Chaney no sabía con certeza qué hacer, pero algo en su rostro mostraba una ligera sonrisa mientras miraba la estrella en el pecho de Chanty. Chanty permaneció inmóvil, observando, con el cigarro entre los labios, el rostro serio, solo una leve arruga de concentración visible. Los conductores de carruajes y los mensajeros de expresos nunca llegaban sin antes examinar el carácter de los hombres que los acompañaban. Los grandes carruajes, que transportaban envíos de oro, requerían de hombres confiables para manejar tales cargas. Tragan y el Kid estaban en ese carruaje, y su presencia generaba inquietud. No había pasajeros, lo que sugería que se trataba de un expreso de oro, un tren rápido llevando solo dinero y riquezas. Pero, ¿qué hacían allí Tragan y el Kid? La situación no parecía clara.
Chanty cruzó la calle hacia el carruaje, con pasos tranquilos, mientras observaba al Kid de reojo, una figura delgada que caminaba con agilidad felina. El Kid miró por encima del hombro, aparentemente curioso, y aunque Chanty no intentó hablar con él, el gesto fue suficiente para que el mensaje llegara a Tragan. La estrella de Chaney no era solo una insignia; era un símbolo de autoridad que podía despertar el interés o el desprecio de aquellos que sabían leer los gestos entre líneas.
La escena se repitió en el bar del Emperador, donde Tragan apareció minutos después, tan seguro de sí mismo como siempre, con su rostro juvenil y su porte enigmático. Sin decir palabra, Tragan se sirvió un trago de la botella de Chaney, y antes de entrar al saloon, su mirada se posó brevemente sobre la estrella en el chaleco de Chaney. Sin duda, el Kid lo vería y, al igual que otras veces, Tragan se enteraría rápidamente de lo que estaba sucediendo. Chaney, con una calma inquebrantable, observaba sin dejarse afectar.
Cuando Tragan se acercó, preguntó si Chaney estaba de “otro lado ahora”, insinuando que el sheriff se había apartado de su deber. Chaney, en cambio, replicó con firmeza: “Nunca me escondo". Su convicción era clara: la ley no era un juego ni una máscara que uno pudiera usar y desechar a su antojo.
A medida que la noche avanzaba, las tensiones entre los hombres se iban acumulando. La presencia de Tragan no era casual, sino parte de una operación mayor, una que no solo involucraba oro, sino también la voluntad de aquellos dispuestos a arriesgar sus vidas por él. Cuando Chaney preguntó por los verdaderos conductores y mensajeros, la respuesta de Tragan fue directa, como si ya no importara: "Los dejamos tirados hace un buen rato". La indiferencia de Tragan ante la vida humana reflejaba la brutalidad del mundo en que vivían, donde todo se resolvía con sangre, y donde el oro era el único dios que valía la pena seguir.
La conversación rápidamente se tornó en una propuesta tentadora para Chaney, quien al escuchar que habría una división del botín, entendió el juego al que se enfrentaba. La oferta de Tragan era clara: compartirían el oro, y él sería parte del trato, si decidía unirse a ellos. Pero el Marshal nunca fue del tipo que se dejaba llevar por las promesas fáciles. Su respuesta fue cauta: "¿Qué vas a hacer cuando me lleve a tus hombres?"
La partida continuó sin que Chaney se dejara intimidar. La ciudad de Buffalo era un lugar donde la ley y el caos se cruzaban a menudo, y mientras Chaney volvía al trabajo, recordaba que siempre estaba a un paso de la fatalidad. El oro no solo corrompía a los hombres, sino que también los hacía predecibles. En su mente, ya había trazado el futuro de aquellos que se adentraban en este juego: el destino estaba sellado. La cuestión era quién lo llevaría al final.
Es vital comprender que los hombres como Tragan no se preocupaban por el valor de la vida humana, sino que buscaban las oportunidades que ofrecía un mundo desprovisto de reglas, donde la lealtad se compraba con el brillo del oro. Para ellos, todo era negociable, desde la seguridad de los mensajeros hasta las promesas de una fortuna compartida. La ley en ese entorno no se trata de justicia, sino de supervivencia. Chaney, al igual que muchos antes que él, era una pieza en este juego en el que la muerte y el oro no tenían distinción.
Al final, lo que los lectores deben entender es que en una ciudad donde las reglas de la moralidad y la justicia se ven comprometidas por intereses personales, todo puede cambiar en un instante. El oro no solo es un medio de cambio, sino el motor que mueve a los hombres, tanto para hacer el bien como para destruir todo lo que se cruza en su camino. La ley, entonces, no es solo un principio; es una arma que solo puede usarse por aquellos con el coraje de enfrentarse a las sombras.
¿Cómo se enfrenta O’Leary a la oscuridad de la venganza y la ley?
O’Leary avanzaba por el oscuro pasillo con una serenidad que solo los hombres de hierro parecen poseer. La fuerza de su cuerpo, endurecido por años de lucha, y su mente, afilada y fría, lo hacían avanzar sin vacilar, incluso cuando el aire estaba impregnado con un tufo denso de incertidumbre y peligro. El plan era claro: asegurar que los enemigos caigan antes de que el líder de la banda regrese. Había logrado colocar a un hombre en la celda, pero el verdadero objetivo aún estaba fuera de su alcance.
"McAuliffe!" gritó con cautela, anunciando su presencia en la cárcel. Las luces tenues de la lámpara de keroseno iluminaban las sombras en su rostro mientras el eco de sus pasos resonaba en las paredes de madera. No tenía tiempo que perder, y su objetivo era claro: reducir el número de "ratones" antes de que fuera demasiado tarde.
A pesar de la inminente amenaza, O’Leary no parecía tener miedo. Sabía que la violencia era una extensión inevitable de su vida, una vida construida sobre el acero de la justicia mal entendida. "Lo hago porque me divierto más que un burro en un granero de heno", había dicho, con una risa que no escondía más que el vacío de su alma. La ley, según él, no era algo a lo que se pudiera aferrarse con fervor. La vida en ese mundo tan árido como el desierto parecía pedir constantemente sacrificios, y O’Leary estaba dispuesto a pagarlos.
El ambiente que lo rodeaba era el de un pueblo marcado por la minería, donde el polvo y el sonido incesante de las máquinas perforadoras eran una constante. El viento traía consigo el eco de los taladros y el crujir de las ruedas, pero O’Leary se mantenía enfocado en su misión. La oscuridad era su aliada, la única amiga constante en su vida, y entre esa oscuridad caminaba con una determinación temeraria.
Cuando McAuliffe, el hombre mayor que lo acompañaba, vio la figura de O’Leary sosteniendo a un prisionero, no pudo evitar un suspiro de desdén. "Eso no es un ratón que llevas, muchacho", dijo con voz áspera, aludiendo al prisionero. "Eso es Whitey Gillette, uno de los más peligrosos". A pesar de la ironía en sus palabras, el reconocimiento de su adversario no hizo que O’Leary titubeara. De hecho, solo avivaba su deseo de seguir adelante.
Las palabras de McAuliffe fueron ignoradas mientras O’Leary avanzaba a paso firme, sus pensamientos cruzados con una furia controlada. "Lo que hemos comenzado no se detendrá", pensaba, una sensación de satisfacción perversa recorriéndole el cuerpo. Sabía que la llegada de la noticia a los demás miembros de la banda sería inevitable. "Serán doce más, y todos caerán", murmuró, anticipando el caos que vendría.
Pero no todo era tan sencillo. En medio del polvo y la violencia, se alzaba la figura de Nettie McAuliffe, que aparecía en el centro de la escena con su preocupación por la vida de su padre. La furia de Nettie, sin embargo, parecía no ser suficiente para detener a los hombres. "¿Por qué no se detienen?", se preguntaba en su interior O’Leary, mientras veía la risa burlona de McAuliffe ante la preocupación de su hija. La situación reflejaba la desconexión que existía entre los ideales de la ley y los hombres que la buscaban.
El conflicto entre la moralidad y la violencia, la justicia y el caos, era palpable en cada uno de los movimientos de O’Leary. Cuando finalmente el cuerpo de Hap, el hombre que había sido su compañero temporal, cayó derrotado por el peso de los puños y la furia, O’Leary no sintió satisfacción. La lucha era solo un medio, no un fin. Su objetivo estaba mucho más allá de ese momento, aunque el precio que pagaba parecía siempre mayor que el resultado.
Al final, la batalla se convirtió en algo casi trivial: una disputa entre hombres que se deleitaban con la violencia, sin realmente cuestionar el sentido de la misma. Mientras O’Leary arrastraba a Hap hacia la cárcel, la percepción de su propia vida no cambiaba. La justicia, tal como la concebía él, estaba lejos de cualquier ideal. La ley era un concepto flexible, y el poder, un juego en el que todos jugaban con las mismas cartas sucias.
Es fundamental que el lector comprenda la naturaleza contradictoria del personaje de O’Leary. A pesar de su aparente indiferencia hacia la moralidad tradicional, sus actos de violencia no son simplemente un resultado de la barbarie o la locura. O’Leary actúa dentro de un sistema en el que la venganza y la ley no son entidades separadas, sino elementos entrelazados que forman la base de su existencia.
Lo que subyace en sus decisiones es la lucha interna entre lo que considera "justicia" y lo que la sociedad percibe como tal. Su desdén por las convenciones sociales lo coloca en un constante estado de guerra con los demás, y mientras su cuerpo parece moverse hacia la violencia, su mente se mantiene alertada por la estrategia de sobrevivir en un mundo donde la lealtad y la traición son intercambiables.
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