La constante manipulación de la retórica por parte de Donald Trump ha convertido la política estadounidense en una plataforma para alimentar discursos de odio y división. Una de las manifestaciones más explícitas de esta pedagogía pública de odio es su tratamiento de los pueblos indígenas de América. Su discurso no solo refleja una clara despectividad hacia estas comunidades, sino que también instrumentaliza símbolos históricos y culturales para reforzar su agenda xenófoba y racista.
Un ejemplo claro de esto ocurrió durante una ceremonia en la Casa Blanca, donde Trump honraba a los veteranos navajos de la Segunda Guerra Mundial. En lugar de rendir un homenaje sincero y respetuoso, Trump comenzó su intervención con una declaración condescendiente: “Son personas muy, muy especiales… Estuvieron aquí mucho antes que nosotros”. Este comentario, que podría haberse interpretado como una muestra de reconocimiento, pronto se desvirtuó cuando Trump, de manera premeditada, lo vinculó a un ataque hacia la senadora Elizabeth Warren, a quien se refirió despectivamente como “Pocahontas”, un apodo que Trump había usado previamente en su campaña de 2016. No solo se trató de una falta de respeto hacia Warren, quien tiene raíces nativas americanas, sino que también se transformó en una ofensiva hacia las naciones indígenas en general.
El hecho de que Trump hiciera estas declaraciones en presencia de un retrato de Andrew Jackson, presidente de EE. UU. conocido por su firma en la Ley de Remoción de Indígenas de 1830, resalta aún más la perversidad de su discurso. Jackson, responsable de la tragedia histórica conocida como el "Camino de las Lágrimas", es un personaje venerado por Trump, lo que sugiere que la política del odio no solo se limita a palabras, sino que también se extiende a la simbología y la historia.
El término "Pocahontas" en manos de Trump no solo es una referencia racista a la senadora, sino que evoca la imagen estereotipada de la princesa nativa americana popularizada por el cine de Disney. En este contexto, Disney también ha sido criticado por su representación históricamente inexacta de las culturas indígenas y por promover una “pedagogía de la inocencia”, que minimiza y distorsiona la violencia colonial y el genocidio sufridos por estos pueblos. En este sentido, Trump no solo usó el apodo como un ataque, sino que lo empleó para revivir y reforzar narrativas coloniales dañinas.
La reacción de figuras como Russell Begaye, presidente de la Nación Navajo, y Elizabeth Warren, quien usó la ocasión para destacar las injusticias históricas contra los pueblos indígenas, pone de manifiesto lo que se pierde en estos discursos: la oportunidad de celebrar el valor y la contribución de estas comunidades en lugar de explotarlas para fines políticos. De hecho, una ceremonia que podría haber sido un momento de unidad y reconocimiento, se transformó en un acto de humillación pública.
Además, el trato de Trump hacia los pueblos indígenas no se limita al ámbito simbólico. Una de sus primeras acciones como presidente fue ordenar el avance del oleoducto Dakota Access, que atravesaba tierras sagradas del pueblo Sioux y ponía en peligro su fuente principal de agua, el Lago Oahe. La decisión de reubicar el oleoducto desde una zona mayormente blanca a territorio indígena no fue solo un acto de negligencia ambiental, sino una muestra de desprecio hacia los derechos de los pueblos originarios y un claro ejemplo de la ignorancia estructural hacia las cuestiones raciales y de justicia ambiental en Estados Unidos.
El ataque a los jugadores de la NFL que se arrodillaban durante el himno nacional también es otro ejemplo claro de la pedagogía de odio de Trump. En un momento en que estos deportistas, en su mayoría afroamericanos, luchaban contra el racismo y la brutalidad policial, Trump aprovechó la ocasión para lanzar un discurso inflamatorio que no solo atacaba a los jugadores, sino que también estaba dirigido a su base ultraderechista, buscando provocar una reacción furiosa entre los sectores más racistas de la sociedad estadounidense. A través de este tipo de retórica, Trump no solo atacaba a los jugadores, sino que, al mismo tiempo, alimentaba una narrativa divisiva que buscaba polarizar aún más a la sociedad.
Este uso del discurso político como herramienta de exclusión y discriminación no es nuevo, y es parte de una estrategia más amplia que busca consolidar un poder basado en el temor, el odio y la ignorancia. Para quienes buscan entender este fenómeno, es esencial reconocer cómo estas tácticas no solo afectan a los pueblos indígenas, sino que tienen un impacto profundo en todas las minorías y en el tejido social en su conjunto.
La pedagogía pública del odio de Trump es, en última instancia, una manifestación de un poder político que busca despojar a las comunidades marginadas de su dignidad y memoria histórica. Este tipo de discursos no solo distorsionan la verdad, sino que también perpetúan ciclos de exclusión y violencia que son difíciles de romper sin una intervención colectiva y educativa a gran escala.
¿Cómo influyen los movimientos sociales y la pedagogía pública en la transformación democrática y social?
La convicción de que la economía y la sociedad deben gestionarse democráticamente para satisfacer las necesidades humanas y no para generar ganancias para unos pocos es el eje central de numerosas organizaciones sociales actuales. La Democratic Socialists of America (DSA), fundada en 1982, ejemplifica esta visión. Aunque originalmente contaba con cerca de 6,000 miembros, en la actualidad agrupa alrededor de 47,000 afiliados, convirtiéndose en la organización socialista con mayor membresía en Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial. Considerándose un “gran paraguas” político, la DSA abarca desde demócratas progresistas hasta socialistas revolucionarios. La creciente participación de jóvenes atraídos por figuras como Bernie Sanders y su retórica sobre el “socialismo democrático” sugiere un potencial giro hacia posturas más radicales. Este proceso no solo es político sino también pedagógico, ya que la formación pública y el debate sobre el significado real del socialismo impulsan a una nueva generación a involucrarse activamente en la transformación social desde niveles locales y estatales.
Por otro lado, el Poor People’s Campaign representa una fusión singular entre política y teología liberadora cristiana. Inspirada en la tradición de Martin Luther King Jr., esta campaña adopta un enfoque moral y ético que trasciende las disputas políticas convencionales, proponiendo una pedagogía pública basada en el amor y la solidaridad. En discursos como los de William Barber, co-líder del movimiento, se reivindica la necesidad de una acción directa moral que sacuda el entramado político mediante el poder transformador del amor. La plataforma de este movimiento denuncia el racismo sistémico, la pobreza, la devastación ecológica y la criminalización injusta de comunidades vulnerables, apuntando hacia una conversión radical de la “economía de guerra” en una “economía de paz”. Su objetivo es reposicionar el debate moral nacional hacia la dignidad de los sectores más marginados: mujeres, personas LGBTQIA, trabajadores, inmigrantes, discapacitados y enfermos, buscando justicia, igualdad y armonía social.
En contextos patriarcales y hostiles al feminismo, los movimientos de mujeres adquieren una relevancia crucial, especialmente ante la ofensiva explícita del alt-right y políticas de corte fascista que amenazan derechos básicos y la dignidad femenina. “One Billion Rising” es un ejemplo de resistencia internacional que, partiendo de una cifra estremecedora —el número de mujeres que sufren violencia física o sexual en su vida—, llama a la solidaridad global. Su llamado es a resistir la escalada fascista, neoliberal e imperialista que golpea con mayor dureza a las clases trabajadoras, minorías y mujeres marginadas en todo el mundo. Su agenda integra la defensa de los derechos indígenas, la lucha contra el racismo, la destrucción ambiental, la violencia corporativa y estatal, el militarismo y la pobreza, articulando un frente amplio contra las causas estructurales de la violencia y la opresión.
El movimiento #MeToo, surgido en 2006 y fundado por Tarana Burke, aporta otra dimensión a esta pedagogía pública transformadora. Centrado en la sanación y empoderamiento de sobrevivientes de violencia sexual —especialmente mujeres jóvenes y de comunidades vulnerables—, #MeToo ha visibilizado la magnitud de este problema y ha ayudado a romper el silencio que históricamente lo rodeaba. Su poder radica en crear un espacio colectivo de empatía y solidaridad, devolviendo voz y dignidad a quienes fueron silenciadas. Su impacto mediático y social fue tal que en 2017 fue nombrado “Persona del Año” por la revista TIME, subrayando su importancia en un momento en que las agresiones y abusos eran trivializados en el discurso público oficial.
Es fundamental entender que estos movimientos no solo buscan reformas superficiales sino que apuntan a transformar las estructuras económicas, políticas y morales que perpetúan la desigualdad y la exclusión. La pedagogía pública que despliegan es un instrumento vital para educar, movilizar y construir poder desde abajo. La conexión entre la teoría política, la acción social y la construcción colectiva del conocimiento es esencial para desafiar el status quo y promover una democracia radical que ponga en el centro las necesidades y derechos de todos.
Además, el carácter interseccional de estos movimientos refleja la complejidad de las luchas sociales actuales, que no pueden entenderse ni abordarse desde una sola dimensión. Las alianzas entre movimientos sociales, feministas, ecologistas, antirracistas y pacifistas revelan la importancia de un enfoque integrado que reconozca cómo las distintas formas de opresión y explotación se entrelazan. Comprender esta interconexión es clave para cualquier persona que aspire a contribuir de manera efectiva a la transformación social.

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