Durante su campaña en 2016, Donald Trump sacudió los cimientos del consenso bipartidista que había dominado la política exterior estadounidense desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Con una retórica provocadora, cuestionó la validez de los compromisos de seguridad que Estados Unidos mantenía con aliados históricos como Japón, Corea del Sur, Alemania o Arabia Saudita, alegando que el país no podía seguir costeando la defensa de otros mientras su propia infraestructura colapsaba. A su vez, sugirió que potencias regionales como Japón y Corea del Sur podrían considerar desarrollar sus propios arsenales nucleares, debilitando así un principio esencial del sistema de disuasión extendida que Estados Unidos había sostenido durante décadas para evitar precisamente esa proliferación.

Trump también insistió en que una mejora en las relaciones con Rusia sería beneficiosa para Estados Unidos, una postura que sonó disonante incluso dentro de su propio partido, el Republicano, y que se volvió aún más polémica tras las conclusiones de la comunidad de inteligencia estadounidense sobre la interferencia rusa en las elecciones de 2016. Estas declaraciones no solo ponían en tela de juicio el antagonismo tradicional hacia Moscú, sino que sugerían una ruptura con el papel histórico de Estados Unidos como defensor del orden liberal internacional frente a las potencias revisionistas.

Además, Trump fue implacable en su crítica a las guerras de cambio de régimen y de reconstrucción nacional, intervenciones costosas como las de Irak y Afganistán que habían dejado un sabor amargo tanto en la opinión pública como en gran parte del establishment. En este aspecto, su discurso sintonizaba con el cansancio del electorado hacia intervenciones prolongadas sin resultados tangibles. Sin embargo, este rechazo al intervencionismo fue visto por los estrategas de seguridad nacional como una amenaza directa al papel estructural que juega el uso del poder militar estadounidense en la arquitectura del orden mundial.

Figuras influyentes como Richard Haass, Hal Brands, Colin Kahl, Thomas Wright o G. John Ikenberry alertaron de que Trump podría estar gestando un repliegue estratégico, una política de cuño neoisolacionista que desmantelaría la proyección global de poder y liderazgo que Estados Unidos había construido en las últimas siete décadas. Algunos incluso vieron en su enfoque un intento deliberado de socavar el orden liberal internacional desde dentro.

No obstante, durante su presidencia, muchas de las predicciones apocalípticas no se cumplieron. Trump reafirmó el compromiso de defensa mutua de la OTAN, aumentó la presencia militar en Europa del Este, aceptó la adhesión de Montenegro como nuevo miembro de la Alianza, y autorizó el envío de armas letales a Ucrania, un paso que ni siquiera Obama había dado. También mantuvo la alianza con Japón y Corea del Sur y lideró los esfuerzos diplomáticos frente al programa nuclear norcoreano.

En Siria, ordenó ataques con misiles en respuesta al uso de armas químicas por parte del régimen de Assad, en una actuación que fue celebrada tanto por demócratas como por republicanos y analistas del establishment. En Afganistán, a pesar de haber criticado duramente esa guerra, envió 4.000 tropas adicionales, prolongando el conflicto más largo en la historia de Estados Unidos. Lejos de desmantelar la estructura de hegemonía global, muchas de sus decisiones encajaron perfectamente con el manual tradicional de la política exterior estadounidense.

La aparente contradicción entre su discurso y sus acciones ha llevado a muchos observadores a concluir que Trump no poseía una doctrina estructurada en materia internacional. Según quienes lo rodearon, como su exdirector de comunicaciones Mike Dubke, simplemente no existía una "doctrina Trump". Sus opiniones eran más intuitivas que analizadas, más reactivas que estratégicas. Carecía del conocimiento técnico necesario para formular una gran estrategia coherente. Como admitió Steve Bannon, “no conocía muchos detalles. No sabía casi nada de política”.

Aun así, Trump representó algo real: la desconexión creciente entre el discurso institucionalizado del poder en Washington y la percepción de amplios sectores del electorado sobre el coste y la utilidad de las aventuras exteriores de Estados Unidos. Su ascenso reveló que el consenso bipartidista en torno a la hegemonía estadounidense no era tan sólido como parecía y que el descontento con la globalización y el intervencionismo había alcanzado el corazón de la política estadounidense. Lo que parecía una anomalía personal fue, en realidad, un síntoma estructural.

Es fundamental entender que la política exterior de Estados Unidos no es solo el resultado de doctrinas elaboradas, sino también de impulsos políticos, percepciones populares, equilibrios institucionales y, a veces, improvisaciones presidenciales. Trump, en este sentido, no desmontó el sistema, pero sí lo puso en entredicho y mostró hasta qué punto su continuidad depende más de la inercia institucional que de un verdadero consenso estratégico. La tensión entre la retórica de repliegue y las prácticas de continuidad revela una paradoja central de su presidencia: ser al mismo tiempo un iconoclasta y un ejecutor del statu quo.

¿Cómo se define la visión mundial de Trump en política exterior?

La política exterior de Donald Trump a menudo desafía cualquier intento de ser encasillada en marcos teóricos coherentes, lo que hace difícil comprender las motivaciones y estrategias subyacentes de su administración. A pesar de los intentos de varios analistas y expertos, la falta de principios estructurados y una visión unificada son características definitorias de la gestión internacional de Trump. Esencialmente, su enfoque no solo se basa en consideraciones estratégicas tradicionales, sino también en impulsos y cálculos personales, lo que resalta la imprevisibilidad de sus decisiones.

Uno de los aspectos más reveladores de su política exterior fue la retirada de Estados Unidos del Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA), el acuerdo nuclear con Irán. Trump lo consideró un "trato débil", citando como principal defecto su falta de prohibiciones sobre el enriquecimiento de uranio con fines civiles, además de la omisión de cuestiones cruciales como el comportamiento regional de Irán y sus violaciones de derechos humanos. Esta postura contrastaba notablemente con su enfoque hacia Corea del Norte. Tras una reunión con el líder norcoreano Kim Jong Un, en la que se discutieron vagos principios de desnuclearización, Trump proclamó que el problema estaba resuelto y que Corea del Norte ya no representaba una amenaza. Sin embargo, no se acordaron detalles específicos ni compromisos explícitos por parte de Kim para reducir su programa nuclear o permitir inspecciones internacionales. A pesar de informes de inteligencia que indicaban la expansión del programa nuclear de Pyongyang, Trump continuó elogiando los avances en la lucha por desmantelar las capacidades nucleares del régimen.

Este comportamiento parece indicar que las decisiones de Trump en política exterior no están guiadas por principios sólidos o por una visión estratégica coherente, sino por impulsos cambiantes y, en ocasiones, incoherentes. En efecto, algunos analistas han sostenido que Trump carece de una verdadera doctrina externa. A menudo, sus políticas parecen surgir más de un enfoque ad hoc y caótico, sin la paciencia necesaria para desarrollar acciones deliberadas y estratégicas. Muchos observadores concuerdan en que Trump no tiene una postura exterior sistemática, sino que se guía por instintos y decisiones inmediatas, más impulsadas por cálculos domésticos de corto plazo que por un análisis profundo de los intereses nacionales a largo plazo.

A este complejo panorama se suma la personalidad del presidente, que juega un papel crucial en su toma de decisiones. Su temperamento, su falta de experiencia política y su tendencia a la contradicción y la mentira son factores que complican aún más la comprensión de sus políticas. Por ejemplo, sus constantes ataques verbales a rivales políticos y figuras públicas, y su ego exacerbado, que lo lleva a describirse como un "genio" o a burlarse de sus detractores, son elementos que contribuyen a una imagen contradictoria y errática. Estas actitudes, junto con su inestabilidad y la falta de una estrategia clara, han dejado a muchos en la comunidad internacional desconcertados sobre las verdaderas motivaciones detrás de sus decisiones.

En este contexto, es necesario entender que la falta de una visión global coherente de Trump refleja no solo su estilo de liderazgo impulsivo, sino también una reconfiguración de la política exterior estadounidense bajo su mandato. Las expectativas de una política exterior basada en principios claros y un enfoque estratégico a largo plazo han sido reemplazadas por un enfoque basado en resultados inmediatos, la apariencia de éxito y la negociación directa, aunque sin compromisos concretos ni mecanismos de verificación.

Además, este enfoque lleva a un enfoque bilateral, donde la influencia de actores internacionales a menudo se reduce a una simple negociación directa sin tener en cuenta los efectos secundarios globales o el impacto en las relaciones multilateralistas. La administración Trump subestimó el valor de la diplomacia multilateral y las alianzas tradicionales, lo que resultó en una desconexión entre los intereses de Estados Unidos y los de sus aliados. Esto se refleja en decisiones como la salida del acuerdo climático de París o el retiro de tropas de Siria, que, aunque populares entre su base, generaron incertidumbre en el ámbito internacional.

De este modo, se debe considerar que la política exterior de Trump no solo se define por sus decisiones en momentos críticos, sino también por la inconsistencia que las caracteriza. Este comportamiento crea un ambiente impredecible tanto para sus aliados como para sus adversarios, quienes deben hacer frente a una administración que, en última instancia, sigue siendo difícil de interpretar.

¿Cómo la política exterior de Estados Unidos ante China y Al Qaeda definió el curso del siglo XXI?

La política exterior de los Estados Unidos a lo largo de la década de 1990 fue testigo de un notable giro en su enfoque hacia dos potencias emergentes: China y Al Qaeda. La administración de Bill Clinton, en particular, jugó un papel crucial en este proceso, moldeando las relaciones internacionales de manera que tendrían repercusiones en las dos primeras décadas del siglo XXI.

Clinton asumió la presidencia en un contexto internacional cambiante, con el fin de la Guerra Fría y la emergencia de nuevas dinámicas globales. China, un gigante en ascenso, fue vista por la administración como una oportunidad estratégica pero también un desafío en términos de su crecimiento económico y militar. Clinton se encontró entre las críticas de sus opositores, que lo acusaban de ser demasiado indulgente con un régimen comunista y de pasar por alto las violaciones a los derechos humanos en China. Sin embargo, la administración de Clinton se embarcó en una política pragmática, enfocada en integrar a China en la comunidad global, considerando que era más beneficioso para la estabilidad mundial involucrarla que aislarla. En este contexto, la concesión de relaciones comerciales normales permanentes a China y su ingreso en la Organización Mundial del Comercio (OMC) fueron pasos decisivos que, a pesar de la resistencia política interna, ayudaron a consolidar a China como una potencia económica global.

A pesar de que Clinton evitó confrontar abiertamente el historial de derechos humanos de China, la diplomacia estadounidense en este sentido se sustentaba en la idea de que los beneficios económicos derivados del comercio y la integración tendrían, a largo plazo, un impacto positivo en las libertades dentro del país. Esta estrategia, aunque impopular en algunos círculos, demostró que el enfoque estadounidense estaba más centrado en un equilibrio estratégico global que en la corrección de las políticas internas de sus interlocutores. Clinton sabía que una China marginada podría ser más peligrosa que una China integrada.

En paralelo a la creciente influencia de China, Estados Unidos se enfrentaba a una amenaza completamente diferente en el Medio Oriente: Al Qaeda. Durante las décadas de 1980 y 1990, los Estados Unidos habían respaldado a insurgentes en Afganistán para combatir la ocupación soviética, un apoyo que también incluyó a individuos que más tarde se convertirían en figuras clave en el terrorismo global, como Osama bin Laden. Tras la retirada soviética, bin Laden se rebeló contra la presencia militar estadounidense en Arabia Saudita, lo que alimentó su jihad contra lo que él consideraba un régimen corrupto y aliado de los infieles. La creación de Al Qaeda fue el paso siguiente en su lucha, centrada no solo en expulsar a los estadounidenses de la península arábiga, sino en un objetivo más amplio: la destrucción de las bases del orden internacional liderado por Estados Unidos.

La sucesión de atentados terroristas perpetrados por Al Qaeda en la década de 1990, que incluyeron el bombardeo de las embajadas estadounidenses en África y el ataque al USS Cole en 2000, pasaron mayormente desapercibidos en términos de una respuesta contundente por parte del gobierno de Clinton. Aunque los informes de inteligencia advertían sobre la creciente amenaza de Al Qaeda, la acción militar directa contra sus células y liderazgos en Afganistán no fue suficientemente coordinada. Fue solo después de los ataques del 11 de septiembre de 2001 cuando la amenaza de Al Qaeda se convirtió en el centro de la política exterior estadounidense, modificando radicalmente su enfoque en el Medio Oriente y en todo el mundo.

El cambio de paradigma en la política exterior de Estados Unidos hacia China y el terrorismo internacional pone de manifiesto la complejidad de las decisiones geopolíticas en un mundo post-Guerra Fría. Clinton, al tratar de equilibrar la promoción de los valores democráticos con los intereses estratégicos y económicos de su país, dejó una huella profunda en las relaciones internacionales. Por otro lado, la administración de George W. Bush, al enfrentar los ataques del 11 de septiembre, adoptó un enfoque más agresivo hacia las amenazas globales, que incluyó la invasión de Afganistán y más tarde de Irak, lo que alteró aún más el equilibrio global.

Es esencial comprender que las políticas de Clinton no solo fueron un intento de mantener la estabilidad global, sino también una manifestación del conflicto inherente entre los ideales liberales y los intereses geoestratégicos. La interacción con China, a pesar de las críticas internas y externas, refleja una visión pragmática de cómo Estados Unidos intentaba navegar en un mundo donde las amenazas y los aliados no siempre son claramente definibles. La diplomacia económica con China y la respuesta ante Al Qaeda ilustran dos facetas de la política exterior de los Estados Unidos, ambas con el potencial de redefinir las relaciones internacionales en la nueva era del siglo XXI.