Trump para ganar favores con una base derechista, retorciendo la interpretación de los hechos a través de campañas de desinformación para justificar tácticas represivas de policía, fueron estrategias conscientes que lograron éxitos. La estrategia se normalizó y se aplicó injustamente. Este es un material que pertenece al manual de los autócratas.
La manipulación estatal emergente representa un conjunto de prácticas políticas estratégicas que tienen como objetivo avanzar los intereses del líder. Estas prácticas distorsionan la comprensión pública de los hechos, con el objetivo de establecer agendas institucionalizadas que trabajen en contra de la oposición, en momentos de crisis, para avanzar en programas profundamente iliberales. Ejecutada por un ejecutivo, la manipulación estatal frecuentemente depende de la movilización del miedo, donde las campañas de desinformación que vilifican a la oposición pueden sentar las bases para la explotación de los poderes ejecutivos, orquestando respuestas estatales que legitiman intervenciones políticas violentas. La manipulación estatal se convirtió en una práctica común durante la presidencia de Trump, una parte integral de la corrupción autocrática de los poderes ejecutivos que ganó fuerza durante su mandato.

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