A lo largo del año 2016, la campaña presidencial de Donald Trump no fue solo una contienda electoral, sino una jugada deliberada para desmantelar las estructuras democráticas que sostenían al país. Con cada movimiento, Trump demostró su desprecio por las normas y valores fundamentales, mientras transformaba la política estadounidense en un espectáculo. La retórica de odio creció, el racismo se disfrazó de populismo, y un creciente número de crímenes de odio marcaron la pauta. Trump, lejos de ser un candidato improvisado o un novato, se erigió como un manipulador astuto que entendía el dolor colectivo de la sociedad y se aprovechaba de él para consolidar su poder.

El daño que Trump infligió a la democracia no fue accidental ni impulsado por su falta de inteligencia, como muchos comentaron, sino por su habilidad para reconocer y explotar las grietas de un sistema que, a pesar de su aparente solidez, había dejado espacio para la corrupción. La creencia en la "excepcionalidad americana"—la idea de que Estados Unidos es inmune a los regímenes autoritarios—fue precisamente lo que facilitó su ascenso. Trump no fue un accidente ni un error; fue la culminación de un proceso largo y complejo en el que la democracia estadounidense se volvió vulnerable a un líder dispuesto a destruirla.

El verdadero giro ocurrió cuando Trump comenzó a asociarse con figuras de la extrema derecha, como Jeff Sessions y Steve Bannon, y con figuras que representaban intereses internacionales, como Paul Manafort. Manafort, un operador político con décadas de experiencia, había trabajado estrechamente con oligarcas del antiguo bloque soviético, hombres de negocios extremadamente poderosos que actúan como colaboradores del Kremlin. Este vínculo no solo era una cuestión de conveniencia política, sino una alianza con fines mucho más oscuros. El dinero sucio, la corrupción institucionalizada y el autoritarismo comenzaron a verse reflejados en la figura de Trump, quien ya había comenzado a admirar y alabar públicamente al presidente ruso Vladimir Putin.

En sus primeros meses como candidato, Trump hizo frecuentes elogios hacia Putin, un hombre que representaba lo peor del capitalismo salvaje, la corrupción y el autoritarismo. Al mismo tiempo, las conexiones de Trump con figuras del Kremlin no eran simplemente aspiracionales, como muchos pensaban al principio, sino reales y profundas. Desde la década de 1980, Trump había mantenido relaciones con miembros de la mafia rusa, incluso en su famoso Trump Tower. Estos vínculos con oligarcas y figuras de poder no eran solo parte de un afán de enriquecimiento personal, sino que formaban una red transnacional de corrupción que se extendía más allá de las fronteras de Estados Unidos.

La relación entre Trump y Rusia no era una mera curiosidad geopolítica o una estrategia errática de política exterior. Era una pieza clave de un engranaje mucho más grande que se estaba moviendo con el objetivo de debilitar el sistema democrático de los Estados Unidos. A lo largo de los años, el entorno de Trump se fue conformando no solo con asesores y operadores políticos, sino también con figuras del crimen organizado que buscaban aprovecharse de los vacíos legales y las debilidades del sistema. La implicación directa de Rusia en la manipulación de las elecciones de 2016 se volvió un tema candente solo después de que Trump mismo hiciera una declaración pública solicitando a Rusia que hackeara los correos electrónicos de Hillary Clinton. Sin embargo, los lazos de Trump con actores corruptos no se limitaban a los esfuerzos rusos por intervenir en las elecciones, sino que reflejaban una estrategia más amplia para subvertir la democracia a través de un poder financiero transnacional.

A medida que la campaña avanzaba, Trump usaba tácticas de distracción y desinformación para cubrir los crímenes de su entorno. Las instituciones de poder se vieron rápidamente comprometidas, y las evidencias de interferencia extranjera no fueron tomadas en cuenta por muchos sectores del gobierno. La incredulidad que surgió en torno a sus posibilidades de ganar las elecciones fue un factor que contribuyó a su victoria: muchos subestimaron la capacidad de un hombre tan polarizador, respaldado por una estructura corrupta y un aparato mediático que ayudaba a alimentar su ascenso.

El triunfo de Trump no solo significó la llegada de un populista autoritario al poder, sino la entrada de un hombre dispuesto a manipular todas las estructuras a su disposición para mantenerse en la cima. Como ocurre con muchos autócratas, una vez que llegan al poder, es muy difícil sacarlos. Al principio, se presentan como salvadores de un sistema "roto", pero al llegar a la cima, comienzan a desmantelar las barreras legales y democráticas que podrían limitar su control. Al principio, la lucha parece ser solo por el control del poder, pero pronto se convierte en una lucha por el control de la verdad, de las instituciones y, finalmente, de la libertad misma.

Es esencial comprender que la amenaza que representó Trump no fue solo la de un hombre que buscaba acumular poder, sino la de un sistema que se había convertido en un punto de confluencia de intereses corruptos, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. La historia de su ascenso no es solo la historia de un hombre y su campaña, sino la de una red global de corrupción que afecta directamente la seguridad nacional y la estabilidad de las democracias en todo el mundo. Esta comprensión de los eventos en 2016 es clave para prevenir futuras crisis y para entender las dinámicas que pueden llevar a una nación hacia la autocracia.

¿Cómo las redes criminales transformaron a los gobiernos en un Estado mafioso?

Las redes criminales han llegado a un punto tal que ahora controlan gobiernos, lo que les permite redefinir sus actividades como legales, exonerarse de sus crímenes y perseguir a aquellos que intentan defender el estado de derecho. La mafia controla el ejército, los delincuentes gestionan los tribunales. En otros países, esto se llamaría “un golpe autoritario”. En Estados Unidos, los funcionarios de lenguaje ambiguo califican nuestra transición hacia un estado mafioso como “profundamente preocupante” y hacen poco para frenar el daño.

En este contexto, surge la eterna pregunta: ¿por qué el FBI y otras agencias de seguridad no detuvieron una amenaza tan obvia a la seguridad nacional como lo era la candidatura de Trump a la presidencia? Felix Sater, uno de los personajes clave en este relato, trae un giro inquietante a esta historia. Tras su arresto en 1998, Sater se convirtió en informante del FBI, proporcionando información sobre actividades mafiosas hasta 2001. Como parte de su acuerdo de cooperación, sus registros judiciales fueron sellados durante diez años por Loretta Lynch, quien en ese momento era la Fiscal de los Estados Unidos para el Distrito Este de Nueva York y más tarde se convirtió en fiscal general de 2015 a 2017 en la administración de Obama.

Sater se involucró con la Organización Trump a través de Bayrock después del 11 de septiembre, cuando el FBI estaba distraído con el terrorismo islámico. En 2006 —el mismo año en que Trump SoHo fue presentado en The Apprentice, el mismo año en que Sater llevó a los hijos de Trump al Kremlin, y el mismo año en que Manafort se mudó a Trump Tower— Michael Cohen se convirtió en abogado personal de Trump. En 2015, Sater y Cohen intercambiaron una serie de correos electrónicos en los que conspiraban para obtener el apoyo de Vladimir Putin para llevar a Trump al poder. “Nuestro chico puede llegar a ser presidente de los EE.UU. y podemos hacerlo realidad”, escribió Sater en un correo a Cohen. “Voy a conseguir que todo el equipo de Putin se suba a este tren, yo manejaré el proceso”.

Para 2010, Sater repartía tarjetas de visita presentándose como asesor principal de Trump, con una dirección de correo electrónico de la Organización Trump. Se había movido en círculos de respetabilidad, siendo nombrado "Hombre del Año" en 2010 y 2014 por la organización religiosa judía Chabad de Port Washington, Nueva York, cuyos miembros también incluían a Cohen, y de la cual Arif, quien no es judío, es benefactor.

Sater afirmó al Los Angeles Times que trabajaba como informante freelance para el gobierno de EE.UU. durante la década de 2000, y que pasaba sus días construyendo Trump Towers y sus noches cazando a Bin Laden, lo cual resulta intrigante, dado el rumoreado vínculo entre al-Qaeda y la operación de la mafia rusa dirigida por el asociado de la familia Sater, Semion Mogilevich. En 2005, el ex agente del KGB, Aleksandr Litvinenko, quien fue asesinado por agentes del Kremlin en 2006, alegó que Mogilevich mantenía una buena relación con el presidente ruso Vladimir Putin desde 1993 o 1994 y que Mogilevich estaba en contacto con al-Qaeda y les vendía armas. Dado que Sater había trabajado como informante del FBI entre 1998 y 2001, que el FBI nombró a Mogilevich como su principal prioridad en 2011, y que Sater había trabajado con la familia Trump en un proyecto que parecía involucrar un importante lavado de dinero, es desconcertante que el FBI no planteara ninguna preocupación cuando Trump decidió postularse para la presidencia y finalmente ganó la nominación.

Llegar a ese nivel de candidatura no solo le dio a Trump acceso a información clasificada, sino que también permitió que su equipo de campaña —para ese momento dirigido por Manafort— tuviera acceso. Aunque muchos de los vínculos de Trump con la mafia y con Rusia ya estaban a la vista del público, y deberían haber sido suficientes para que se abriera una investigación cuando el Kremlin comenzó a mostrar su influencia sobre la campaña de Trump, la conexión con Sater hace casi imposible la negación plausible. No hay forma de que el FBI pudiera afirmar que no sabía quién era Sater o que desconocía sus tratos ilícitos con Trump. Sin embargo, el FBI parecía indiferente a esta amenaza, y siguió siendo así incluso después de que Trump ganó y comenzó a despedir a cualquier funcionario federal que pudiera investigarlo.

El exfuncionario del FBI, Andrew McCabe, quien fue uno de los expertos sobre la mafia rusa purgados por Trump, escribió en sus memorias que conocer a Trump fue como conocer a un jefe mafioso: “En ese momento, sentí lo mismo que sentí en 1998, en un caso relacionado con la mafia rusa, cuando envié a un hombre al que llamaré Big Felix a encontrarse con un jefe de la mafia llamado Dimitri Gufield. Algo similar estaba ocurriendo aquí, en la Oficina Oval”. Esta frase parece una broma retorcida sobre Sater, un hombre que ha estado conectado tanto con la mafia como con el FBI, y que fue colega de Trump, mientras pasaba la presidencia de Trump codeándose con celebridades y desoyendo citaciones, aparentemente inmune a las consecuencias.

En conjunto con la eliminación de Mogilevich de la lista de los Diez Más Buscados en 2015 y el inexplicable reexamen de los correos electrónicos de Clinton justo antes de las elecciones, estas evidencias cuestionan tanto las agendas de Sater como del FBI. Trump tiende a alardear de sus asociaciones criminales junto con sus vínculos dictatoriales. Se jactaba de su amistad con Jeffrey Epstein y frecuentaba la ciudad con el experto en deshonra Roy Cohn. Como presidente, indultó a criminales notorios como Joe Arpaio y Scooter Libby y cultivó amistades con líderes autoritarios como Kim Jong Un, Erdoğan y Putin. Es raro que Trump oculte incluso los contactos más repugnantes, pero ha hecho esfuerzos por ocultar su bien documentada relación con Sater. Las razones de su reserva siguen siendo inciertas, pero pueden estar relacionadas con que Sater sea un nexo entre las fuerzas del orden de EE.UU. y los oligarcas extranjeros, y probablemente sea un recurso revelador de las intrincadas negociaciones que Trump intenta mantener ocultas.

Trump, al igual que el mundo de la mafia y la televisión de “realidad”, forma parte de ese universo de narrativa construida, en la que la violencia y la corrupción se disimulan tras una fachada de éxito y glamour. Este es el principio fundamental de la dictadura como operación de marca: el uso de la repetición del nombre, el rostro y los símbolos del dictador, la creación de rituales vacíos como las “elecciones” y los “despidos”. Todo esto contribuye a la construcción del estado espectacular y su audiencia cautiva. En este contexto, la marca Trump, como la televisión de realidad, se presenta como un fenómeno que engaña a las masas mientras legitima lo ilegítimo y reviste la corrupción con la apariencia de éxito.