La crisis sanitaria mundial desatada por la pandemia de COVID-19 actuó como un acelerador de procesos sociales, políticos y económicos ya existentes, reflejando las grietas estructurales de un sistema neoliberal en decadencia. Este sistema no solo se enfrenta a un colapso económico, sino que también se ve acompañado de una creciente desigualdad, pobreza masiva y devastación ambiental, entre otras crisis interrelacionadas que, según pensadores como Arundhati Roy, evidencian una crisis de hambre, odio y salud más allá de la emergencia sanitaria. Sin embargo, lo que pasó desapercibido para muchos fue cómo este mismo contexto de crisis fue aprovechado para reforzar estructuras autoritarias y fascistas, incluso en democracias consolidadas.
Uno de los efectos secundarios inmediatos de este fallido modelo neoliberal fue el incremento de las políticas de represión. A medida que las sociedades se sumergían en la incertidumbre y el miedo generado por la pandemia, los gobiernos, especialmente aquellos que ya se encontraban impulsando políticas de austeridad, utilizaron la crisis como una oportunidad para centralizar el poder y restringir las libertades civiles. Según la activista Ejeris Dixon, los regímenes autoritarios usaron la emergencia sanitaria para justificar la suspensión de derechos fundamentales: el derecho a la libre circulación, a protestar, a una prensa libre y a un juicio justo. Estos derechos, que anteriormente estaban garantizados por los marcos constitucionales, fueron anulados bajo la premisa de salvaguardar la salud pública, transformando la emergencia en una excusa para el autoritarismo.
La pandemia también permitió a los gobiernos consolidar su poder de maneras más insidiosas. A través del uso de la fuerza, el miedo y el control social, se logró desplazar las instituciones democráticas por estructuras autocráticas que no solo restringían la participación política, sino que además promovían un clima de obediencia ciega hacia el Estado. Los líderes autoritarios se beneficiaron de la ansiedad colectiva, utilizando la emergencia como justificación para la represión y la manipulación del discurso público. En muchos países, el liderazgo del Estado comenzó a basarse en el uso de un "libreto de emergencia fascista", que implicaba la creación de chivos expiatorios —como inmigrantes, minorías étnicas o personas con discapacidades— para desviar la atención de la gestión fallida de la crisis.
Este fenómeno no fue exclusivo de un solo país. En Hungría, por ejemplo, Viktor Orbán obtuvo poderes de emergencia ilimitados bajo la justificación de la pandemia. En Filipinas, el presidente Duterte aprovechó la crisis para reforzar medidas de control social y represión, algo que no era nuevo en su mandato. En Israel, el primer ministro Netanyahu utilizó la crisis para implementar un monitoreo masivo de los ciudadanos, y en Estados Unidos, el entonces presidente Trump intensificó el uso de la fuerza federal contra manifestantes y restringió la libertad de prensa mientras alimentaba el miedo y el racismo entre su base de apoyo. En muchos casos, la pandemia proporcionó el contexto ideal para implementar medidas que habrían sido impensables en tiempos de estabilidad política.
Lo más grave de esta tendencia es cómo la crisis sanitaria global fue utilizada como una oportunidad política para amparar el autoritarismo y la represión sin apenas resistencia. Los gobiernos con una cultura autoritaria o con tendencias hacia el fascismo utilizaron la emergencia como pretexto para introducir leyes que limitaban derechos fundamentales o que atacaban a la prensa y a la oposición política. La censura, la militarización de la protesta y el control social se hicieron más comunes, con la justificación de la seguridad pública en tiempos de crisis.
Es importante señalar que la normalización de la represión y la centralización del poder no solo afectaron a los países más autoritarios, sino también a democracias occidentales. El caso de Estados Unidos, donde Trump intentó utilizar la crisis sanitaria como una palanca para centralizar aún más el poder ejecutivo, es un ejemplo claro de cómo una crisis global puede ser instrumentalizada para socavar las bases democráticas. La actitud de Trump ante la pandemia, caracterizada por su indiferencia hacia las recomendaciones sanitarias y su apoyo a políticas que favorecían la desinformación, reflejó una peligrosísima tendencia hacia el autoritarismo.
Es crucial entender que lo sucedido durante la pandemia no fue simplemente una reacción frente a un virus. Fue una crisis que, bajo la superficie, reveló y exacerbó las tensiones sociales, económicas y políticas de un sistema que ya estaba en decadencia. La pandemia se convirtió, en muchos casos, en una excusa para profundizar un modelo de gobernanza autoritario que utiliza el miedo como herramienta de control.
Además, hay que reconocer que las políticas de represión impulsadas por algunos gobiernos no solo se dieron en un contexto de crisis sanitaria, sino que también están íntimamente relacionadas con un largo proceso de concentración de poder y erosión de las democracias. A menudo, esta represión se disfrazó de medidas de seguridad pública, pero en realidad tenía el objetivo de controlar a las poblaciones y proteger los intereses de una élite política y económica. La pandemia, por lo tanto, no solo reveló la fragilidad de los sistemas de salud, sino también la vulnerabilidad de los sistemas democráticos frente a líderes autoritarios dispuestos a aprovechar cualquier circunstancia para consolidar su poder.
¿Cómo se construye el populismo de derecha y qué implica para la democracia?
El populismo de derecha, tal como se expresa en los discursos de figuras como Donald Trump, tiene una base sólida en la creación de una narrativa de unidad que, paradójicamente, se fundamenta en la exclusión. La llamada a la unidad, en este contexto, no busca la cohesión inclusiva, sino la subyugación de cualquier forma de oposición que se perciba como enemiga. La figura del "pueblo" en este discurso se reduce a un concepto simplificado que no refleja la diversidad de identidades, intereses y luchas sociales que componen a la sociedad, sino que busca homogeneizar la realidad de manera conveniente para el líder y sus seguidores.
Este tipo de populismo hace uso de un lenguaje de simplicidad, apelando a una visión plana y monolítica de la sociedad que, en realidad, oculta las complejidades inherentes al poder, la resistencia y el cambio social. Al presentar las luchas y las resistencias como meros llamados a la unidad, el populismo de derecha despoja a la política de su capacidad para involucrar el diálogo honesto y los matices necesarios para abordar las injusticias y desigualdades de una sociedad plural. En lugar de trabajar hacia la inclusión y el entendimiento mutuo, el populismo busca reducir todo a una lucha polarizada, donde cualquier discrepancia se presenta como una amenaza interna.
Bajo la retórica populista, las políticas que se proclaman en nombre del pueblo no solo despojan de poder a los sectores más vulnerables, sino que refuerzan y amplían la influencia de las élites financieras. Este fenómeno se manifiesta en la implementación de políticas neoliberales, como los recortes fiscales regresivos, la desmantelación del estado del bienestar y la promoción de intereses corporativos, que, en lugar de beneficiar a las masas, consolidan la riqueza y el poder de unos pocos. La promesa de representar al pueblo se convierte en un discurso vacío, que oculta la verdadera agenda de aquellos que detentan el poder.
El populismo de derecha también se distingue por su lucha contra la intelectualidad y la crítica. Rechaza las complejidades del pensamiento y deslegitima cualquier tipo de discurso que cuestione el orden establecido, creando una atmósfera de miedo, inseguridad e impotencia política. Este enfoque tiene efectos devastadores sobre la capacidad de los individuos para conectar sus problemas privados con una comprensión más amplia de las estructuras sociales y políticas que los producen. A través de la simplificación extrema y la demonización de los opositores, se consigue despojar a la democracia de sus ideales fundacionales.
En este contexto, la figura del líder autoritario se erige como la única fuente de verdad y dirección, y sus políticas se disfrazan de heroicas, mientras se enmascaran las profundas violaciones a los derechos humanos y las injusticias que se perpetúan bajo su gobierno. Esta forma de populismo, lejos de ser una solución a las crisis sociales y económicas, las intensifica, sumergiendo a la sociedad en un ciclo de violencia simbólica y real, donde las palabras de unidad ocultan un profundo proceso de deshumanización y control.
El discurso de la violencia se presenta bajo el ropaje de la "seguridad", la "redención" y la "lucha heroica", pero en realidad busca crear un ambiente de terror y exclusión. Las políticas impulsadas por los líderes populistas de derecha no solo se basan en el autoritarismo, sino que también promueven una visión distorsionada del pasado y del futuro, donde el miedo y la división se convierten en los pilares de la gobernanza. La mirada hacia el futuro se define a través de la negación del cambio climático, el aumento de la desigualdad y la glorificación de un pasado idealizado, mientras que las voces disidentes y las luchas sociales se sofocan bajo el peso de la represión.
La conexión entre el populismo de derecha y el fascismo se vuelve cada vez más evidente, especialmente cuando se observa la manera en que se manipula la distinción entre amigos y enemigos para justificar políticas de exclusión y violencia. En esta lógica, ciertos grupos son considerados superfluos, innecesarios para el buen funcionamiento del Estado, y, por lo tanto, desechables. Esta deshumanización no es solo una consecuencia de las políticas de la derecha, sino un componente esencial de su discurso, que también se encuentra impregnado de un profundo desprecio por la verdad, la ciencia y los principios de justicia social.
El ascenso de líderes populistas como Trump o Bolsonaro pone en evidencia el poder destructivo de esta ideología, que, bajo la fachada de "representar al pueblo", en realidad se sirve de él para afianzar el poder de unos pocos, mientras socava los cimientos mismos de la democracia. En lugar de responder a las verdaderas necesidades del pueblo, estos líderes se centran en la consolidación de su poder personal, fomentando la polarización, el miedo y la violencia como herramientas de control. Este tipo de populismo, lejos de ser una respuesta legítima a las desigualdades, es una manifestación de autoritarismo que destruye cualquier atisbo de solidaridad social.
Es necesario comprender que el populismo de derecha no solo es un fenómeno político, sino un problema profundo de percepción y lenguaje. Su capacidad para movilizar a las masas se basa en la simplificación excesiva de la realidad, que esconde las verdaderas tensiones sociales y políticas. Además, al erigir un enemigo interno, se crea una atmósfera de constante confrontación, que impide cualquier tipo de construcción colectiva de la sociedad. Frente a esto, la resistencia no puede limitarse a una lucha meramente discursiva, sino que debe apuntar a desmantelar las estructuras de poder que sustentan este sistema de exclusión.
¿Cómo afecta la ignorancia política y la pedagogía de la pandemia a la democracia y la justicia social?
La ignorancia, lejos de ser una mera ausencia de conocimiento, se ha transformado en una fuerza maliciosa que se niega deliberadamente a conocer, desestima la crítica y socava la conciencia histórica, invisibilizando problemas fundamentales de justicia social y económica. Esta ignorancia activa se ha convertido en el principio organizador de una “pedagogía de la pandemia” que borra la línea entre hechos y fantasías, verdad y mentira, evidencia y opinión, alimentando así un ambiente político de confusión y manipulación.
James Baldwin advirtió con razón que “la ignorancia aliada con el poder es el enemigo más feroz que la justicia puede tener”. La presidencia de Donald Trump ejemplifica esta alianza peligrosa. Su ignorancia manifiesta y muchas veces grotesca —como negar el cambio climático o distorsionar la historia— sirvió para naturalizar la idea de que los problemas sociales son inmutables y deben afrontarse individualmente, despolitizando así el sufrimiento colectivo y ocultando la necesidad de un análisis histórico riguroso. Su manipulación de hechos históricos y su desprecio por el conocimiento crearon un caldo de cultivo para negacionistas y teorías conspirativas, legitimando una narrativa autoritaria que asocia la historia solo con la voluntad de los poderosos.
La falta de conciencia histórica alimenta prácticas políticas crueles y racistas, como la separación de niños de sus padres en la frontera sur de Estados Unidos, que no son meros errores o fallos burocráticos, sino políticas deliberadas que reproducen patrones históricos de odio y exclusión. Esta repetición histórica no solo debería ser reconocida, sino también combatida desde una pedagogía crítica que haga visible el entramado de injusticias y la construcción social de la realidad.
En tiempos donde la cultura cívica se desintegra y la compasión cede paso a la crueldad, la educación debe ocupar un lugar central en la política. No basta con enseñar hechos; es necesario desarrollar un lenguaje colectivo que reescriba la política desde la crítica, la imaginación y la conciencia histórica, construyendo así resistencia internacional frente a la expansión de regímenes autoritarios y fascistas en diversas partes del mundo. La educación emancipadora, tanto simbólica como institucional, juega un papel fundamental en la lucha contra la resurgencia de ideologías supremacistas, nacionalistas y racistas, que utilizan narrativas míticas y distorsionadas del pasado para justificar sus acciones.
Además, el neoliberalismo ha exacerbado la precariedad laboral, la inseguridad social y el desmantelamiento del Estado de bienestar, condiciones que se manejan culturalmente desde discursos de miedo, odio y segregación. Las redes sociales se han convertido en plataformas donde proliferan ideologías fascistas, teorías conspirativas tóxicas y discursos racistas, que erosionan los valores democráticos y promueven la violencia legitimada. Sin embargo, la educación popular, que va más allá de las aulas, tiene la capacidad de contrarrestar estas dinámicas mediante prácticas pedagógicas que recuperen la memoria histórica crítica y el compromiso moral colectivo.
Frente a la indiferencia y la desesperanza, es indispensable construir culturas formativas que humanicen, fomenten la escucha activa, la reflexión compleja y el compromiso con la solución de problemas sociales. Narrativas pedagógicas inspiradoras que reconozcan el poder transformador de las personas comunes son necesarias para enfrentar la desestabilización de las instituciones democráticas, el colapso entre hechos y ficción, y la normalización de la brutalidad política que se expande como una plaga global.
La enseñanza de la historia y la pedagogía crítica son herramientas indispensables para desenmascarar los discursos fascistas, reafirmar la dignidad humana y fortalecer una ciudadanía crítica, informada y comprometida. La memoria histórica no solo es un recurso académico, sino una defensa vital contra el autoritarismo, la manipulación y la injusticia. Sin esta conciencia, la democracia se vuelve vulnerable ante quienes pretenden dominar a través del miedo, la ignorancia y la negación de la verdad.
¿Cómo la retórica de Trump y su pedagogía pandémica reflejan una amenaza autoritaria?
La retórica de Donald Trump, combinada con su accionar político durante la crisis del Covid-19, no solo reveló su desprecio por la verdad y la ciencia, sino también una peligrosa inclinación hacia el autoritarismo, que se cristalizó a través de una pedagogía política reactiva. Este fenómeno, denominado como pedagogía pandémica, se caracteriza por la propagación de discursos racistas y polarizadores, los cuales fueron utilizados como herramientas para justificar acciones irracionales y represivas, tanto frente a la pandemia como ante las protestas contra la violencia policial y el racismo institucional. El término "pedagogía pandémica" refleja, por un lado, la manera en que la crisis sanitaria global fue manejada por Trump y, por otro, la forma en que su discurso inflamatorio caló en diversos sectores de la sociedad, especialmente a través de los medios y las redes sociales.
Un ejemplo claro de esta pedagogía fue el mitin de Trump en Tulsa, Oklahoma, en junio de 2020, donde el presidente no solo se refirió al Covid-19 de manera despectiva como "kung flu", sino que además admitió que había dado órdenes para "reducir las pruebas" del virus, ya que los números de contagios eran desfavorables para su campaña electoral. Esta actitud no solo pone en evidencia el uso de la mentira como herramienta política, sino que también muestra cómo la retórica del odio y la negación de la realidad se puede expandir, como un virus, a través de plataformas mediáticas y en las calles. Trump, al emplear términos racistas y belicistas, no solo fomentó la división y el miedo, sino que además erosionó las bases mismas de la democracia.
El concepto de "pedagogía pandémica" también hace referencia a la expansión de discursos antinegritud y supremacistas, donde las plataformas de medios de comunicación y las redes sociales se convirtieron en el vehículo de estos relatos destructivos. Al igual que en las dictaduras fascistas del pasado, el discurso de Trump buscó reemplazar la verdad con mitos, manipulando a las masas a través de una narrativa emocionalmente cargada y aparentemente simple, pero peligrosamente errónea. Esta manipulación de la verdad, tal como lo señala el historiador Timothy Snyder, es una característica distintiva de las tendencias fascistas, donde se disuelven las fronteras entre la realidad y la ficción, favoreciendo un modelo político que se basa en el caos y la desinformación.
A través de su lenguaje inflamatorio, Trump alimentó una atmósfera de violencia política que se manifestó no solo en sus declaraciones públicas, sino también en la actuación de fuerzas represivas en las calles. Un ejemplo de esto fue el uso de fuerzas de seguridad militarizadas contra manifestantes pacíficos, como ocurrió en Portland, Oregon, donde las autoridades federales, vestidas con uniformes militares, arrestaron a personas sin identificarse ni ofrecer justificación legal. Este tipo de tácticas no solo desestabilizan el orden democrático, sino que también reflejan una peligrosa erosión de las libertades civiles, al mismo tiempo que se utiliza el miedo como una herramienta de control social.
La propagación de este tipo de discursos no es un fenómeno aislado. A lo largo de la historia, las figuras autoritarias han usado la manipulación del lenguaje como una estrategia para consolidar su poder. Desde la creación de mitos nacionales hasta la utilización de medios para difundir mensajes simplificados, los regímenes autoritarios siempre han dependido de la confusión y la manipulación de la realidad para desmovilizar a la oposición y someter a la población a un control estricto. Trump, al igual que otros líderes autoritarios, transformó la política en un espectáculo, donde la violencia verbal y las humillaciones públicas se convirtieron en su principal herramienta para consolidar apoyo.
Además de esto, es crucial entender que el ataque constante a los medios de comunicación, a la prensa y a los críticos de su gobierno no solo tiene como objetivo silenciar a la oposición, sino también difundir una visión distorsionada de la realidad que desintegra cualquier forma de consenso civil. Al etiquetar a los medios como "enemigos del pueblo", Trump no solo atacó a los periodistas, sino que también sembró la semilla de una cultura de desconfianza generalizada que socavó la objetividad y la razón, vitales para cualquier democracia funcional.
Es importante que los lectores comprendan que este fenómeno no es solo el resultado de las acciones de un individuo, sino que forma parte de un patrón más amplio que se puede encontrar en diversos contextos históricos. La pedagogía pandémica de Trump es un claro ejemplo de cómo un discurso radicalizado puede desbordar las fronteras del discurso político convencional y transformarse en una herramienta para imponer el autoritarismo. Lo que está en juego no es solo una lucha por el poder, sino también la posibilidad de que las sociedades democráticas sucumban a la tentación de la autocracia bajo la apariencia de orden y estabilidad.
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