Desde la fatídica noche en la que se encontró con el tigre, la relación entre el General y su esposa ha cambiado irrevocablemente. La mujer, antes enamorada y entregada, ahora es presa de un profundo horror hacia su esposo, algo que va más allá de cualquier rencor o malestar físico. Cada vez que él entra en la habitación en la que ella se encuentra, su cuerpo se estremece, como si cada fibra de su ser rechazara su presencia. Esta transformación, que comienza como una especie de pavor y aversión, ha culminado en una separación emocional y psicológica. El General, desesperado, se ha retirado a un extremo de la casa, buscando evadir, por lo menos en el espacio físico, esa atmósfera de desdén y rechazo. Pero la causa de esta aversión va más allá de las palabras no dichas o los gestos de desconfianza; el centro del conflicto parece estar ligado a aquel tigre, cuya presencia en sus vidas sigue siendo un enigma sin resolver.

El misterio del tigre parece no tener una única solución. Tras el primer encuentro con la criatura, un nuevo elemento se suma a la ecuación: pocos días después de su partida, un segundo tigre fue hallado muerto en una zanja cerca de Nottingham. Este animal, a diferencia del primero, era delgado y famélico, y no presentaba la misma majestuosidad ni agresividad que el primero. Según los rumores, el domador del circo admitió en una conversación que este tigre había escapado, aunque no ofreció más detalles sobre el origen del primer animal. Así, la zona parece haber sido invadida por dos fieras, de las cuales una permanece sin explicación clara. Este nuevo hallazgo, lejos de traer alivio, solo aumenta la angustia de Miriam, quien, al enterarse, reacciona con un desgarrador "¡Lo sabía! ¡Lo sabía!", como si su mente ya hubiera tejido una conexión inquebrantable entre el tigre y su desgracia, entre su sufrimiento y la presencia de esos animales.

El General, incapaz de ayudarla y decidido a buscar alguna solución, intenta llevar a su esposa al médico, pero la resistencia de Miriam es total. Incluso cuando él simula que el doctor es un viejo amigo, ella lo rechaza con un desdén que ni el disfraz de amabilidad puede suavizar. El miedo de que una nueva intervención médica solo sirviera para confirmar que Miriam ha perdido la razón lo paraliza aún más, pues teme que el diagnóstico, tal vez acertado, transforme la lucha por su estabilidad en una batalla perdida. La desconexión de Miriam con la realidad es evidente para todos, pero el General no sabe cómo abordarlo. La amenaza del diagnóstico psiquiátrico parece más angustiante que la propia enfermedad que sufre su esposa.

Deborah, la hermana de Miriam, regresa a la mansión en medio del frío invierno, una época que no hace sino aumentar la oscuridad de la situación. Aunque el General había esperado que Deborah interviniera para aliviar la melancolía de Miriam, ella se muestra sorprendida por la apatía de su hermana pero, al mismo tiempo, indiferente. El sufrimiento de Miriam no parece despertar en ella el deseo de ofrecer consuelo, pues piensa que, al final, poco importa si Miriam vive o muere. La desolación de su mente y su alma es tal que, en algún rincón, ya no espera encontrar ninguna salvación, ni en este mundo ni en otro. Sin embargo, el encuentro entre las dos hermanas, que no requiere palabras, no hace sino profundizar el abismo entre ellas. Miriam, observando a su hermana con un semblante de desconcierto, no es capaz de formular una sola pregunta, como si temiera que las respuestas la alejaran aún más de la realidad que aún se aferra a su cuerpo.

Una noche, tras una cena tranquila con Deborah, el General nota que Miriam ha desaparecido. La búsqueda por la casa resulta infructuosa, lo que lleva al General a la conclusión de que debe estar fuera, probablemente caminando en la oscuridad. Coge una linterna y sale en su búsqueda, avergonzado de que los sirvientes pudieran enterarse del nuevo trastorno de su esposa. Caminan sin éxito por los senderos cercanos hasta que, finalmente, descubren la silueta de Miriam tendida junto a una columna de mármol en el jardín. Lo que encuentran allí, sin embargo, desconcierta aún más la ya enmarañada realidad de su vida. Miriam yace allí, cubierta por la piel del tigre, sonriente, con las mejillas enrojecidas, y sus ojos brillando con una inexplicable alegría. Su cuerpo, sin embargo, revela marcas horribles: los dientes y las garras del tigre la han marcado por completo. A pesar de estar muerta, su rostro sigue reflejando una expresión de gozo, como si la presencia de esa criatura, o su relación con ella, hubiese significado algo más profundo y misterioso para su alma.

El tigre, una presencia que parece ser una maldición y una liberación a la vez, continúa siendo el elemento central que da forma a los destinos de los personajes. Su influencia sobre Miriam es tal que, al final, se la ve envuelta en su piel, como si hubiera buscado una conexión con la bestia en su último acto consciente. No se trata solo de una manifestación de locura o un simple capricho, sino de una forma de evasión hacia algo más allá de los límites humanos, algo que se sitúa entre lo natural y lo sobrenatural, en una frontera que se desdibuja y que solo el misterio del tigre parece poder traspasar.

¿Cómo encontrar consuelo a través de las pérdidas y los recuerdos?

La vida nos conduce por caminos impredecibles, donde la adversidad se presenta de formas diversas. En estos momentos de dolor, es posible hallar consuelo en la bondad y el amor que se nos brindan, y también en los recuerdos que nos definen, aunque algunos de esos recuerdos provengan de lo que nunca llegó a ser. Las figuras cercanas a nosotros, como Milly, nos muestran cómo los recuerdos de lo que hemos perdido pueden nutrirnos, transformándonos, incluso cuando el tiempo y la vida se nos escapan de las manos.

Milly, por ejemplo, se encuentra atrapada entre la gratitud por lo que tiene y la tristeza de lo que nunca fue. Su hijo muerto, que nunca respiró en la tierra, se convierte en un faro de consuelo para ella. Aunque su hijo no vivió para sonreír, ni abrió los ojos al mundo, su memoria permanece viva en cada pensamiento y cada acto de amor que ella realiza. Es un consuelo, sí, pero también una carga, pues la memoria de un ser querido perdido es una sombra que se proyecta sobre el presente.

A través de este dolor, Milly aprende a ver la vida y el sufrimiento de una manera nueva. En cada niño que ve en brazos de su madre, ve a su propio hijo. En cada acto de ternura y cariño entre padres e hijos, reconoce una oportunidad de amor no correspondido, pero no por ello menos real. La pérdida de su hijo la conecta más profundamente con el sufrimiento y la alegría de los demás. Cada vez que ve a un niño, ya sea vivo o muerto, siente una compasión que atraviesa el dolor y la ternura, como si esos niños, sin saberlo, compartieran con ella el amor que no pudo dar.

Este tipo de transformación es lo que Redlaw experimenta cuando, tocado por la pureza del amor de Milly, se siente nuevamente conectado con la vida. Es un momento en el que, a través de la empatía y el perdón, puede mirar su pasado y sus errores con una nueva luz. La revelación de su humanidad perdida lo hace volver a ser quien era, quien pudo haber sido. En un solo gesto, su corazón se ablanda, reconociendo que el amor y la compasión no son solo para aquellos que hemos visto crecer, sino también para aquellos a quienes nunca llegamos a conocer.

La historia de Redlaw y Milly no se limita a una mera narración de sufrimiento o sacrificio. Es un recordatorio de que la verdadera grandeza humana no se encuentra en la perfección ni en la capacidad de evitar el sufrimiento, sino en la habilidad de transformar ese sufrimiento en amor y comprensión. Al final, la vida misma, en todas sus formas y pérdidas, tiene el poder de enseñarnos, si estamos dispuestos a aprender de ella.

Para quienes hemos perdido algo querido, esta reflexión sobre la memoria y el amor puede ser un bálsamo. Nos recuerda que la vida no se mide únicamente por lo que tenemos en el presente, sino por lo que hemos sido capaces de amar y recordar. Las pérdidas nos forman, pero también nos definen, pues es a través de ellas que podemos llegar a comprender el verdadero significado de lo que significa vivir plenamente.

Al igual que Milly, que encuentra consuelo en la memoria de su hijo y en su capacidad para amar a otros, cada uno de nosotros puede hallar en la memoria de lo perdido una fuente de crecimiento. Es un proceso doloroso, pero liberador, que nos invita a reconfigurar nuestras relaciones y nuestro entendimiento del mundo.

Es importante, además, no ver la pérdida como un fin, sino como una transformación que abre las puertas a nuevas formas de entender el amor, el sufrimiento y la esperanza. Aunque a veces parezca que la vida nos despoja de todo, siempre existe la posibilidad de encontrar algo en lo que aferrarnos. Quizá no sea lo que esperábamos, pero es precisamente a través de esa rendición que descubrimos una nueva forma de vivir.

¿Qué la conecta con La Belle Julie? Un lazo de amor, engaños y destino trágico.

Aquel lazo invisible entre las mujeres que se entregan a amores secretos y prohibidos, el tipo de amor que no conoce fronteras ni moralidades, es el que Laura siente al recordar a La Belle Julie. Julie, una mujer de épocas pasadas, cuyo amor ilícito y fatídico parece perdurar en el tiempo, se convierte en un reflejo de lo que Laura está viviendo en su presente. La conexión no es meramente espiritual; es el eco de la pasión y el sacrificio de una vida marcada por la clandestinidad y el peligro.

Esa misma noche, Celestine, la anciana francesa, con astucia y destreza, demostró que no había perdido el toque característico de su país. Sin embargo, Laura, entre nervios y cansancio, apenas pudo probar bocado. La vieja sirvienta, sin hacer comentarios sobre su hambre, reveló algo que pareció más un aviso que una simple conversación: si escuchara extraños suspiros o tal vez un sollozo apagado, no debía alarmarse, ya que se trataría del espíritu de La Belle Julie, cuya presencia habría llegado para expiar su pecado, un pecado no solo cometido, sino exaltado en vida.

No obstante, no fue el espíritu de Julie lo que aterrorizó a Laura. La verdadera amenaza estaba más cerca, dentro de los límites de esa casa ancestral, en la mirada penetrante de Celestine, quien parecía conocer demasiado. Solo cuando la mujer se marchó, Laura respiró con más alivio.

La habitación que había sido preparada para ella mantenía su aire de siglos pasados. La decoración, con su seda lavanda ya descolorida, el suelo cubierto por una alfombra Aubusson, y el gran lecho Directoire, era una cápsula de tiempo. Todo aquello había sido parte del pasado de otra mujer, otra amante que había compartido ese mismo lecho. Julie nunca podría haber imaginado que una mujer en su misma posición, un siglo después, podría comunicarse por teléfono con su amante, ese hombre que dominaba la mansión distante, al igual que el suyo dominaba la casa que se alzaba ante sus ojos. La tecnología había avanzado, pero el amor, el secreto, y el dolor permanecían intactos.

Cuando Laura fue a la ventana, buscando algo que distrajera su mente, vio el reflejo del invierno sobre el agua. A la distancia, los árboles, desnudos y sombríos, se erguían como fantasmas ante el cielo gris. Entonces, el teléfono sonó, interrumpiendo la calma de la noche. Era la voz de Julian Treville, clara y llena de amor, como si estuviera allí con ella. La promesa de su regreso se convirtió en una ansiosa espera. Pero cuando la espera terminó, no fue él quien llegó. Fue Celestine, con una noticia devastadora.

La tragedia alcanzó a Laura cuando, sin previo aviso, recibió la terrible noticia de la muerte de Julian. Un accidente de caza le había arrebatado la vida. El impacto fue inmediato, y las palabras de Celestine no pudieron consolarla. Laura, atrapada en su dolor, se vio obligada a prepararse para abandonar la mansión, para regresar a una vida que ya no podía entender. El amor, tan claro y prometedor al principio, se había convertido en una sombra de lo que había sido.

En ese momento de desesperación, el inesperado regreso de Roger Delacourt, quien había permanecido lejos, llegó para añadir otra capa de confusión y angustia. Con furia y resentimiento, lo que parecía ser una confrontación sobre su relación con Julian, rápidamente se convirtió en una acusación de infidelidad, algo que Laura no podía ya comprender ni defender. Su mundo, una vez lleno de esperanza, ahora estaba quebrado por la desconfianza y el dolor.

Lo que Roger no sabía era que Laura, aún al borde de la desesperación, no estaba sola en esa casa. Un ser querido, escondido, aún mantenía su presencia en su mente y corazón. Laura, atrapada entre las sombras de su propio sufrimiento, guardaba secretos que él no alcanzaba a ver.

Es importante entender que este relato no solo trata sobre un amor prohibido o una tragedia personal, sino que está marcado por la constante presencia de lo inalcanzable, de los lazos invisibles entre el pasado y el presente. El amor, muchas veces, no es simplemente un encuentro entre dos personas; es la acumulación de deseos, de pasiones truncadas, de decisiones tomadas sin pensar en las consecuencias. La historia de Julie, Laura y los demás personajes nos invita a reflexionar sobre cómo nuestras decisiones, aunque aparentemente aisladas, están siempre conectadas a un ciclo de sufrimiento y amor no resuelto. Así como Julie fue una víctima de su tiempo, Laura es una víctima del suyo, arrastrada por los hilos invisibles del destino, donde cada acción tiene un precio, y cada amor, una condena.

¿Qué ocurre cuando la conciencia se escinde?

Un hombre culto y metódico, respetado en su comunidad, comienza a experimentar una serie de perturbaciones cognitivas que, en otro contexto, habrían sido catalogadas como signos inequívocos de locura. Pero no es demencia, ni delirio evidente. Todo comienza con un pequeño colapso: un olvido que no lo es del todo, una desorientación que no se parece a las formas comunes de pérdida de memoria. Caminaba por una ruta conocida, absorto en una revelación sobre los antiguos ritos celtas, cuando de pronto ya no sabía adónde se dirigía. Sabía su nombre, su dirección, el lugar exacto donde se encontraba. Pero el vínculo entre esos tres elementos se había roto. No había norte ni sur, ni izquierda ni derecha. Solo una suspensión del sentido, una grieta invisible entre el yo y el mundo.

En los días siguientes, su vida cotidiana empezó a fragmentarse. Papeles importantes que dejaba cuidadosamente bajo un pisapapeles aparecían entre el colchón y la cama. Libros cuya ubicación exacta conocía desaparecían y luego, como si nada, volvían a su sitio. Lo que en un principio atribuyó a distracción o fatiga, comenzó a adquirir un matiz inquietante. Su mente, acostumbrada al orden intelectual y al rigor de los estudios eclesiásticos, ya no respondía con precisión. Las cosas no estaban donde debían, y lo peor: a veces no había forma de explicar cómo habían llegado a estar donde estaban.

Empezó a sospechar de los sirvientes. Quizás jugaban con él, burlándose, escondiendo objetos solo para hacerle dudar de su cordura. Pero esa explicación se deshacía frente a una evidencia cada vez más espesa: no había motivo, ni lógica, ni patrón reconocible en lo que ocurría. Lo inverosímil se filtraba como una bruma: extractos cuidadosamente copiados durante horas de esfuerzo aparecían luego en el jardín, al pie de la puerta, como si hubiesen volado solos desde su escritorio. La atmósfera se volvía física, como una presión sobre la piel, un temblor del aire. Las paredes del mundo se ondulaban. Los objetos perdían contorno. Su percepción se disolvía como tinta en el agua.

Una tarde, tras uno de estos episodios, regresó al estudio donde trabajaba y fue recibido por su ama de llaves con una exclamación de alivio: lo creía desaparecido. Él no entendía. No habían pasado más que unos segundos desde que había cruzado el umbral del jardín. Pero en realidad habían transcurrido seis semanas.

Durante ese tiempo, nadie lo había visto. No recordaba nada. Ni un rostro, ni un lugar, ni un sonido. Solo, con el paso de los días, comenzó a surgir en su interior una vaga certeza: había estado en un lugar donde todo era “absolutamente correcto”. No de una forma idílica, no un paraíso, sino una realidad otra, implacable y coherente en su lógica silenciosa. Una grieta se había abierto en su conciencia, y por ella se había deslizado a otra región de la experiencia, inaccesible al lenguaje.

El único vestigio tangible de ese lapso era una flor que tenía en la mano al regresar, intacta, como recién arrancada, a pesar de que todos insistían en que habían pasado cuarenta días. La flor, como un signo imposible, venía de una tierra donde el tiempo no transcurre.

Este tipo de relatos suelen ser leídos desde la psicopatología, como episodios de fuga disociativa, manifestaciones extremas de estrés o trastornos de identidad. Pero hay elementos que escapan a esta interpretación. La linealidad del tiempo se rompe. El sujeto ya no es del todo el mismo. No recuerda, pero sabe. Ha perdido la continuidad, pero ha conservado la coherencia interna de otro plano. ¿Puede la mente humana habitar dos mundos a la vez? ¿Puede una parte de nosotros vivir una experiencia tan radicalmente distinta que no pueda ser integrada de vuelta?

Es necesario reconocer que en ciertas condiciones límite, cuando el estrés, la fatiga intelectual o la sobrecarga emocional erosionan los mecanismos de defensa de la conciencia, pueden abrirse brechas por las que se filtra lo Otro: no necesariamente lo fantástico, sino lo que no cabe dentro del modelo ordinario del yo. No se trata de locura ni de alucinación. Se trata de un descentramiento, de una fractura de la identidad como sistema continuo de referencia.

Lo importante no es tanto la desaparición o el extravío físico, sino el testimonio de una escisión interna. Porque, al final, el verdadero vértigo no está en perderse en la ciudad, sino en ya no saber desde dónde miramos el mundo.

¿Qué se esconde en las sombras de Westpool?

Había niebla espesa, acre y abominable, que cubría Londres cuando me dirigí al Oeste. En el corazón de esa niebla, como si fuera una presencia tangible, estaba el estremecimiento del hielo que traía a la mente esos inviernos de Dickens que parecían haber pasado a la historia. Un día en el que, en sueños, se podrían escuchar los ecos del hierro de los cascos de los caballos en el Gran Camino del Norte, meditar sobre las viejas posadas con chimeneas encendidas, el carruaje avanzando hacia la oscuridad, en un mundo helado. Unos pocos kilómetros fuera de Londres, la niebla se disipó. El horizonte seguía difuso, envuelto en una niebla violeta de frío, pero el sol brillaba intensamente desde un cielo claro y pálido, y toda la tierra se convertía en un mágico manto de blancura. Los campos blancos se extendían hasta esa niebla violeta a lo lejos, los setos blancos los dividían, y los árboles estaban cubiertos de blanco nieve, como si florecieran con el hielo. El tren había sufrido un pequeño retraso debido a la espesa niebla de Londres; ahora avanzaba a gran velocidad a través de este extraño mundo blanco.

Mi objetivo en la famosa ciudad del Oeste era intentar retratar su resistencia frente a la guerra, descubrir si prosperaba o no. Desde lo que había visto en otras grandes ciudades, esperaba encontrarla bulliciosa el sábado, con sus tiendas a rebosar y sus calles llenas de gente. Por lo tanto, no sin cierto asombro, encontré que el ambiente de Westpool era completamente diferente de todo lo que había observado en Sheffield o Birmingham. Casi nadie bajaba del tren en la gran estación, y el amplio camino hacia la ciudad mostraba un aire cerrado y tímido; me recordó un poco a las calles por las que uno pasa hacia lugares olvidados, pequeñas aldeas que alguna vez fueron grandes ciudades. Recordé cómo, en la ciudad donde nací, Caerleon-on-Usk, la esposa del médico dejaba la chimenea y corría hacia la ventana cada vez que escuchaba un paso en la calle principal; de manera extraña, este recuerdo me vino a la mente mientras caminaba desde la estación de Westpool. Salvo por un detalle: de vez en cuando, veía grupos silenciosos que se agrupaban como buscando consuelo y ayuda, todos dirigiéndose hacia las afueras de la ciudad.

Hay un cuarto de hora de caminata entre la estación de Westpool y el centro de la ciudad. Y en este punto debo decir que, aunque Westpool es una de las ciudades más grandes y concurridas de Inglaterra, también es, a mi juicio, una de las más hermosas. No solo por las antiguas casas de madera que todavía sobresalen de muchas de sus calles más estrechas, ni por sus gloriosas iglesias y antiguas tradiciones de esplendor—soy conocido por ser débil y parcial cuando se trata de tales cosas—sino más bien por su ubicación. Pues, a través del corazón mismo de la gran ciudad, corre un río estrecho y profundo, lleno de altos barcos, bordeado por muelles bulliciosos; y así, a menudo, uno puede mirar por encima de la pared de su jardín y ver un racimo de mástiles, y la agitación de las velas para un viento favorable. Este comercio marítimo en medio de las calles polvorientas siempre me ha parecido un encantamiento; hay algo de Sinbad, de Basra, de Bagdad y de Las Mil y Una Noches en ello. Pero no es solo esto lo que enamora de Westpool; desde los propios muelles del río, la ciudad se eleva a grandes alturas, con calles tan empinadas que a menudo son una sucesión de escaleras, como en St. Peter Port, y ascensos parecidos a escaleras. Y cuando llegué a Middle Quay en Westpool aquella tarde de invierno, el sol flotaba sobre la niebla violeta, y las ventanas de las casas en las alturas resplandecían con ardientes llamas rojas.

Pero la leve sorpresa con la que había notado el aire cerrado y sombrío de la estación se convirtió rápidamente en desconcierto. Middle Quay es el corazón de Westpool, y de toda su actividad. Siempre lo había visto bullicioso, como un hormiguero. En esa tarde de sábado, sin embargo, había escasamente media docena de personas, que parecían apresurarse a alejarse. El Vintry y el Little Vintry, esas calles famosas, estaban desiertas. En un instante me di cuenta de que había llegado a un error: en Westpool, sin lugar a dudas, no había agitación ni ajetreo por los negocios de guerra, no había multitud de compradores ansiosos por los que escribir.

Tuve una introducción a un conocido hombre de Westpool. "Oh, no", me dijo, "estamos muy tranquilos en Westpool. No estamos haciendo casi nada. Hay una fábrica de aviones en Oldham, y están fabricando explosivos en Portdown, pero eso no nos afecta. Las cosas están tranquilas, muy tranquilas." Sugerí que tal vez la situación mejoraría un poco por la noche. "No", me dijo, "realmente no valdría la pena que se quedara. No encontraría nada sobre lo que escribir, se lo aseguro." No estaba satisfecho. Salí a dar vueltas por las desoladas calles de la gran ciudad; pregunté al azar, y siempre oí la misma historia: "Las cosas están muy tranquilas." Y empecé a recibir una impresión extraña: los pocos que encontré parecían asustados, y se apresuraban a alejarse de la ciudad, o a refugiarse tras sus puertas cerradas y persianas echadas.

Solo la mención especial de un amigo viajero comercial consiguió que me dieran una habitación esa noche en el "Pineapple" de Middle Quay, con vistas al río. El dueño aceptó con dificultad, tras elogiar el tren expreso hacia la ciudad. "Este es un lugar ruidoso", me dijo, "si no está acostumbrado a ello." Lo miré. Estaba tan silencioso como si estuviéramos en el corazón del bosque o del desierto. "Verá", me explicó, "no trabajamos mucho en municiones, pero hay mucho transporte nocturno para los muelles de Portdown. Sabe esos motores de escalada que usan en el Ejército, esos orugas o como los llaman. Pasan muchos de esos por Westpool, traen toda clase de material pesado, y supongo que le despertarán por la noche. No le aconsejaría que se asomara a la ventana, si despierta. No les gusta que la gente esté husmeando." Y me desperté en plena madrugada. Hubo un estruendo y un retumbar y un temblor en la tierra como nunca había oído antes. También gritos, maldiciones que sonaban a juicio. Me levanté y aparté un poco la cortina, a pesar de la advertencia del dueño, y vi cómo la desolada Middle Quay se llenaba de hombres, y el río estaba lleno de grandes barcos, grandes y borrosos en la niebla helada, y también barcos de vela. Los hombres arrastraban barriles por cientos hacia los barcos. "¡Apúrense, malditos flojos, hijos de puta, maldita sea!" gritó una gran voz. "¿Acaso va a faltar pólvora para la Majestad del Rey?" "¡No, por Dios, no faltará!" rugió la respuesta. "La llevé a bordo para el viejo Rey Jorge, y el joven Rey Jorge no será menos por mi culpa." "¿Y quién diablos eres tú para hablar con tal desparpajo?" "¡Malditos seáis, jefe de marineros; caí en Trafalgar!"