La pandemia global, en su impacto inmediato y profundo, no solo afectó a la salud pública, sino que también reveló las dinámicas de poder que estaban profundamente integradas en las estructuras sociales y políticas existentes. En varios países de derecha, como Estados Unidos y Brasil, las élites gobernantes adoptaron la narrativa de la guerra para aliviar el debate público, despojándolo de su angustia colectiva o, directamente, descalificándola como actos de mala fe durante una crisis. Esta metáfora de la guerra, en manos de quienes detentan el poder, se convierte en una herramienta que borra la violencia sistemática ejercida por el estado y el fascismo neoliberal, donde ciertos individuos y grupos —en función de su clase, raza, religión, edad o etnia— son considerados prescindibles. La política, entonces, se transforma en una extensión de la guerra, adoptando una pedagogía pandémica donde el pensamiento crítico es desviado, la disidencia reprimida, la vigilancia normalizada y la ignorancia convertida en virtud.

Amartya Sen plantea correctamente que "superar una pandemia puede parecer una guerra, pero la necesidad real está muy lejos de eso". Durante un momento de levantamientos masivos y cambios catastróficos, el lenguaje y la pedagogía de la guerra resonaron en las esferas más altas del poder político, la industria de la defensa y los aparatos culturales de derecha. Estas dinámicas sirvieron para transformar el sufrimiento colectivo, el trauma, la fatiga y el luto en una niebla de teorías conspirativas, represión estatal y un abismo de oscuridad que, como bien señaló la filósofa Judith Butler, "sirve a los intereses de los que están en el poder".

El confinamiento impuesto por la amenaza de la pandemia condujo a que más de mil millones de jóvenes y adultos pasaran más tiempo en línea, expuestos a la propagación de propaganda por grupos terroristas, supremacistas blancos y extremistas que participaban en una especie de "vigilantismo" contra asiáticos, disidentes de Black Lives Matter y funcionarios estatales encargados de implementar las restricciones sanitarias. Teóricos de conspiración y racistas difundían una serie de mentiras, buscando despojar de sus libertades a los grupos más marginalizados.

En el caso de Donald Trump, el poder se concentró y utilizó, frente a las rebeliones masivas, con las herramientas de la represión. Trump entendía el poder de una manera autocrática, lo veía como la afirmación de la superioridad de una nación y una raza, la manifestación de una dominación total, y una forma de suprimir despiadadamente toda oposición. Como señala Masha Gessen: Trump ve el poder como hombres enmascarados en uniformes de combate alineados frente a las columnas del Lincoln Memorial. En su visión, el poder es la supremacía, la militarización de la sociedad y la afirmación de la violencia como medio para dominar.

Durante su mandato, Trump no dudó en utilizar la violencia estatal como herramienta política. La pedagogía de la pandemia, en su versión más deshumanizada, se expresó a través de la militarización de las protestas. En varias ocasiones, envió tropas federales sin identificar a las ciudades estadounidenses para enfrentar a los manifestantes, utilizó gas lacrimógeno y balas de goma para dispersar a las multitudes, incluso contra madres que defendían el derecho a protestar pacíficamente. La militarización bajo Trump no solo se limitaba a las calles; se extendió a sus políticas internas, donde figuras como Stephen Miller, un nacionalista blanco, fueron nombradas para cargos clave, enviando una señal clara a sus seguidores supremacistas.

Simultáneamente, mientras millones de estadounidenses perdían sus empleos, se veían obligados a recortar sus gastos y recibir un apoyo económico insuficiente de la administración de Trump, los grandes negocios y corporaciones se beneficiaban enormemente de los fondos públicos. Los fondos destinados a pequeñas empresas a través de la Ley CARES fueron absorbidos mayoritariamente por las grandes empresas y corporaciones cotizadas. Como observó Jonathan Cook, Trump y su séquito corrupto de políticos, cabilderos y familiares contribuyeron a la creación de políticas que favorecieron a los más ricos, mientras que las víctimas del virus no recibieron el apoyo necesario para sobrevivir.

En este contexto de crisis sanitaria y económica, se profundizó una política de "autoritariado oportunista", donde, bajo la fachada de imponer medidas de salud pública, se implementaron políticas represivas y antidemocráticas. Este fenómeno ocurrió no solo en Estados Unidos, sino también en otros países bajo gobiernos neoliberales, que aprovecharon la crisis para reforzar su poder. De este modo, el neoliberalismo, con su lema de que el mercado se encarga de todo, se vio desmentido, ya que la crisis dejó al descubierto que el mercado no puede enfrentar problemas de esta magnitud. La pandemia evidenció las falacias del sistema neoliberal: la idea de que los individuos son responsables de sus problemas y que la intervención estatal solo empeora las cosas fue demolida.

Las políticas neoliberales de austeridad y los recortes fiscales a la salud pública y a servicios sociales fueron determinantes en la escasez de equipos médicos esenciales durante la pandemia. Esto no solo reveló la "violencia de la desigualdad social", como la llama Thomas Piketty, sino que mostró que el capitalismo de casino, impulsado por la obsesión con el beneficio y la desregulación, solo sirve para engrosar los bolsillos de las corporaciones y empeorar las condiciones de vida de la mayoría.

El colapso de estas estructuras y las falsas promesas del neoliberalismo fueron fundamentales para entender cómo los mecanismos de control y represión se enmascaran bajo el discurso de "salvar la economía" o "proteger la salud pública", cuando en realidad estos discursos sirven solo para consolidar el poder de unos pocos y marginar aún más a los más vulnerables. La pandemia desnudó la falsa promesa de un "estado mínimo" y dejó claro que el sistema que defiende la no intervención del estado en los mercados y en la vida de las personas no está preparado para enfrentar una crisis global de tal magnitud.

¿Cómo la pedagogía histórica puede enfrentar el resurgimiento del fascismo en la era contemporánea?

La demonización del otro, como fenómeno sociopolítico, no se limita a un acto aislado; es la antesala de ataques más profundos a la libertad intelectual, expresada en la quema de libros, la desaparición de intelectuales y el surgimiento del estado carcelario con sus prisiones y campos de detención. La pedagogía, en este contexto, se presenta no solo como una herramienta educativa, sino como un espacio protegido para pensar en contra de la corriente dominante, para cuestionar y desafiar, y para imaginar el mundo desde perspectivas diversas. Este espacio permite también la reflexión sobre nuestra responsabilidad ética y social, impulsándonos a adoptar una ciudadanía crítica y un coraje cívico frente a las injusticias.

Defender la educación pública, especialmente la enseñanza de la historia, se vuelve entonces un acto de resistencia y un imperativo democrático. La historia debe enseñarse como un espacio seguro donde los estudiantes puedan aprender a pensar críticamente, a cuestionar el poder y a ampliar su comprensión del mundo más allá de los límites de su entorno inmediato. En un mundo dominado por lógicas de mercado y securitización, donde la política fascista resurgen alimentadas por el ultranacionalismo, el racismo y un populismo apocalíptico, la educación crítica es un baluarte esencial contra el deterioro de la vida democrática.

Vivimos en una “sociedad eviscerada”, como la definió el historiador Tony Judt, donde las redes de obligaciones y responsabilidades sociales que sostienen una democracia viable se deshacen, creando una “socialidad fallida” marcada por la ausencia de imaginación cívica y voluntad política. Esta realidad es producto de un orden político que despoja lo social de ideales democráticos, reemplazándolos por mecanismos excluyentes y violentos que legitiman discursos de odio y división.

La presidencia de Trump fue un reflejo de esta decadencia, donde una cultura espectacularizada de mentiras, ignorancia, corrupción y violencia se instaló en los centros del poder. Esta cultura se fundamentó en conservadurismos sociales, fundamentalismos de mercado, nacionalismos apocalípticos, extremismos religiosos y racismo desbocado. La memoria histórica y el testimonio moral fueron sustituidos por una nostalgia blanca y supremacista que celebra los episodios más regresivos de la historia de Estados Unidos. Los discursos de control absoluto, limpieza racial y militarización conformaron un orden social distópico, marcado por la vacuidad del lenguaje, la ausencia de compasión y la negación de alternativas sociales posibles.

El lenguaje fascista actúa como una forma de violencia simbólica, erosionando la humanidad y silenciando a amplios sectores sociales bajo ideologías que reproducen atrocidades históricas. Este lenguaje elimina la pluralidad, glorifica muros y fronteras, y deshumaniza a quienes no encajan en una esfera pública blanca y homogénea. El presidente Trump reprodujo estas dinámicas a través de un discurso brutal que normalizó lo inaceptable y defendió lo indefendible, alimentando un imaginario de guerra, masculinidad supercargada, antiintelectualismo y supremacía blanca. La corrupción del lenguaje implicó también la degradación de la memoria y la moral, preludio a la desaparición de ideas, libros e incluso seres humanos, en un proceso que remite a las peores épocas del fascismo.

Su retórica alimentó políticas autoritarias basadas en la clasificación étnica y racial, retomando legados históricos de violencia estatal contra poblaciones marginalizadas. El auge del fascismo contemporáneo no puede atribuirse exclusivamente a Trump; sus raíces llevan tiempo gestándose en discursos nativistas y nacionalistas blancos que ven el mundo como una zona de combate, una fuente para saquear, y a las diferencias sociales, raciales y culturales como amenazas a eliminar. Las políticas y palabras que criminalizan migrantes, despojan a niños de sus familias y violentan derechos humanos son expresiones materiales de ese discurso fascista.

Esta realidad se acompaña de un desprecio por la empatía y el debate moral, dificultando la crítica a las relaciones de poder dominantes. El lenguaje fascista mutila la política contemporánea y legitima soluciones agresivas y violentas para problemas complejos. Negar la historia y la memoria es una estrategia para oscurecer las resistencias emancipatorias y hacer viable la imposición de ideologías autoritarias. Sin embargo, estas narrativas deben ser recuperadas para abrir espacios de contestación y reinvención política.

El reconocimiento de estos patrones y la defensa de espacios pedagógicos donde se pueda pensar contra corriente son imprescindibles para impedir el avance de la política fascista. Es necesario entender que la enseñanza crítica de la historia no solo informa sobre el pasado, sino que también dota de herramientas para enfrentar las crisis democráticas presentes y futuras. La resistencia frente a la normalización del odio, la exclusión y la violencia pasa por la capacidad colectiva de imaginar otros mundos posibles, comprometidos con la justicia social y la pluralidad humana.

La pedagogía histórica, por tanto, no debe limitarse a la transmisión de hechos sino convertirse en un acto ético y político, que desafíe las estructuras de poder y estimule en los sujetos la voluntad y la capacidad de acción democrática. Solo así se podrá hacer frente a los discursos que buscan erosionar la dignidad humana y reconstruir sociedades abiertas, diversas y solidarias.