La introducción de drones armados y no tripulados revolucionó la manera en que se ejerce la violencia militar y la vigilancia en conflictos contemporáneos. Su capacidad para permanecer en el aire durante largos períodos sin repostar, al no requerir descanso físico por parte de los pilotos —quienes pueden ser reemplazados remotamente desde Nevada u otras bases—, posibilitó la vigilancia aérea continua de regiones enteras. Esta persistencia aérea transformó el espacio bélico en un entorno de observación permanente, donde la acumulación de datos masivos permite un análisis detallado de los "patrones de vida" de las poblaciones observadas.

El análisis de patrones de vida, sustentado por Big Data, permite identificar desviaciones respecto a lo considerado como comportamiento "normal" para un individuo en una zona y tiempo determinados. Cada desplazamiento, cada rutina, queda registrada, produciendo un archivo de hábitos personales que luego es filtrado algorítmicamente para destacar anomalías. Estas desviaciones, consideradas potenciales amenazas, son elevadas a la atención de mandos militares, quienes pueden decidir el despliegue de drones o tropas para investigar o incluso eliminar al objetivo señalado, sin intervención humana directa en el campo de batalla.

Como señala Gregory, este tipo de poder se materializa a través del "yo en red", una entidad distribuida, que opera en un entorno sin jerarquías rígidas pero altamente interconectado. Las decisiones se toman desde salas de control, donde múltiples pantallas proyectan transmisiones en vivo, chats simultáneos con analistas, oficiales, técnicos y estrategas, todos conectados en tiempo real. El espacio y el tiempo se comprimen; la guerra se convierte en una experiencia digitalizada, en la que las distancias físicas se desdibujan y las misiones se ejecutan con precisión quirúrgica desde miles de kilómetros de distancia.

Esta transformación del conflicto genera una paradoja: mientras para los usuarios comunes de internet Big Data representa la molestia de anuncios personalizados o la pérdida de privacidad, para poblaciones enteras en regiones como Afganistán, Pakistán o Yemen, significa la posibilidad constante de muerte a manos de una lógica algorítmica. La violencia se vuelve una función derivada de patrones estadísticos, con consecuencias letales para aquellos cuyas vidas no encajan en las normas establecidas por los modelos computacionales.

Simultáneamente, esta dimensión tecnológica de la guerra se conecta directamente con el ámbito de las redes sociales y la esfera digital civil. Las herramientas que permiten analizar patrones de vida desde el aire son, en esencia, las mismas que se utilizan para rastrear comportamientos de consumo, influencias políticas o interacciones sociales en línea. La línea que separa lo militar de lo civil se torna difusa, cuando la infraestructura que sostiene Facebook o Twitter también alimenta sistemas de vigilancia y control geopolítico.

Este entrelazamiento de tecnologías también se manifiesta en el uso estratégico de la desinformación en redes sociales, como fue evidente en la interferencia rusa en las elecciones estadounidenses de 2016. La geopolítica digital, por tanto, no se limita al espionaje satelital ni a los drones armados: también opera en las lógicas de viralización, en los algoritmos de recomendación, en los espacios aparentemente apolíticos de los timelines sociales. La guerra, en este contexto, ya no es solo cinética; es informacional, psicológica, algorítmica.

En esta convergencia entre vigilancia aérea, datos masivos y redes sociales, el poder se descentraliza pero se intensifica. El comando se ejerce sin presencia, la violencia sin proximidad, la dominación sin visibilidad. La lógica del "dividir y conquistar" que alguna vez operó a través de ideologías ahora se realiza a través de microsegmentaciones de datos y manipulaciones algorítmicas, que no sólo destruyen físicamente, sino que fragmentan políticamente, socialmente y cognitivamente.

Es crucial entender que la eficacia de estos sistemas no reside en la precisión absoluta de sus algoritmos, sino en su capacidad para producir una forma de conocimiento operacional que justifica la acción violenta. El algoritmo no necesita tener razón, sólo necesita generar la suficiente certidumbre operativa para que se dispare un misil. La autoridad del dato reemplaza a la deliberación humana; el cálculo estadístico sustituye al juicio ético. En este marco, la guerra deviene en un procedimiento automatizado, donde la distancia física se transforma en indiferencia moral.

Importa, además, reconocer que la adopción de estas tecnologías no es neutra. Implican una reconfiguración profunda de las formas de poder, donde la vigilancia permanente, la recopilación masiva de datos y la acción remota definen una nueva arquitectura del control. Una arquitectura que no sólo se despliega en territorios lejanos, sino que también retroalimenta mecanismos de control interno, domestico, cotidiano.

¿Cómo influye la política en la cultura popular y cómo se representa?

La cultura popular es un campo donde las representaciones y las narrativas sobre la política y las identidades nacionales se entrelazan de forma constante. A través de películas, series de televisión, videojuegos y otros medios, se construyen imaginarios que reflejan y a veces distorsionan las relaciones de poder, los conflictos geopolíticos y las tensiones sociales. Este fenómeno no es nuevo, pero se ha intensificado en las últimas décadas debido al crecimiento de los medios digitales, la globalización y el acceso masivo a las tecnologías de la información. La política y la geopolítica, por tanto, no son solo temas de discusión en las esferas formales, sino que también permeabilizan la vida cotidiana a través de estos medios.

La intersección entre lo político y lo cultural en la actualidad muestra que los medios de comunicación no solo informan, sino que crean representaciones que condicionan la percepción de los espectadores sobre el mundo. Estas representaciones pueden tomar la forma de narrativas sobre la guerra, el poder, la justicia, y la moral, temas que están profundamente influenciados por la política. Ejemplos de ello pueden encontrarse en películas como Rocky IV o Red Dawn, que exploran las tensiones políticas entre las potencias globales y la construcción de enemigos culturales.

En este contexto, los medios se convierten en una herramienta para la creación de "comunidades imaginadas" donde las identidades nacionales y políticas se refuerzan mediante la constante repetición de ciertos estereotipos y visiones del mundo. La influencia de estos medios es tal que la gente no solo consume estas representaciones, sino que, a través de ellas, comienza a formar su entendimiento sobre temas políticos complejos, como el nacionalismo, la guerra, o la intervención extranjera.

Al mismo tiempo, la globalización de los medios de comunicación permite que los eventos políticos sean vistos y analizados por una audiencia mundial, lo que lleva a una mayor interconexión entre las diversas representaciones nacionales e internacionales. Las narrativas de los medios no solo representan la política, sino que también la reinterpretan y la negocian en diferentes contextos. Por ejemplo, los programas de noticias, las redes sociales y las películas de Hollywood, entre otros, construyen imágenes de "el otro", aquellas figuras o países que son presentados como amenazas o enemigos. Este proceso de "Othering" es una forma clave de construir y reforzar las ideologías nacionales y la percepción de seguridad en un mundo cada vez más incierto.

Por otra parte, la política no solo se refleja en los medios, sino que también es utilizada estratégicamente por los gobiernos para promover narrativas que justifiquen sus políticas exteriores o internas. Esto se ha visto especialmente claro en tiempos de crisis, como los atentados del 11 de septiembre, que fueron acompañados por un discurso mediático sobre la guerra contra el terrorismo, la seguridad nacional y la democracia. A través de estos discursos, los medios contribuyen a la legitimación de ciertas políticas y a la creación de consensos sobre lo que es aceptable o no en la arena política global.

Es importante también considerar el papel crucial de las redes sociales y los medios digitales en este proceso. Plataformas como Twitter, Facebook y YouTube se han convertido en escenarios donde la política se disputa en tiempo real, a menudo mediante campañas de desinformación o manipulación de la opinión pública. La intervención en elecciones, como se evidenció en la elección presidencial de los Estados Unidos de 2016, muestra cómo los medios digitales y las plataformas en línea pueden ser utilizados para influir en los procesos políticos a nivel mundial. La rapidez con la que se difunden los mensajes y la capacidad de estos medios para formar opiniones a través de la repetición y la viralidad, crean nuevas formas de geopolítica digital.

El consumo de los medios también está intrínsecamente relacionado con la política de consumo. En un mundo donde la publicidad y el entretenimiento están profundamente interconectados, la política se convierte en parte de lo que consumimos. Esta "consumo performativo", como algunos teóricos lo denominan, implica que las decisiones que tomamos como consumidores, incluso en el contexto de entretenimiento, son también decisiones políticas. Al elegir qué películas ver, qué libros leer, o qué productos consumir, los individuos están participando indirectamente en la política cultural global.

Lo que también debe considerarse es que estas representaciones no son simplemente ideológicas, sino que están profundamente conectadas con el poder real. La representación de los Estados Unidos como la superpotencia mundial, por ejemplo, está ligada tanto a su hegemonía política como a su influencia cultural. Las narrativas de poder y guerra en Hollywood reflejan no solo la política exterior de los EE. UU., sino también sus intereses económicos y su dominio en el ámbito cultural. De la misma manera, la construcción de imágenes de otros países como "enemigos" tiene implicaciones políticas que van más allá de la representación en la pantalla. Esta dinámica se observa claramente en el caso de las representaciones del Oriente Medio, Rusia o países de África en los medios occidentales.

Por último, no debe subestimarse el impacto que estas representaciones tienen en la identidad política de los individuos. En un mundo donde la globalización hace que las identidades nacionales sean cada vez más difusas, los medios juegan un papel fundamental en la configuración de lo que entendemos por "nosotros" y "ellos". Las personas, al interactuar con estos contenidos, se sienten parte de comunidades más grandes que las que antes limitaban su visión política. Los medios, por tanto, no solo reflejan la política, sino que también la crean, estableciendo marcos que influencian nuestra percepción de los eventos globales y nuestro lugar en ellos.