El fundamentalismo cristiano en Estados Unidos ha experimentado una mutación ideológica significativa que lo ha alejado de las raíces del Evangelio del Nuevo Testamento, para convertirse en una amalgama de conservadurismo moral, nacionalismo teocrático y capitalismo de mercado. Esta transformación se produjo cuando los conservadores económicos integraron en su estrategia política a los fundamentalistas blancos, otorgándoles una nueva plataforma mediática y una renovada autopercepción de poder espiritual y cultural. Con una narrativa centrada en el aborto, la homosexualidad, y la supuesta desaparición de la religión del espacio público, este movimiento logró reanimar una energía dormida que ya no respondía a las antiguas estructuras de la ortodoxia teológica.

En lugar de defender verdades cristianas ante las dudas modernas, este nuevo fundamentalismo se presenta como el guardián de la moral sexual, especialmente en lo que respecta a la pureza de las mujeres jóvenes, y se concibe como parte de una nación elegida por Dios. Su alianza con el catolicismo conservador, sobre todo en temas como el aborto y la libertad religiosa entendida como el derecho a imponer moral religiosa mediante el aparato estatal, evidencia una coalición dispuesta a reescribir los contornos mismos de la fe cristiana.

Lo que alguna vez se entendió como el núcleo del evangelismo —la autoridad absoluta de la Biblia, la conversión del corazón, el deber de evangelizar y la expiación vicaria en la cruz— ha sido eclipsado por una nostalgia blanca y conservadora por un pasado idealizado. El fundamentalismo estadounidense se identifica más con un pacto de seguridad nacional represivo y con una cosmovisión capitalista que con la visión bíblica de un pueblo llamado a encarnar la justicia social y la fidelidad al pacto divino. La supuesta "batalla por Dios" emprendida por los fundamentalistas no es sino un intento por llenar el vacío espiritual generado por el racionalismo científico y el secularismo, mediante una ideología que se disfraza de fe pero que opera como religión civil militante.

El resentimiento hacia el secularismo moderno, visto como un "engaño constitucional" que privilegia una forma laica de significado último sin admitir su carácter cuasi-religioso, alimenta la narrativa de victimización del fundamentalismo cristiano. A través de proclamas incendiarias como las de Jerry Falwell, Pat Robertson o Jimmy Swaggert —quienes culpaban a feministas, homosexuales y liberales por tragedias nacionales o amenazaban con violencia en nombre de Dios— este movimiento ha perfeccionado una retórica de confrontación que cosecha aplausos fervientes en mítines políticos, sobre todo durante el auge del trumpismo.

Dentro de este marco distorsionado, la noción de salvación cristiana también se ha visto alterada. Para muchos cristianos, la frase “Jesús murió para salvarnos de nuestros pecados” es una fórmula memorizada en la infancia, vaciada de contenido comprensible. La salvación, proclamada como el corazón del mensaje cristiano, ha sido reducida a un símbolo de identidad tribal más que a una experiencia de transformación espiritual y social.

En la comprensión bíblica, tanto hebrea como cristiana, la salvación nunca fue un hecho individualista. En el Antiguo Testamento, la salvación se manifiesta en la liberación colectiva del éxodo y en la promesa de una tierra compartida. En el Nuevo Testamento, representa un nuevo tiempo de revelación divina, una vida nueva de libertad y reconciliación, una liberación que se experimenta de manera comunitaria y que aún está en proceso de realización. No se trata únicamente de un cambio en el estatus personal ante Dios, sino de una reconfiguración radical de las relaciones humanas y cósmicas.

Salvación es, en última instancia, la expresión de un Dios que desea compartir su bondad justa —su “Godness”— con la humanidad. Esta voluntad divina de entablar amistad con el mundo se enfrenta a una realidad de alienación, violencia y degradación. En la crucifixión de Jesús se revela un Dios que asume el rechazo humano y la tragedia terrestre en su propio ser, y que responde no con venganza, sino con una solidaridad transformadora. A través de la encarnación, la existencia humana es redefinida como un lugar tocado profundamente por la presencia de Dios.

Este mensaje, sin embargo, ha sido desplazado por una versión de cristianismo atrapada en el miedo: miedo al liberalismo, a la autonomía femenina, a la diversidad sexual, al secularismo. En lugar de invitar a una comunidad de reconciliación y justicia, muchos sectores fundamentalistas ofrecen una identidad basada en el privilegio, la exclusión y la revancha cultural. De esta forma, el cristianismo estadounidense corre el riesgo de traicionar el mismo mensaje que dice defender.

Es crucial entender que el cristianismo auténtico no se define por su capacidad de conquistar el espacio público, sino por su testimonio de una nueva forma de vida en medio del mundo. La obsesión por el control moral y la imposición legislativa de valores religiosos no es continuación del evangelio, sino su distorsión. La verdadera salvación no puede reducirse a la defensa de fronteras ideológicas; se trata de la irrupción de una nueva realidad, donde la amistad con Dios redefine la existencia humana y rehace los vínculos rotos de la historia.

¿Cómo la racionalidad y la ciencia afectan nuestra visión del mundo y nuestra capacidad de entender la espiritualidad?

La racionalidad es un término amplio que rara vez se entiende en su totalidad. Generalmente, se limita a ser considerada como la lógica fría y la razón técnica, pero esta concepción reduccionista omite un aspecto esencial de la misma. La racionalidad no debe confundirse con el racionalismo ni con una concepción exclusivamente materialista del mundo. Las afirmaciones religiosas o la reflexión ética no deben ser consideradas automáticamente irracionales. De hecho, la teología en su mayoría, aunque no toda la mística, se expresa en sentencias racionales y utiliza argumentos racionales al construir una cosmovisión convincente. Los teólogos morales y los éticos fundamentan sus puntos de vista a través de la argumentación racional. El problema aquí radica en una forma particular de racionalidad que está encapsulada en los supuestos de un mundo secularizado, que puede excluir la religión o imponer un individualismo metodológico, como lo que propone la teoría de la "elección racional" y su visión del homo economicus.

Muchos economistas parecen pensar que aquellos que no piensan y actúan con la mentalidad del mercado no están participando realmente en el mundo. Esta forma de ver la racionalidad está tan incrustada en la estructura de la sociedad secular que, en ocasiones, los mismos individuos religiosos, o aquellos que se expresan a través de sus lenguajes más significativos, se ven obligados a conformarse con esta racionalidad secular para poder conectar con un público más amplio. A veces, las personas pueden elegir conscientemente limitarse al "lenguaje común" de la racionalidad secular por razones estratégicas, como por ejemplo, para ganar simpatías de audiencias más grandes. Sin embargo, no deben ser obligados a renunciar a ser fieles a sus propias voces internas. Pedirles a los religiosos que guarden silencio equivale a pedirles a las mujeres, a los negros, a los pueblos del hemisferio sur o a los no propietarios que permanezcan callados, o que adopten el acento de los hombres blancos, privilegiados y terratenientes antes de hablar en público.

Hablar en dos lenguajes o estilos diferentes, como el religioso versus el secular, lo racional frente a lo romántico, o el inglés estándar frente a un dialecto, se ha considerado históricamente como algo subestándar o incluso ignorante. Sin embargo, en muchos casos, esto puede suceder por varias razones. Un tema particular puede sugerir o requerir más de un lenguaje o sistema simbólico. Citas de otras culturas o puntos de vista pueden evocar un estilo discursivo diferente. Un sistema simbólico diferente puede reflejar una identidad de grupo distinta o una comunidad discursiva diferente. Las sutilezas y los valores pueden requerir un lenguaje diferente al de un solo tipo de racionalismo para expresar adecuadamente ciertas ideas. Insistir en que todos hablen o argumenten en un estilo racionalista único puede discriminar gravemente y restringir el alcance del debate público.

Una monocultura de discurso puramente racionalista trae consigo una historia dudosa. El postmodernismo celebra la diversidad y desconfía de la unidad totalizante de las narrativas universales impuestas. La racionalidad clara y lúcida de la Ilustración, tan exaltada en su época, no está exenta de aspectos negativos. Esta fue la lengua que prevaleció y se utilizó para justificar el mundo del colonialismo y, finalmente, del capitalismo tardío. Cuando una racionalidad como esta prevalece como la ley del mercado y excluye las sensibilidades religiosas o espirituales, elimina, por principio, las voces indígenas y obliga a todos a hablar en el estándar de Wall Street o de un materialismo o secularismo predominante. ¿Realmente la "separación de la Iglesia y el Estado", un tema persistente en los fallos de la Corte Suprema y en el secularismo militante, pretendía imponer un único estilo discursivo como el único permitido en el espacio público?

Es necesario hacer una distinción entre una iglesia establecida y el derecho a la libertad de expresión religiosa. No pretendemos que se nos diga "regresen de donde vinieron". Algunas tradiciones filosóficas cristianas y el Romanticismo han surgido para argumentar que una visión completa de la humanidad debe incluir siempre tanto la cabeza como el corazón, la materia y el espíritu. Tomás de Aquino, por ejemplo, imaginaba un cosmos en el que el conocedor y lo conocido se unían en un abrazo efectivo. Sin el lenguaje religioso, ¿hay algunas cosas que se vuelven incognoscibles e inalcanzables?

Así, sería prudente reconocer que nuestra era postmoderna de diversidad y multiplicidad también ha llegado a ser, en cierto sentido, una era post-secular, además de post-colonial y post-Ilustración racionalista. Ya no podemos argumentar convincentemente que alguna vez existió la religión y ahora solo queda la razón, o que alguna vez existió la cristiandad y ahora solo queda el secularismo. Si la cláusula de establecimiento de la Primera Enmienda se interpreta como una forma de eliminar la religión de los espacios públicos, eso implicaría la eliminación de la cláusula de libre ejercicio de la religión. La Constitución de los Estados Unidos nos otorgó un sistema de gobierno sin una religión establecida; no pretendía otorgarnos una plaza pública libre de discurso religioso, de argumentos, sentimientos o valores religiosos.

Es fundamental que reconozcamos que la ciencia no debe ser el único estándar de conocimiento normativo en la sociedad moderna. Si bien la ciencia ha logrado avances impresionantes y es el legado más notable de la modernidad, especialmente en Occidente, hay quienes temen que la ciencia haya desplazado otras formas de conocimiento, como la religión o las humanidades. Es crucial plantear si la ciencia, en su afán por explicarlo todo, ha dejado espacio para otros significados y formas de comprender el mundo. La ciencia no puede ni debe ser la única forma de entender la realidad humana o el universo. Las preguntas sobre el propósito, el sentido y la moralidad no pueden ser respondidas únicamente a través del método científico. La historia de la ciencia no es más admirable ni perfecta que la de la religión o las humanidades, y como cultura humana, también está sujeta a las influencias sociales y económicas.

La objeción cartesiana de que el mundo debe ser objetivado y subordinado al hombre como sujeto dominante ha contribuido a una visión reduccionista del universo. La ciencia no debe sustituir otras formas de saber, como la reflexión ética, la espiritualidad o las artes. Cuando el conocimiento de la ciencia se convierte en el único referente, corremos el riesgo de perder nuestras grandes narrativas humanas y el sentido de la vida, sumidos en un vacío existencial.

¿Qué significa el bautismo en la actualidad y cómo nos llama a la resistencia?

El bautismo en el cristianismo, especialmente en sus primeros tiempos, no solo representaba un acto de purificación o iniciación, sino también un acto de renuncia y compromiso. En los primeros ritos cristianos, el bautismo estaba marcado por dos momentos clave: la apotaxis, que es la renuncia al dominio de Satanás y sus fuerzas, y la sintaxis, que era la adhesión al reinado de Dios. Este rito no solo marcaba el paso del antiguo al nuevo, sino que, al hacerlo, también convocaba a una vida en resistencia, alejándose del mal y abrazando la nueva realidad del Reino de Dios.

Con el paso del tiempo, la comprensión del bautismo se fue simplificando. Sin embargo, durante la mitad del siglo XX, emergió un renacimiento litúrgico tanto en la Iglesia Católica como en algunas tradiciones protestantes, con el objetivo de recuperar las continuidades litúrgicas entre el cristianismo primitivo y las necesidades del cristianismo moderno. Parte de este renacimiento fue la recuperación de la renuncia al mal al inicio del rito bautismal, como una reafirmación del compromiso con un cambio radical en la vida cristiana.

Es importante recordar que los demonios en tiempos de Jesús representaban fuerzas cósmicas tan poderosas que pocos eran capaces de resistirlas. Hoy en día, muchos tienden a creer que esas fuerzas han desaparecido, que vivimos en una era de progreso donde tales poderes no tienen lugar. Pero esa visión es, en gran parte, ingenua. Existen, de hecho, formas modernas de "demonios", como los sistemas económicos que enriquecen a un pequeño porcentaje de la población y empobrecen a la mayoría, o las fuerzas políticas que buscan aplastar los movimientos por la justicia social. También podemos pensar en la destrucción ambiental, la indiferencia ante el sufrimiento de la tierra, y, no menos importante, el racismo que sigue siendo un pecado fundamental de muchas naciones, especialmente en Estados Unidos.

Así, el bautismo moderno, renovado en su visión, no solo llama a una vida de fe, sino a una vida de resistencia. Este bautismo se presenta como una ceremonia de renuncia a las estructuras de poder que oprimen a los más vulnerables y que distorsionan la justicia divina. Hoy, el cristiano es llamado a resistir las fuerzas que distorsionan la imagen de Dios en la humanidad, a rechazar las injusticias que son perpetradas en nombre de la política, el nacionalismo, el capitalismo y las diversas formas de poder secular.

El renacimiento de estos ritos de resistencia y de no conformidad tiene ecos históricos que remiten a los anabaptistas del siglo XVI, quienes practicaban lo que se conoció como "rebautizo". Este acto no solo representaba una reafirmación de la fe cristiana, sino también un acto de resistencia al dominio político y religioso de la época. Los anabaptistas, en su rechazo a la unión entre iglesia y estado, se convirtieron en un blanco de persecución, incluso a costa de sus vidas. Para ellos, el bautismo representaba no solo una entrada a una vida cristiana, sino una radical reidentificación con el camino de Jesús, un camino que desafiaba el orden establecido.

De esta manera, la visión contemporánea del bautismo debe ser entendida no solo como un rito personal de purificación, sino como un compromiso colectivo con la resistencia contra las estructuras que amenazan la dignidad humana y la justicia de Dios. La iglesia, como comunidad de creyentes, está llamada a ser un movimiento de resistencia contra las fuerzas que buscan adueñarse del espacio sagrado y transformarlo en una extensión de los poderes temporales.

A lo largo de los siglos, la iglesia ha sido desplazada en muchas ocasiones por el estado, especialmente en las sociedades modernas, donde el poder secular ha invadido el terreno de lo sagrado. Este desplazamiento ha causado una erosión de las posibilidades de una cultura cristiana auténtica, una cultura que resistiría las presiones de la modernidad. El estado, con su poder absoluto y su capacidad para controlar la vida material, ha llegado a ocupar el lugar que antes le correspondía a la iglesia: el lugar del sentido, de la moral y de la resistencia. En muchas sociedades, el patriotismo y la lealtad al estado han reemplazado la lealtad al Reino de Dios, y la iglesia ha sido reducida a un espacio privado, despojado de su influencia en la esfera pública.

En este contexto, la iglesia debe recuperar su espacio en la esfera pública, no como una extensión del poder secular, sino como una voz profética que denuncia las injusticias del sistema y llama a la construcción de una nueva sociedad basada en los valores del Reino de Dios. El cristiano de hoy está llamado a participar en una insurgencia espiritual, una insurgencia que no busca la violencia, sino la transformación radical de las estructuras injustas, comenzando por la propia vida personal y extendiéndose hacia la sociedad.

El acto del bautismo, entonces, no es solo un rito de purificación personal, sino un acto de proclamación de la soberanía de Dios sobre todas las fuerzas humanas, incluidas aquellas que buscan subyugar a los demás. La iglesia debe ser, en este sentido, un contracultural espacio de resistencia, que no se somete a los imperativos del poder temporal ni a las ideologías que buscan deshumanizar al individuo en nombre del progreso o del nacionalismo.

Finalmente, lo que se debe recordar es que el bautismo no se limita a un solo acto en la vida del cristiano. En un mundo donde las fuerzas del mal siguen operando, donde los sistemas de injusticia continúan existiendo, la renuncia y el compromiso cristiano deben ser renovados constantemente. Como los anabaptistas del pasado, el cristiano moderno debe estar dispuesto a resistir, a ser no conforme, y a vivir de manera radicalmente distinta a las normas impuestas por la sociedad secular.