En las ciudades en declive, donde las condiciones socioeconómicas y la infraestructura deteriorada desmotivan la inversión, surgen intervenciones que intentan modificar la dinámica del mercado inmobiliario y ofrecer soluciones a la crisis de propiedad. La restructuración espacial de estas áreas ha sido un tema recurrente en los estudios académicos y en los activistas urbanos, sin embargo, la realidad económica y política de muchas de estas ciudades ha dificultado la implementación de soluciones efectivas. La protección de los derechos de propiedad, la inestabilidad fiscal de las ciudades en declive y la influencia de inversionistas depredadores han sido obstáculos persistentes para transformar estas áreas. De hecho, las propuestas que plantean la conversión de terrenos privados en públicos, por ejemplo, parecen ser más una aspiración académica que una política aplicable en la mayoría de las ciudades más afectadas.

A pesar de las dificultades, algunos enfoques gerenciales han emergido en respuesta a la crisis inmobiliaria de las zonas más empobrecidas. Los enfoques gerenciales de la gestión del mercado de tierras se basan en la idea de que el estado puede actuar como árbitro entre los inversores competidores, integrando el mercado mediante la regulación de los estándares de propiedad, la resolución de disputas de uso del suelo y proporcionando infraestructura básica para mantener el valor de las propiedades. Sin embargo, la intervención estatal en estos contextos está llena de desafíos.

Una de las estrategias más discutidas por académicos y activistas es la limitación de los compradores especulativos mediante restricciones, la asunción de funciones privadas y la aplicación de normas de propiedad. En ciudades como Detroit, los inversionistas depredadores suelen dirigirse a los vecindarios más deteriorados, donde compran propiedades a precios bajos con el argumento de que la zona está en declive y, por lo tanto, los propietarios deben vender antes de perder más valor. Este tipo de compra masiva de propiedades se ve facilitada por el proceso de ejecución fiscal, en el cual los inversionistas pueden adquirir propiedades por medio de subastas de impuestos atrasados, sin tener en cuenta el bienestar de los vecinos ni la sostenibilidad a largo plazo de las comunidades. Para contrarrestar esto, algunos activistas proponen excluir de las subastas a los compradores sospechosos, como aquellos con violaciones de códigos previos o deudas fiscales en otras propiedades.

Otro enfoque es el uso de los llamados "bancos de tierras", que se encargan de adquirir propiedades abandonadas y luego actuar como agentes responsables, supervisando la venta de estas propiedades o incluso funcionando como arrendadores responsables. Los bancos de tierras pueden realizar inspecciones, ayudar a los compradores con recursos de mantenimiento y ofrecer asistencia hipotecaria a quienes lo necesiten. Sin embargo, el poder de los bancos de tierras ha sido limitado por la resistencia estatal, que teme que tales intervenciones infrinjan los derechos de los propietarios privados.

Existen también estrategias que intentan hacer cumplir normas básicas de propiedad para evitar la degradación de viviendas y mejorar el entorno urbano. Los programas más intervencionistas en este sentido han desarrollado sistemas de registro de propiedades, capacidades para detectar propiedades en mal estado ("spot blight") o códigos de construcción más estrictos para perseguir a los propietarios negligentes. A pesar de estos esfuerzos, muchas ciudades carecen de los recursos necesarios para hacer cumplir estas medidas de manera efectiva. Las intervenciones tienden a ser reactivas, basadas en quejas, en lugar de proactivas, lo que limita la efectividad de estas políticas.

Por otro lado, en algunos contextos, se ha intentado establecer un modelo de gobernanza urbana más "emprendedor", en el que el estado no solo regula, sino que también incentiva la inversión privada a través de medidas fiscales, subsidios o exenciones. Este enfoque, que busca fomentar el desarrollo de la propiedad mediante la competencia interurbana, ha sido un factor clave desde las reformas gubernamentales de la década de 1970 en países como Estados Unidos. En este tipo de gobernanza, la prioridad es atraer capital privado para revitalizar áreas deterioradas, pero los riesgos de generar desigualdades o de concentrar la riqueza en manos de pocos actores privados son evidentes.

Es importante entender que la transformación de los mercados inmobiliarios en áreas de declive no es solo una cuestión de regular la propiedad, sino también de diseñar políticas que equilibren los intereses públicos y privados de manera efectiva. Las intervenciones deben ser adaptadas a las realidades locales y deben implicar una colaboración entre las autoridades gubernamentales, los inversores y las comunidades. Es crucial reconocer que, más allá de los esfuerzos regulatorios, se necesita un cambio cultural en cómo se concibe la propiedad y el desarrollo urbano. Las soluciones deben ser sostenibles no solo en términos de inversión económica, sino también en su impacto social y comunitario a largo plazo.

¿Qué cambios estructurales experimentaron los vecindarios con pérdida extrema de vivienda entre 1970 y 2010?

La evolución de los vecindarios con pérdida extrema de vivienda (EHLN, por sus siglas en inglés) en ciudades del Rust Belt entre 1970 y 2010 revela trayectorias divergentes y convergentes en variables claves del mercado inmobiliario y la marginalidad social. Las diferencias entre estos vecindarios y los barrios en crecimiento no siguieron un patrón uniforme, sino que fluctuaron dependiendo de la variable analizada, reflejando tanto políticas fallidas como tendencias estructurales profundas.

En 1970, la tasa de propiedad de vivienda en vecindarios EHLN era de apenas 30,1 %, 39,8 puntos porcentuales por debajo de los vecindarios en crecimiento. Esta brecha se redujo de manera significativa en las décadas siguientes, aunque no por una mejora sustancial en los EHLN, sino porque la tasa en los barrios en crecimiento también descendió de forma marcada, hasta alcanzar 52,6 % en 2010. La convergencia, sin embargo, no fue lineal: durante los años 90, la diferencia se redujo drásticamente, pero casi toda esa ganancia se perdió en la década siguiente debido a una oleada de ejecuciones hipotecarias que afectó de manera desproporcionada a las zonas más desinvertidas.

En contraste, la tasa de ocupación por alquiler mostraba un patrón inverso. En 1970, el 60,1 % de las unidades habitacionales en EHLN estaban ocupadas por inquilinos, frente al 26,1 % en vecindarios en crecimiento. Para 2010, la tasa en EHLN descendió a 45,9 %, mientras que la de los barrios en crecimiento aumentó a 37,2 %, lo que generó una convergencia más estable y lineal, aunque no completa. Esta trayectoria refleja tanto la disminución de la población como la transformación del mercado de vivienda en ambas áreas.

Las tasas de vacancia muestran una divergencia preocupante. Mientras que en 1970 el índice de viviendas vacías en EHLN era solo moderadamente más alto que el promedio nacional y el de vecindarios en crecimiento (9,1 % frente a 2,8 %), para 2010 esta cifra se disparó al 24 %, una diferencia de 15,8 puntos porcentuales. Este aumento se dio a pesar de, o quizás como resultado de, políticas de demolición masiva justificadas en la premisa de que eliminar el exceso de oferta habitacional reduciría la vacancia. En la práctica, los niveles de vacancia aumentaron, lo que sugiere que la demolición no logró revitalizar estos mercados.

En términos de valor de la vivienda, los vecindarios EHLN comenzaron en 1970 con un valor mediano que representaba solo el 55 % del de los barrios en crecimiento, cifra que descendió ligeramente a 51 % para 2010. Aunque esto refleja una divergencia, en realidad constituye una leve mejora respecto a décadas anteriores (1980, 1990, 2000), en las que la diferencia fue aún mayor. Tanto EHLN como los barrios en crecimiento perdieron terreno respecto al promedio nacional, pero la caída fue más pronunciada en los primeros.

El valor del alquiler contractual, en cambio, muestra una tendencia menos dramática. En 1980, los alquileres en EHLN eran el 76 % de los de vecindarios en crecimiento. Para 2010, esta relación aumentó al 83 %, indicando una modesta convergencia. Esto sugiere que el mercado de alquiler en EHLN experimentó un cierto dinamismo, aunque limitado en su capacidad de cerrar la brecha general de mercado.

Tomando en conjunto las cinco variables de mercado analizadas —ocupación por propietarios, ocupación por inquilinos, vacancia, valor de la vivienda y alquiler contractual— los vecindarios EHLN en 1970 presentaban un perfil claramente distinto al de los barrios en crecimiento: menor tasa de propiedad, mayor porcentaje de alquiler y vacancia, valores de vivienda y alquiler más bajos. Entre 1970 y 2010, estas diferencias no desaparecieron. Si bien algunas convergencias ocurrieron, otras brechas se ampliaron, especialmente en vacancia y valor inmobiliario.

La política de demolición masiva, utilizada de forma ad hoc, no produjo un fortalecimiento del mercado inmobiliario en estas zonas. En muchos casos, la eliminación de hasta el 63 % del stock habitacional no impidió que estos vecindarios continuaran mostrando mercados débiles y tasas elevadas de vacancia. Lejos de solucionar el problema, la intervención urbana basada en la supresión del espacio físico ignoró las raíces estructurales del deterioro económico y social.

A estas dinámicas se suma la creciente marginalización social. En paralelo a los cambios del mercado, los vecindarios EHLN experimentaron un incremento sostenido de la población negra, que ya era significativamente mayor que en otras áreas urbanas en 1970 y que continuó aumentando hasta 2010. Esto se produjo mientras la proporción de población blanca disminuía, y las diferencias en ingreso, educación y empleo respecto a barrios en crecimiento se ampliaban. El deterioro físico del entorno urbano coincidía con un aislamiento social progresivo, creando un circuito cerrado de exclusión difícil de romper solo con medidas espaciales o de mercado.

¿Cómo influyen los procesos urbanos en las desigualdades sociales?

El análisis contemporáneo de las dinámicas urbanas nos ofrece una mirada profunda sobre cómo los procesos de renovación urbana, el desplazamiento y la gentrificación afectan no solo al entorno físico de las ciudades, sino también a las relaciones sociales y las estructuras de poder dentro de ellas. En este contexto, el concepto de "ciudad justa" de Susan Fainstein cobra relevancia, pues plantea la necesidad de una ciudad que garantice derechos y oportunidades equitativas para todos sus habitantes. Según Fainstein, la justicia en la ciudad no solo se refiere a la distribución de recursos materiales, sino a la creación de condiciones que permitan a los ciudadanos participar plenamente en los procesos urbanos, sean estos económicos, políticos o sociales.

David Harvey, por su parte, introduce la noción de "derecho a la ciudad", una idea que trasciende la mera ocupación física de los espacios urbanos y apunta a una mayor apropiación democrática del espacio y de los procesos que lo conforman. Harvey argumenta que, en muchas ocasiones, los procesos de renovación urbana no se realizan con la participación de las comunidades que se ven más afectadas, sino que son impulsados por intereses capitalistas que buscan la acumulación de beneficios a través de la transformación de barrios desfavorecidos, despojando a los residentes originales de sus hogares y sus medios de vida. Este fenómeno no es nuevo, y su historia está profundamente vinculada con las políticas de urbanización que han marcado la historia de las ciudades desde el siglo XIX. Sin embargo, las dinámicas contemporáneas de gentrificación presentan características que, aunque continuadoras de prácticas pasadas, también se sustentan en una narrativa neoliberal que resalta la importancia de la inversión privada y la valorización de la propiedad como ejes centrales del desarrollo urbano.

En un análisis más amplio, la segregación racial y económica juega un papel crucial en la formación de los espacios urbanos. El concepto de "espacio blanco", propuesto por Elijah Anderson, refleja cómo los espacios urbanos son a menudo concebidos, tanto por los que habitan en ellos como por las políticas públicas, como exclusivos de ciertos grupos raciales y sociales. En este sentido, el racismo estructural no solo se manifiesta en actos de discriminación abiertos, sino también en la construcción de una ciudad en la que ciertos espacios son privilegiados mientras que otros son relegados a la marginalidad. Los efectos de esta exclusión espacial son múltiples: desde la disminución de la calidad de vida de las personas afectadas hasta la imposibilidad de acceso a servicios básicos, pasando por la criminalización de la pobreza y la creación de "guetos" urbanos.

Este fenómeno tiene implicaciones no solo a nivel individual, sino también a nivel colectivo. Los procesos de exclusión afectan la cohesión social, limitando las interacciones entre grupos diversos y perpetuando las brechas económicas y sociales. Además, estas dinámicas se entrelazan con las políticas de vivienda, como el redlining o la práctica de no ofrecer servicios financieros a ciertas zonas de la ciudad, que históricamente han estado marcadas por la pobreza y la segregación racial. Esta forma de discriminación, aunque legalmente desmantelada, sigue teniendo efectos duraderos en las comunidades urbanas más desfavorecidas.

A la luz de estos análisis, es importante reconocer que las ciudades no son espacios neutrales en los que los procesos de mercado actúan sin tener en cuenta sus repercusiones sociales. Las políticas urbanas, al igual que las decisiones de planificación, están profundamente influenciadas por ideologías que perpetúan ciertas estructuras de poder y desigualdad. Las ciudades, lejos de ser lugares democráticos donde todos tienen acceso por igual a los beneficios del desarrollo, son escenarios donde los intereses privados, a menudo respaldados por políticas públicas, buscan maximizar la rentabilidad a costa de la justicia social.

Para comprender de manera más completa estos procesos, es crucial que el lector se adentre en los mecanismos de poder que determinan qué áreas de la ciudad son valorizadas y cuáles son relegadas al abandono. La noción de "capital social", entendida como el acceso a redes de apoyo y recursos dentro de la comunidad, es una clave para entender cómo las desigualdades urbanas se reproducen. Aquellos que carecen de esta forma de capital, que es tan fundamental en el mundo contemporáneo, se ven atrapados en un ciclo de pobreza y exclusión.

Además, es necesario reflexionar sobre el papel de las políticas públicas en la construcción de ciudades más inclusivas. Si bien es evidente que el mercado tiene un impacto profundo en la distribución de los recursos urbanos, también lo tienen las decisiones políticas, que pueden favorecer o frenar la gentrificación, el desplazamiento y la segregación. Por ello, se deben revisar las formas de gobernanza urbana, prestando especial atención a la participación ciudadana en la toma de decisiones sobre el destino de los barrios y el uso de los recursos.

El desafío, entonces, no radica solo en el reconocimiento de estas desigualdades, sino en cómo las sociedades urbanas pueden crear alternativas que permitan superar las lógicas de exclusión y segregación que caracterizan muchas de nuestras ciudades actuales. Solo a través de un enfoque integral, que considere tanto las políticas de vivienda como los mecanismos económicos y las estructuras sociales subyacentes, se podrá avanzar hacia un modelo de ciudad más justo y equitativo.