La insistencia del acusado en que nada de esto debería sucederle a él, y que la acusación está equivocada, es otro aspecto que contrasta con cualquier noción de aceptación genuina de responsabilidad. No es posible exagerar la cantidad de mentiras ni la magnitud del fraude. Esta actitud se refleja en la respuesta pública de Donald Trump a la condena de Paul Manafort, su exgerente de campaña. A pesar de la abrumadora evidencia en su contra, Trump apoyó las afirmaciones de Manafort sobre un trato injusto, publicando en Twitter que el castigo que había recibido era "muy injusto". Trump vinculaba el tratamiento que Manafort había recibido con su pasado en el Partido Republicano, sugiriendo que su lealtad al establishment político debería eximirlo de las reglas que se aplican a otros. En su tuit, Trump evoca una narrativa de victimización, una narrativa que busca redimir a los perpetradores de conducta ilícita al presentarlos como víctimas de un sistema que los trata de manera desproporcionada.

En la construcción de esta imagen de víctima, Trump hace un juego retórico: la impunidad de ciertos individuos parece estar directamente ligada a su estatus o a sus conexiones dentro del poder político. Este fenómeno no es nuevo ni exclusivo de las figuras políticas: Manafort representa a una persona que, más que simplemente creer que está por encima de las reglas, practica esa creencia en todos los ámbitos de su vida. En su interacción con sus vecinos en los Hamptons, por ejemplo, Manafort no solo violaba las normas de construcción, sino que también mostraba una indiferencia total ante las molestias causadas a su entorno. Según Lewis Berman, su vecino, Manafort construyó su casa tres metros más alta de lo permitido por las regulaciones locales, transformando el paisaje que antes ofrecía una vista tranquila al atardecer en una “casa monstruosa”. Cuando Berman intentó enfrentarse a él, Manafort no mostró ninguna señal de remordimiento, una reacción que refleja una desconexión total con las expectativas sociales de responsabilidad.

Este desprecio por las normas se extiende a su comportamiento en otras esferas, desde los negocios hasta la política. La narrativa de Manafort se completa con la de Michael Cohen, el abogado personal de Trump, quien, aunque en un principio parecía ser un hombre común, se vio arrastrado por la misma lógica de poder y transgresión que caracterizaba a su jefe. Cohen, a diferencia de Manafort, mostró arrepentimiento y cooperó con la justicia, pero su testimonio revela mucho sobre el atractivo de la figura de Trump para aquellos que buscan salirse de las reglas establecidas. En su libro Disloyal: A Memoir, Cohen explica cómo fue atraído por el estilo de negocios de Trump, que le parecía audaz, dominante, y que en muchos aspectos, se asemejaba a la forma en que operan los mafiosos: sin respeto por la ley y con un gusto por la humillación y el poder absoluto.

Cohen describe cómo, durante su tiempo como "fixer" de Trump, fue testigo del comportamiento de su jefe, quien parecía no tener ninguna comprensión de las leyes o las reglas éticas. En una de las anécdotas más reveladoras del libro, Cohen relata cómo ayudó a Trump a silenciar a Karen McDougal, una exmodelo de Playboy que amenazaba con revelar su romance con él. La estrategia para evitar que la historia llegara a los medios consistió en una serie de pagos a través de intermediarios, diseñados para evitar que la transacción pudiera rastrearse. En este contexto, Cohen revela que Trump no solo disfrutaba de romper las reglas, sino que las violaciones mismas parecían ser una forma de reafirmar su poder. Este disfrute por transgredir las normas refleja una profunda desconexión con la idea de responsabilidad y la equidad, y convierte la transgresión en una fuente de poder.

Lo que destaca en este análisis es que el comportamiento de Trump y sus aliados no es solo el resultado de un ego desmesurado, sino que forma parte de una visión más amplia del poder, en la que las reglas y las leyes son vistas como obstáculos para aquellos que, por su estatus, creen estar por encima de ellas. En este marco, la violación de las normas no solo es aceptada, sino que se convierte en un signo de poder, de estar en la cima de una jerarquía social que no se somete a las mismas reglas que los demás. Para aquellos que se sienten atraídos por este modelo, la transgresión no solo es un medio para lograr objetivos personales o profesionales, sino una afirmación de que están al margen de las limitaciones que afectan a los demás.

Entender este fenómeno implica reconocer que la cultura de la impunidad, especialmente cuando se asocia con figuras públicas poderosas, no solo fomenta una falta de responsabilidad, sino que también convierte la transgresión en una herramienta para consolidar el poder y la lealtad. Para muchos, ser parte de este sistema implica aceptar que el respeto por las leyes y los valores comunes es secundario frente a los intereses y las ambiciones personales de aquellos en posiciones de poder. En este contexto, el atractivo de Trump no solo radica en su éxito, sino en su capacidad para romper las reglas con impunidad, presentándose a sí mismo como un líder que, al igual que sus seguidores, se ve más allá de las restricciones del sistema.

¿Qué conecta la popularidad de Trump en Estados Unidos y Nigeria?

El atractivo de Donald Trump, especialmente en ciertos sectores de la sociedad estadounidense y nigeriana, puede entenderse desde una perspectiva compartida de inseguridad y despojo de derechos percibidos. En Estados Unidos, gran parte de la base de Trump se une por una sensación de vulnerabilidad frente a lo que consideran la desaparición de una supremacía blanca masculina, mientras que en Nigeria, especialmente entre los Igbos, la atracción hacia Trump se basa en un sentimiento de despojo de su lugar legítimo en la sociedad.

Aunque la amenaza a la supremacía blanca no resuena con los nigerianos, especialmente con los Igbos, quienes no se ven representados por tal discurso, sí existe una analogía en los sentimientos de despojo. Para los Igbos, este despojo no es únicamente económico o político, sino que está profundamente relacionado con una percepción de que su posición, su reconocimiento, y su valor dentro de la sociedad nigeriana se ven constantemente minimizados. Una frase comúnmente escuchada entre los Igbos cuando sienten que su estatus no ha sido adecuadamente reconocido es: “¿Sabes quién soy yo?”, un grito de indignación ante lo que perciben como una falta de respeto.

Este individualismo se traduce a un nivel colectivo. Movimientos nacionalistas como el Movimiento para la Realización del Estado Soberano de Biafra (MASSOB) o los Pueblos Indígenas de Biafra (IPOB) pueden verse como la respuesta de los Igbos al sentirse marginados dentro del sistema político nigeriano. Aunque la mayoría de los Igbos no apoya una nueva secesión ni una guerra civil, existe un amplio apoyo a la narrativa nacionalista, que da voz a la frustración de que sus problemas no son atendidos adecuadamente por el gobierno federal.

En este contexto, aunque Trump probablemente no se haya interesado jamás por la política interna de Nigeria, sus comentarios y su estilo de liderazgo resuenan con muchos Igbos. La famosa frase “país de mierda” (shithole countries), su desprecio por las normas políticas tradicionales y su tendencia a culpar a los “otros” por problemas complejos con un discurso polarizado de “nosotros contra ellos” encuentran un eco en las experiencias nigerianas de exclusión y frustración. Lo que atrae a muchos Igbos de Trump no es tanto su política interna, sino su forma de manejar el poder, su osadía y su disposición para enfrentarse abiertamente a sus enemigos. Trump se presenta como alguien que no teme usar el poder sin reservas, una característica que muchos Igbos perciben como un signo de fortaleza, y no como una inseguridad narcisista.

Durante la presidencia de Trump, los Igbos en Nigeria no estuvieron tan expuestos a su constante flujo de insultos en Twitter, pero la percepción de fuerza que proyectaba fue suficiente para que muchos, como el profesor Ike de secundaria con quien hablé en 2020, admiraran su capacidad para tomar decisiones audaces. Según Ike, si Trump busca hacer grande a Estados Unidos, debería ser fuerte, y así también debería ser Nigeria, que según él, ha perdido el rumbo desde la guerra de Biafra. Esta creencia refleja un sentimiento común: el hecho de que los Igbos, en términos económicos y sociales, ya no disfrutan del poder y el reconocimiento que una vez tuvieron.

Este fenómeno se puede entender mejor cuando se observa que tanto los Igbos en Nigeria como los hombres blancos de clase trabajadora en Estados Unidos comparten una sensación de que sus posiciones históricas están en declive. La pérdida de influencia política y económica de los Igbos en Nigeria tras la guerra civil es comparable a los desafíos que enfrentan los hombres blancos en Estados Unidos frente a cambios sociales y económicos que los dejan en una situación más precaria. Aunque tanto los Igbos como los hombres blancos no necesariamente se ven como los grupos más desfavorecidos, sienten que su estatus está siendo erosionado por factores externos, y buscan culpar a los “otros” por esta pérdida.

Es particularmente irónico que esta percepción de amenaza sea tan potente cuando, en realidad, ambos grupos todavía mantienen ciertos privilegios. El hombre blanco promedio en Estados Unidos tiene muchas ventajas sobre sus homólogos afroamericanos, y el hombre Igbo en Nigeria está generalmente mejor que el hombre Hausa, el cual es parte del grupo dominante en el norte de Nigeria. Trump sabe cómo aprovechar esta inseguridad generalizada, dirigiendo la frustración hacia aquellos que están objetivamente más marginados: inmigrantes, personas de color, musulmanes y otros grupos vulnerables.

Otro punto de coincidencia entre los seguidores de Trump en Estados Unidos y en Nigeria es su afinidad por las teorías conspirativas. En Nigeria, como en muchas partes del mundo, las teorías conspirativas ofrecen explicaciones para el caos social, la corrupción y las desigualdades crecientes. A menudo, estas teorías se centran en la corrupción de los élites, la acumulación rápida de riqueza por parte de ciertos grupos, y el desmoronamiento de las economías morales que antes regían las relaciones sociales. Estas teorías sirven para canalizar la ansiedad generalizada y la frustración hacia un chivo expiatorio, y Trump ha sido hábil en manipular ese sentimiento en su propio beneficio, atrayendo a quienes buscan una explicación simple para problemas complejos.

Las teorías conspirativas en ambas sociedades proporcionan un marco para entender cómo los cambios en la estructura social y económica son percibidos por aquellos que sienten que su lugar en la sociedad está siendo amenazado. El apogeo de estas narrativas refleja una necesidad más profunda de encontrar respuestas en un mundo cada vez más incierto y caótico. En este sentido, el apoyo a Trump no es solo una cuestión de política, sino también una manifestación de una reacción cultural más amplia frente a un sistema que parece estar perdiendo la capacidad de reconocer el valor de ciertos grupos.