El concepto de decadencia urbana, especialmente en las ciudades del Rust Belt de Estados Unidos, no puede entenderse únicamente como el producto inevitable de la desindustrialización. El análisis de estos espacios urbanos, como Detroit y sus homólogos, revela un entramado mucho más profundo, uno que está marcado por la reacción racial y la construcción social de la “blancura”. A menudo, cuando se habla de la pérdida de industria y la transformación de estas ciudades, se omite que esta pérdida no es solo económica, sino también política y racial.

Desde la post-Guerra Civil hasta la segunda mitad del siglo XX, las estructuras de poder en Estados Unidos lograron consolidar la división de clases y razas, de tal forma que la "identidad blanca" se convirtió en un ancla fundamental para la cohesión social, incluso entre los pobres. Aunque los marxistas europeos a menudo argumentan que los blancos pobres exhiben una “falsa conciencia” al alinear sus intereses con los de las élites plutocráticas, esta interpretación no da cuenta de la fuerza psíquica que tiene la pertenencia a la raza blanca. Las personas blancas, especialmente en el sur, no solo rechazaron la cooperación con sus pares negros, sino que en muchos casos se alinearon con las políticas más racistas y segregacionistas, viendo en su “blancura” una ventaja superior, incluso a costa de su bienestar material.

Este fenómeno se intensifica al observar cómo las ciudades del Rust Belt, como Detroit, no son simplemente testigos de la desaparición industrial. Son, en gran medida, productos de una estrategia política que ha usado su declive como una herramienta para manipular y consolidar un electorado resentido. A través de la representación de estas ciudades en crisis, los líderes conservadores han podido enmascarar luchas sociales y económicas más complejas, utilizando la imaginería de la decadencia urbana como una excusa para justificar políticas racistas y anti-ciudadanas. Esta “otherización” de las ciudades negras e industriales no solo facilitó el desplazamiento de personas y capital, sino que también proporcionó una justificación para imponer limitaciones a la autonomía local, favoreciendo políticas que deprived a las comunidades de recursos vitales.

En este contexto, el retroceso de los derechos civiles durante la segunda mitad del siglo XX, desde los escasos avances de la desegregación hasta la más reciente resurgencia de la retórica política de derecha, puede entenderse como una respuesta directa a las amenazas percibidas contra el statu quo racial. Los avances en los derechos civiles, aunque incrementales, desataron un furioso retroceso, alimentado por una mezcla de violencia explícita y políticas "a ciegas al color" que sirvieron como una forma de neutralizar la amenaza de la integración.

La reciente explosión de figuras como Donald Trump, que no solo explotaron, sino que intensificaron estos sentimientos raciales, revela lo profundamente arraigada que está la reacción racial en la estructura de la sociedad estadounidense. La habilidad de Trump para capitalizar esta tensión, y la aceptación de su discurso por grandes sectores de la población, no es solo una muestra de su habilidad como orador, sino de cómo las emociones raciales no solo permanecen vivas, sino que se reconfiguran para seguir funcionando como una palanca política poderosa.

Entender las ciudades del Rust Belt como meros vestigios de la desindustrialización es simplificar la complejidad de la historia. Estas ciudades, con su desolación visible y su falta de recursos, no son solo el resultado de fuerzas económicas; son también símbolos de un profundo resentimiento racial que ha sido cultivado por generaciones. Este resentimiento no solo se refleja en el voto de las clases blancas empobrecidas, sino que también se traduce en la continua desinversión y privación de las mismas ciudades que, en otro contexto, podrían haber sido símbolos de progreso y modernidad. El destino de estas ciudades no es solo un reflejo de la economía global, sino una manifestación de la violencia racial y política que ha marcado, y sigue marcando, la historia de Estados Unidos.

¿Cómo afectan los planes de "Rightsizing" a las ciudades en declive como Detroit?

El concepto de "rightsizing", o ajuste de tamaño urbano, se ha convertido en una estrategia clave para muchas ciudades de los Estados Unidos que atraviesan un periodo de declive urbano y demográfico, particularmente en lo que se conoce como el “Rust Belt” o Cinturón de Óxido. Este enfoque se centra en reducir la huella urbana para adaptarse a una población en disminución, optimizando los recursos y ofreciendo nuevas oportunidades para el uso del suelo. En este contexto, los planes de "rightsizing" buscan rediseñar y reestructurar las ciudades a través de la demolición de áreas residenciales vacías, la recuperación ecológica de terrenos y la generación de nuevas formas de uso del espacio. Sin embargo, la ejecución de estos planes enfrenta grandes desafíos, tanto en términos de financiación como de impacto social y político.

Uno de los ejemplos más emblemáticos de la aplicación del "rightsizing" en Estados Unidos es Detroit, un caso de estudio que refleja las complejidades y contradicciones inherentes a este tipo de iniciativas. En Detroit, la ciudad ha experimentado una drástica disminución de su población durante las últimas décadas, lo que ha dejado grandes áreas urbanas deshabitadas y sumidas en el deterioro. Para enfrentar este reto, se crearon dos documentos clave: Detroit Future City y Every Neighborhood Has a Future. Aunque estos documentos no son oficialmente parte del plan maestro de la ciudad, han jugado un papel central en el futuro urbanístico de Detroit, ya que proponen un enfoque innovador para transformar la ciudad.

Detroit Future City es un plan de desarrollo integral que se presentó en diciembre de 2012 tras un proceso de consultas que involucró a miles de ciudadanos. A lo largo de este proceso, la ciudad recopiló más de 70,000 respuestas a encuestas y mantuvo más de 30,000 conversaciones con los residentes para definir un camino hacia la revitalización. Una de las propuestas más radicales de este plan fue la designación de grandes áreas de la ciudad como “zonas ecológicas de innovación” o “zonas productivas de innovación”. Estas áreas, que ocupan aproximadamente el 20% del territorio de Detroit, se destinarían a actividades como la agricultura comercial a gran escala o la restauración de ecosistemas urbanos, con el objetivo de generar un impacto positivo tanto en el medio ambiente como en la calidad de vida de los residentes.

Sin embargo, un aspecto crucial del plan es su enfoque sobre el desplazamiento de los residentes, un tema que históricamente ha estado asociado con los esfuerzos de renovación urbana en el pasado. Detroit Future City promete que todos aquellos residentes que deseen quedarse podrán hacerlo, garantizando que las áreas más vacías de la ciudad seguirán recibiendo servicios básicos. No obstante, el concepto de "innovación ecológica", que implica la retirada de la urbanización en grandes porciones de la ciudad, plantea serias dudas sobre cómo evitar el desplazamiento. Si la infraestructura urbana se reduce, pero los servicios se mantienen para los pocos residentes restantes, la pregunta sobre la viabilidad de este modelo sigue sin respuesta clara.

Por otro lado, el informe Every Neighborhood Has a Future, publicado en mayo de 2014 por la Detroit Blight Removal Task Force, se centra específicamente en la demolición de edificios y la limpieza de terrenos. Esta iniciativa busca restaurar el orden en áreas de la ciudad afectadas por el abandono, ofreciendo nuevas oportunidades para los residentes que decidan permanecer en la ciudad o mudarse a otras zonas menos afectadas. El plan incluye un programa de "intercambio de casas", que permitiría a los habitantes reubicarse en viviendas más asequibles. No obstante, los detalles sobre cómo se financiaría o ejecutaría este programa siguen siendo vagos, lo que hace difícil prever su efectividad a largo plazo.

A pesar de los esfuerzos por parte de diferentes fundaciones y organizaciones locales, las limitaciones estructurales del sistema político de Estados Unidos afectan la capacidad de implementación de estos planes. La fragmentación política, la falta de recursos y la resistencia a la intervención del gobierno en los asuntos locales son factores que obstaculizan el éxito de proyectos de esta magnitud. Aunque los planes de "rightsizing" están bien documentados y se presentan como una respuesta a los retos del siglo XXI, la realidad de su implementación sigue siendo incierta, y el progreso suele ser más lento de lo esperado.

Por último, es importante destacar que estos planes no solo afectan la infraestructura física de la ciudad, sino también el tejido social. Las políticas de desplazamiento, la reubicación de residentes y las nuevas formas de uso del suelo tienen un impacto directo en las comunidades, especialmente en aquellas que ya están marcadas por la pobreza y la desigualdad. Así, los planes de "rightsizing" deben ser evaluados no solo desde una perspectiva técnica, sino también desde una dimensión ética y social, asegurando que las soluciones propuestas no agraven aún más las disparidades existentes.