A principios de la década de 1960, el panorama político de los Estados Unidos comenzó a ser dominado por una fusión inusitada entre el extremismo de derecha y el conservadurismo republicano tradicional. El ascenso de figuras como Barry Goldwater permitió que grupos radicales, previamente marginales, se integraran al seno del Partido Republicano, haciendo de este un campo de batalla ideológica que dividió a los estadounidenses entre conservadores moderados y ultraderechistas.
El John Birch Society, una organización ultraconservadora dirigida por Robert Welch, se convirtió en un actor clave dentro de este cambio. A pesar de su enfoque paranoico hacia el comunismo y su inclinación hacia teorías conspirativas, como las que afirmaban que los derechos civiles eran parte de un complot comunista, los Birchers encontraron apoyo dentro de otros grupos republicanos. Durante la campaña presidencial de Goldwater en 1964, las fronteras entre estos grupos se difuminaron completamente. Goldwater, quien aspiraba a representar a los republicanos en la Casa Blanca, aceptó la colaboración de los Birchers y otras facciones de extrema derecha, lo que le otorgó una base sólida de apoyo entre los sectores más radicalizados del electorado.
Al mismo tiempo, los líderes republicanos más moderados, como Nelson Rockefeller, comenzaron a expresar su preocupación por el giro que estaba tomando su partido. Para ellos, la ascensión de Goldwater y su asociación con los Birchers no solo representaba una amenaza para la imagen del Partido Republicano, sino también un peligro para el futuro político de los Estados Unidos. Rockefeller, al ver cómo la extrema derecha ganaba terreno dentro del partido, intentó separarse de esa influencia, subrayando la necesidad de mantener un enfoque más centrado y alejado de las tácticas autoritarias que los grupos de derecha estaban adoptando.
Los Birchers y sus aliados, por su parte, veían en Goldwater la figura que podía llevar su agenda a la corriente principal de la política estadounidense. A medida que la campaña electoral avanzaba, se hizo evidente que la influencia de los Birchers y de otros elementos extremistas se extendía incluso a los eventos más significativos del Partido Republicano, como las convenciones y los encuentros de jóvenes republicanos. A pesar de los intentos de figuras más moderadas de distanciarse, los Birchers continuaron ganando terreno, destacándose por su organización disciplinada y su capacidad para movilizar recursos.
En este contexto, la presidencia de Goldwater se presentaba como una opción radical que no solo apelaba a los conservadores tradicionales, sino también a un espectro de votantes de derecha más amplia que incluía a los más duros y militantes. Goldwater, sin embargo, se mostró renuente a desvincularse de estos grupos, incluso cuando las críticas sobre su cercanía con la extrema derecha se intensificaron. La razón de su actitud pasiva hacia los Birchers y otros extremistas se basaba en una cuestión estratégica: necesitaba su apoyo para ganar las primarias y, finalmente, la nominación presidencial.
El proceso culminó en una batalla encarnizada en California, un estado crucial para la nominación. Si Goldwater lograba la victoria allí, las posibilidades de que se alzara con la candidatura presidencial aumentaban significativamente. Sin embargo, sus vínculos con los Birchers y otros grupos de derecha fueron aprovechados por sus oponentes, quienes se encargaron de exponer públicamente sus conexiones con figuras como el Ku Klux Klan y otros movimientos extremistas. La campaña de Rockefeller inundó el estado con anuncios y panfletos, resaltando los peligros de un gobierno encabezado por un hombre que, a su juicio, estaba dispuesto a llevar a Estados Unidos hacia un camino de conflicto nuclear y autoritarismo.
El dilema que se presentó fue complejo. Por un lado, la figura de Goldwater representaba la última resistencia contra lo que él y sus seguidores consideraban el establecimiento corrupto y el peligro del comunismo. Por otro lado, la creciente influencia de la extrema derecha dentro del partido republicano y su acercamiento con movimientos racistas y conspirativos mostraba un panorama político en el que el extremismo comenzaba a permear las instituciones políticas de manera preocupante.
Además de los eventos políticos inmediatos, hay que tener en cuenta que estos movimientos no solo reflejan una lucha interna dentro del Partido Republicano, sino también un cambio profundo en la sociedad estadounidense. La lucha por la supremacía dentro del Partido Republicano se daba en un contexto social donde el miedo al comunismo, la tensión racial y la crítica al gobierno federal se fusionaban en una ideología que se oponía no solo a las reformas progresistas, sino también a la propia naturaleza del sistema democrático estadounidense.
Este contexto de polarización política fue una semilla que, con el tiempo, creció para dar lugar a una nueva derecha política en Estados Unidos, que influiría en la política estadounidense por décadas. La confrontación entre moderados y extremistas dentro del Partido Republicano es solo uno de los muchos ejemplos de cómo las ideologías radicales pueden infiltrarse en movimientos políticos mayores, transformando las reglas y los límites de la política convencional.
¿Cómo influyó la estrategia de la Coalición Cristiana en la política de los años 90?
En la década de los noventa, la Coalición Cristiana de Pat Robertson emergió como un actor clave dentro de la política estadounidense, utilizando tácticas que combinaban una estrategia electoral agresiva con un enfoque ideológico radical. Este grupo, inicialmente formado para movilizar a los votantes evangélicos y fortalecer el poder de la derecha religiosa, se convirtió en una fuerza formidable dentro del Partido Republicano, desempeñando un papel crucial en las victorias electorales de ciertos candidatos y creando una atmósfera de desconfianza hacia las instituciones tradicionales.
Las estrategias utilizadas por Robertson fueron eficaces porque se basaban en tácticas discretas, que se movían en las sombras, manipulando la información y explotando las divisiones políticas y sociales del momento. Durante las elecciones de 1990, por ejemplo, cuando el senador Jesse Helms de Carolina del Norte parecía perder ante su oponente Demócrata, Harvey Gantt, la Coalición Cristiana intervino de manera decisiva. A través de iglesias en todo el estado, distribuyó 750,000 guías de votación que presentaban una imagen sesgada de los candidatos, favoreciendo la visión conservadora sobre temas como el aborto, la oración en las escuelas y los derechos de los homosexuales. A pesar de que los medios de comunicación no sabían exactamente lo que estaba ocurriendo, la Coalición demostró que su enfoque "guerrillero" había dado sus frutos. Helms ganó por una estrecha diferencia de 100,000 votos.
La Coalición también mostró su poder con una serie de anuncios políticos dirigidos contra aquellos que apoyaban el National Endowment for the Arts (NEA), una institución vista como un aliado de los valores contrarios a la moral cristiana. Uno de estos anuncios afirmaba que, en un distrito específico, había más "homosexuales y pedófilos" que católicos romanos y bautistas, una frase explícitamente destinada a generar miedo y movilizar a los votantes hacia su agenda. Este tipo de tácticas no solo ayudaron a Helms, sino que también cimentaron la Coalición Cristiana como un actor influyente dentro del Partido Republicano.
A pesar de las fricciones internas del Partido Republicano, especialmente con la administración de George H. W. Bush, la Coalición Cristiana se fue posicionando como un socio estratégico para los conservadores. Los enfrentamientos con Bush surgieron debido a sus políticas fiscales y sociales, como el aumento de impuestos y su falta de acción decisiva en temas como el aborto y los derechos de los homosexuales. Sin embargo, el apoyo de la Coalición fue crucial para la elección de ciertos candidatos, quienes se vieron beneficiados por la movilización efectiva de su base religiosa.
A lo largo de estos años, Pat Robertson y la Coalición Cristiana mantuvieron una visión del mundo profundamente apocalíptica. Para Robertson, los enemigos políticos no eran simplemente adversarios ideológicos, sino que representaban las fuerzas del mal en un conflicto cósmico entre Dios y Satanás. La influencia de esta visión se intensificó durante la Guerra del Golfo, cuando Robertson interpretó los acontecimientos internacionales como un signo de una inminente catástrofe mundial, alimentando la paranoia y el miedo dentro de su base.
La Coalición no solo se dedicó a movilizar a los votantes, sino que también construyó una narrativa conspirativa que mezclaba elementos de la política, la religión y la historia. Robertson, en su libro "El Nuevo Orden Mundial", vinculó figuras como los Rockefeller, la familia Rothschild, y otras élites globales con conspiraciones que, según él, buscaban establecer un "gobierno mundial" bajo el control de Satanás. Estas ideas, a pesar de su naturaleza radical, encontraron eco en un segmento importante de la población, creando un ambiente de desconfianza hacia las instituciones tradicionales y alimentando el fervor de los activistas cristianos.
Lo que la Coalición Cristiana logró fue más que una simple movilización política; consiguió impregnar la política estadounidense con una visión maniquea del mundo, en la que las divisiones ideológicas se interpretaron como una lucha espiritual. Para los miembros más radicales del movimiento, la política no era solo cuestión de elegir representantes; era parte de una batalla cósmica más grande. Esta perspectiva se convirtió en un motor de acción política, que no solo influyó en las elecciones, sino que también cambió la forma en que los conservadores y, en particular, los cristianos de derecha, veían el panorama político global.
Además, la Coalición Cristiana no fue solo un instrumento de poder político en los Estados Unidos, sino que también desempeñó un papel crucial en la expansión de una narrativa religiosa conservadora que continúa influyendo en el discurso político de hoy. La intersección entre política, religión y conspiración es algo que, aunque pueda parecer lejano, sigue vigente en muchos aspectos del debate político moderno. Es fundamental entender cómo este tipo de movilización no solo cambió las elecciones de su tiempo, sino que también dejó una huella profunda en la forma en que las fuerzas políticas de la derecha operan, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos.
¿Cómo el miedo y las teorías conspirativas influyeron en la política exterior de EE. UU. tras el 9/11?
La tragedia del 11 de septiembre de 2001 no solo marcó un antes y un después en la historia de los Estados Unidos, sino que también abrió la puerta a una serie de teorías conspirativas y narrativas políticas que transformaron profundamente la política exterior estadounidense. Los eventos del 9/11, más que una tragedia colectiva, sirvieron como catalizador para una reconfiguración de la seguridad nacional, y lo que es aún más relevante, como un terreno fértil para manipulaciones políticas.
Tras los ataques, las acusaciones contra el Partido Demócrata no se hicieron esperar. Los republicanos, particularmente la administración de George W. Bush, utilizaron el miedo para posicionarse como los verdaderos defensores de la seguridad nacional. Este enfoque se materializó en una estrategia comunicacional dirigida a presentar a los demócratas como incapaces de proteger al país. Una pieza fundamental en este discurso fue la guerra en Afganistán, donde se desmanteló al régimen talibán y se dispersaron los miembros de Al Qaeda. Sin embargo, la figura clave de Osama Bin Laden seguía en libertad, y su captura se convirtió en un símbolo de la falta de efectividad en la gestión republicana, abriendo espacio para acusaciones internas.
A medida que las elecciones intermedias se acercaban, las tensiones aumentaban. La campaña política se tornó más agresiva. En Georgia, el representante republicano Saxby Chambliss utilizó un comercial televisivo que comparaba al senador Max Cleland, un veterano de Vietnam que había perdido tres extremidades en combate, con figuras como Bin Laden y Saddam Hussein. La insinuación era clara: Cleland no tenía el “coraje” para defender a Estados Unidos. Aunque algunos republicanos, como John McCain, repudiaron el anuncio, la mayoría se mantuvo en silencio, permitiendo que las tácticas de miedo prosperaran.
La llegada de las elecciones de 2004, sin embargo, no fue solo una contienda electoral. A raíz de los atentados, la proliferación de teorías conspirativas alcanzó niveles alarmantes. Algunos sostenían que el 9/11 fue un “trabajo interno”, que Mossad, la inteligencia israelí, sabía del ataque con antelación y advirtió a todos los judíos que trabajaban en las Torres Gemelas, o incluso que el Pentágono nunca fue atacado por un avión. Estas teorías, aunque sin fundamento, encontraron un terreno fértil en la política estadounidense. Sin embargo, las más peligrosas fueron aquellas que penetraron en los círculos cercanos al presidente Bush.
En septiembre de 2001, tres días después de los atentados, el American Enterprise Institute organizó una rueda de prensa en la que la ex embajadora de la ONU, Jeanne Kirkpatrick, respaldó las declaraciones de Laurie Mylroie, una académica que promovió una teoría conspirativa extremadamente compleja sobre Saddam Hussein. Según Mylroie, Saddam estaba detrás de la mayoría de los atentados antiamericanos, desde el ataque a las Torres Gemelas en 1993 hasta el bombardeo de Oklahoma City en 1995. Aunque la CIA y el FBI desacreditaron sus afirmaciones, la influencia de figuras clave como Paul Wolfowitz permitió que estas ideas tuvieran cierta acogida dentro del círculo de neoconservadores.
La obsesión con Saddam Hussein se convirtió en un eje central de la administración Bush. Al principio, la guerra de Afganistán fue la prioridad, pero una vez que se despejó la situación en ese país, la atención se desvió rápidamente hacia Irak. Bush y Cheney, aunque no pudieron demostrar una relación concreta entre Saddam y los ataques del 9/11, usaron el miedo y las mentiras para justificar una invasión. Cheney, en particular, presentó una evaluación alarmante de las “armas de destrucción masiva” de Saddam, sin que existiera evidencia sólida para respaldar sus afirmaciones.
Las falsedades se multiplicaron. Se habló de que Mohamed Atta, el principal coordinador del 9/11, se había reunido con un oficial de inteligencia iraquí en Praga, una teoría que la CIA había desacreditado. La administración también mencionó que Saddam había comprado tubos de aluminio para producir uranio enriquecido, cuando los científicos estadounidenses ya habían determinado que esos tubos no servían para ese propósito. A pesar de las contradicciones evidentes, Bush continuó entrelazando el nombre de Saddam con el de Al Qaeda y el 9/11, contribuyendo a una narrativa de peligro inminente.
La desinformación alcanzó su punto máximo justo antes de la invasión de Irak en 2003. Un sondeo de The Washington Post reveló que el 70% de los estadounidenses creían que Saddam Hussein tenía algo que ver con los atentados del 11 de septiembre. Este contexto de manipulación mediática, en el que Fox News y otros medios de derecha desempeñaron un papel fundamental, permitió que la invasión de Irak fuera vista por muchos como una respuesta legítima al terrorismo, cuando en realidad se trataba de una guerra fundamentada en premisas falaces.
La invasión de Irak fue inicialmente exitosa, logrando derrocar a Saddam Hussein. Sin embargo, la administración de Bush carecía de un plan claro para el periodo posterior a la ocupación. El vacío de poder y el caos subsecuente crearon un caldo de cultivo para la violencia sectaria y el surgimiento del Estado Islámico (ISIS). A medida que la guerra se extendía, el número de víctimas iraquíes superaba los 200,000, mientras que miles de soldados estadounidenses perdían la vida en el proceso.
Una de las principales lecciones que se pueden extraer de este periodo es la manipulación del miedo como herramienta política. La administración Bush explotó el 9/11 para justificar una guerra que no solo causó enormes pérdidas humanas, sino que también desestabilizó toda una región. A nivel interno, la desinformación sirvió para crear un consenso en torno a la invasión, a pesar de la falta de pruebas claras que la justificaran. A largo plazo, las secuelas de estas decisiones, tanto para Irak como para Estados Unidos, siguen siendo un recordatorio del poder de las narrativas construidas sobre la base de mentiras y teorías conspirativas.

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