En la carrera hacia la conquista del espacio, la inclusión de Ilyana en la misión espacial de los rusos hacia Helios no fue inicialmente vista como un desafío técnico, sino como un movimiento estratégico. En los primeros planos del proyecto, su presencia en la tripulación parecía una simple jugada propagandística para provocar a los "guerreros capitalistas" del Occidente, mostrando al mundo que la Unión Soviética no solo estaba adelante en la carrera espacial, sino que también superaba las fronteras de lo convencional. Sin embargo, conforme el proyecto tomaba forma y la misión se acercaba, los encargados comenzaron a cuestionar la viabilidad real de enviar a una mujer en una misión tan arriesgada, que sería la más compleja y peligrosa hasta la fecha.
Los cálculos matemáticos realizados por los científicos y planificadores rusos eran claros: retirar a Ilyana de la misión ahora representaría una pérdida de imagen mucho mayor que cualquier ganancia anterior. La decisión ya estaba tomada: Ilyana debía ir, independientemente de los riesgos. Los ingenieros, por su parte, minimizaron los posibles problemas. Con un vehículo de tránsito especialmente diseñado, era posible llevarla hasta la órbita sin que la aceleración fuera demasiado fuerte. De hecho, cualquier peligro real estaba en la etapa de aterrizaje en el planeta Achilles, un terreno incierto que requeriría de una tremenda precisión. Aun así, Ilyana debía asumir su destino. Nadie en Moscú sospechaba que ella sería quien saldría más fortalecida de la experiencia.
El momento crítico para la tripulación fue cuando la nave salió de la órbita de estacionamiento alrededor de la Tierra. En ese instante, la aceleración del reactor era crucial. Aunque el proceso era delicado, los motores no podían soportar una aceleración mayor, lo que complicaba aún más la travesía. Pitoyan y Ilyana, quienes no eran astronautas profesionales, pasaron mal esa fase. Sin embargo, la tripulación, encabezada por Kratov y Bakovsky, parecía centrarse en Ilyana más que en los demás, lo que molestó a Pitoyan, quien veía esta atención como innecesaria y, a su juicio, excesiva. En su mente, la relación con Ilyana no era algo que valiera la pena, y el hecho de que ella atrajera más la atención que él no dejaba de ser una irritación.
Ilyana, por otro lado, experimentaba emociones contradictorias. La belleza de la Tierra, vista desde la órbita, la cautivaba. Su visión del planeta como una esfera azul suspendida en la oscuridad del espacio era tan sobrecogedora que, por momentos, pensaba que lo que sentía era propio de una deidad. Sin embargo, a pesar de la majestuosidad del panorama, se sentía culpable por sus pensamientos "burgueses", aunque no podía evitarlo. Ver cómo su región natal, cerca de Kiev, aparecía a través del visor le hacía sentir un lazo con su tierra, aunque no lograba obtener una imagen clara debido a la atmósfera terrestre. Pitoyan, siempre dispuesto a explicar, le había dicho que la distorsión era debido a la atmósfera, pero Ilyana lo sabía: sería difícil lidiar con él durante el viaje.
La nave continuaba su curso, ascendiendo lentamente fuera del plano de las órbitas planetarias. Helios, la estrella objetivo, no se encontraba en este plano, por lo que era imprescindible que la nave se desplazara hacia arriba en un ángulo de aproximadamente 45° para poder interceptarla de manera adecuada. Mientras tanto, Pitoyan, quien era el encargado de la trayectoria, se encargaba de que el rumbo fuera el correcto, una responsabilidad que él tomaba muy en serio.
La visión de los planetas cercanos, como Marte, Venus, Júpiter y Saturno, también cautivaba a Ilyana. A pesar de haber visto estos planetas en libros, nunca dejó de asombrarse de su presencia real, tan imponente, rodeados de un universo negro salpicado por miles de estrellas. Recordaba historias de la infancia sobre diamantes en el palacio del zar, mientras observaba la vía láctea extenderse como una alfombra de polvo estelar. Sin embargo, lo más impresionante para Ilyana era el Sol. A través del visor, veía las lenguas de fuego de su corona y sentía una mezcla de fascinación y terror ante la visión de esos flujos de plasma.
A medida que la misión avanzaba, los problemas para la tripulación se intensificaron. Pitoyan se había equivocado al pensar que tendría momentos de tranquilidad. En lugar de eso, la nave parecía siempre estar llena de actividad, con las luces encendidas y alguien siempre despierto, lo que le dejaba pocas oportunidades para descansar. No obstante, el desafío más grande para él no era la tensión continua, sino el hecho de que no había lugar para conversaciones triviales, especialmente aquellas relacionadas con temas personales, algo que sí ocurría en la nave estadounidense, dos días y medio detrás de ellos.
Una de las ironías del viaje fue que, mientras la nave rusa avanzaba a una velocidad de aproximadamente 30 kilómetros por segundo, desplazándose a una distancia de unos dos millones de millas por día, se encontraba a una ventaja significativa respecto a la nave americana. Sin embargo, como en cualquier carrera, la ventaja inicial significaba poco en el gran esquema del viaje, pues aún quedaba mucho por recorrer.
Mientras tanto, desde la Tierra, las comunicaciones seguían fluyendo constantemente, con un par de minutos de demora. La gente quería saber todo, especialmente acerca de Ilyana, la primera mujer en el espacio. Su pulso, sus registros cardiacos, todos sus datos médicos fueron monitorizados con especial atención. Las organizaciones femeninas de todo el mundo, especialmente en Estados Unidos, se indignaron por la tardanza en enviar a una mujer al espacio. La respuesta de los gobiernos fue el silencio, pues no había justificación real para esa omisión.
El interés del público, aunque genuino al principio, fue perdiendo fuerza con el paso de los días. La expectación inicial dio paso a otras historias, más mundanas, como la de un gorila viviendo en un zoológico, y la aventura espacial dejó de ser el centro de atención. Aun así, para aquellos que formaban parte de la misión, la verdadera prueba aún estaba por llegar.
¿Cómo afectan las ondas de radio a las transmisiones espaciales y qué implicaciones tienen para la exploración interplanetaria?
El avance tecnológico en las comunicaciones espaciales ha sido un aspecto fundamental para el progreso de la exploración interplanetaria. Sin embargo, existen fenómenos que complican enormemente la transmisión de datos entre las naves espaciales y la Tierra, uno de los cuales son las interferencias causadas por las ondas de radio provenientes de fuentes astronómicas como el sol. En este contexto, Helios, nuestra estrella, desempeña un papel central en los desafíos que enfrentan las misiones espaciales al generar emisiones de radio capaces de interferir con las señales enviadas desde las naves.
En un principio, los científicos asumieron que habría un intervalo relativamente constante de treinta años entre los brotes de estas emisiones solares. Sin embargo, la realidad se desvió de esta predicción cuando, tras solo diecinueve años, Helios volvió a generar una actividad inesperada, provocando la interferencia en las comunicaciones con las naves espaciales. Este giro en los eventos representó un problema importante, ya que las ondas emitidas interferían con las señales que las naves enviaban a la Tierra, dificultando la capacidad de los computadores terrestres para calcular las órbitas de las naves y, en consecuencia, complicando enormemente la navegación espacial.
El desafío de las interferencias no solo residía en la dificultad técnica de sortear estos brotes solares, sino también en la falta de previsión por parte de las autoridades occidentales. A pesar de contar con tecnología avanzada, los responsables no habían considerado la necesidad de enviar un científico a bordo de las naves, algo que los rusos sí habían hecho. Esto generó una gran frustración, ya que existía una posibilidad real de que la nave rusa pudiera sortear mejor las dificultades que las naves occidentales, cuyos cálculos erróneos podrían hacer que se desvíen o, peor aún, regresen sin cumplir la misión.
A nivel técnico, la causa fundamental de la interferencia radicaba en el fenómeno conocido como "lóbulos laterales". Aunque al principio este término parecía incomprensible, los expertos explicaron que, a diferencia de la visión óptica, las ondas de radio no siguen la misma física que la luz visible. A pesar de que la antena de un radio telescopio podría estar enfocada directamente en la nave espacial, la radiación no se limita al área focalizada, sino que se dispersa en otros ángulos cercanos, creando un lóbulo lateral que podía interferir con la señal. Este fenómeno, aunque no era novedoso, adquirió una relevancia crucial en el contexto de las misiones espaciales.
El problema de los lóbulos laterales se convirtió en un tema de discusión política y científica de gran calado, ya que la interferencia de estas emisiones solares comprometía directamente la viabilidad de las misiones espaciales. La solución, aunque técnica, no era sencilla ni económica. La construcción de una antena mucho más grande y precisa parecía ser la única forma de superar las interferencias, pero las discusiones sobre la viabilidad de este proyecto se prolongaron, mientras las naves seguían su curso hacia su destino.
El caso de la nave rusa, sin embargo, demostraba que, en este entorno interplanetario, los riesgos psicológicos no eran menos importantes que los tecnológicos. Los tripulantes de la nave, especialmente aquellos que se encontraban en largos períodos de hibernación o en estado de alerta, tenían que enfrentar una constante lucha contra la fatiga psicológica. La combinación del silencio absoluto del espacio y la falta de estímulos provocaba alteraciones en el ritmo circadiano de los astronautas, lo que podía llevar a un estado de sueño prolongado. Si no se controlaba, esto podía poner en peligro la misión, ya que los astronautas necesitaban estar despiertos en momentos críticos para corregir la órbita de la nave. La solución a este problema radicaba en mantener a dos miembros de la tripulación despiertos en todo momento, lo cual no solo era una necesidad técnica, sino también una medida psicológica preventiva.
El trayecto hacia el planeta objetivo se complicaba aún más por los riesgos de los micrometeoritos. Aunque la nave estaba fuera del plano del sistema solar, donde la mayor concentración de rocas y escombros existía, los pequeños fragmentos de cometas seguían siendo una amenaza constante. A pesar de que estos impactos eran de menor magnitud, representaban un peligro real para la integridad de la nave y su tripulación. Sin embargo, en este caso, la tripulación se encontraba más preocupada por los asuntos emocionales y personales, como el arrepentimiento de no haber aprovechado mejor el tiempo antes de la partida.
Más allá de la pura tecnología, estos desafíos psicológicos y sociales entre los tripulantes subrayan un aspecto fundamental de la exploración espacial: la necesidad de comprender no solo las leyes de la física y la ingeniería, sino también las complejidades humanas que juegan un papel crucial en el éxito de una misión. La capacidad para manejar las tensiones internas, las emociones y las interacciones humanas se convierte en un componente esencial que no debe ser subestimado.
¿Qué significa el crecimiento de la hierba en un planeta desconocido?
En un planeta desconocido, aparentemente sin estaciones, el simple hecho de observar la hierba puede generar dudas existenciales. En el caso de los exploradores, mientras sus ojos siguen las hojas que emergen del suelo, la inquietud sobre el crecimiento de la flora se mezcla con una sensación de desconcierto, como si se tratase de un fenómeno físico que podría desvelar más que la mera biología de un mundo lejano. La hierba, que parece mantenerse estática, es la clave de una reflexión más profunda: ¿cómo puede un ecosistema existir sin los cambios típicos que uno esperaría encontrar en la Tierra? El hecho de que no haya estaciones, que la hierba no crezca como en nuestro planeta, obliga a la mente humana a repensar los fundamentos mismos de lo que significa estar en un planeta habitable, o incluso habitable para la vida tal como la conocemos.
Un momento común de este tipo de exploración se da cuando, en medio del cansancio de un largo día, los exploradores se dan cuenta de que, aunque la hierba parece permanecer inalterada, algo en su interior los obliga a preguntarse: ¿realmente no cambia, o simplemente no somos capaces de verlo? El terreno se vuelve cada vez más extraño y cada vez menos familiar. A medida que las máquinas ruidosas de la nave espacial cesan y la calma de la superficie del planeta se apodera de la escena, la contemplación de la naturaleza se convierte en algo mucho más complejo que una simple observación científica.
Lo que no está claro, sin embargo, es si la percepción de la hierba es exacta o si está distorsionada por la mente humana, que busca patrones en lo que no entiende. Si se considera el comportamiento de los astronautas en este contexto, una simple observación se transforma en una especulación sobre la vida misma, sobre cómo las formas de vida pueden o no existir de manera similar en otros mundos.
Este fenómeno de observación se extiende más allá de las plantas. En la lejanía, los exploradores se dan cuenta de que las interacciones animales que se dan en un entorno terrestre —como la presencia de insectos o animales que podrían alimentarse de la hierba— no ocurren aquí. La falta de vida visible en el ambiente cercano genera una sensación incómoda, como si algo esencial estuviera ausente. La ausencia de vida en forma de insectos, mosquitos y otros seres diminutos, provoca una especie de "extrañeza" que desafía la percepción de lo que debería ser un planeta habitable.
Al mismo tiempo, el descubrimiento de un ser aparentemente conocido, como un "fantasma" o una visión, desvela una tensión emocional aún mayor. La conexión entre el ser humano y el entorno que está explorando se pone a prueba cuando un miembro de la expedición se encuentra cara a cara con lo que parece ser alguien conocido, un ser querido, pero que no encaja con la lógica del lugar. La pregunta que surge en ese momento es si esta aparición es real o producto de la mente, en un intento desesperado de comprender lo incomprensible. La conexión emocional y la confusión mental alcanzan un clímax, pero la situación no resuelve la paradoja de lo que realmente está sucediendo en ese planeta lejano.
Este tipo de exploraciones interpelan las creencias fundamentales sobre la naturaleza, la vida y la muerte. ¿Es posible que estemos simplemente "nadando" en nuestro propio mundo, sin ser conscientes de que algo más puede estar cerca, pero más allá de nuestra comprensión? Esta metáfora de los peces nadando en su propio estanque refleja la idea de la ignorancia humana sobre el vasto universo que podría rodearlos, sin ser capaces de percibir la presencia de algo mucho más grande, aunque igualmente cercano.
Es importante recordar que la observación científica en tales entornos requiere mucho más que simples conclusiones. Cada pequeño detalle, como la falta de insectos o la ausencia de crecimiento de la hierba, podría ser la clave para desentrañar las reglas de ese mundo. Además, las experiencias emocionales y psicológicas que los exploradores experimentan al enfrentarse con lo inesperado o lo inexplicable son fundamentales para comprender cómo reaccionan los seres humanos ante lo desconocido. No solo se trata de lo que se puede ver o medir, sino de cómo la mente humana percibe y trata de racionalizar lo irracional, creando una narrativa en la que todo parece tener sentido, incluso cuando no lo tiene.
¿Qué ocurre cuando la realidad se escapa del control?
Con la nave lista para despegar y el cielo siendo testigo de la inminente travesía, la tensión se cernía sobre los dos viajeros, Conway y Cathy, atrapados en una misión que ya desde el principio había desbordado cualquier expectativa razonable. En la oscuridad del espacio exterior, las reglas de la lógica y la autoridad parecían desvanecerse, y las complicaciones más simples se tornaban absurdamente complicadas.
Conway, quien nunca antes se había aventurado más allá de los límites de la atmósfera terrestre, encontró en su primer viaje espacial una serie de desencuentros que, aunque surrealistas, parecían estar cargados de una ironía desbordante. Cuando el coronel y el mayor, al ver a Cathy en la nave, mostraron su desconfianza y desconcierto, la situación dejó claro lo vulnerable que podía ser la autoridad cuando no se encontraba con los documentos correctos en el momento justo. Sin embargo, la astucia de Conway, apoyada por una serie de papeles de dudosa procedencia, logró mantener la apariencia de control mientras Cathy se encargaba de las intervenciones menos visibles, pero más efectivas.
Al principio, parecía que la misión se desenvolvería sin mayores sorpresas. La nave de Conway se acopló a la nave de tránsito con una precisión casi mecánica, y sin embargo, a medida que la operación avanzaba, la verdadera complejidad de la situación comenzaba a manifestarse. El problema no era simplemente el procedimiento o la falta de papeles; era la fragilidad de las interacciones humanas bajo presión. Cada maniobra, cada decisión tomada por un grupo de hombres entrenados, de alguna manera, era puesta en duda por los eventos que se desarrollaban ante ellos. La misma rutina que se pensaba segura, de repente, parecía estar al borde del colapso.
El momento culminante llegó cuando la tensión, latente pero creciente, encontró su forma en una rápida confrontación con el capitán de la nave de tránsito. El rostro del capitán, una mezcla de incredulidad y miedo, reflejó la atmósfera de una nave que ya no controlaba su destino. Lo que comenzó como un simple malentendido con la autoridad, se transformó en una lucha por el control de la nave misma. En cuestión de segundos, lo que parecía un escenario común de rutina espacial se convirtió en un caos en el que Conway, junto con la implacable Cathy, jugaba un papel crucial.
El espacio, con su vastedad insondable y su frialdad, parecía ser el lugar perfecto para una separación definitiva. La idea de la misión se había esfumado, reemplazada por una corrida desesperada contra el tiempo. En ese instante, se hizo evidente que no solo se trataba de un viaje físico a través del cosmos, sino de una partida emocional, una separación irremediable. El caos de la misión, sumado a las tensiones personales, alcanzó su punto culminante cuando Cathy, siempre tan controlada, ofreció un momento de reflexión personal para Conway. Sin embargo, lo que en un principio parecía una oportunidad de cierre, se convirtió en el último vestigio de una relación que había sido marcada por años de fricciones y dificultades.
Es importante entender que, más allá de la dinámica de los personajes y sus interacciones en un contexto espacial, la esencia de este viaje está impregnada de la incertidumbre inherente a las situaciones extremas. El desajuste entre la planificación y la ejecución es un recordatorio de lo incontrolable que puede ser el ser humano cuando las circunstancias superan la capacidad de respuesta inmediata. Las respuestas rápidas y las decisiones tomadas bajo presión revelan la vulnerabilidad de aquellos que, a pesar de sus preparativos, se ven arrastrados por fuerzas que escapan a su comprensión.
La fragilidad humana, la incapacidad de anticipar todos los giros del destino, es un tema recurrente en cada rincón de esta narrativa. Conway y Cathy, dos personajes que inicialmente se enfrentan a la idea de una misión perfectamente orquestada, terminan enfrentando no solo el vasto vacío del espacio, sino también el vacío emocional que los separa irremediablemente. Y al final, el viaje, aunque exitoso en lo técnico, se revela como una travesía hacia lo desconocido, no solo en el espacio, sino también en la introspección y la aceptación de la fragilidad humana.
¿Cómo enfrentarse a la inmensidad de un viaje interplanetario?
Conway se detuvo en mitad de su pensamiento; no había escape en esa dirección. Emling era un hombre desinhibido, sin interés por el estatus, la forma o el respeto a la tradición. No se habría impresionado lo más mínimo si supiera que la joven había conseguido el apartamento. “Hay un apartamento en el lado sur del río que podría conseguir para ti,” dijo Conway, para evitar ser un hipócrita.
Más tarde, esa mañana, Conway se encontraba frente a la tienda de ropa donde Cathy compraba la mayoría de sus prendas, buscando una excusa para entrar. No aprendió mucho, excepto que ella estaba con un amigo, un tal Mike. Movido por la curiosidad, se dirigió al departamento de información. Su intuición había acertado: el hombre era, sin lugar a dudas, Mike Fawsett. Conway tomó un segundo taxi hacia su propio automóvil, que había dejado cerca de Regent’s Park. Con un estado de ánimo sombrío, se dirigió al oeste de Londres. Ya sabía por qué Cathy tenía ese montón de recortes de periódicos relacionados con las hazañas de los astronautas. Un sentimiento de preocupación lo invadió, pues ahora comprendía que aquello no era simplemente una relación pasajera.
La lluvia azotaba fuerte cuando Conway llegó a casa. Cargó una gran pila de leña en una cesta de mimbre y comenzó a encender el fuego. Mientras el humo ascendía por la chimenea, sonó el teléfono. “¿Es Hugh? Soy Alex. ¿Cómo te fue hoy?” Alex Cadogan era uno de los principales ingenieros de cohetes en el Centro. Mucho dependía de él en los próximos meses.
“Lamentablemente no pude asistir a la reunión hoy. Me desperté con un dolor de cabeza horrible,” dijo Conway. Totalmente cierto, pensó para sí mismo. Hubo una corta y sorprendente pausa. Cadogan no podía creer que alguien fallara a una reunión del Comité Superior, incluso si tenía un dolor de cabeza horrible. Conway sospechaba que Cadogan habría querido estar en esas reuniones, a pesar de ser un excelente ingeniero. Era curioso cómo las personas que sabían hacer algo excepcionalmente bien siempre querían estar haciendo algo distinto.
“¿Por qué no pasas esta noche por aquí para tomar algo?” continuó Conway. “Oh, sí, ya me siento mejor. Para cuando llegues, sabré qué pasó hoy.”
Después de que Cadogan colgara, Conway llamó a su secretaria, Edith O'Malan. “Oh, Profesor Conway, ¿qué pasó?” preguntó ella. “Tuve un dolor de cabeza todo el día, me temo,” respondió él. “Pero hemos estado llamando todo el día a tu número.” Dios mío, pensó Conway, no pueden dejarte en paz ni cuando estás enfermo. Se preguntó si existía alguien, en algún lugar, cuya vida realmente le perteneciera. Hace un par de siglos, había toda una serie de caballeros cazadores de zorros y tragadores de fuego que habrían devorado a estos miembros del comité con solo verlos. Pero ahora, no quedaba ni un solo caballero tragador de fuego. El siglo XIX parecía tan distante en el tiempo como la época de Aquiles.
“He estado teniendo algunos de estos mareos últimamente,” se excusó débilmente. “Así que realmente pensé que debía ir a la ciudad a ver a mi médico.” Esto pareció satisfacerla. Había llegado a un punto en el que uno debía satisfacer incluso a su secretaria.
“Espero que esté bien,” vaciló ella. “Probablemente un tumor o algo por el estilo,” dijo Conway. “Oh, no, Profesor Conway, no es tan grave,” respondió ella. Conway se preguntó si realmente lo era. “¿Qué pasó hoy? ¿El presidente envió alguna palabra a la oficina?” “Decidieron remitir las cosas a los comités técnicos. Creo que hubo una buena discusión al respecto.” Claro que hubo una discusión, pensó Conway. Al final, decidieron remitir todo a los técnicos, como si alguna vez fueran a hacer algo por sí mismos.
Aproximadamente media hora después, Alexander Cadogan llegó. Era un hombre corpulento y lento para hablar, nacido hace treinta y cinco años en California, justo cuando esa región se consolidaba como el centro mundial de construcción de cohetes. Su capacidad para tolerar el alcohol era prodigiosa.
“Me gustaría que conocieras a un viejo amigo, Chuck Lamos – Hugh Conway,” dijo Cadogan. “Encantado de conocerte. ¿Has comido?” preguntó Hugh. “No aún, pero un sándwich nos viene bien,” respondió Cadogan. “Un sándwich es todo lo que habrá, Cathy no está.” “¿De viaje?” “Unos días en Londres. Ayuden ustedes mismos a un trago, chicos. Veré qué puedo sacar.”
“¿No vas a contarnos qué pasó?” “Oh, decidieron remitir todo a ustedes al final – increíble, ¿verdad?” “Eso no me sorprende,” respondió Cadogan. “¿Cuánto tiempo más se demorarán en dar la luz verde?” “Sabes que eso tendrá que llegar hasta lo más alto antes de que lo obtengamos,” contestó Hugh. “Lo mejor es suponer que ya podemos empezar y avanzar desde ahí.” “Eso es cierto, no es probable que ellos mismos empiecen a conectar los motores,” sonrió Lamos.
Cuando Conway volvió con los sándwiches, encontró a Cadogan caminando arriba y abajo frente al fuego. “Hugh, esto va a ser un trabajo de la hostia,” dijo Cadogan. “Una subestimación de la centuria,” gruñó Lamos. “El verdadero problema es el doble requisito: cambio de momento grande y cambio rápido de momento. Supongo que no habrás cometido el error de equivocarte en las velocidades, ¿verdad?” “Venga, sabes que tenemos todo bien ajustado, dentro de un par de por ciento,” sonrió Hugh. “Excepto por la velocidad de escape de Aquiles. Pero probablemente no sea muy distinta a la de la Tierra, dándole y quitándole algunos kilómetros por segundo.”
“Digamos diez menos y diez más, con el factor de seguridad necesario de unos treinta kilómetros por segundo en condiciones de alta potencia. ¿Cuánto en baja potencia?” preguntó Lamos. “Unos doscientos,” gruñó Cadogan, mientras mordía su sándwich. “No es un prospecto muy agradable, ¿verdad?” “Como dice Alex, va a ser un trabajo de la hostia.”
El problema que enfrentaban era mucho más formidable que cualquier cosa que se hubiera intentado antes. Al principio, los dos ingenieros dudaban en aceptar que había una situación fundamentalmente nueva. Pero con el paso de las horas, los argumentos de Conway los fueron convenciendo gradualmente. No sería posible usar las técnicas normales ni realizar el viaje típico, como el que se haría hacia Urano. Normalmente, era posible llegar a las partes exteriores del sistema solar con una velocidad prácticamente cero. Pero si hacían esto, el sistema Helios los barrería a una velocidad de unos setenta kilómetros por segundo. Sería como correr hacia una vía férrea solo para ver el tren expreso pasar a toda velocidad. De alguna manera, tendrían que subirse a bordo. Y dado que no había forma de detener ese tren, sería necesario que su cohete alcanzara la misma velocidad. Sería algo así como conducir un automóvil al lado de un tren e intentar saltar del coche al tren en el momento justo en que el coche tuviera la velocidad correcta.
Y, por supuesto, cuando quisieran regresar a casa, tendrían que hacer todo el ejercicio al revés. De lo contrario, el grupo de aterrizaje simplemente sería arrastrado con Helios en su viaje por el espacio. En total, calcularon que se necesitaría un impulso total de al menos doscientos kilómetros por segundo para todo el viaje. Esto era diez veces más de lo necesario para un viaje a la Luna. Contando con una carga útil final de varias toneladas, el peso total superaría las 10,000 toneladas, incluso si lograban una velocidad de
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