La narrativa que construyó Donald Trump alrededor de la seguridad y la protección se erigió como un relato profundamente autoritario y emocional, dirigido a una base social que se sentía abandonada y amenazada en múltiples dimensiones. Su discurso no solo atacaba a los enemigos políticos tradicionales, sino que incorporaba una visión maniquea donde las élites “de arriba” —identificadas como los “bi-coastal elites” y los demócratas liberales— eran presentadas como conspiradoras que manipulaban un “Establecimiento” corrupto y distante, capaz incluso de encarcelar a figuras como Hillary Clinton, contra quien el público gritaba “¡Encarcelarla!”.

Esta estrategia no fue azarosa, sino que se apoyó en décadas de transformación política iniciadas en los años ochenta con la revolución Reagan. Desde entonces, la llamada “historia de seguridad” ha funcionado como una herramienta narrativa para ganar el apoyo de las clases populares al definir enemigos claros y ofrecer protección frente a ellos. La novedad en Trump fue la combinación de un guion espectacular, casi cinematográfico, donde los enemigos parecían sacados de una novela de terror, y una apelación directa a aquellos sectores blancos y conservadores que sentían que los partidos tradicionales, incluyendo a los demócratas, habían abandonado la defensa de sus intereses económicos y culturales.

Más allá de un simple espectáculo, la narrativa de Trump vinculó la protección económica con la defensa cultural y física. Su promesa de construir un muro en la frontera sur, pagado supuestamente por México, se convirtió en el símbolo máximo de esta protección: un muro que no solo evitaría la entrada de inmigrantes y enemigos externos, sino que se alzaría como una barrera física y simbólica contra la “invasión” de valores y culturas ajenas. Además, impulsó medidas como la prohibición de entrada a ciudadanos de países musulmanes y un discurso bélico en torno al terrorismo global, dejando abierta la posibilidad del uso de armas nucleares, lo que reflejaba la máxima expresión de una política basada en la amenaza y la defensa extrema.

Internamente, la seguridad también se tradujo en la promesa de un orden más estricto y represivo: más prisiones, policía reforzada y un sistema judicial implacable con los grupos minoritarios señalados como responsables de la “carnicería americana” —en particular, las comunidades afroamericanas y latinas en las ciudades. Esta retórica, a la vez que alimentaba miedos y resentimientos, legitimaba una política de exclusión y criminalización en nombre de la protección de la nación y su “verdadera” población, los “olvidados” que Trump reclamaba representar.

La dimensión religiosa fue otro pilar esencial en esta narrativa, con líderes evangélicos que interpretaron la llegada de Trump como un designio divino, una intervención providencial para salvar a Estados Unidos. Así, el discurso de protección adquirió también una connotación casi sagrada, fusionando patriotismo, religión y política en un solo mensaje.

En definitiva, la narrativa de Trump fue una construcción de protección que abarcó lo económico, lo cultural, lo físico y lo espiritual. Fue la promesa de un escudo contra las amenazas internas y externas, de un retorno a una seguridad entendida como el control absoluto sobre lo que amenazaba la identidad y la supervivencia de una comunidad.

Además de lo expuesto, resulta fundamental entender que esta narrativa no solo se sostiene en el miedo y la exclusión, sino también en una decepción real por parte de amplios sectores populares respecto a las promesas incumplidas de los partidos tradicionales. La falta de políticas efectivas para mejorar las condiciones materiales y culturales de las clases trabajadoras blancas, la pérdida de empleos industriales y la erosión de la seguridad económica fueron caldo de cultivo para que esta historia de protección resonara tan profundamente. Por lo tanto, el análisis de esta narrativa debe incluir una mirada crítica a las transformaciones estructurales de la economía y la sociedad estadounidense que facilitaron su éxito, así como a la manera en que la política de seguridad puede ser utilizada para legitimar regímenes autoritarios y dividir a la sociedad.

¿Cómo entender la dinámica del poder y la manipulación política en la era contemporánea?

El análisis de las estructuras sociales y políticas contemporáneas debe necesariamente tomar en cuenta la continuidad histórica de ciertos patrones de dominación y control que se remontan incluso a las sociedades feudales, tal como lo señala Marc Bloch en su obra Feudal Society. Esta obra revela cómo las relaciones de poder se cimentan no solo en el ejercicio explícito de la violencia, sino también en la construcción simbólica de legitimidades y en la reproducción de jerarquías sociales profundamente arraigadas. Este fenómeno es observable en la actualidad, donde líderes políticos como Donald Trump han utilizado discursos que apelan a una identidad excluyente y una retórica que moviliza resentimientos y temores sociales, evocando así un retorno a mecanismos de autoridad autoritaria y personalista.

La crisis de la democracia moderna, caracterizada por la polarización extrema y la desconfianza hacia las instituciones, está interconectada con fenómenos económicos señalados por Thomas Piketty en Capital in the Twenty-First Century, que explican el crecimiento desigual de la riqueza y cómo esto alimenta sentimientos de exclusión y desesperanza en grandes sectores de la población. En este contexto, la apelación a figuras carismáticas que prometen restaurar un orden "perdido" puede verse como un refugio ante la complejidad y la incertidumbre del mundo actual.

Erich Fromm, en Escape from Freedom, describe cómo la libertad puede generar ansiedad y, por ende, una búsqueda de estructuras que ofrezcan seguridad y sentido, aunque estas impliquen la renuncia a la autonomía individual. Este fenómeno se manifiesta en la adhesión a discursos autoritarios que se presentan como soluciones definitivas y que tienden a estigmatizar al "otro" como amenaza, lo que a su vez justifica la exclusión social y la violencia simbólica y física.

La retórica política contemporánea, como la documentada en los discursos y actitudes de Donald Trump, revela un uso estratégico del miedo y la demonización de grupos específicos para consolidar poder. Esto no solo tiene un impacto en la esfera pública, sino que también afecta las bases mismas del contrato social y de la convivencia democrática. Las amenazas implícitas a la libertad de prensa y a la independencia judicial, así como la normalización de la mentira y la desinformación, son signos claros de un deterioro democrático que exige vigilancia crítica.

Asimismo, la historia demuestra que el auge de discursos nacionalistas y autoritarios está estrechamente vinculado con la crisis de las identidades colectivas y la inseguridad económica y social. El análisis de textos clásicos y contemporáneos permite comprender que la manipulación política no es un fenómeno nuevo, sino una constante que se adapta a los tiempos, utilizando nuevas tecnologías y medios para amplificar su efecto.

Es imprescindible comprender que estos procesos no solo se manifiestan en el plano político, sino que afectan las relaciones sociales cotidianas, moldean las percepciones y actitudes culturales, y transforman las estructuras de poder en múltiples niveles. La reflexión crítica sobre estas dinámicas invita a no subestimar la capacidad de la manipulación ideológica y a reconocer la importancia de fortalecer los valores democráticos a través de la educación, la transparencia y la participación ciudadana activa.

Además, es importante tener en cuenta que la respuesta a estas problemáticas no reside únicamente en la denuncia del autoritarismo o en el rechazo de sus figuras visibles, sino en el análisis profundo de las causas económicas, sociales y culturales que permiten su surgimiento. La inequidad, la exclusión y la inseguridad son terreno fértil para la reproducción de discursos que prometen orden a cambio de libertad, y la superación de estos desafíos requiere un compromiso colectivo con la justicia social y el respeto a los derechos humanos.

Finalmente, la interrelación entre historia, economía y psicología social es fundamental para entender la complejidad de los fenómenos actuales. Esta comprensión integral permite anticipar los riesgos y construir estrategias más efectivas para preservar la democracia y la cohesión social en un mundo en constante cambio.

¿Cómo influye el capitalismo autoritario en las sociedades modernas?

El capitalismo autoritario no es un fenómeno reciente, sino que se ha consolidado a lo largo de las últimas décadas, especialmente con el auge de políticas neoliberales y el ascenso de figuras populistas que promueven un fuerte control estatal sobre la economía y la sociedad. Este modelo económico y político se caracteriza por la centralización del poder en manos de una élite empresarial y política, mientras se intensifica la desigualdad social y económica. En muchas ocasiones, este capitalismo se presenta como una fuerza protectora que defiende los valores tradicionales y la seguridad nacional, pero en realidad, oculta una estructura profundamente deshumanizadora que perpetúa la explotación.

En este contexto, el capitalismo autoritario no solo se manifiesta en las políticas económicas, sino también en las ideologías que lo respaldan. La promesa del "sueño americano" se ha distorsionado en un relato que favorece a las grandes corporaciones y criminaliza a aquellos que luchan por una distribución más equitativa de los recursos. Se basa en la idea de que el éxito y el fracaso son el resultado directo del esfuerzo individual, ignorando las profundas desigualdades estructurales que existen en la sociedad. Las narrativas que justifican este sistema a menudo presentan a los pobres y a los inmigrantes como "enemigos internos" que amenazan la estabilidad social y económica. Este relato se complementa con un discurso nacionalista que busca unir a la población bajo la promesa de seguridad y prosperidad, a menudo a expensas de las libertades individuales y la justicia social.

El capitalismo autoritario también se caracteriza por la deshumanización de los trabajadores y la atomización de la sociedad. La globalización, la deslocalización de la producción y el avance tecnológico han reducido las oportunidades de empleo en muchos sectores, creando una clase trabajadora cada vez más precarizada. Esto se ve reflejado en la precariedad laboral y la creciente desigualdad salarial, donde un pequeño grupo de personas controla una parte desproporcionada de la riqueza mundial, mientras que millones de trabajadores luchan por obtener lo mínimo para sobrevivir. La división entre los "ricos" y los "pobres" se acentúa, y el sistema económico se presenta como natural e inevitable, sin espacio para la reflexión o la crítica.

El discurso en torno al capitalismo autoritario también juega un papel crucial en la forma en que las sociedades modernas manejan el concepto de "seguridad". El miedo a lo desconocido, la inmigración y el terrorismo se utilizan como herramientas para justificar políticas autoritarias que limitan las libertades civiles. Las políticas de seguridad, bajo el pretexto de proteger a la sociedad, se vuelven cada vez más invasivas y restrictivas, controlando aspectos fundamentales de la vida cotidiana, desde la vigilancia masiva hasta la represión de los movimientos sociales. Este clima de inseguridad favorece el surgimiento de líderes populistas que prometen restaurar el orden y la estabilidad, pero que, en realidad, sólo fortalecen el sistema capitalista autoritario que perpetúa la desigualdad.

Este tipo de capitalismo no solo afecta a las clases bajas, sino también a las clases medias. A medida que la concentración de la riqueza y el poder continúa, la clase media se ve atrapada en un ciclo de deuda y ansiedad económica. A pesar de estar mejor posicionada que las clases bajas, la clase media se siente cada vez más vulnerable ante los cambios económicos y sociales que el capitalismo autoritario promueve. La promesa de una vida mejor, basada en el consumo y el ascenso social a través del trabajo, se ha vuelto cada vez más inalcanzable para una gran parte de la población.

Es fundamental entender que el capitalismo autoritario no es simplemente una tendencia económica o política; es una forma de organización social que promueve la concentración del poder y la riqueza en manos de unos pocos, mientras mantiene a la mayoría bajo control mediante el miedo y la desigualdad. A medida que este sistema se refuerza, se dificulta la creación de un mundo más justo y equitativo. Los movimientos que luchan contra esta forma de capitalismo, como el feminismo, el ecologismo y las luchas por los derechos laborales, son cruciales para desafiar el statu quo y promover alternativas más inclusivas y democráticas.

Además de las reflexiones sobre la centralización del poder y la concentración de la riqueza, es importante reconocer que el capitalismo autoritario afecta directamente las relaciones interpersonales y la percepción de la identidad. La competencia feroz por los recursos, la constante búsqueda de la supervivencia económica y el constante bombardeo mediático de "historias de éxito" refuerzan una cultura individualista que mina la solidaridad social. Las personas se ven cada vez más como competidores en lugar de compañeros en la lucha por una vida digna. En este sentido, la crítica al capitalismo autoritario debe también cuestionar la forma en que este sistema influye en nuestra percepción de lo colectivo y lo individual.

¿Cómo cambia la estructura de la casa capitalista moderna?

La imagen de la casa capitalista, popularizada por series como Upstairs Downstairs y Downton Abbey, evoca una distinción entre el "arriba" y el "abajo", donde las diferencias sociales y económicas entre las clases no solo son evidentes, sino que también se justifican moralmente bajo el principio de la meritocracia. Esta narrativa ha sido parte integral de la ideología capitalista, sugiriendo que aquellos que habitan el "arriba" merecen su lugar por su talento o virtud, mientras que aquellos en el "abajo" deben permanecer allí debido a su falta de mérito. A pesar de los cuestionamientos que han surgido en las últimas décadas, especialmente tras el movimiento Occupy Wall Street, la idea de la meritocracia sigue siendo muy poderosa, especialmente en países como Estados Unidos.

La historia de la meritocracia, aunque se ve amenazada por el creciente malestar por la creciente desigualdad, sigue siendo persuasiva para millones de personas. En este marco, la casa capitalista no solo representa una estructura económica, sino también una moral. La distancia entre el "arriba" y el "abajo" es esencial para la estabilidad y prosperidad del sistema capitalista. Si todos los habitantes vivieran bajo las mismas condiciones, sería imposible premiar a los "creativos" o a aquellos con mayor carácter moral, lo que, según esta narrativa, pondría en peligro la libertad misma, entendida como la capacidad de realizar el potencial individual y ser recompensado por ello.

Esta estructura desigual es presentada como una virtud suprema, una justificación moral para la inequidad inherente al capitalismo. A través de la legitimación de esta desigualdad, se fortalece la unidad tanto dentro de la nación como en el orden global capitalista. La división entre el "arriba" y el "abajo" no solo se observa dentro de los confines nacionales, sino que también sustenta la legitimación de un capitalismo global, que es tanto nacionalista como globalista al mismo tiempo. Esta forma de capitalismo ha logrado ganar el consenso social y político, particularmente entre las élites, quienes se benefician directamente de este orden.

Sin embargo, el capitalismo moderno está experimentando transformaciones significativas que alteran profundamente la estabilidad y legitimidad de esta estructura. Desde la Revolución Reagan en adelante, las distancias entre las clases sociales han aumentado, y la casa capitalista, lejos de la imagen idealizada de una estructura equilibrada, se ha transformado en una imagen más polarizada y segmentada. La "casa real" está cambiando rápidamente, haciendo más evidente la concentración de riqueza en la cima de la pirámide. Hoy, los hogares más ricos, específicamente el 0.1% de la población, están viendo un crecimiento mucho más rápido de su riqueza que el 90% de la población en la parte inferior. Los datos de Thomas Piketty muestran que, si la tasa actual de concentración de riqueza continúa, para 2030 el 1% más rico poseerá el 50% de la riqueza de Estados Unidos, mientras que el 50% más pobre poseerá solo el 2%.

Por otro lado, las clases medias, representadas por la Clase Media Profesional (PMC), han encontrado que las oportunidades para consolidar y transmitir su riqueza a las siguientes generaciones se han fortalecido. Las instituciones educativas, los lazos familiares y la acumulación de capital social y financiero actúan como un trampolín que permite a esta clase continuar prosperando. Sin embargo, esta movilidad ascendente no es igualmente accesible para todos. Las distancias entre el "arriba" y el "abajo" se están expandiendo, lo que hace que el movimiento ascendente de los individuos sea cada vez más difícil.

Los habitantes del "abajo", lejos de la representación idealizada de la casa, se encuentran atrapados en una espiral descendente. La movilidad social es ahora más limitada que nunca. De acuerdo con los estudios más recientes, el futuro de un niño estadounidense está cada vez más determinado por el ingreso y la posición de sus padres. La elasticidad intergeneracional de los ingresos, un indicador clave de la movilidad social, ha aumentado significativamente, lo que significa que la posición económica de una persona está cada vez más ligada a la de sus padres. En términos más simples, en Estados Unidos, el destino económico de un niño está fuertemente determinado por las circunstancias económicas de sus padres, lo que coloca a los Estados Unidos en una posición más cercana a economías como Chile o Argentina que a países con una movilidad social más alta, como Japón o Alemania.

El resultado de esta creciente desigualdad es un panorama de ansiedad y desesperanza. Aquellos en el "abajo" temen caer en la "bodega", una caída que ahora parece más fácil de hacer que nunca. La falta de oportunidades de movilidad y la creciente brecha entre los que se encuentran en la parte superior e inferior de la pirámide económica alimentan una creciente desconfianza en el sistema. Esta ansiedad social es uno de los motores detrás de la polarización política y la creciente disconformidad con el sistema capitalista tal como existe.

Es crucial reconocer que el modelo capitalista contemporáneo no solo está basado en la creación de riqueza, sino también en la perpetuación de las desigualdades estructurales. La legitimación de la meritocracia no solo refuerza la distancia entre las clases, sino que también contribuye a la creación de un orden mundial que favorece a las élites globales y nacionales. Esto no solo se trata de una cuestión económica, sino también de una cuestión de poder y control sobre los recursos, el conocimiento y las oportunidades.