En una noche tempestuosa, en un solitario refugio de montaña, el juego del azar adquiere una dimensión macabra. En una mesa cubierta por un rugoso mantel, un cadáver y un esqueleto se convierten en los protagonistas de una partida que no parece tener fin, ni vencedor. El hombre, de rostro cansado y voz quebradiza, parece estar hablando no solo con el muerto, sino con la propia fatalidad. "Él hablaba con el esqueleto como si fuera un niño", murmura el anciano con tono casi conspiratorio, aludiendo a una relación insólita entre el hombre y lo que debería haber sido solo un vestigio de su pasado.

Madison, el hombre que entra en la escena con la urgencia propia de quien está a punto de enfrentarse a lo inesperado, percibe algo raro en el ambiente. No es solo el cadáver sobre la mesa, ni los tres cuchillos que yacen profundamente clavados en su pecho; es la atmósfera de inquietante normalidad que lo rodea. Algo en la expresión del anciano, algo en el modo en que sus manos tiemblan al señalar hacia el exterior, revela que no todo es lo que parece. El cadáver parece seguir siendo parte de una vida que ya no pertenece a este mundo, y el esqueleto, parado ante la mesa, es más que un simple testigo de la muerte: es parte de un rompecabezas sin resolver.

La conversación entre Madison y el viejo se intensifica, pero lo que está claro es que las respuestas no serán fáciles. Los detalles sobre la muerte del hombre, sobre el bagaje emocional que carga el anciano, se mezclan con el clima y los peligros del mundo exterior. Un río crecido, carreteras inundadas, y una tormenta que amenaza con arrastrarlo todo, son los elementos de un escenario que se cierne sobre la trama como una constante amenaza de destrucción. "La tormenta está empeorando", dice el anciano, con la esperanza de que alguien más venga a resolver el misterio, como si fuera algo trivial, como si la muerte misma pudiera ser una distracción para otros.

La tensión sube cuando Madison interrumpe al anciano, quien parece guardar más secretos de los que está dispuesto a revelar. La desconexión entre los dos personajes se hace palpable, como si ambos estuvieran jugando su propia partida. A medida que Madison avanza en su investigación, empieza a percatarse de que lo que parecía ser un caso de asesinato rutinario está muy lejos de serlo. El cadáver, con su mirada fija y su postura rigida, ya no es solo un cuerpo sin vida: es un símbolo de algo mucho más profundo y perturbador. La inmaculada atención al detalle con la que fueron ensamblados los huesos del esqueleto, el color de los mismos, la pulcritud de su exposición, son un recordatorio de que la muerte, al igual que la vida, no es algo que se pueda entender a simple vista.

Lo que comienza como una simple observación sobre el cuerpo se convierte en una lucha por desentrañar los secretos que el anciano parece celosamente guardar. "¿No llamó a la policía? ¿A un médico? ¿A nadie?", le pregunta Madison, buscando una respuesta que no llega. La atmósfera en la habitación se espesa a medida que las preguntas se acumulan, pero las respuestas no se revelan. Es como si la muerte misma hubiera sellado con un pacto silencioso cualquier posibilidad de escape.

En una reflexión más profunda, surge una inquietante verdad: este juego no es solo sobre la muerte, sino sobre el control y la desesperación. El anciano, con su actitud distante y su mirada fija en el horizonte, parece estar jugando una partida aún más peligrosa, más sutil. La muerte es solo un medio para llegar a algo más grande, algo que no está dispuesto a compartir. El vínculo que se crea entre la muerte y el esqueleto no es solo físico, sino emocional, psicológico. De alguna manera, ambos están atrapados en un ciclo sin fin.

El tiempo, tan elusivo y difuso en este relato, se convierte en otro jugador en la mesa, pero uno que no sigue las reglas de los vivos. Madison, en su intento de comprender, se ve atrapado en un juego que ya no puede abandonar. La incertidumbre sobre lo que ocurrió antes, lo que sucede ahora y lo que podría suceder después, se mezcla con la conciencia de que algo mucho más grande que un simple asesinato está en juego.

Es importante entender que las respuestas a los misterios no siempre son claras y directas. En muchos casos, lo que parece ser una simple muerte o un incidente aislado es solo la punta de un iceberg mucho más complejo y oscuro. Lo que el lector debe captar aquí es que la muerte no es solo un evento físico, sino que puede estar ligada a fuerzas mucho más profundas: la desesperación, el control, la culpabilidad y la inmortalidad de los recuerdos.

La tensión entre lo que sabemos y lo que intuimos se convierte en el verdadero juego que se juega en la historia. Cada personaje, cada acción, cada palabra que se pronuncia, son partes de una estrategia que tiene como objetivo final desentrañar no solo un asesinato, sino la naturaleza misma de la vida y la muerte, y el precio que estamos dispuestos a pagar por nuestros secretos más oscuros.

¿Qué llevó a Kent a enfrentarse al peligro inminente en busca de la verdad?

Las escaleras estaban sumidas en una lúgubre penumbra gris. Cada piso se abría a una habitación diferente, con un pequeño y sucio bombillo que titilaba débilmente. Los pasillos estaban en completa oscuridad. "Un lugar estupendo, ¿eh?", dijo Kelley. Su mano derecha descansaba sobre la empuñadura de su pistola, y una sonrisa burlona cruzaba su rostro. Pero Kent no iba a correr riesgos. El hombre al otro lado de la puerta, probablemente, estaba atrapado. Kent podría mantenerlo allí el tiempo que deseara, salvo que hubiera otra salida. Estaban en el cuarto piso cuando sucedió.

El grito, bajo y apenas audible, no fue de dolor, sino de un terror animal. Kent lo reconoció inmediatamente: ese era el miedo peculiar del asesino profesional que enfrenta su propia muerte. "¡No! ¡Por favor!" dijo la voz. "Nadie me reconoció. No pueden..." El sonido del disparo de una ametralladora silenciada interrumpió la frase. La voz se transformó en un grito delgado y luego murió.

Kent dio un paso atrás, su mirada se desvió hacia el cuerpo de su amigo. "Esto es por ti, Kelley", murmuró. Y cargó. La puerta cedió con el impacto de su hombro izquierdo, que dio de lleno con el candado. La cerradura se rompió y él cayó de espaldas, girando en el aire antes de aterrizar pesadamente sobre su costado izquierdo. Con un codo para protegerse, la pistola preparada, Kent observó a Wolf Leavitt, cuyo cuerpo yacía desparramado cerca de la pared izquierda. La habitación estaba vacía, salvo por la ventana abierta del otro lado, bajo la cual reposaba una ametralladora. Kent no dudó. En un solo salto alcanzó la ventana, mirando hacia abajo: la caída era de al menos cinco pisos.

La voz al otro lado de la puerta gritó: "¿Quién está ahí?" Sin perder un segundo, Kelley embistió la puerta con su hombro. "¡La ley!", gritó. "¡Y esta es la puerta que derribaré, a menos que la cierres!" A través de la oscuridad, Kent vio cómo la ventana, a diez pies de distancia, estaba abierta. Sin pensarlo, se lanzó hacia ella, logrando una hazaña que pocos habrían intentado, buscando escapar o, al menos, conseguir la ventaja.

De pronto, la escopeta de Kelley se disparó contra la puerta, mientras Kent se retiraba con rapidez, observando las balas que taladraban la madera. Aquella fue la última vez que vio a su amigo con vida. Mientras la multitud comenzaba a amontonarse en el pasillo, Kent ordenó enérgicamente que se alejaran. "¡Salgan de aquí! ¡A sus habitaciones!" Los presentes, al ver el rostro endurecido de Kent, retrocedieron sin decir palabra. Aquellos que intentaban acercarse a él se detuvieron en seco al escuchar la brusca orden.

Al caer sobre Kelley, su cuerpo ya inerte, Kent se vio obligado a mantener la calma mientras los médicos se apresuraban a ponerle una venda. Sin embargo, era evidente que su amigo ya no tenía esperanza. Kent sabía desde el primer momento que Wolf Leavitt estaba muerto. La herida en su pecho era devastadora; la sangre cubría su camiseta, desgarrada por las balas. Kent revisó la habitación, buscando pistas, y se concentró en los detalles: el marco de la ventana, las marcas en la pared, el pequeño abollón en el interior de la misma. No quedaban secretos. Todo indicaba que Wolf había sido eliminado y que la única pista posible, el rastro de sangre, se había interrumpido de manera abrupta.

El dolor no desaparecía, pero la necesidad de justicia era más fuerte. Un asesino profesional seguía libre, y Kent lo encontraría a toda costa.

Lo que Kent no sabía aún era que la desaparición de dos hombres clave, Duncan Blood y Bill Foster, estaba ligada a todo lo ocurrido. La policía no había logrado encontrar rastro alguno de estos dos hombres. No obstante, las investigaciones más recientes habían revelado que el dinero destinado para la compra, corte y clasificación de las joyas había sido mal utilizado, con una cantidad significativa que había desaparecido. Los hombres desaparecidos, en apariencia, eran solo un eslabón en una cadena de sucesos mucho más oscuros.

Es importante notar que, más allá de la complejidad de los crímenes que Kent perseguía, la historia de la caída de Leavitt y el sacrificio de Kelley resalta una verdad innegable: la impunidad de quienes operan en las sombras del crimen organizado. La lealtad y la moral se enfrentan constantemente al abismo de la traición y la codicia.

Cada detalle, cada decisión que Kent toma, es una reacción ante la violencia que lo rodea. A lo largo de su búsqueda, más que enfrentar un enemigo físico, Kent se enfrenta a la falta de claridad que suele envolver a quienes operan en las sombras. La lucha no es solo por detener a los criminales, sino por desentrañar un sistema que permite su existencia.