En pacientes con shock séptico, acidemia metabólica grave (pH < 7.2) y lesión renal aguda (AKI) (puntuación AKIN 2 o 3), el bicarbonato de sodio (NaHCO3) puede ser administrado en dosis de 75-125 ml de NaHCO3 al 8,4% durante 30 minutos, con un máximo de 500 ml en 24 horas. Sin embargo, es importante destacar que el bicarbonato no debe ser utilizado para mejorar la hemodinamia ni reducir la necesidad de vasopresores. En su lugar, se deben emplear otras estrategias terapéuticas para manejar la inestabilidad hemodinámica y prevenir el deterioro renal.
La terapia de reemplazo renal, ya sea continua o intermitente, se utiliza para tratar la AKI. En cuanto a la profilaxis de tromboembolismo venoso (VTE), se recomienda heparina de bajo peso molecular en lugar de heparina no fraccionada como medida preventiva, ya que ha demostrado ser más efectiva y menos propensa a complicaciones. Además, la profilaxis mecánica no debe ser añadida a la profilaxis farmacológica en estos casos.
Es crucial reconocer los signos del shock séptico lo antes posible. En este contexto, la terapia respiratoria debe ser iniciada con una cánula nasal de alto flujo, y el uso de procalcitonina es recomendable para decidir cuándo comenzar la terapia antibiótica. El uso de vasopresores debe mantenerse en un nivel adecuado para asegurar que la presión arterial media (MAP) se mantenga por encima de 65 mmHg, lo que es fundamental para garantizar una perfusión adecuada de los órganos vitales.
El shock séptico se reconoce por una presión arterial sistólica inferior a 90 mmHg, frecuencia cardíaca superior a 130 latidos por minuto y un aumento en la frecuencia respiratoria mayor a 25 respiraciones por minuto. En estos pacientes, la administración de antibióticos debe iniciarse lo antes posible, idealmente dentro de la primera hora tras el diagnóstico.
Cuando se utilizan vasopresores, si la dosis supera los 0,25 mcg/kg/min, se debe considerar el uso de inmunoglobulina intravenosa (IVIg), especialmente en pacientes con infecciones resistentes como el MRSA. El seguimiento cercano es necesario, dado que el uso prolongado de vasopresores puede llevar a complicaciones adicionales, como daño orgánico irreversible. Además, se recomienda el uso de nutrición enteral temprana en las primeras 72 horas de tratamiento, ya que esto mejora la recuperación general del paciente.
En cuanto a la gestión de la embolia pulmonar aguda (EPA), el diagnóstico en pacientes hemodinámicamente estables debe basarse en puntuaciones como la de Wells o la Ginebra, en combinación con los niveles de D-dímero. En aquellos con alta probabilidad de EPA, la tomografía computarizada (CTPA) es el método diagnóstico preferido, mientras que en pacientes con inestabilidad hemodinámica, se recomienda la ecocardiografía bedside o la CTPA de emergencia, según la disponibilidad y las circunstancias clínicas. Si se sospecha de una EPA, y la función del ventrículo derecho (RV) es normal, la embolia pulmonar como causa del shock puede ser descartada.
El tratamiento de la EPA depende del riesgo de mortalidad del paciente. Los pacientes con inestabilidad hemodinámica se consideran de alto riesgo y deben ser tratados con anticoagulantes intravenosos, como la heparina, junto con la reperfusión primaria, que puede realizarse mediante trombólisis sistémica o embolectomía quirúrgica si la trombólisis está contraindicada. En pacientes de riesgo intermedio alto, la terapia de reperfusión debe ser considerada si la inestabilidad persiste o si hay signos de disfunción del RV o biomarcadores cardíacos elevados. Por otro lado, los pacientes de bajo riesgo pueden ser tratados con anticoagulantes orales y dados de alta a casa si tienen el soporte adecuado.
Es esencial realizar una estratificación adecuada del riesgo de mortalidad en los pacientes con EPA. La evaluación del riesgo debe incluir puntuaciones como el sPESI, la función del RV y los biomarcadores cardíacos (troponina o BNP). La combinación de estos factores ayudará a determinar el tratamiento más adecuado, y si es necesario, la admisión en unidades de cuidados intensivos o el uso de anticoagulantes en régimen hospitalario.
Además, una adecuada intervención nutricional y la optimización de la función renal deben ser considerados en pacientes críticos. La terapia antimicrobiana debe ajustarse constantemente según los cultivos y los resultados de los estudios microbiológicos, mientras que la toma de decisiones clínicas debe ser flexible, basada en la respuesta del paciente a las intervenciones.
¿Cómo la terapia de nutrición influye en el manejo de pacientes críticos?
La nutrición clínica en pacientes críticos es un aspecto fundamental en su tratamiento y recuperación, especialmente en las unidades de cuidados intensivos (UCI), durante la fase post-UCI y en la convalecencia a largo plazo. La relevancia de la nutrición no solo radica en la provisión de calorías y nutrientes esenciales, sino también en cómo se adapta a las necesidades fisiológicas y metabólicas del paciente a lo largo de su estancia crítica.
Existen directrices internacionales que abogan por un enfoque sistemático y adaptado al paciente crítico. Según la Sociedad de Medicina Crítica y la Sociedad Americana para la Nutrición Parenteral y Enteral (A.S.P.E.N.), es esencial ajustar la terapia de nutrición al estado de salud y la condición clínica de cada paciente, lo que puede incluir tanto nutrición enteral como parenteral. El apoyo nutricional es crítico no solo para mantener el equilibrio energético, sino también para prevenir complicaciones secundarias como la pérdida de masa muscular, la inmunosupresión y la disfunción de órganos.
En la práctica, las recomendaciones varían según la fase de la enfermedad y las características clínicas del paciente. Durante la fase inicial en la UCI, la terapia nutricional debe centrarse en la estabilización del paciente y la prevención de la malnutrición, lo que se logra a través de la administración temprana de nutrientes, generalmente por vía enteral, siempre que sea posible. En casos donde la nutrición enteral no sea viable, la nutrición parenteral se considera una opción adecuada, especialmente si la ingesta de alimentos no es suficiente para cubrir las necesidades energéticas y proteicas.
Los estudios actuales, como los de van Zanten et al. (2019), enfatizan la importancia de un manejo individualizado y dinámico de la nutrición, considerando la evolución del paciente. Por ejemplo, en fases críticas, las demandas metabólicas del cuerpo aumentan, lo que requiere ajustes en la cantidad y composición de la dieta. Además, el monitoreo constante de parámetros como el balance nitrogenado, la glucosa y los electrolitos es crucial para evitar desequilibrios metabólicos que puedan empeorar el estado del paciente.
Una de las claves en la nutrición de pacientes críticos es la terapia nutricional temprana, como recomienda el protocolo de ESPEN (2023). Esta intervención temprana tiene efectos protectores en la función inmunológica y reduce el riesgo de infecciones, uno de los mayores desafíos en el tratamiento de pacientes en estado crítico. La evidencia también sugiere que un adecuado aporte de proteínas y calorías puede mejorar la recuperación funcional y reducir la mortalidad a largo plazo.
La nutrición no solo juega un papel en la estabilización y recuperación física del paciente, sino también en su bienestar psicológico. En muchas ocasiones, los pacientes críticos enfrentan largos periodos de incertidumbre y sufrimiento, por lo que el soporte nutricional adecuado puede ser un factor que también contribuye a mantener su estado mental y emocional, ayudando a prevenir complicaciones asociadas a la desnutrición severa, como la delirio y la ansiedad.
Es importante recordar que la implementación de un plan nutricional debe basarse en un enfoque multidisciplinario. Médicos intensivistas, dietistas clínicos y enfermeros deben colaborar estrechamente para garantizar que se logre el equilibrio entre los requerimientos nutricionales y las condiciones clínicas del paciente. Esta cooperación es esencial para ofrecer un cuidado integral que cubra todas las dimensiones de la salud del paciente.
El seguimiento post-UCI y en la fase de convalecencia es igualmente crucial. Aunque el paciente pueda salir de la UCI, los efectos a largo plazo de la enfermedad crítica, la intervención quirúrgica o las complicaciones asociadas pueden persistir. La nutrición en esta fase debe ser diseñada para asegurar una recuperación completa, prevenir la pérdida de masa muscular y fortalecer el sistema inmunológico debilitado. La fase de convalecencia puede implicar una adaptación gradual a dietas menos invasivas, pero aún así ricas en nutrientes esenciales, con un seguimiento continuo para ajustar las necesidades nutricionales.
Además de la simple administración de nutrientes, los avances en la comprensión de los mecanismos fisiológicos subyacentes durante la enfermedad crítica han revelado la importancia de una personalización aún mayor en la terapia nutricional. Esto incluye ajustar la ingesta de macronutrientes (proteínas, carbohidratos y grasas), micronutrientes (vitaminas y minerales), y otros factores como los ácidos grasos esenciales y los antioxidantes. Un manejo adecuado de estos componentes puede optimizar la recuperación de la función orgánica y reducir la tasa de complicaciones post-UCI.
Es relevante comprender que el tipo de soporte nutricional, su momento de implementación y su ajuste durante el tratamiento deben basarse no solo en los parámetros clínicos de cada paciente, sino también en la evolución de la enfermedad. La capacidad del cuerpo para absorber nutrientes, el metabolismo y la respuesta inmunológica deben ser monitoreados de manera constante, ya que cualquier cambio puede requerir ajustes rápidos en el régimen nutricional.
Diagnóstico y manejo del síndrome coronario agudo en pacientes con bloqueo de rama izquierda y otros escenarios complejos
El diagnóstico de la isquemia miocárdica en pacientes con bloqueo de rama izquierda (BRI) requiere un enfoque minucioso, ya que el BRI dificulta la interpretación convencional del electrocardiograma (ECG). En estos casos, la elevación del segmento ST, junto con otras manifestaciones atípicas, puede ser un desafío diagnóstico, ya que el BRI puede enmascarar o simular signos típicos de isquemia. Cuando se sospecha de isquemia miocárdica, el paciente puede necesitar una angiografía urgente para descartar la presencia de una obstrucción coronaria significativa, especialmente en la arteria coronaria principal izquierda, la cual puede manifestarse con un ECG anómalo, como la depresión del segmento ST en ocho o más derivaciones superficiales, por ejemplo, en las derivaciones inferolaterales con elevación de ST en aVR y/o V1.
En la insuficiencia coronaria aguda, es esencial identificar el patrón del ECG para distinguir entre un síndrome coronario agudo, como el infarto de miocardio con elevación del ST (STEMI) o un infarto de miocardio sin elevación del ST (NSTEMI). En el caso del STEMI, se observan características específicas en el ECG, como la elevación del segmento ST en al menos dos derivaciones anatómicas contiguas, excluyendo V2-V3. También, si se presenta elevación en V2-V3, esta debe ser mayor de 2,5 mm en hombres menores de 40 años y superior a 2,0 mm en hombres mayores de 40 años. Para las mujeres, se considera una elevación de ST mayor a 1,5 mm en cualquier edad.
El diagnóstico de STEMI también puede incluir la inversión profunda y simétrica de las ondas T (signo de Wellens), que se asocia con una estenosis crítica de la arteria descendente anterior izquierda (LAD). Este patrón es de particular importancia en la identificación de pacientes con alto riesgo de insuficiencia coronaria y debe ser evaluado con cuidado en el contexto de un infarto reciente o inminente. En algunos casos, es posible observar una elevación concordante del segmento ST en más de 1 mm en cualquier derivación, lo que indicaría la presencia de un STEMI incluso en un paciente con BRI o marcapasos.
La intervención precoz en el manejo de STEMI es crucial, ya que la reperfusión temprana mejora significativamente el pronóstico del paciente. Las estrategias de reperfusión incluyen la intervención coronaria percutánea primaria (PCI), que es la terapia preferida si se puede realizar dentro de los 120 minutos de diagnóstico de STEMI. Si no es posible realizar la PCI en este tiempo, se recomienda la fibrinolisis, siempre que no haya contraindicaciones. Si la fibrinolisis falla, la PCI de rescate debe realizarse inmediatamente. Los criterios para considerar un fracaso de la fibrinolisis incluyen una resolución del segmento ST menor al 50% a los 60-90 minutos o la presencia de inestabilidad hemodinámica, arritmias eléctricas o isquemia en curso.
Es importante destacar que los pacientes con un inicio de síntomas dentro de las primeras 48 horas deben ser considerados para una estrategia de PCI primaria si presentan signos de isquemia miocárdica persistente, insuficiencia cardíaca o arritmias amenazantes para la vida. Sin embargo, los pacientes estables y asintomáticos, a pesar de un diagnóstico reciente de STEMI, no requieren PCI rutinaria en este período.
El tratamiento médico durante el STEMI incluye el uso de agentes antitrombóticos como los anticoagulantes y antiplaquetarios, cuya combinación varía según la estrategia de reperfusión seleccionada. Además, el tratamiento con betabloqueantes intravenosos puede ser beneficioso en pacientes que reciben PCI primaria, siempre que no presenten signos de insuficiencia cardíaca aguda. El uso de nitratos intravenosos es útil en pacientes con hipertensión o insuficiencia cardíaca, pero debe evitarse en presencia de infarto de ventrículo derecho o en aquellos que hayan tomado inhibidores de la fosfodiesterasa tipo 5 en las últimas 48 horas.
Por otro lado, la terapia con estatinas es fundamental para el manejo a largo plazo, con un objetivo de LDL-C menor de 1,8 mmol/L (70 mg/dL). Los inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina (ACE) o los bloqueadores del receptor de angiotensina II (ARB) son recomendados, especialmente en pacientes con insuficiencia cardíaca, disfunción sistólica del ventrículo izquierdo, diabetes o infarto anterior. En aquellos pacientes que no toleran los ACE, los ARB, como el valsartán, son una opción alternativa.
Para el infarto de miocardio sin elevación del ST (NSTEMI), el diagnóstico depende de la persistencia del dolor torácico o síntomas de isquemia, junto con un ECG que muestre depresión del segmento ST > 0,5 mm en dos derivaciones contiguas o inversión de ondas T > 1 mm en dos derivaciones contiguas. Además, los niveles de troponina son fundamentales para el diagnóstico, y su medición rápida a través de algoritmos de 0/1 hora o 0/2 horas permite clasificar a los pacientes en grupos de alto o bajo riesgo, determinando si es necesario un enfoque invasivo inmediato o una estrategia de manejo conservador.
El manejo del NSTEMI incluye una terapia médica similar a la del STEMI, con el uso de antitrombóticos, betabloqueantes, nitratos y estatinas, adaptada al perfil clínico del paciente. En cuanto a la intervención invasiva, la angiografía coronaria debe realizarse de manera temprana (en menos de 24 horas) en pacientes de alto riesgo, y se debe considerar de forma selectiva en aquellos con riesgo bajo.
Además, la combinación de anticoagulantes y antiplaquetarios varía dependiendo de la estrategia de reperfusión elegida. La integración de estos fármacos, en conjunto con la intervención percutánea o fibrinolítica, juega un papel crucial en la reducción de la mortalidad y la mejora de la función ventricular postinfarto.
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