Las protestas de "Black Lives Matter" (BLM) son un fenómeno global que se ha expandido más allá de las fronteras de los Estados Unidos, conectando las luchas de las poblaciones negras y no blancas en diversas partes del mundo. A pesar de sus orígenes en el contexto estadounidense, donde la violencia policial contra los afroamericanos se convirtió en un motor de acción colectiva, las movilizaciones por la justicia racial y contra la discriminación han tocado una fibra sensible en otras naciones que luchan con sus propias formas de opresión. El BLM resuena, por ejemplo, con la memoria histórica de las dictaduras en América Latina, las luchas indígenas en Brasil, y las tensiones interraciales en Europa, reflejando una necesidad compartida de visibilidad y cambio estructural.

El análisis de este movimiento no puede desvincularse de una mirada crítica a la estructura política y económica del capitalismo global. En un sistema donde las élites económicas y políticas tienen un control creciente sobre los medios de comunicación y la narrativa social, los movimientos como BLM se enfrentan a una oposición feroz que utiliza discursos populistas y autoritarios para deslegitimar sus demandas. En muchos casos, la respuesta institucional ante las protestas ha sido la criminalización y la desinformación, una táctica utilizada para preservar el statu quo y proteger los intereses de las élites económicas y políticas que se benefician de las desigualdades raciales y económicas.

Brasil, como ejemplo, se encuentra en un momento crucial de su historia, donde el discurso populista de figuras como Jair Bolsonaro ha exacerbado las tensiones raciales y sociales. A través de su retórica polarizante, Bolsonaro ha logrado movilizar a amplios sectores de la sociedad brasileña, pero también ha intensificado la resistencia de los movimientos sociales que luchan contra el racismo sistémico y la violencia estatal. En este contexto, las protestas no solo buscan una respuesta a la brutalidad policial, sino también una reforma profunda de las estructuras de poder que perpetúan la exclusión social.

Es esencial entender que las manifestaciones de BLM y otros movimientos similares no solo buscan justicia por casos específicos de violencia, sino que también cuestionan las bases mismas del sistema político y económico que permite que tales violaciones de derechos humanos ocurran en primer lugar. Las luchas por la equidad racial están intrínsecamente vinculadas con las luchas por la justicia social y económica, pues ambas están fundamentadas en una crítica al capitalismo y la globalización neoliberal, que exacerban las desigualdades entre las clases sociales y las razas.

Además, el fenómeno de las protestas no debe entenderse solo como una reacción ante el racismo individual o la violencia policial. Estas movilizaciones reflejan una desconfianza creciente en las instituciones tradicionales, desde la policía hasta el gobierno, que se perciben como cómplices de un sistema injusto. El auge de los movimientos antiautoritarios, que rechazan las estructuras jerárquicas de poder, ha sido clave en la expansión de estas protestas. Este rechazo no se limita a las autoridades nacionales, sino que también se extiende a las corporaciones multinacionales que contribuyen al mantenimiento de un sistema de desigualdad y explotación.

Es también fundamental abordar la naturaleza de la protesta misma, que ha adoptado formas digitales y descentralizadas en la era de las redes sociales. Los movimientos de justicia racial utilizan las plataformas digitales no solo para organizar y movilizar, sino también para visibilizar las historias de violencia y opresión que a menudo son ignoradas por los medios tradicionales. Esta forma de participación activa ha permitido que las protestas trasciendan las fronteras nacionales, conectando causas locales con un contexto global.

Por último, el reto que enfrentan estas movilizaciones es la construcción de un discurso que no solo sea inclusivo, sino que también sea capaz de transformar las estructuras de poder subyacentes. La lucha por la justicia racial, en su forma más radical, no solo busca reformas puntuales, sino una transformación del orden económico y social que ha perpetuado la marginalización de las poblaciones negras y no blancas a nivel mundial. Sin este cambio estructural, las protestas y movilizaciones podrían perder su fuerza transformadora, limitándose a un acto simbólico de resistencia.

¿Cómo influyó la administración Trump en el sistema de asilo y la justicia migratoria?

La administración de Donald Trump llevó a cabo un enfoque profundamente ideológico y perjudicial en sus políticas migratorias, con un impacto devastador en las solicitudes de asilo. Desde su inicio, el gobierno Trump intentó transformar un sistema ya de por sí injusto en uno aún más excluyente, con el objetivo de reducir drásticamente la cantidad de asilo otorgado a aquellos que huían de la violencia y la persecución. A través de una serie de decisiones y medidas, se buscó presentar a los solicitantes de asilo no como víctimas de crisis humanitarias, sino como criminales o peligrosos invasores, reforzando la xenofobia y el racismo institucional en las políticas migratorias.

En 2019, el sistema de asilo en Estados Unidos sufrió un golpe monumental con la implementación de decisiones que consideraban fraudulentas o ilegítimas las reclamaciones de asilo, lo que resultó en una drástica disminución de las tasas de concesión. De acuerdo con Human Rights First, la tasa promedio de concesión de asilo para solicitantes de Guatemala, Honduras y El Salvador cayó un 50% respecto al año fiscal 2016, alcanzando niveles históricamente bajos. Esta disminución se vio reflejada en los tribunales de inmigración, donde la tasa de concesión de asilo para 2020 fue del 27%, un descenso del 37% respecto al año fiscal 2016.

Una de las principales estrategias de la administración Trump fue desmantelar los precedentes legales que favorecían a los solicitantes de asilo, convirtiendo lo que debería haber sido un sistema de protección humanitaria en una serie de obstáculos legales y administrativos. Los fiscales generales bajo su mando, como Jeff Sessions, no solo atacaron la legitimidad del sistema de asilo, sino que también manipularon la estructura de los tribunales de inmigración, reduciendo la independencia y la equidad de los jueces. Sessions, en particular, llegó a acusar a abogados de inmigración de alentar a los solicitantes a presentar reclamaciones falsas de asilo, contribuyendo a la deslegitimación del proceso.

El control ejercido sobre la Oficina Ejecutiva de Revisión de Inmigración (EOIR) y la promoción de jueces con una fuerte tendencia a denegar solicitudes de asilo también tuvo consecuencias profundas. En el caso de los jueces promovidos al Comité de Apelaciones de Inmigración (BIA) durante la administración Trump, se observó que la gran mayoría de estos tenían tasas de rechazo de asilo superiores al 90%, lo que llevó a una concentración de poder en manos de un grupo ideológicamente sesgado que, en muchos casos, actuaba en contra de las normas y principios de imparcialidad y justicia que deberían regir el sistema judicial.

Además de las maniobras políticas para modificar la composición de los tribunales de inmigración, la administración Trump también impuso cuotas de rendimiento a los jueces. Se les exigía completar al menos 700 casos de deportación al año para recibir una evaluación “satisfactoria”. Esta presión por cumplir con cuotas limitaba aún más la capacidad de los jueces para otorgar a los solicitantes de asilo el tiempo y los recursos necesarios para presentar adecuadamente sus casos, y los obligaba a elegir entre la justicia y el cumplimiento de un sistema que valoraba la rapidez sobre la equidad.

El impacto de estas políticas no se limitó a las víctimas directas de las deportaciones. La deslegitimación del derecho de asilo y el trato a los solicitantes como “ilegales” o “criminales” contribuyó al creciente clima de hostilidad hacia los inmigrantes en la sociedad estadounidense. Las políticas de Trump transformaron el derecho de asilo, históricamente un pilar de la protección internacional, en una herramienta de exclusión y marginación, profundizando aún más las divisiones sociales en el país.

La administración de Trump no solo desmanteló protecciones legales fundamentales, sino que también modificó radicalmente el marco normativo bajo el cual se gestionaban las solicitudes de asilo, convirtiendo el proceso en un trámite cargado de prejuicios y sesgos ideológicos. En lugar de basarse en hechos, pruebas y principios legales, las decisiones migratorias bajo este gobierno se fundamentaron en el temor, el racismo y la xenofobia, lo que resultó en la violación sistemática de los derechos humanos de los solicitantes de asilo.

Este enfoque hacia la inmigración no era completamente nuevo. Desde hace décadas, las leyes migratorias en Estados Unidos han estado marcadas por prejuicios raciales y xenofóbicos, pero la administración Trump llevó estos elementos a un nivel extremo. No solo se buscaba la expulsión de inmigrantes, sino la construcción de una línea abismal, como lo expresó el teórico político Roberto Santos, entre los que eran considerados “dignos” de protección y los que, en la ideología oficial, eran vistos como una amenaza para la nación. Esta visión distorsionada del “otro” como un enemigo de la sociedad fue central para justificar políticas de exclusión masiva.

Es esencial entender que, más allá de la implementación de políticas migratorias extremadamente restrictivas, la administración Trump buscó alterar la esencia misma del derecho internacional y los principios básicos de justicia que deberían proteger a los migrantes. La indiferencia del gobierno hacia el derecho y los hechos se tradujo en la creación de un sistema legal donde la injusticia era la norma, y la protección de los derechos humanos, un ideal cada vez más lejano.