El fascismo surge como una interpretación extrema de la narrativa de seguridad, donde la irracionalidad se cultiva y se adora como una fuerza motriz indispensable. Esta devoción irracional, enraizada en la religión, el misticismo y una lealtad violenta y excluyente hacia la tribu, la nación o el Gran Líder, se convierte en la justificación ideológica para algunas de las tiranías más atroces de la historia. Desde emperadores romanos brutales como Calígula hasta líderes nazis como Hitler, la apelación al instinto primitivo, emocional y tribal es el eje que sostiene el régimen autoritario.

Hitler no ocultó su compromiso con esta política racializada y emocional que apelaba a las necesidades más básicas del ser humano: seguridad, supervivencia, orgullo y respeto. Su éxito en movilizar a las masas se basó en su habilidad para transformar el miedo y la inseguridad en una pasión febril, un ardor nacionalista que unificaba a la gente contra sus enemigos. Según él, el cambio emocional radical que permitió la entrega masiva al fascismo no puede surgir de intereses materiales o de clase, sino de una necesidad espiritual y emocional profunda que toca la identidad colectiva y la grandeza nacional. La movilización fascista se presenta como una lucha por la salvación de la raza y la nación, donde solo la voluntad férrea puede impulsar a los individuos a enfrentar la muerte por el bien supremo del pueblo y su tierra natal.

Este fenómeno evidencia una fortaleza clave de la derecha autoritaria: el uso explícito y poderoso de la emoción para conquistar a las masas, en contraste con el enfoque racional y moderado de la izquierda. Hitler expresó claramente su estrategia: mientras la razón se reserva para unos pocos, la emoción es la herramienta para movilizar a las multitudes. La narrativa de seguridad autoritaria no solo convierte la inseguridad en miedo colectivo, sino que transforma a una mayoría democrática en una minoría fascista movilizada y desesperada por un líder todopoderoso.

Este cambio hacia el autoritarismo no es un salto al vacío, sino una progresión que se apoya en las propias tendencias jerárquicas y autoritarias del sistema capitalista. La economía capitalista, por su naturaleza, es autoritaria, ya que otorga el control a los propietarios y gerentes mientras los trabajadores deben someterse o enfrentar el despido. La democracia capitalista política favorece a la élite rica, cuyo poder domina tanto a republicanos como demócratas. Estas estructuras proporcionan un terreno fértil para que un líder autoritario manipule y fortalezca el sistema hacia formas aún más autoritarias. La preferencia de los capitalistas históricos por Hitler frente a la izquierda revela cómo el fascismo puede ser rentable y atractivo para ciertos intereses económicos, y sugiere que la transición de capitalismo a fascismo puede no ser tan improbable como se cree.

El fascismo impulsa además una revolución cultural que redefine la debilidad democrática como fortaleza autoritaria. El Gran Líder encarna esta fuerza brutal, simbolizando la dominación y el poder sin concesiones. El programa fascista incluye la destrucción violenta de los enemigos del Estado, con la seguridad nacional como prioridad absoluta. La compasión y la misericordia no tienen cabida, pues la guerra permanente contra las amenazas internas y externas exige un ejercicio constante y regular de la violencia. La ley natural que Hitler invoca es la del dominio del fuerte sobre el débil, entendida como un principio evolutivo y una justificación para la exclusión y exterminio de los considerados inferiores o parásitos.

Esta cultura de la fuerza y la lucha no rompe con el capitalismo, sino que lo amplifica. La competencia despiadada y el ambiente violento, tanto interno como externo, fomentan una psicología social que desprecia la debilidad y valora el poder por encima de todo. La transición hacia el fascismo se ve así como una extensión lógica de dinámicas ya presentes, aunque exacerbadas, en la sociedad capitalista.

Finalmente, el fascismo moviliza a la nación contra un enemigo extranjero para evitar una humillación repetida. Hitler, aunque afirmaba amar la paz, fundamentó su narrativa en la derrota y humillación de Alemania tras la Primera Guerra Mundial, prometiendo que nunca más la nación volvería a ser vulnerable. La construcción del Tercer Reich se plantea como un objetivo supremo para asegurar el poder absoluto y la dominación, con la fuerza militar y la eliminación de adversarios como ejes inquebrantables.

Es fundamental comprender que el fascismo no es una aberración fuera del sistema capitalista, sino que emerge de sus contradicciones y tensiones internas. La combinación de autoritarismo económico, emocionalidad política y la glorificación de la violencia como mecanismo para la seguridad colectiva explican por qué, en tiempos de crisis, la sociedad puede inclinarse hacia regímenes totalitarios. El estudio de estas dinámicas es esencial para reconocer y resistir la erosión de las libertades democráticas y los valores racionales en favor de un orden basado en la fuerza, el miedo y la exclusión.

¿Cómo influyen las historias de enemigos y la desigualdad económica en la política y la sociedad contemporáneas?

La construcción de enemigos, tanto internos como externos, funciona como una herramienta central en la configuración de la política y la sociedad modernas. Las élites y los grupos dominantes explotan el miedo y la inseguridad para legitimar su poder, promoviendo narrativas que dividen a la población y desvían la atención de problemas estructurales como la desigualdad económica y la concentración de riqueza. Este fenómeno se observa claramente en la fabricación de “enemigos domésticos” —grupos como musulmanes, inmigrantes o minorías— que son presentados como amenazas para la seguridad nacional o la identidad cultural, mientras que al mismo tiempo se silencia o minimiza la explotación ejercida por las élites económicas y corporativas.

El uso de estas historias se encuentra íntimamente ligado a la perpetuación de sistemas capitalistas donde la riqueza heredada, la competencia despiadada y la justicia económica sesgada refuerzan las jerarquías sociales. La narrativa meritocrática, que sostiene que el éxito individual es producto exclusivo del esfuerzo personal, ignora las barreras estructurales y la dependencia histórica de privilegios heredados. Esta visión distorsionada legitima la desigualdad y estigmatiza a los sectores más vulnerables como responsables de su situación, ocultando así las dinámicas reales de poder y explotación.

En este contexto, el fascismo y los movimientos autoritarios emergen a partir de la manipulación de emociones, especialmente el miedo y la inseguridad, exacerbadas por la incertidumbre económica y la percepción de amenazas externas o internas. Estos regímenes recurren a la dehumanización y la creación de “comunidades de sangre” o identidades homogéneas para fortalecer su control y socavar la democracia, llegando a justificar la violencia institucional y la supresión de derechos fundamentales. La historia muestra que estas dinámicas no son exclusivas de un tiempo o lugar, sino que se reproducen bajo diferentes formas en contextos contemporáneos, incluyendo la normalización de la ultraderecha y la erosión de las libertades civiles.

La cultura de la seguridad, que se alimenta de estos relatos de enemigos, opera simultáneamente como mecanismo de control social y distractor político. Esta cultura fragmenta a la sociedad en categorías de “nosotros” y “ellos”, fomentando la polarización y la radicalización. A la vez, legitima políticas represivas, militarización y vigilancia masiva, desviando la atención de la necesidad de reformas profundas en los sistemas económicos y políticos que perpetúan la desigualdad y la injusticia.

El auge de movimientos populistas y de izquierda democrática responde, en parte, a esta realidad, intentando reconectar la política con las demandas de justicia social, redistribución económica y derechos universales. Sin embargo, estas fuerzas enfrentan la dificultad de romper con las narrativas dominantes, la cooptación mediática y la fragmentación identitaria exacerbada por décadas de políticas neoliberales y conflictos culturales. La comprensión profunda de cómo operan estas narrativas es fundamental para construir alternativas políticas que superen la división y promuevan una sociedad más equitativa y democrática.

Más allá de lo expuesto, es crucial reconocer que la lucha contra la desigualdad y el autoritarismo no puede limitarse a confrontar los síntomas superficiales, como el miedo o la exclusión. Es imprescindible desentrañar y cuestionar las estructuras de poder económico y cultural que sostienen estas dinámicas, comprendiendo que la emancipación social requiere tanto la transformación de las relaciones económicas como la reconstrucción de una identidad colectiva inclusiva, basada en la solidaridad y el reconocimiento mutuo. Solo desde esta perspectiva integral es posible avanzar hacia una democracia real y una justicia social efectiva.

¿Cómo la desigualdad extrema y la aristocracia capitalista afectan la movilidad social y la justicia en la sociedad actual?

Las políticas de austeridad han destruido el bienestar social y han convertido la movilidad ascendente en una fantasía para la mayoría de las personas, mientras se tejen relatos que resuenan emocionalmente con quienes están en los pisos superiores. Hoy, la desigualdad es, efectivamente, extrema, y representa un cambio radical respecto al modelo del New Deal. Sin embargo, no es algo nuevo, ya que la desigualdad profunda ha sido una constante en las sociedades capitalistas. Según los datos de Piketty, esta desigualdad ha predominado en todas las naciones capitalistas a lo largo de la historia, con la excepción de la época intermedia del siglo XX en Occidente.

Piketty explica que, desde el año 1700, el rendimiento del capital que poseen los ricos ha promediado alrededor del 5%, mientras que el rendimiento del trabajo o el crecimiento salarial ha sido de solo el 1-2%. Esta brecha ha sido fundamental para la creación de una aristocracia capitalista moderna que perpetúa la desigualdad y la riqueza, desafiando los principios de la meritocracia y el sueño americano. De hecho, Piketty concluye que las condiciones actuales favorecen la existencia de una "sociedad de herencia", en la cual una alta concentración de riqueza se transmite de generación en generación, manteniendo a las élites capitalistas en posiciones de poder. En Estados Unidos, la riqueza heredada ya constituye al menos el 50% del total de su capital, y algunos estiman que podría llegar al 70-80%.

Este proceso está creando una nueva clase aristocrática, que, a pesar de sus esfuerzos y trabajo, depende en gran medida de la acumulación de riqueza heredada, lo que convierte en una ironía el sistema meritocrático en el que muchos creen. Las personas con riqueza heredada pueden ahorrar solo una parte de sus ingresos y hacer que su capital crezca más rápido que la economía en general. Así, es casi inevitable que la riqueza heredada dominen sobre la acumulada por el trabajo de toda una vida. Esta concentración extrema de capital, a su vez, puede ser incompatible con los principios de justicia social y de una sociedad democrática.

Lo interesante es que este fenómeno no solo se refleja en las estadísticas, sino que también tiene un eco cultural y social. Las representaciones de la nobleza y la aristocracia, como en los dramas históricos británicos como Downton Abbey o Upstairs Downstairs, resuenan con la sociedad actual. Aunque el capitalismo ha experimentado cambios significativos a lo largo de los siglos, las estructuras sociales que organizan a la élite siguen basándose en patrones heredados, con una concentración de riqueza y poder en las manos de unos pocos. Los capitalistas modernos, de hecho, encarnan un modelo contemporáneo de aristocracia, un fenómeno bien documentado por Piketty, quien ha desafiado a aquellos que niegan la realidad de esta concentración de poder económico.

En este contexto, la legitimidad del sistema capitalista se convierte en un problema persistente. La creciente brecha entre los "arriba" y los "abajo" hace cada vez más difícil creer en la legitimación meritocrática de la sociedad. Aquellos que heredan riqueza y bienes inmuebles están construyendo una sociedad que depende en gran medida de la herencia en lugar del mérito o del trabajo arduo. La contradicción entre la realidad capitalista y sus mitos está resurgiendo con fuerza.

Además, las élites capitalistas, ante la creciente desigualdad, recurren a historias de legitimación antiguas para mantener la cohesión social. Relatos como el de la "Seguridad", una narrativa oscura y divisiva que apela al miedo y el tribalismo, tienen raíces profundas en la historia y han ayudado a las aristocracias a sobrevivir a lo largo de los siglos. Estos relatos, que en tiempos pasados legitimaban las jerarquías sociales y la concentración de riqueza, están resurgiendo con fuerza en la actualidad, reforzando la división entre clases y dando paso a nuevas formas de autoritarismo.

Este fenómeno no es exclusivo de los Estados Unidos, sino que también se está observando en varias partes de Europa, donde están surgiendo regímenes de "hombres fuertes" o incluso sociedades neo-fascistas que parecen revivir las dinámicas de poder de antaño. Los discursos populistas, como los que promueven ciertos políticos conservadores, apelan a la "Seguridad" para movilizar a las masas. A pesar de que estas ideologías parecen ofrecer soluciones sencillas a problemas complejos, en realidad sirven para reforzar las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad.

Por último, es fundamental entender que la concentración extrema de riqueza no solo tiene consecuencias económicas, sino también sociales y culturales. A medida que la desigualdad crece, también lo hace la desesperanza y la frustración en las capas más bajas de la sociedad. La promesa de movilidad social, tan arraigada en el imaginario colectivo, se desvanece frente a la realidad de un sistema que favorece la acumulación de riqueza en un número reducido de manos. Esto crea un caldo de cultivo perfecto para discursos populistas que prometen soluciones rápidas, pero que en última instancia refuerzan las desigualdades preexistentes.