En enero de 2018, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, describió a Nigeria como un "país de mierda", un comentario que desató una oleada de críticas en América y en gran parte del mundo. Sin embargo, en la región sureste de Nigeria, donde trabajo, el comentario no hizo más que consolidar un apoyo significativo hacia Trump. Muchos nigerianos aplaudieron sus palabras, interpretándolas como una expresión de "verdad" sobre su país. Esa verdad, según argumentaban, era que la vida en la nación más poblada de África se había vuelto insoportablemente difícil. A pesar de ser el mayor exportador de petróleo del continente y tener la economía más grande, Nigeria enfrenta una pobreza generalizada y un desempleo estructural. Para los ciudadanos comunes, la lucha diaria por sobrevivir se ve intensificada por la incapacidad del gobierno para mantener infraestructuras esenciales y ofrecer servicios sociales básicos. El agua potable es rara vez accesible, la electricidad es intermitente, y el transporte público depende principalmente de autobuses privados que circulan por carreteras llenas de baches. En muchas ciudades, el sistema de eliminación de desechos es ineficaz, lo que resulta en aguas residuales que corren por las calles y montones de basura sin recoger. Las escuelas están mal equipadas y los profesores son acusados de retener información para garantizar trabajos extra como tutores privados. Los hospitales a menudo requieren grandes depósitos de dinero antes de que los médicos brinden atención, incluso en casos urgentes. El miedo al crimen obliga a los ciudadanos a "dormir con un ojo abierto", un sentimiento que se ve amplificado por la percepción de que la policía colabora con los delincuentes en lugar de detenerlos.
Los nigerianos atribuyen el fracaso de su gobierno a un factor por encima de todos los demás: la corrupción. De hecho, la corrupción es tan prevalente que se ha convertido en un sinónimo coloquial de lo que se conoce como "el factor nigeriano", término que describe una suerte de fatalismo social respecto a los problemas del país. Es, quizás, la queja más grande que los ciudadanos expresan sobre su país y su liderazgo político. Sin embargo, surge una pregunta intrigante: ¿cómo puede ser que un país tan afectado por la corrupción apoya a Donald Trump, un político que, para sus críticos, personifica lo peor de la corrupción? De ser así, y dejando de lado el evidente racismo de Trump y su ignorancia acerca del continente africano, resulta difícil comprender cómo los nigerianos, hartos de la corrupción, puedan simpatizar con él.
En este capítulo, trato de explicar la popularidad de Trump en el sureste de Nigeria. Para comprender su atractivo, es necesario analizar las concepciones comunes en Nigeria acerca de la relación entre "la verdad" y "la corrupción". En el país más poblado de África, todos los ciudadanos parecen estar al tanto de la verdad sobre la corrupción, una verdad universalmente lamentada, ya que la corrupción se infiltra en la mayor parte de los problemas sociales. Pero lo que resulta paradójico es que, a pesar de este conocimiento generalizado, las cosas no cambian porque, como creen muchos, "nadie dice la verdad". En este contexto, los nigerianos que apoyan a Trump valoran su aparente indiferencia hacia ofender a los intereses establecidos o criticar los discursos políticamente correctos que, según ellos, protegen a minorías, mujeres y otros grupos considerados "liberales". En Nigeria, como en los Estados Unidos, Trump es especialmente admirado por "decir la verdad", un elogio que resulta irritante para sus críticos, quienes documentan con frecuencia sus mentiras y su ataque a la noción misma de verdad. Sin embargo, para sus seguidores en ambos países, la veracidad de sus declaraciones no es lo que importa. Lo esencial, en su opinión, son las quejas que su retórica simboliza.
La relación entre la verdad y la corrupción, tal como la conciben muchos nigerianos, no se refiere a hechos verificables o a la precisión de las palabras, sino a una disidencia contra los sistemas establecidos que, según ellos, no permiten que las realidades más crudas sean abordadas directamente. Trump, al ser visto como un personaje que no tiene miedo de decir lo que piensa, se convierte en un héroe para aquellos que están cansados de las restricciones impuestas por la corrección política y las formas tradicionales de tratar la verdad. En un contexto donde la corrupción ha paralizado el progreso y donde las autoridades públicas son percibidas como ineficaces, Trump representa un "desafío" a esos sistemas corruptos, un acto de rebeldía contra un orden que parece perpetuarse sin cambio real.
Al final, el apoyo a Trump en el sureste de Nigeria revela una relación compleja entre la desesperanza frente a la corrupción y la búsqueda de una figura política que, aunque polémica y divisiva, parece romper con las estructuras tradicionales y prometer un cambio radical. Este apoyo no necesariamente está basado en una apreciación de sus políticas o en una aceptación incondicional de sus mentiras, sino en un reconocimiento de su habilidad para expresar lo que muchos sienten pero no pueden decir. En un contexto marcado por la frustración y la desilusión, Trump se convierte, para muchos, en el portavoz de una rebelión contra un sistema que ha fallado de manera estrepitosa.
¿Por qué la misoginia define la percepción pública de las mujeres en la política de Trump?
La distinción entre sexismo y misoginia es fundamental para comprender cómo las mujeres en el círculo íntimo de Trump y entre sus votantes llegaban a encontrarlo atractivo. El sexismo se manifiesta como una teoría tranquila y complaciente, mientras que la misoginia es combativa, ansiosa y utiliza la violencia simbólica como herramienta de control. Esta última, con su carácter punitivo y disciplinario, se proyecta en respuestas afectivas intensas como el asco, la rabia y la agresión, dirigidas hacia mujeres visibles que desafían el statu quo, ya sea por su identidad o comportamiento. En este contexto, etiquetar a estas mujeres como transgresoras no es solo acoso, sino una forma de señalar su existencia como una violación del orden público que debe ser corregida con dureza y visibilidad. Frases como “¡Enciérrenla!” se convierten en consignas que refuerzan un relato común donde las responsables del declive estadounidense son sistemáticamente figuras femeninas.
La narrativa de corrupción que acompañó la administración de Trump, con sus favoritismos familiares, violaciones fiscales y conflictos de interés, se canalizó contra las mujeres que rompían el mandato de silencio. Esta lógica sancionadora se apoya en la percepción de que la corrupción es un mal endémico y que las transgresiones deben ser castigadas. Lo esencial es entender que el concepto de criminalidad aquí no se basa en una condena legal específica, sino en la apariencia de una falla moral amplia, lo que convierte a las figuras femeninas en los objetivos predilectos de tales acusaciones.
El caso de Hillary Clinton ejemplifica esta dinámica. Tras la derrota electoral, su rostro dominó la cobertura de medios como Fox News, donde aparecía con más frecuencia que en otras cadenas. Su imagen pública fue construida con signos contradictorios: simultáneamente poderosa, manipuladora oculta y vulnerable. La etiqueta de “Crooked Hillary” –una denominación acuñada por Trump– encontró resonancia porque sintetizaba viejas percepciones sobre Clinton como una mujer ambiciosa, elitista y corrupta, que se había labrado una carrera política extensa desde sus roles como primera dama hasta secretaria de Estado. Lejos de celebrarse su experiencia como un servicio público, esta se interpretó como un afán desmedido por el poder y un uso indebido del mismo.
Los episodios tempranos de escándalos, rumores sobre negocios oscuros y la defensa pública de su matrimonio con Bill Clinton, a pesar de las numerosas acusaciones de infidelidad y abuso, se amalgamaron para construir una narrativa en la que su ambición eclipsaba cualquier compromiso ético o feminista. Su permanencia en ese matrimonio, y las controversias políticas asociadas a su esposo, la pintaron como una figura inmoral y poco femenina, que alcanzaba sus metas manipulando a los hombres a su alrededor.
Los ataques no solo se limitaron a cuestionar su honestidad o competencia, sino que incluyeron agresiones sobre su apariencia física y estilo, dimensiones explotadas en la esfera visual de las redes sociales. Clinton fue ridiculizada por sus trajes, su salud, y su aspecto, mientras que sus intentos de adherirse a un ideal de feminidad se interpretaron como fracasos o deseos inapropiados de masculinidad. Esta combinación de críticas subraya cómo el género permea las acusaciones de corrupción, confiriéndole una carga simbólica que va más allá de los hechos.
La percepción pública de mujeres políticas bajo el influjo de Trump no puede desligarse de un entramado en el que la misoginia actúa como mecanismo de control social. Más allá de las acusaciones legales, lo que se persigue es imponer un orden moral que castiga la transgresión femenina, reforzando estereotipos y limitando la participación legítima de las mujeres en el poder. La criminalización simbólica se convierte así en un instrumento político que proyecta sobre ellas la culpa del deterioro social y político, deslegitimando sus voces y cuerpos.
Es crucial entender que estas dinámicas no son incidentales ni aisladas, sino parte de un sistema de dominación que combina la construcción mediática, la política del miedo y la misoginia como prácticas institucionalizadas. El estudio de esta semiótica de la corrupción y el género revela cómo la sociedad reacciona ante mujeres que desafían las normas y que, en consecuencia, se convierten en blanco de una violencia simbólica que busca disciplinarlas y excluirlas.
¿Cómo los eslóganes de Trump refuerzan la supremacía blanca y la exclusión moral de las minorías?
La campaña presidencial de Donald Trump utilizó el eslogan “America First” junto con “Make America Great Again” para señalar la renovación de un sueño americano, evocando la imagen de los ciudadanos que tendrían acceso a él. Estas frases no solo representaban una promesa de restaurar la grandeza de Estados Unidos, sino que también apuntaban a un grupo específico de ciudadanos: los blancos, quienes, según la retórica de Trump, habían sido marginados por políticas que favorecían la diversidad e incluían a poblaciones previamente excluidas. Al utilizar estos eslóganes, Trump apelaba a lo que algunos sociólogos como Kathleen Stewart describen como “la otra América”: el grupo de clase baja blanca rural que habita en el sur profundo y en los Apalaches, que a menudo es olvidado en los discursos sobre democracia y modernización. Esta marginalización, presente desde los años 60 y 70, no es solo económica, sino también cultural, ya que estos grupos se sienten desplazados por la modernidad que celebran las grandes ciudades.
Para muchos de estos votantes, “Make America Great Again” (MAGA) representaba la esperanza de recuperar su lugar en el sueño americano, un sueño que creían había sido usurpado por otros grupos. El éxito de Trump al convencer a estos votantes de que él podía hacer realidad su sueño de grandeza radicó en dos movimientos simbólicos. El primero fue la afirmación de que Estados Unidos había superado el racismo hacia los afroamericanos y otras minorías, especialmente al elegir a un presidente negro. El segundo movimiento fue presentar a los blancos como nuevas víctimas de discriminación, sustituyendo a las minorías que históricamente habían sido las más afectadas por el racismo.
La idea central de Trump no solo era restaurar la grandeza de Estados Unidos, sino que también le ofrecía a los blancos, especialmente a los hombres blancos de clase trabajadora, una solución a lo que ellos percibían como una injusticia histórica. Según la socióloga Arlie Russell Hochschild, Trump fue el candidato que ofreció a estos hombres un lugar dentro de la política de identidad, una respuesta a la crisis de los hombres blancos que sentían haber quedado atrás en la celebración de otras identidades.
Sin embargo, la narrativa de Trump no solo fue una respuesta a una crisis económica o social, sino también un relato de lucha cultural. La amenaza no era únicamente económica, sino que también venía de la creciente visibilidad de identidades no blancas. Estos hombres blancos, especialmente los jóvenes criados en contextos rurales e ideológicamente conservadores, veían cómo las identidades no blancas comenzaban a ganar espacio en la sociedad, y esto era percibido como un ataque a su propia identidad y status. En lugar de reconocer las desigualdades dentro de su propia sociedad o los efectos de la economía global, Trump les ofreció una forma de culpar a los no blancos por su marginalización.
La retórica de Trump no solo trataba sobre recuperar el sueño americano, sino también sobre defender la supremacía blanca, presentando a los hombres blancos como víctimas de un sistema que favorecía a los no blancos. Al retratar la blancura como algo bajo ataque y en necesidad de ser defendido, Trump fomentó un discurso en el que los hombres blancos se veían luchando por el estatus y poder que se les había arrebatado, y no como los defensores de una estructura racialmente desigual. Este tipo de narrativa les ofreció una oportunidad para tomar venganza y redención, un espacio para luchar contra una sociedad y una cultura mediática que percibían como hostiles hacia ellos.
La moralidad, en este contexto, jugaba un papel crucial. Trump, al mismo tiempo que desviaba las acusaciones de corrupción política hacia su propio gobierno, utilizó la acusación de corrupción moral contra las minorías. La idea de que las comunidades no blancas estaban moralmente corrompidas ha sido un discurso recurrente en la historia de Estados Unidos y, como candidato y luego como presidente, Trump utilizó esta acusación para relegar a las minorías a un espacio de retroceso cultural, caracterizándolas como primitivas, pervertidas, criminales o corruptas.
Durante su campaña, Trump hizo comentarios explícitamente racistas y discriminatorios, calificando a los inmigrantes mexicanos de criminales y violadores, proponiendo un veto a todos los musulmanes y haciendo declaraciones despectivas sobre las naciones africanas y haitianas. Estas actitudes no solo daban forma a una imagen de los no blancos como sujetos primitivos y atrasados, sino que también justificaban políticas de inmigración que favorecían a los blancos y rechazaban a los demás.
El término “corrupción” en este contexto es fundamental para comprender cómo Trump desvió la atención de sus propias prácticas corruptas hacia las comunidades marginalizadas que, según él, obstruían el ascenso de los blancos. La corrupción, en este caso, no solo se refiere al fraude político, sino a la decadencia moral que Trump atribuye a las minorías, viéndolas como agentes de la “descomposición” del cuerpo político. Esta estrategia fue útil para deslegitimar la lucha de las minorías por la inclusión en el sueño americano, desplazando la responsabilidad del estancamiento de la clase blanca hacia las poblaciones no blancas.
El concepto de progreso, tan central en la narrativa de Trump, se basa en una concepción racialmente jerarquizada de la historia. Según esta visión, los hombres blancos han sido los artífices del progreso humano, sacando a la humanidad de la “primitividad” y llevándola hacia un mundo de civilización. Los eslóganes “Make America Great Again” y “America First” no solo representan la defensa de un status quo económico, sino también de una visión del mundo donde las identidades no blancas son vistas como una amenaza al progreso, y su inclusión en la sociedad representa un retroceso.
Este discurso de Trump no solo apela a la nostalgia por una era pasada, sino que también refuerza la idea de que las políticas de inclusión son una amenaza para un orden racial establecido, promoviendo una narrativa en la que el progreso de la nación solo puede lograrse si los blancos recobran su lugar privilegiado en la sociedad.
¿Cómo la Retórica de “America First” Reforzó la Narrativa de Supremacía Blanca y Exclusión?
La frase “America First” ha sido uno de los lemas más icónicos en la historia política estadounidense, y su resurgimiento en la última década no es simplemente una referencia a la política económica o exterior del país, sino una herramienta poderosa en la creación de una narrativa racial que ha sido utilizada por varios grupos, incluidos los supremacistas blancos. El término, que originalmente se popularizó en la década de 1940 como un movimiento aislacionista que buscaba evitar la intervención de EE. UU. en la Segunda Guerra Mundial, ha adquirido en los últimos años una nueva carga política, profundamente vinculada a la xenofobia y el racismo estructural. Esta frase no solo marca una preferencia por las políticas nacionalistas, sino que también se convierte en un código para una visión excluyente de lo que significa ser estadounidense.
En sus diversas reapariciones a lo largo del tiempo, el término “America First” ha sido recapturado y reinterpretado por diferentes líderes y grupos, pero su asociación con ideas racistas ha sido especialmente evidente en los últimos años. A partir de la presidencia de Donald Trump, esta frase se convirtió en un grito de batalla en una cruzada ideológica que sugería que los intereses de los ciudadanos estadounidenses debían prevalecer sobre los de los inmigrantes y otras minorías. Para muchos de sus seguidores, “America First” no solo representaba un enfoque económico proteccionista, sino también una reafirmación del miedo hacia el otro, especialmente hacia los inmigrantes no blancos.
El uso de términos como “Make America Great Again” y “America First” se enmarca en una política de miedo que revitaliza estereotipos raciales sobre la pureza de la nación. De hecho, algunos críticos han señalado que estos lemas están profundamente conectados con la retórica de la supremacía blanca. La frase se convierte en un medio de exclusión, no solo en términos de inmigración, sino también en el ámbito cultural y social. Los términos “inmigrantes ilegales”, “criminales”, y “terroristas” se asociaron frecuentemente con grupos racializados, alimentando un ambiente de hostilidad hacia los no blancos.
Además, el concepto de “América Primero” ha sido instrumentalizado por grupos extremistas como el Ku Klux Klan y otros movimientos de supremacía blanca, que históricamente han manipulado la política para reforzar la idea de que ciertas razas o etnias tienen más derecho a la ciudadanía que otras. La visión del “América Primero” no es solo económica; se convierte en una justificación para la discriminación y el aislamiento social. La frase alimenta la idea de que el progreso de una nación solo puede ser logrado a través de la exclusión de aquellos considerados “no americanos” por su raza, religión o cultura.
Por otro lado, la historia de esta frase refleja también un cambio profundo en la percepción de lo que se considera "lo americano". Originalmente un término asociado a la lucha contra la intervención estadounidense en guerras extranjeras, se transformó en una estrategia política para movilizar a votantes que se sienten desplazados por los cambios sociales y económicos. En este contexto, "America First" no es solo una política exterior, sino también una narrativa interna de defensa contra lo que se percibe como la amenaza de la diversidad.
Es crucial entender que el resurgimiento de este lema no solo refleja las tensiones actuales en torno a la inmigración y el racismo, sino que también muestra cómo las ideas históricas de “excepcionalismo americano” se utilizan para legitimar políticas que perpetúan la desigualdad racial. Los defensores de políticas como el muro fronterizo o las restricciones a los inmigrantes de ciertos países no solo están respondiendo a preocupaciones sobre seguridad económica, sino también a una visión profundamente arraigada de lo que significa ser estadounidense. La exclusión, bajo esta perspectiva, no es solo una cuestión de nacionalidad o legalidad, sino también de raza.
Además, el impacto de esta retórica trasciende las fronteras de la política. En el ámbito cultural, el “America First” se ha infiltrado en el discurso público de manera insidiosa, influenciando desde los medios de comunicación hasta la educación. Por ejemplo, la creciente reticencia a enseñar sobre la historia de la esclavitud, la segregación y el racismo en las escuelas refleja un intento por reescribir la narrativa nacional de una manera que favorezca la hegemonía blanca y minimice los traumas históricos de las minorías. Esta reconfiguración cultural no solo desafía la memoria histórica, sino que también impide el desarrollo de una sociedad verdaderamente inclusiva.
Además, no es simplemente un fenómeno aislado de los Estados Unidos. La exportación de estas ideas en la política internacional y el aumento de movimientos populistas de extrema derecha en Europa, que también han adoptado lemas similares, muestra cómo la idea de “America First” resuena en un contexto global. La internacionalización de esta retórica es indicativa de una creciente globalización de la política nacionalista y xenófoba, que está reforzando las divisiones raciales en muchos países.
Es fundamental reconocer que el término “America First” no es solo un simple eslogan; es un vehículo ideológico que perpetúa una visión estrecha de lo que significa ser parte de una nación. La lucha por redefinir esta narrativa es crucial para avanzar hacia una sociedad más inclusiva, donde la diversidad no se vea como una amenaza, sino como una fortaleza.
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