La era Trump es un fenómeno complejo que desafía las definiciones convencionales de corrupción, autoritarismo y el uso del poder político. La discusión sobre estos temas, en particular, ha sido abordada desde diferentes perspectivas, especialmente por parte de la antropología, que ha abierto nuevos caminos para analizar fenómenos como la corrupción y sus efectos sociales y políticos tanto a nivel global como local. Los estudios más recientes han señalado cómo la corrupción, entendida en un sentido amplio, puede ser vista no solo como una cuestión moral o política, sino también como un fenómeno relacionado con la estructura del poder global, la economía neoliberal y las relaciones de clase.
La corrupción en la era Trump debe entenderse en el contexto de lo que Richard Sennett llamó la "corrosión del carácter". Esta noción describe una transformación social y política en la que la avaricia, el individualismo y la búsqueda de ganancias a corto plazo prevalecen por encima del bienestar colectivo y de la estabilidad futura. En este sentido, la administración Trump no solo promovió un modelo de gobernanza basado en la desconfianza y la violación deliberada de normas, sino que también incentivó la complicidad dentro de las estructuras del poder. El término "complicidad" ha sido especialmente útil para analizar cómo muchos actores dentro del gobierno de Trump, y sus seguidores, no solo toleraron, sino que activamente facilitaron la corrupción, el abuso de poder y la violación de la ley, todo ello en nombre de una lealtad inquebrantable hacia el presidente, más que hacia los principios fundamentales del sistema democrático.
Este enfoque se complementa con la noción de "liderazgo carismático" de Max Weber, en el que los seguidores de Trump lo vieron no solo como un líder excepcional, sino como una figura casi divina, encargada de redimir a los "olvidados" de la sociedad. Este fenómeno tiene implicaciones significativas: los seguidores de Trump justificaron su comportamiento corrupto y sus violaciones de la ley bajo la premisa de que él era el campeón de los desposeídos, aunque las políticas que promovió fueron en su mayoría en beneficio de los poderosos y a menudo en detrimento de sus propios seguidores.
En términos de poder, la administración de Trump mostró un ejemplo claro de cómo la acumulación de poder presidencial puede llevar a la erosión de las normas políticas y éticas. A lo largo de su mandato, Trump logró expandir sus poderes presidenciales de manera extraordinaria, lo que ha sido visto como un fenómeno aberrante y decadente por varios historiadores presidenciales. En lugar de "drenar el pantano" como prometió, Trump fomentó una cultura de corrupción, escándalos y violaciones flagrantes de la ley. Los casos de corrupción más flagrantes han incluido desde la venta de secretos de Estado hasta esfuerzos por incitar violencia en el Capitolio el 6 de enero de 2021, lo que reveló la íntima conexión entre corrupción y poder político.
Otro aspecto fundamental de la era Trump es el vínculo estrecho entre corrupción y racismo sistémico en los Estados Unidos. La corrupción no solo es económica o política, sino que también se ha estructurado en torno a cuestiones raciales. Desde su primera candidatura, Trump movilizó el racismo como una herramienta política, utilizando discursos xenófobos y antiinmigrantes para ganar el apoyo de amplias capas de la población. La criminalización de la inmigración y la implementación de políticas brutales hacia las personas de color fueron características centrales de su gobierno, las cuales se acompañaron de una retórica que perpetuaba las desigualdades raciales.
La corrupción política bajo el liderazgo de Trump no solo se limitó a actos individuales de abuso de poder o violación de la ley, sino que también estuvo intrínsecamente vinculada a las dinámicas de poder estructurales que mantienen las desigualdades raciales y económicas. La retórica de Trump, que constantemente confrontaba a los "buenos" contra los "malos", dejó en claro que su administración no solo estaba dispuesta a tolerar la corrupción, sino que en muchos casos, la promovía activamente como una herramienta para consolidar el poder y mantener su base de apoyo.
El análisis de la corrupción en este contexto nos invita a reflexionar sobre cómo las estructuras de poder no solo facilitan, sino que también protegen la corrupción. En este sentido, la figura de Trump revela una paradoja: mientras que su gobierno fue un ejemplo de corrupción en muchos niveles, también fue un espejo de las tensiones sociales y políticas más profundas en los Estados Unidos. Su ascenso al poder, su permanencia en él a pesar de los escándalos y su continua influencia en la política estadounidense, muestran cómo la corrupción no solo altera las instituciones políticas, sino que también reconfigura las relaciones de poder, promoviendo un clima de impunidad y desconfianza.
Es esencial comprender que la corrupción de la era Trump no fue un fenómeno aislado, sino un proceso en el que la política, la economía y la cultura se entrelazaron para formar un sistema que legitima y perpetúa las desigualdades sociales, raciales y económicas. Además, el análisis de este periodo nos obliga a repensar las bases de nuestra democracia y a cuestionar los valores que sustentan la política global contemporánea.
¿Cómo la lucha contra la corrupción influyó en la política brasileña y en el ascenso de Bolsonaro?
En Brasil, la operación Lava Jato se convirtió en un fenómeno mediático que marcó un antes y un después en la política del país. A pesar de que sus defensores, como los fiscales y el juez federal Sérgio Moro, promovían la causa como algo no partidista, la investigación se centró principalmente en el periodo de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT), particularmente durante los dos mandatos presidenciales de Luiz Inácio Lula da Silva entre 2003 y 2010. En este contexto, la popularidad del PT sufrió un golpe cuando Dilma Rousseff, su sucesora, fue reelegida en 2014 en medio de crecientes sentimientos de descontento contra el partido, lo que llevó a protestas en las calles y, finalmente, a su juicio político y destitución en 2016 por acusaciones de irregularidades administrativas.
La situación se agudizó cuando Lula fue encarcelado en 2017 bajo cargos de corrupción poco antes de intentar una nueva candidatura presidencial. Este encarcelamiento fue impulsado por la sentencia de Moro, quien, en 2019, se incorporaría al gabinete de Jair Bolsonaro como ministro de Justicia. De esta forma, el discurso anticorrupción alimentado por Lava Jato se convirtió en el eje central de una narrativa que posicionaba la corrupción bajo los gobiernos del PT como la raíz de todos los males de Brasil. Este enfoque contribuyó a la creación de un clima social donde los sentimientos anticorrupción, anti-establishment y anti-izquierda se fusionaron, dando lugar al ascenso de Bolsonaro.
La campaña presidencial de Bolsonaro en 2018 se apoyó fuertemente en el repudio al PT, movilizando a sectores amplios de la población que ya venían manifestando un hartazgo con el partido. Uno de los símbolos más efectivos de esta campaña fue la apropiación de elementos visuales de los movimientos pro-impeachment y anticorrupción, como la camiseta amarilla de la selección nacional de fútbol de Brasil, que se convirtió en un emblema utilizado tanto en las manifestaciones de Bolsonaro como en las celebraciones por victorias futbolísticas.
Más allá de los símbolos, la campaña de Bolsonaro jugó con el discurso moralizante de la corrupción, transformando un problema legal y conductual en un conflicto moral y casi religioso. Según estudios recientes, entre 2015 y 2016, la lucha anticorrupción se desvió de un enfoque legal y comportamental para adoptar un registro de pureza y contaminación, donde la corrupción era vista como una plaga moral que amenazaba la nación. Bolsonaro, al añadir una dimensión mesiánica a este discurso, prometió una liberación de Brasil de las "fuerzas parásitas" que destruyen el país, un mensaje que encontró eco en un amplio sector de la población.
Un evento clave que cimentó esta narrativa fue el apuñalamiento de Bolsonaro durante un mitin en septiembre de 2018, un acto violento que se convirtió en un símbolo de la lucha por la nación. Mientras Bolsonaro era hospitalizado y su cuerpo se encontraba fuera del ojo público, sus seguidores tomaron las redes sociales para continuar con su campaña, formando lo que se podría denominar el "cuerpo digital del rey", al que se dedicaron a difundir memes, videos, y otros materiales que fusionaban la figura del líder con la de Brasil. Esta violencia no solo afectó la biografía individual de Bolsonaro, sino que, en palabras de los estudiosos, unió de manera simbólica al cuerpo del líder con el cuerpo de la nación, haciendo tangible la amenaza de los enemigos del país: la corrupción y la izquierda.
El apuñalamiento de Bolsonaro también ilustra cómo el discurso sobre la corrupción se convirtió en un "significador vacío" en la lucha populista, siendo tanto un símbolo de la enemistad como un recurso movilizador para la política de confrontación. La narrativa de que Brasil estaba siendo destruido por fuerzas comunistas y autoritarias, como lo había sido Venezuela, tuvo un fuerte impacto en la campaña de Bolsonaro. Este tipo de discurso fue particularmente efectivo para movilizar a las bases populares al vincular la noción de corrupción con un apocalipsis moral y político inminente.
De este modo, el evento de la agresión física a Bolsonaro mostró cómo las relaciones sociales y políticas podían exceder la lógica del derecho y de los principios secularizados que tradicionalmente guiaban el análisis político. La ideología del "martirio" y la "guerra santa" que se apoderó de los seguidores de Bolsonaro tras el ataque permitió la reconfiguración de las fronteras entre lo profano y lo sagrado, un fenómeno que resuena con otros movimientos populistas en América Latina. En este sentido, el impacto de este tipo de violencia no se limitó solo a la política electoral, sino que también transformó las emociones y las relaciones afectivas que los ciudadanos sostenían con el Estado y entre sí.
El ascenso de Bolsonaro, alimentado por un discurso de anticorrupción y la figura de un "salvador" mesiánico, resalta la importancia de comprender la manera en que los movimientos populistas pueden reconfigurar el sentido común y la política, transformando problemas complejos en cuestiones de moralidad absoluta. El proceso mediante el cual la corrupción se convierte en un concepto tan cargado de valor negativo, y al mismo tiempo tan vacío y manipulable, ilustra el potencial que tiene este tipo de discurso para movilizar a sectores amplios de la población y redefinir las fronteras políticas del país. El impacto de este fenómeno, por tanto, no se limita a la esfera jurídica o económica, sino que toca también los aspectos más profundos de la identidad y la cultura nacionales.
¿Cómo el Discurso Político de Trump Refuerza el Supremacismo Blanco?
En sus campañas presidenciales de 2016 y 2020, Donald Trump empleó un lenguaje que no solo apelaba a los temores y frustraciones de una parte significativa de la población blanca en los Estados Unidos, sino que también activaba códigos ideológicos que evocaban la supremacía blanca. El eslogan "Make America Great Again" (Hacer a América Grande de Nuevo) se erigió como un llamado a restaurar un pasado idealizado, asociado en gran parte con el dominio blanco. Este lema, aunque aparentemente centrado en la grandeza de una nación próspera, en realidad aludía a un tiempo cuando las estructuras de poder estaban firmemente en manos de la población blanca, y a la exclusión de aquellos considerados “ajenos” o “amenazas” para ese orden.
A lo largo de su campaña de 2016, Trump destacó a los "trabajadores olvidados" como los verdaderos patriotas y ciudadanos decentes de América, presentando a los inmigrantes como criminales, una idea que estaba enraizada en la demonización constante de los que huían de la violencia y la pobreza en sus países de origen. En el trasfondo de estos discursos, la idea de que los inmigrantes eran una amenaza al progreso del país servía para reforzar el miedo a la “invasión” de minorías. Esta retórica no solo buscaba movilizar a votantes blancos, sino que planteaba la idea de que una América ideal solo podía existir si se marginaban y excluían a las comunidades no blancas.
El eslogan de 2020, "Keep America Great" (Mantener a América Grande), representó un giro en esta narrativa, sugiriendo que bajo el gobierno de Trump, América había alcanzado esa "gran" posición. Aquí, la grandeza ya no era una aspiración a futuro, sino una realidad consolidada que debía ser protegida a toda costa de la corrupción de las minorías y de aquellos a quienes Trump y sus seguidores consideraban "morales y culturalmente corruptos". Esta concepción de la grandeza no solo se basaba en la prosperidad económica o el bienestar social, sino en una visión política y cultural en la que las identidades y los derechos de las minorías eran considerados un obstáculo para la preservación de esa supuesta grandeza.
El paso de un discurso velado a uno explícitamente propagandístico marcó una diferencia significativa entre las dos campañas. En 2016, los códigos racistas y de supremacía blanca estaban camuflados bajo una capa de retórica que apelaba a un "nacionalismo económico" y la protección de los trabajadores. En 2020, el mensaje se volvió mucho más directo, con una aceptación abierta de estas ideologías racistas, empleando la propaganda como una herramienta para manipular las percepciones públicas sobre las minorías y sus supuestas amenazas al orden social. Este cambio en la estrategia fue evidente en iniciativas políticas como la orden ejecutiva de septiembre de 2020 contra la "discriminación racial y de género" y el informe de la Comisión 1776, que se esforzaban por presentar a los blancos como las verdaderas víctimas de una cultura de diversidad y inclusión. Estos esfuerzos mostraban el intento de Trump de reescribir la narrativa nacional, donde el racismo ya no se definía como la opresión de las minorías, sino como la discriminación contra los blancos.
La inversión de la noción de racismo, posicionando a las minorías como los opresores de los blancos, no solo es un retroceso en la lucha por la equidad racial, sino que contribuye a la normalización de un discurso supremacista que deslegitima las luchas históricas de los pueblos oprimidos. Al mismo tiempo, se forja un espacio para políticas que favorecen la discriminación y fomentan la violencia contra aquellos considerados como "el otro". Las agresiones hacia movimientos como Black Lives Matter y Antifa son ejemplos de cómo este discurso se materializa en prácticas de violencia y represión contra quienes desafían el statu quo.
Es fundamental comprender cómo estos discursos no solo se limitan al ámbito político o retórico. Tienen consecuencias tangibles en la vida de las personas, especialmente aquellas que pertenecen a comunidades históricamente marginadas. Las políticas, las actitudes sociales y la violencia física contra estas comunidades se ven impulsadas por este tipo de propaganda, que transforma a los "otros" en chivos expiatorios de todos los problemas de la nación. Al presentar la lucha contra el racismo y la discriminación como una forma de opresión contra los blancos, se corre el riesgo de obviar las profundas desigualdades estructurales que continúan afectando a las poblaciones negras, latinas, indígenas y otras minorías.
El análisis del discurso político de Trump revela cómo la manipulación de los signos y símbolos nacionales puede servir para deslegitimar los avances sociales y culturales hacia una sociedad más justa y equitativa. Además, subraya cómo el uso de eslóganes aparentemente inofensivos puede enmascarar un agenda política mucho más peligrosa, que fomenta la división y el odio en lugar de la unidad y el entendimiento.

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