Enfrentar el ascenso del fascismo neoliberal, tanto en los Estados Unidos como en el resto del mundo, exige una comprensión profunda de las estructuras que lo posibilitan. Un aspecto central en esta lucha es reconocer que la democracia y el capitalismo no son sinónimos. La democracia debe ser vista como un proyecto social y político que, por su propia naturaleza, exige la construcción de instituciones más democráticas y justas. Es imperativo que estas instituciones estén guiadas por una economía política diferente, una estructura de relaciones sociales que esté al servicio del bien común, y no del beneficio privado.

El capitalismo, como sistema basado en la maximización de las ganancias, ha demostrado ser completamente inadecuado para abordar los problemas sociales más graves de nuestra época, tales como la pobreza creciente, la desigualdad exponencial, la devastación ecológica, la precarización de las condiciones laborales y la inseguridad alimentaria. Estos problemas, lejos de ser eventos aislados, son síntomas de un sistema que está en crisis y que perpetúa una enorme injusticia social. La lucha contra este sistema debe reconocer, además, que los verdaderos agentes de cambio no son los líderes tradicionales ni las élites políticas, sino aquellos que más sufren bajo las estructuras de opresión: los trabajadores, los inmigrantes, las personas pobres de color, los jóvenes marginalizados por el desempleo y las políticas de austeridad, así como las poblaciones desechables, marginadas por su clase, raza, etnia o religión.

En este contexto, no existe un agente de cambio automático. La agencia debe ser entendida como un proceso educativo y político que se construye mediante el trabajo arduo de elevar la conciencia y llevar a cabo una militancia activa. La importancia de la solidaridad entre diferentes grupos sociales no puede subestimarse. Sin embargo, esta solidaridad debe construirse dentro de una fuerza internacional masiva, capaz de abordar de manera integral las cuestiones interrelacionadas de la desigualdad económica, el racismo, la guerra, la militarización y otras injusticias globales.

Este proceso de transformación no debe ser dirigido por ningún grupo específico, sino por aquellos dispuestos a luchar por un mundo más justo, independientemente de su origen o posición. La clave radica en la voluntad colectiva de unirse y resistir frente a las opresiones comunes. Este tipo de cambio radical requiere una revisión profunda del sistema educativo, que debe ser capaz de empoderar a las personas a través del conocimiento, las habilidades y la capacidad crítica para transformar la realidad que viven. La educación, en este sentido, no solo debe proporcionar herramientas técnicas, sino también la capacidad de pensar de manera crítica sobre los sistemas de poder y las relaciones sociales que los sustentan.

Es fundamental que los educadores, activistas e intelectuales públicos desarrollen narrativas que permitan a las personas reconocer sus problemas individuales como parte de contextos sociales más amplios. Estas narrativas deben ayudar a las personas a identificar los elementos estructurales que perpetúan la opresión y a visualizar alternativas posibles. Este tipo de pedagogía crítica, que desafía las nociones aceptadas de "sentido común", es una herramienta poderosa para desmantelar las estrategias de dominación que normalizan la injusticia y la desigualdad.

Para que las relaciones de poder sean visibilizadas y cuestionadas, es necesario un lenguaje que combine la crítica con la esperanza. La esperanza es esencial para mantener viva la agencia política, ya que sin ella, no se puede concebir un futuro mejor ni movilizar a las personas hacia un cambio real. La visibilidad de las relaciones de poder, entendidas de manera transversal e interconectada, puede contribuir a la formación de alianzas entre movimientos diversos, cuyo objetivo sea construir una sociedad democrática y socialista.

En un momento de incertidumbre y cambio global, es urgente la creación de nuevas formaciones políticas y la exhibición masiva de coraje cívico para desafiar un guion que legitima la violencia policial, la vigilancia militarizada y la militarización de la vida cotidiana. Los jóvenes que marchan en las calles, desafiando la larga historia de desigualdad racial y violencia estatal, no solo critican las relaciones establecidas de poder, sino que también creen en la posibilidad de un cambio radical. Son una nueva generación que se niega a que su futuro sea anulado y, en lugar de huir de las opresiones, han abrazado la advertencia de Martin Luther King Jr., quien afirmó que "quien acepta el mal sin protestar realmente está cooperando con él". Este despertar generacional es el motor de una lucha por un futuro más justo, que debe trascender la falsa ecuación entre democracia y capitalismo.

El neoliberalismo ha mutado en una pandemia de sufrimiento global, produciendo un régimen de líderes corruptos y un sistema profundamente racista y clasista. Enfrentar este sistema exige una política radical que entienda las injusticias de manera integral, sistémica e interseccional. Solo entonces un movimiento de cambio masivo podrá desenmascarar la propagación del capitalismo como un sistema de desigualdades intersecadas, que se manifiestan tanto a nivel local como global, para beneficio de una pequeña élite privilegiada.

La verdadera transformación solo será posible si somos capaces de reunir movimientos sociales emancipadores y agentes de cambio de todos los sectores sociales: desde la clase trabajadora hasta los jóvenes, pasando por todos aquellos grupos que luchan contra diversas formas de opresión. Este hilo conductor debe ser la construcción de un movimiento internacional que trabaje por una democracia socialista, cuyo éxito solo se alcanzará si se desmantelan las estructuras de poder basadas en la acumulación injusta de riqueza, poder e ingresos, así como en la ideología del racismo y la política de la descartabilidad.

El neoliberalismo fascista, tal como se presenta en la actualidad, es la plaga más peligrosa que enfrenta el mundo. Un movimiento colectivo por la igualdad y la justicia debe contar con una nueva visión, un lenguaje y una política renovada. Este es el momento para repensar lo que significa la soberanía popular, la agencia política y cómo debe ser el futuro de una democracia socialista. Este es el tiempo para replantearnos el significado de la política en la construcción de un mundo post-Covid-19, en el que podamos y debamos desarrollar nuestras propuestas para reconstruir una infraestructura pública sólida y sostenible.

¿Cómo influye el autoritarismo en las sociedades modernas?

El autoritarismo, en sus distintas formas, se manifiesta como una de las fuerzas más disruptivas en las sociedades contemporáneas. A lo largo de la historia, los regímenes autoritarios han marcado el destino de naciones, reduciendo la libertad individual, minando la democracia y creando estructuras de poder que responden únicamente a la voluntad de unos pocos. Este fenómeno, sin embargo, no es algo que pertenezca exclusivamente al pasado. Las características de los regímenes autoritarios de ayer siguen estando presentes en las dinámicas políticas actuales, aunque a menudo se disfrazan de discursos democráticos y progresistas.

El autoritarismo moderno se caracteriza por su capacidad para adaptarse y evolucionar, utilizando la tecnología y los medios de comunicación para consolidar su poder. En lugar de emplear métodos brutales de control, como la violencia directa o las persecuciones masivas, los regímenes actuales se valen de formas más sutiles y a menudo invisibles, como la manipulación de la información, el control sobre las redes sociales y la creación de una cultura de vigilancia constante. Estos regímenes logran, de esta forma, moldear las percepciones y comportamientos de la población, instaurando una forma de autoritarismo suave pero igualmente perniciosa.

Uno de los principales rasgos del autoritarismo contemporáneo es la erosión de las instituciones democráticas. El poder judicial, el sistema de medios de comunicación y las organizaciones civiles se ven progresivamente desplazados o corrompidos, haciendo que la oposición sea cada vez más difícil. En muchos casos, lo que inicialmente parece ser una simple anomalía en el proceso democrático, como el desprecio por las normas constitucionales o la manipulación electoral, puede convertirse en un paso hacia un control absoluto.

Este tipo de regímenes también suelen emplear la polarización social como una herramienta para consolidar el poder. La creación de "enemigos del pueblo" o "traidores" es una estrategia común que permite justificar la represión, la censura y otras formas de control social. A través de discursos divisivos y estigmatizantes, se establece una narrativa que beneficia al régimen y margina a aquellos que piensan de manera diferente. Esta polarización no solo afecta a la política, sino que también mina el tejido social, creando tensiones y desconfianza entre los ciudadanos.

Es importante resaltar que el autoritarismo no surge de la noche a la mañana. Las raíces de estos regímenes suelen estar en crisis económicas, políticas o sociales que debilitan la estructura de la sociedad y permiten que se instalen líderes que prometen soluciones rápidas y contundentes. La promesa de restaurar el orden y la estabilidad es atractiva para una población frustrada y temerosa, pero esta estabilidad siempre viene a un costo muy alto: la pérdida de libertades, el aumento de la vigilancia y la desaparición del pluralismo político.

En este contexto, el autoritarismo no solo amenaza la libertad individual, sino que también pone en peligro la propia esencia de la democracia. Cuando las personas son privadas de sus derechos fundamentales, cuando las elecciones son manipuladas y la libertad de expresión es suprimida, la sociedad pierde la capacidad de cuestionar y de cambiar su destino. En un entorno autoritario, la política se convierte en un acto de obediencia ciega, y la democracia, en su forma más pura, es reemplazada por una versión diluida y manipulada.

El concepto de autoritarismo moderno también debe entenderse a través de la interacción entre lo político y lo cultural. En sociedades contemporáneas, la ideología autoritaria no solo se impone por la fuerza del Estado, sino que también es difundida a través de la cultura popular, el entretenimiento y los medios de comunicación. Las películas, las series, la música y las redes sociales se convierten en vehículos de una visión del mundo que no necesariamente refleja la diversidad de la sociedad, sino que alimenta una narrativa homogénea y controlada que favorece al régimen.

Lo que es crucial comprender es que la lucha contra el autoritarismo no se limita a la política institucional. Es una batalla cultural, social y, en última instancia, moral. La educación, el pensamiento crítico y la participación activa en la vida pública son esenciales para resistir a la tentación autoritaria. Un pueblo que no cuestiona, que no ejerce sus derechos y que no se informa de manera crítica está condenado a convertirse en una víctima fácil de la tiranía.

Además de la resistencia política directa, es fundamental prestar atención a los pequeños actos cotidianos de resistencia que, aunque puedan parecer insignificantes, contribuyen a la preservación de una sociedad libre. La desobediencia civil, el apoyo a los derechos humanos y la promoción de una cultura democrática son elementos que deben mantenerse vivos en la conciencia colectiva, porque solo a través de la conciencia y el esfuerzo constante se puede preservar la libertad en un mundo que se inclina cada vez más hacia el autoritarismo.