La corrupción en los Estados Unidos no es solo una cuestión política; es un fenómeno profundamente arraigado, que se refleja en la manera en que los intereses privados se infiltran en el sistema público, distorsionando las reglas del juego y, en última instancia, alejando a los ciudadanos de su poder real. El caso de Missouri, un estado que se está transformando rápidamente en una suerte de reino unipartidista dominado por megadonantes misteriosos, ilustra perfectamente esta dinámica. No se trata solo de un estado de color rojo o azul; Missouri está dejando claro que la democracia se encuentra en una encrucijada peligrosa, donde la voluntad del pueblo es ignorada y el control se ejerce desde las sombras.
En Missouri, la lucha por la transparencia y la justicia política se ha visto entorpecida por el rechazo de reformas populares como el Clean Missouri, una iniciativa respaldada por los votantes que buscaba exponer las malas prácticas financieras dentro del gobierno. La respuesta de la maquinaria política republicana no fue un intento de corregir el rumbo, sino de asegurar que las reglas del juego se mantuvieran bajo control. Y este es el modelo a seguir para un número creciente de estados en los EE. UU., donde el dinero de los donantes poderosos, no solo estadounidenses, sino internacionales, está redibujando las fronteras de la política.
En este contexto, la figura de Josh Hawley, un senador de Missouri involucrado en escándalos de financiamiento de campaña y presuntos vínculos con la NRA, es representativa de una nueva era de política donde la corrupción se camufla bajo el manto de lo legal. Los aportes masivos de la NRA a Hawley, y las acusaciones de que el dinero de oligarcas rusos llegó a las arcas del Partido Republicano, muestran cómo la democracia estadounidense se ve amenazada no solo desde dentro, sino desde fuerzas externas que han entendido las debilidades del sistema mucho mejor que sus propios habitantes.
Sin embargo, no se puede hablar de corrupción en Missouri sin referirse a lo que, en su forma más pura, representa el estado: una tierra de contrastes, de belleza agreste y naturaleza indomable, pero también de desilusión y desesperanza. Missouri, como tantos otros estados de la nación, es una manifestación de un mal mucho mayor. La política en este estado, al igual que en muchos otros, ha sido moldeada por los intereses de unos pocos, mientras que la mayoría de los ciudadanos vive desconectada de los procesos que deberían influir en su vida cotidiana. El parque estatal Don Robinson es un testimonio de lo que podría haber sido Missouri: una tierra no domesticada, rebelde frente al consumismo y la conformidad. En sus acantilados y rocas milenarias, se puede sentir la audacia de alternativas, una resistencia que el estado parece haber olvidado.
En el corazón de esta historia, en lo más profundo de la política estadounidense, se encuentra la figura de Roy Cohn, el abogado de Donald Trump, quien desde la década de 1980 ya tejía las primeras redes que conectarían a Trump con la élite rusa. Cohn, a través de su influencia, le mostró a Trump que la política no es solo un juego de poder local, sino un tablero global donde las alianzas se construyen sin que el pueblo tenga conocimiento de ello. Trump, en sus primeros días de fama, ya mostraba un interés claro por Rusia y la posibilidad de alinear los intereses de ambos países. Esta inclinación hacia el Kremlin, aunque al principio fue solo una fantasía de un hombre de negocios ambicioso, se ha transformado ahora en una realidad peligrosa, que pone en juego la estabilidad política no solo de Estados Unidos, sino del orden mundial.
Lo que debe comprender el lector, más allá de los eventos y las figuras mencionadas, es que lo que ocurre en Missouri no es un fenómeno aislado. Es un síntoma de un mal mucho mayor que afecta a la política estadounidense y que se está expandiendo globalmente. La corrupción política ya no es solo un asunto de individuos corruptos, sino una estructura bien organizada en la que el dinero y los intereses privados gobiernan por encima de las leyes y las instituciones democráticas. Esto se convierte en una amenaza a la soberanía misma, ya que los intereses extranjeros y los oligopolios económicos están demasiado involucrados en los asuntos internos de los países, manipulando las decisiones de los gobiernos y debilitando la autonomía de los pueblos.
Además, se debe tener en cuenta que la lucha contra esta corrupción no es solo una cuestión de cambiar figuras políticas o partidos. La clave está en reconocer que el sistema entero necesita ser replanteado, que las instituciones deben ser restauradas con transparencia y responsabilidad. Solo mediante una renovación del contrato social, en el que el pueblo recupere su voz y poder real, podrá lograrse una verdadera reforma. Pero para ello, es necesario no solo entender los problemas, sino también actuar para erradicarlos desde su raíz.
¿Cómo el nepotismo y la corrupción moldearon la percepción de Trump en los medios de comunicación?
El auge de Donald Trump en los años 80 y 90 estuvo marcado por la incesante presencia de los medios de comunicación, que, a pesar de sus numerosos fracasos y controversias, lo colocaron en el centro del escenario. Sin embargo, esta visibilidad no fue producto únicamente de su éxito, sino también de las conexiones y el acceso que su familia le proporcionó, las cuales lo hicieron invulnerable a la crítica que podría haber destapado su verdadera naturaleza. Durante años, la percepción de Trump estuvo fuertemente influenciada por los intereses y los vínculos familiares, lo que transformó a los medios en una plataforma para la propaganda personal de un hombre cuya historia estuvo marcada por la falta de rendición de cuentas.
En aquellos años, Trump no era visto como un hombre común, sino como una figura a la que se le otorgaba una atención inusitada, a menudo desproporcionada respecto a sus méritos. Para la mayoría de las personas fuera de su círculo, aquellos que no tenían acceso a sus influencias y recursos, Trump era percibido como un personaje grotesco, cuyo comportamiento pomposo y egoísta era una burla. La imagen que los medios presentaban de él era a menudo la de un hombre incapaz de comprender las realidades de la vida cotidiana, un hombre que, a pesar de su fortuna, no podía escapar de su propia miseria humana.
Lo que resultó más revelador fue cómo los medios de comunicación, que podrían haber servido como agentes de control y justicia, cedieron ante la figura de Trump. La prensa amarilla, los tabloides de Nueva York y programas como Lifestyles of the Rich and Famous contribuyeron a consolidar una imagen de Trump como una figura cómica y vulgar, incapaz de distinguir entre la realidad y el espectáculo. Esta frivolidad mediática sobre sus fracasos personales y financieros, desde las quiebras en los casinos hasta su tumultuosa vida matrimonial, abrió un espacio para que Trump pudiera seguir alimentando su imagen pública.
El comportamiento de los medios de comunicación durante esta época refleja una transición profunda en el periodismo estadounidense. La cobertura se fue transformando en una mezcla de entretenimiento y noticia, donde los escándalos personales y la continua exposición a la que Trump se sometía eran factores más relevantes que las verdaderas implicaciones de su comportamiento o las evidentes señales de corrupción que lo rodeaban. Este enfoque sensacionalista hizo que los escándalos de Trump, lejos de ser analizados en profundidad, se convirtieran en una constante fuente de entretenimiento.
Un aspecto que emergió con el tiempo fue cómo el nepotismo, las conexiones familiares y los intereses de los medios de comunicación afectaron la cobertura de las figuras públicas, especialmente en el contexto de Trump. Aunque sus fracasos personales y financieros fueron prominentes, el círculo íntimo de Trump, incluyendo a figuras como Roy Cohn, actuó como una especie de amortiguador que lo protegía de las repercusiones más graves. Esta red de apoyo, que incluía a abogados, periodistas y otras personalidades cercanas, permitió que Trump evitara ser juzgado con el mismo rigor con el que otros personajes públicos de la época, como los culpables del caso Iran-Contra, fueron señalados.
El entorno mediático de los años 90, donde las grandes empresas de comunicación dominaban la narrativa, facilitó aún más la perpetuación de la figura pública de Trump. La cobertura de su divorcio, por ejemplo, fue una de las primeras ocasiones en las que los medios mainstream comenzaron a destapar detalles sobre su vida privada, desde su relación con Ivana hasta las acusaciones de abuso sexual que, aunque ampliamente discutidas en medios independientes, fueron sistemáticamente ignoradas o minimizadas por las grandes cadenas de noticias. Esta cobertura parcial refleja una tendencia más amplia en la industria de los medios: la priorización del espectáculo por encima de la verdad.
A pesar de las evidentes irregularidades en su vida personal y profesional, Trump logró seguir controlando la narrativa pública gracias a su habilidad para manipular los medios de comunicación, un dominio que se extendió incluso en las décadas posteriores. La caída de la calidad del periodismo, producto de la concentración de los medios en manos de unos pocos conglomerados y la desaparición de la separación clara entre el entretenimiento y las noticias, convirtió al mundo mediático en un espacio moldeado por los intereses de las élites.
Es importante entender que la representación de Trump en los medios no solo estuvo determinada por sus propios esfuerzos, sino también por un sistema que, con el tiempo, perdió su capacidad para cuestionar las estructuras de poder. A medida que los medios se alinearon con las elites y comenzaron a obviar el análisis profundo de los problemas de corrupción, el camino para que Trump alcanzara el poder político se allanó. En ese sentido, la historia de su ascenso está marcada por la complicidad de un sector de la prensa que prefería la conveniencia de la cobertura superficial a la responsabilidad de investigar y exponer las realidades del poder que él representaba.
Es fundamental no solo recordar que los medios jugaron un papel clave en la construcción de la figura de Trump, sino también entender cómo la corrupción en los niveles más altos de la sociedad, junto con la falta de un periodismo verdaderamente independiente, contribuyó a la consolidación de su poder. La falta de cuestionamiento y la preferencia por lo fácil sobre lo correcto se convierten en lecciones sobre los peligros de la concentración del poder mediático y la influencia de los intereses privados en la construcción de la verdad.
¿Cómo cambió el periodismo y la percepción pública tras el 11 de septiembre?
El 11 de septiembre de 2001 marcó un punto de inflexión en la historia contemporánea, no solo por los devastadores atentados, sino también por la manera en que alteraron el ritmo y el enfoque de los medios de comunicación. En los meses posteriores, la sensación de urgencia y alarma estuvo en el aire, y los periódicos, emisoras y plataformas en línea se convirtieron en canales de información que reflejaban no solo los hechos, sino el temor y la incertidumbre que dominaban al país. Las decisiones que se tomaron en aquellos días marcaron un antes y un después, no solo en las noticias, sino en la manera en que los ciudadanos percibieron la realidad que los rodeaba.
La transformación fue inmediata. En la sala de redacción, la pregunta era si el Daily News debía actualizar su página web en tiempo real durante los ataques. Un colega expresó de manera sarcástica que era probable que la gente ya supiera que las Torres Gemelas se habían derrumbado, y que tal vez era hora de ofrecer algo más, algo nuevo, en lugar de repetirse en lo que ya se conocía. De ahí en adelante, la web comenzó a liderar el flujo informativo, adaptándose rápidamente a un ritmo 24/7 que antes era casi exclusivo de la televisión. Todo se convirtió en noticia de última hora, incluso si a menudo no aportaba nada nuevo. La información fluía sin cesar, estableciendo una rutina de cobertura que saturaba a los espectadores pero rara vez profundizaba en el contexto.
Lo que se consolidó con los atentados del 11 de septiembre fue una especie de "aceleración informativa". El flujo constante de noticias no solo mantenía a las audiencias cautivas, sino que respondía a un vacío psíquico generado por la incertidumbre. Las alarmas de terror, que se activaban con el cambio de colores en el sistema de alerta, o los posibles ataques con ántrax, creaban un ciclo de pánico en el que todo podía convertirse en una crisis en cualquier momento. En ese entorno, la prensa se volvió especialmente sensible, saltando ante cada nuevo desarrollo, ante cada indicio de amenaza, sin siempre cuestionar lo que se le presentaba.
El ambiente mediático también reflejó un cambio en la forma en que se interpretaba la realidad. Con las muertes del 11 de septiembre aún frescas, las narrativas de héroes y villanos comenzaron a tomar forma. Figuras como Rudy Giuliani, el alcalde de Nueva York, que antes había sido conocido por sus escándalos y comportamientos controvertidos, fueron transformadas en símbolos de resistencia y liderazgo. En los días siguientes al ataque, Giuliani fue reconfigurado como el "alcalde de América", y el mundo entero observó cómo se reforzaba su figura en medio de la tragedia, a pesar de los cuestionamientos sobre su gestión de la seguridad previa al ataque. Esta narrativa de simplicidad en un contexto tan complejo proporcionaba consuelo, pero también oscurecía las preguntas que aún necesitaban respuestas.
A nivel nacional, la relación entre los medios de comunicación y el poder se volvió aún más estrecha. El presidente George W. Bush y otros líderes políticos forjaron una narrativa de "nosotros contra ellos", en la que la victoria sobre el terrorismo se convirtió en un objetivo primordial. La guerra en Afganistán, lanzada poco después de los atentados, fue aceptada por muchos como una respuesta adecuada, sin conocer aún el impacto que tendría a largo plazo. La sensación de necesidad de venganza y justicia, alimentada por los medios, ayudó a consolidar la aprobación popular, aunque el costo humano y político de esa guerra sería algo que muchos empezarían a cuestionar mucho tiempo después.
La cobertura mediática de esos primeros meses después del 11 de septiembre no solo estuvo marcada por el dolor y la confusión, sino también por la manipulación de las emociones colectivas. Las noticias sencillas, fáciles de entender y emocionales, ofrecían un alivio temporal a una sociedad traumatizada. Era más fácil abrazar la narrativa de "venganza" y el sentimiento de unidad nacional que enfrentarse a la compleja realidad de lo sucedido. La identificación de culpables y la simplificación de las causas proporcionaban una especie de estabilidad temporal, pero esta estabilidad era frágil.
Con el paso de los años, el impacto del 11 de septiembre se fue diluyendo en el discurso público. Los lemas patrióticos y las conmemoraciones se convirtieron en eslóganes y memes, usados tanto por políticos como por medios de comunicación con fines utilitarios. La tragedia, que en sus primeros momentos provocó una reflexión profunda y un sentimiento colectivo de duelo, fue gradualmente absorbida en la maquinaria política y mediática que la transformó en un instrumento de poder. La banalización de este evento se manifestó de diversas maneras, como cuando el presidente Donald Trump, en su acostumbrada insensibilidad, se jactó de que su edificio en Wall Street era el más alto de Manhattan después de la caída de las Torres Gemelas, como si la tragedia fuera una oportunidad para presumir.
Es crucial entender que la forma en que los medios de comunicación cubren eventos de gran magnitud no solo refleja la realidad de esos momentos, sino que también influye en cómo la sociedad procesa el dolor, la ira y la incertidumbre. La rapidez en la que la información se difunde, la forma en que se construyen las narrativas y los héroes, y el papel que juega el poder en la fabricación de historias, son elementos esenciales que configuran la comprensión colectiva de los eventos. El periodismo, en su mejor versión, tiene el poder de iluminar la verdad, pero en momentos de crisis, también puede contribuir a la confusión y la manipulación, dejando una huella duradera en la memoria histórica.
¿Cómo el Movimiento de Ferguson Transformó la Realidad de St. Louis y la Lucha por la Justicia Social?
En 2014, activistas se manifestaron a diario exigiendo que Darren Wilson, el policía responsable de la muerte de Michael Brown, fuera acusado de asesinato. Un gran jurado fue convocado para decidir el destino de Wilson, mientras los manifestantes prometían quedarse en las calles hasta que se hiciera justicia. Así, una vigilia se transformó en una protesta, y esa protesta en un movimiento. Sin embargo, comprender Ferguson no es solo cuestión de principios, sino también de proximidad. La narrativa cambia dependiendo del lugar en el que uno viva, los medios que consuma, con quién converse y en quién crea. En St. Louis, seguimos viviendo las secuelas de Ferguson. No hay un verdadero comienzo, porque la muerte de Brown forma parte de un continuo de impunidad criminal por parte de la policía hacia los residentes negros de St. Louis. Tampoco hay un verdadero fin, porque siempre aparecen nuevas víctimas que llorar. En St. Louis, no hay justicia, solo secuelas.
Fuera de St. Louis, Ferguson se ha convertido en sinónimo de violencia y disfunción. Cuando viajo a países extranjeros que no saben qué es St. Louis, a veces bromeo, de manera sombría, diciendo que soy de un “suburbio de Ferguson”. La respuesta suele ser como si estuvieran conociendo a un testigo de una zona de guerra, porque eso es lo que vieron en la televisión o en internet. Lo que no vieron es que Ferguson fue la protesta por los derechos civiles más prolongada desde la década de 1960. Esta protesta se luchó por principios, porque en el condado de St. Louis, la ley se había divorciado mucho tiempo atrás de la justicia, y cuando los legisladores abandonan la justicia, solo quedan los principios.
La impunidad criminal que muchos estadounidenses están descubriendo ahora—especialmente bajo la administración Trump—siempre fue la estructura del sistema para los residentes negros del condado de St. Louis, quienes aprendieron a esperar un sistema manipulado y brutal, pero se negaron a aceptarlo. Al principio, había esperanza de que la policía se conteniera debido a la cantidad de testigos presentes, pero no había ningún incentivo para que lo hicieran: no había castigo a nivel local ni consecuencias a nivel nacional. La agresión militarizada de la policía ocurría casi todas las noches, transformando una situación ya traumática en una muestra de abuso. La policía utilizaba regularmente gas lacrimógeno y balas de goma, arrestando a funcionarios locales, clérigos y periodistas por delitos como bajar de la acera. No les importaba quién fuera testigo de su comportamiento, a pesar de que sabían que el mundo los observaba.
El hashtag #Ferguson nació y las audiencias de Twitter de los que cubrían el caos aumentaron a decenas de miles. Pero la documentación no detuvo la brutalidad. En lugar de eso, los clips eran utilizados por los opositores a los manifestantes para intentar crear la impresión de que estaba ocurriendo una “revuelta constante”, algo que en realidad no sucedía. El vandalismo y los incendios que mostraban en las noticias por cable se limitaron a unas pocas noches y ocurrieron en pocas calles. Los medios nacionales se abalanzaron sobre St. Louis, aterrizando allí cuando se rumoraba que una crisis visual estaba por ocurrir y marchándose cuando las protestas eran pacíficas y moderadas. Algunos equipos de televisión no escondían su deleite ante la perspectiva de lo que uno de ellos denominó como los “Juegos del Hambre” en vivo, entre otros comentarios frívolos y crueles. Las protestas originales, que se centraban en los abusos específicos del sistema de St. Louis, fueron enterradas por periodistas de fuera de la región que presentaron a activistas ajenos como líderes locales. El intento no era necesariamente malintencionado, pero la falta de familiaridad con la región llevó a una cobertura desorientadora e insultante. El sensacionalismo comenzó a eclipsar la tragedia.
La gente comenzó a llegar desde tantos puntos distintos, que el Arco de St. Louis parecía ser un imán para grupos marginales de todo el país: Anonymous, los Oath Keepers, la Nación del Islam, el Ku Klux Klan, el Partido Comunista Revolucionario y celebridades que aseguraban estar allí por una profunda preocupación y no por el deseo de salir en la televisión. Casi ninguna de las celebridades regresó. En el otoño de 2014, el mundo vio caos y violencia, pero St. Louis vio dolor. Si uno le preguntaba a un extraño cómo se sentía en esos días, sus ojos, ya rojos por las noches pegados a la televisión o al internet, se llenaban de lágrimas. Algunos lloraban la estabilidad, otros la comunidad, otros simplemente el asesinato de un joven, único y complejo como cualquier otro, a manos de un sistema que lo había designado como una amenaza desde el primer vistazo. Era difícil encontrar a alguien que no estuviera llorando algo, incluso si se trataba de una paz nacida de la ignorancia.
Aquel noviembre, St. Louis se llenó de furia predecible. Los edificios fueron incendiados, los activistas gaseados, y los residentes se refugiaron en sus hogares, llorando. Todo parecía enfermo: una mezcla de inevitabilidad e incertidumbre, la sensación de ser observados pero no vistos. Durante los tres meses en los que McCulloch estaba presentando su caso para demostrar la inocencia de Wilson, dos hombres negros más de St. Louis, Kajieme Powell y VonDerrit Myers, fueron asesinados por la policía. Un movimiento nacido del dolor continuaba engrosándose con mártires.
En 2016, un activista conocido localmente, Darren Seals, escribió en una publicación de Facebook: “La muerte negra es un negocio. Millones y millones pasan por las manos de estas organizaciones en nombre de Mike Brown, pero no vemos nada de eso llegando a nuestra comunidad o ayudando a nuestra juventud”. Seals se quejaba de cómo las ONGs y las celebridades asociadas con Black Lives Matter habían aprovechado la atención de Ferguson para recaudar dinero, y luego se habían ido con los recursos que deberían haber sido destinados a St. Louis, un desaire que los activistas regionales nunca olvidaron. Poco después de su publicación, Seals fue asesinado y su coche incendiado. Su asesino nunca fue encontrado. Sin embargo, su muerte desató otra ola de frenesí mediático sobre Ferguson, y los mismos medios que Seals denunciaba por su indiferencia hacia la situación de los hombres negros crearon titulares sensacionalistas sobre su asesinato.
Mirando hacia atrás en Ferguson, pienso no solo en Brown, a quien no conocía, sino también en amigos y conocidos muertos como Seals. Recuerdo a los manifestantes que murieron por las mismas razones que suelen acabar con los jóvenes en St. Louis: asesinato, negación de atención médica, automedicación con drogas—y cuya situación empeoró por el trauma que vivieron durante meses de protestas y la falta de atención posterior.
El trauma causado por Ferguson fue aún más agravado por la forma en que los medios masivos retrataron y consumieron la violencia contra los manifestantes negros y marrones. En ocasiones, el consumo voraz de estos eventos me recordó a las antiguas postales de hace un siglo, mostrando a multitudes blancas observando con alegría los linchamientos. Las protestas de Ferguson transformaron a algunos activistas locales en figuras mediáticas, pero también les robaron algo esencial: la capacidad de sanar y reconstruir una comunidad devastada.

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