H. pylori, descubierta en 1984, es una bacteria en forma de bacilo curvado que posee entre 3 y 7 flagelos lofotricos, previamente clasificada dentro del género Campylobacter. Al igual que otras especies de Campylobacter, H. pylori es una bacteria gramnegativa y microaerófila. Su morfología puede variar, transformándose en una forma coccoide bajo condiciones adversas como el uso de inhibidores de la bomba de protones o durante la terapia de erradicación. Este fenómeno puede observarse tanto en cultivos envejecidos como en muestras histológicas directas. La bacteria es exigente en cuanto a sus requisitos de crecimiento, y aunque no necesita glucosa, su supervivencia se ve favorecida por diversas fuentes de carbono como glucosa, piruvato, succinato y citrato.

La infección por H. pylori es una de las principales causas de gastritis superficial crónica, un proceso inflamatorio de bajo grado que, en la mayoría de los casos, no genera síntomas o produce síntomas leves en más del 90% de los pacientes. Esta infección también es responsable de úlceras gástricas, pépticas y duodenales, y está fuertemente asociada con la gastritis tipo B, que antes se pensaba relacionada únicamente con el estrés o los irritantes químicos. En 1994, debido a la fuerte evidencia de que la infección crónica por H. pylori incrementa el riesgo de carcinoma gástrico y linfoma asociado a la mucosa (MALT), esta bacteria fue clasificada como carcinógena. Se estima que más del 50% de la población mundial está infectada por H. pylori, y la bacteria se encuentra en más del 80% de los pacientes con úlceras gástricas.

La transmisión de H. pylori ocurre, generalmente, en etapas tempranas de la vida, y se sugiere que se transmite por contacto oral-oral, fecal-oral, a través de agua subterránea fresca o alimentos contaminados. También existe un debate sobre la transmisión zoonótica, ya que la bacteria ha sido aislada en animales domésticos y rumiantes. H. pylori se localiza principalmente en el antro del estómago, donde se adhiere a la mucosa gástrica para replicarse. La bacteria tiene la capacidad de alterar las uniones estrechas entre las células epiteliales gástricas, lo que le permite acceder a la membrana basal y lesionar la mucosa gástrica. La producción de ureasa es clave para su supervivencia en el ambiente ácido del estómago, ya que esta enzima neutraliza el ácido gástrico al convertir la urea en amoníaco y dióxido de carbono.

El tratamiento estándar para la infección por H. pylori incluye el uso de un inhibidor de la bomba de protones (IBP) junto con claritromicina y amoxicilina o metronidazol durante 14 días, en pacientes sin exposición previa a antibióticos. Sin embargo, la resistencia a la claritromicina es una de las principales causas de fracaso terapéutico, observándose en aproximadamente el 17,4% de los casos en los Estados Unidos. En pacientes con resistencia a la claritromicina, alergias a penicilina o exposición previa a macrólidos, se recomienda la terapia cuádruple de bismuto, que incluye un IBP, bismuto, tetraciclina y un nitroimidazol. El éxito del tratamiento depende de la adherencia del paciente a la terapia, su tolerancia a los efectos secundarios y los perfiles de susceptibilidad antimicrobiana de H. pylori.

Para el diagnóstico de la infección activa por H. pylori, existen varios métodos no invasivos preferidos. Entre ellos, las pruebas de antígeno en heces mediante inmunoensayo enzimático con anticuerpos monoclonales o policlonales, que tienen alta sensibilidad y especificidad, son ampliamente utilizadas tanto para el diagnóstico inicial como para el control posterior a la erradicación. El test del aliento con urea (UBT) es otra opción no invasiva que explota la capacidad de H. pylori de descomponer la urea en dióxido de carbono y amoníaco. Se recomienda principalmente en pacientes sin úlcera péptica activa y sin sangrado activo. Durante el UBT, el paciente exhala en una bolsa de recolección antes y después de ingerir una solución de urea marcada con carbono-13, que, al ser metabolizada por la ureasa de H. pylori, se convierte en CO2. La medición de la relación de CO2 marcado en el aliento permite confirmar la presencia de la bacteria con una sensibilidad del 88-95% y una especificidad del 95-100%.

Cuando hay sangrado activo de úlcera péptica o es necesario realizar una biopsia, la mejor opción es obtener tejido gástrico. En estos casos, la examen histológico de biopsias gástricas teñidas con hematoxilina y eosina es suficiente para detectar la presencia de la bacteria. Sin embargo, las tinciones especiales o la inmunohistoquímica solo se recomiendan si no se detecta la bacteria mediante tinción estándar. El test rápido de ureasa en biopsias también se realiza para detectar H. pylori, pero no puede diferenciarla de otras especies de Helicobacter o Campylobacter.

En cuanto a los ensayos serológicos, aunque detectan anticuerpos IgG contra H. pylori, su valor diagnóstico es limitado, ya que estos anticuerpos pueden permanecer elevados incluso después de que la infección haya sido erradicada. Por lo tanto, este tipo de pruebas ya no se recomienda en la mayoría de los pacientes.

El cultivo de H. pylori, aunque específico, tiene una sensibilidad inferior a otros métodos diagnósticos. En general, los métodos no invasivos son preferidos por su menor costo, facilidad de realización y su alta precisión en el diagnóstico y control post-tratamiento.

¿Cómo se transmite y controla la infección por rotavirus en la infancia?

El rotavirus es un virus de ARN bicatenario, no envuelto, que constituye una de las causas más importantes de gastroenteritis en la infancia. Su transmisión se da principalmente por vía fecal-oral, ya sea a través del contacto directo con personas infectadas, frecuentemente dentro del mismo núcleo familiar, o indirectamente mediante objetos contaminados como utensilios y superficies. La transmisión nosocomial representa una preocupación significativa, ya que hasta la mitad de los niños hospitalizados por gastroenteritis pueden resultar positivos para rotavirus.

En climas templados, la incidencia de rotavirus exhibe una marcada estacionalidad, con picos en los meses de otoño e invierno, mientras que en regiones tropicales la infección puede presentarse durante todo el año. La replicación viral ocurre en el epitelio velloso del intestino delgado, manifestándose clínicamente con grados variables de diarrea, vómitos y fiebre. Aunque la enfermedad suele ser leve y autolimitada en un periodo de 3 a 7 días, puede complicarse en niños entre 6 meses y menos de 2 años, así como en pacientes inmunocomprometidos, causando diarrea deshidratante severa o infecciones crónicas. La menor incidencia en lactantes menores de 3 meses se atribuye a la protección conferida por anticuerpos maternos pasivamente transferidos.

En países en desarrollo, el rotavirus representa una causa significativa de mortalidad infantil debido a las complicaciones derivadas de la mala absorción intestinal, el desequilibrio electrolítico, la acidosis metabólica y la diarrea isotónica. El tratamiento se basa fundamentalmente en la rehidratación oral, dado que no existe un antiviral específico para esta infección. La persistencia del virus en el ambiente es prolongada, debido a su resistencia a la inactivación, permitiendo su supervivencia desde semanas hasta meses, lo que facilita la reinfección. Esta última es común, ya que la inmunidad adquirida tras la infección natural es limitada, aunque las reinfecciones suelen presentar síntomas menos severos.

Para la prevención, existen dos vacunas vivas atenuadas disponibles: Rotarix, monovalente con el genotipo G1P[8], administrada en dos dosis orales a los 2 y 4 meses, y RotaTeq, pentavalente con múltiples genotipos humanos y bovinos, administrada en tres dosis orales a los 2, 4 y 6 meses. La introducción de estas vacunas en programas nacionales ha demostrado una reducción superior al 50% en las infecciones confirmadas por laboratorio en países como Estados Unidos. Sin embargo, su eficacia es menor en regiones de África y Asia, atribuida a diferencias geográficas en los genotipos predominantes del virus.

En algunos casos, se han reportado infecciones derivadas de la vacuna, particularmente en pacientes con inmunodeficiencias primarias no diagnosticadas, siendo el déficit inmunológico combinado severo (SCID) la condición más comúnmente asociada. Estos pacientes pueden desarrollar enfermedad sintomática persistente tras la vacunación, manifestando diarrea y vómitos prolongados, aunque con menor riesgo de deshidratación grave en comparación con la infección por virus salvaje. Debido a esto, desde 2009-2010, las indicaciones de ambas vacunas se han actualizado para contraindicar su uso en pacientes con SCID.

El diagnóstico de infección por rotavirus ha evolucionado significativamente. Aunque la microscopia electrónica fue el estándar para observar la característica morfología en rueda del virus, su uso se ha vuelto impráctico en laboratorios clínicos. Actualmente, el diagnóstico se basa principalmente en la detección de antígenos en heces mediante ensayos inmunoenzimáticos (EIA), dirigidos generalmente contra la proteína VP6, o por detección de ácidos nucleicos mediante PCR. Estas técnicas son altamente sensibles y específicas, y su rendimiento no se ve afectado por la presencia de otros patógenos entéricos. No obstante, es crucial considerar la posibilidad de coinfección con otros agentes etiológicos de gastroenteritis, ya que el cuadro clínico puede ser indistinguible.

Los ensayos de PCR están incluidos en paneles multiplex gastrointestinales y su positividad debe interpretarse junto con la presentación clínica, ya que la excreción viral puede prolongarse tras la recuperación o la vacunación. En investigaciones de brotes nosocomiales, los ensayos EIA son preferidos por ser más económicos y presentan alto valor predictivo positivo cuando la infección está confirmada epidemiológicamente. La caracterización genotípica del rotavirus se realiza mediante PCR con transcripción inversa y secuenciación de los genes VP7 y VP4 para identificar los genotipos G y P, respectivamente.

Es imprescindible entender que la inmunidad frente al rotavirus no es absoluta, lo que explica las reinfecciones frecuentes, pero estas tienden a ser menos graves. La vacunación es la herramienta más eficaz para disminuir la carga global de la enfermedad, aunque la variabilidad geográfica de los genotipos y la existencia de condiciones inmunológicas especiales requieren una vigilancia continua y adaptaciones en las estrategias preventivas.

Además, el manejo clínico debe considerar el contexto epidemiológico y la situación inmunológica individual de cada paciente, para evitar complicaciones y mejorar la efectividad de las intervenciones. El conocimiento profundo de la biología del virus, su resistencia ambiental y sus mecanismos de transmisión es crucial para implementar medidas de control adecuadas, especialmente en ambientes hospitalarios donde la diseminación puede ser rápida y el impacto más severo.

¿Cómo se diagnostica y maneja la meningoencefalitis amebiana primaria por Naegleria fowleri?

Durante los meses cálidos, especialmente en regiones del sur de los Estados Unidos como Florida y Texas, debe mantenerse una alta sospecha clínica ante casos de meningitis de presentación aguda, aún cuando los antecedentes del paciente no incluyan exposición directa a fuentes de agua dulce. El caso aquí expuesto ilustra la dificultad inherente al diagnóstico y tratamiento de una entidad tan rara como letal: la meningoencefalitis amebiana primaria (MAP), causada por Naegleria fowleri, una ameba de vida libre.

El paciente se presentó en verano con síntomas compatibles con meningitis aguda. Ante la sospecha inicial de etiología bacteriana, se envió el líquido cefalorraquídeo (LCR) a microbiología para tinción de Gram y cultivo. A pesar de la ausencia de microorganismos en la tinción, se evidenció una marcada pleocitosis con predominio de neutrófilos, hipoglucorraquia y una notable elevación de proteínas, un perfil compatible con meningitis bacteriana pero también observable en infecciones amebianas. El cultivo fue negativo y una PCR específica para enterovirus no detectó material genético viral.

La clave diagnóstica surgió tras la observación de estructuras celulares inusuales en la tinción de Wright-Giemsa del LCR. Se identificaron trofozoítos con núcleo único y vacuolas citoplasmáticas abundantes, característicos de amebas. Sin embargo, un intento inicial de visualización de movilidad en fresco resultó infructuoso debido a que la muestra había sido refrigerada, lo cual inactiva la motilidad característica de estos organismos. Solo tras obtener una muestra fresca y analizarla de inmediato se logró confirmar la presencia de trofozoítos móviles, estableciendo el diagnóstico de MAP. El análisis molecular posterior realizado en el CDC mediante PCR confirmó la presencia de Naegleria fowleri.

Este patógeno se encuentra en ambientes cálidos, incluyendo aguas dulces naturales, piscinas mal cloradas y sistemas de agua municipales insuficientemente desinfectados. La infección ocurre tras la entrada de trofozoítos a través de la mucosa nasal, desde donde migran a través de la lámina cribosa hasta el cerebro, desencadenando una respuesta inflamatoria aguda y severa. La rapidez en la progresión clínica es tal que, en la mayoría de los casos, la muerte ocurre en cuestión de días.

Desde el punto de vista clínico, el cuadro es prácticamente indistinguible de una meningitis bacteriana, lo que contribuye a su alta tasa de mortalidad. Más de 140 casos han sido documentados en Estados Unidos, con solo cuatro sobrevivientes confirmados. El tratamiento consiste en la administración urgente de antifúngicos como anfotericina B, preferentemente por vía intratecal, y el uso de miltefosina, un antiparasitario que ha mostrado actividad contra otras amebas de vida libre como Acanthamoeba y Balamuthia mandrillaris.

El diagnóstico antemortem sigue siendo una rareza, dado que la baja prevalencia de la enfermedad y su similitud clínica con otras infecciones más comunes dificultan su inclusión temprana en el diagnóstico diferencial. La visualización directa del LCR sigue siendo el método inicial más útil. Es fundamental que el LCR se mantenga a temperatura ambiente y se examine inmediatamente para observar la motilidad pseudopodial de los trofozoítos. Las tinciones de Wright o Giemsa son preferibles, ya que preservan la morfología celular, mientras que la tinción de Gram puede destruir la estructura del organismo debido a la fijación térmica.

Además del examen directo, las técnicas moleculares como la PCR en tiempo real se han convertido en herramientas indispensables, especialmente en laboratorios de referencia como el CDC. También se ha desarrollado el cultivo en agar no nutritivo con una suspensión bacteriana de E. coli, lo que permite observar rastros dejados por la motilidad de los trofozoítos y facilita su aislamiento.

Para las otras amebas de vida libre como Acanthamoeba spp. y Balamuthia mandrillaris, el acceso al sistema nervioso central suele ocurrir por diseminación hematógena tras colonización de vías respiratorias o piel lesionada. Estas entidades cursan con encefalitis granulomatosa, de evolución más subaguda, y su diagnóstico frecuentemente se realiza en tejido cerebral, donde se identifican quistes mediante tinciones fluorescentes.

Lo importante a destacar es que la MAP debe considerarse ante cualquier cuadro de meningitis de curso rápido durante los meses cálidos, especialmente si los estudios iniciales resultan negativos. La detección precoz, recolección adecuada de muestras y acceso rápido a diagnóstico molecular son determinantes en las pocas oportunidades de supervivencia. El almacenamiento incorrecto de muestras y la demora en considerar etiologías menos comunes son errores que pueden ser fatales.

La educación del personal médico sobre las características clínicas, microbiológicas y epidemiológicas de esta enfermedad es esencial. Además, debe fomentarse la conciencia pública sobre el riesgo que implican algunas prácticas recreativas acuáticas y la necesidad de una correcta desinfección de fuentes de agua. Finalmente, debe incentivarse el desarrollo de tratamientos más efectivos y protocolos estandarizados para el manejo de esta infección devastadora.

¿Cómo se debe manejar la exposición al virus de la rabia en humanos?

La rabia es una enfermedad viral causada por el Rabies lyssavirus (RabV), un miembro del género Lyssavirus y la familia Rhabdoviridae. El virus tiene una morfología característica, con forma de bala al ser observado mediante microscopía electrónica, y posee un genoma de ARN de cadena sencilla y polaridad negativa. Este virus es capaz de infectar a todos los mamíferos, pero existen solo unos pocos reservorios naturales conocidos. En los Estados Unidos, los principales reservorios son los mapaches, zorros, coyotes y murciélagos, mientras que en Puerto Rico, el mangusto es el principal reservorio. En Hawai, sin embargo, no existen casos endémicos de RabV. La transmisión se produce casi exclusivamente por la mordedura de un mamífero infectado, aunque también se han registrado casos menos comunes de transmisión por exposición directa a membranas mucosas, aerosolización en laboratorios o trasplantes de órganos.

Una de las principales características de la rabia es su progresión neurológica gradual. Tras la mordedura de un animal infectado, el virus entra en el torrente sanguíneo y se propaga a través de los nervios, con un período de incubación que varía entre tres y doce semanas. Este periodo depende de varios factores, como la ubicación anatómica de la mordedura (las mordeduras en las extremidades inferiores progresan más lentamente que las que afectan a la parte superior del cuerpo), la dosis del virus y la inmunidad del huésped. Durante este tiempo, el paciente no presenta síntomas. El virus eventualmente llega a la médula espinal y al cerebro, donde provoca encefalomielitis, desencadenando los primeros síntomas. La propagación del virus a las glándulas salivales posibilita su transmisión a nuevos hospedadores a través de nuevas mordeduras, y causa una hidrofobia intensa en el huésped humano. Es relevante destacar que, especialmente en animales domésticos, el virus puede replicarse y liberarse en la saliva antes de que los síntomas clínicos se desarrollen.

En los humanos, una vez que los síntomas clínicos se presentan, la enfermedad casi siempre resulta fatal, y la mayoría de los casos reportados de rabia sintomática en seres humanos no sobreviven. Las personas infectadas generalmente experimentan síntomas similares a los de la gripe, como debilidad, fiebre y dolor de cabeza, que persisten durante varios días. En algunos casos, puede haber sensaciones de picazón o ardor en el lugar de la mordedura. A medida que la enfermedad avanza, los síntomas se agravan, desarrollándose disfunciones cerebrales, ansiedad, confusión y agitación. En la fase más avanzada, los pacientes pueden experimentar delirios, comportamiento anómalo, insomnio y alucinaciones entre el segundo y el décimo día de la enfermedad. La rabia sintomática en los humanos es prácticamente siempre fatal.

Es por esto que el tratamiento post-exposición (PEP, por sus siglas en inglés) juega un papel fundamental. Cualquier persona sospechosa de haber estado expuesta al virus de la rabia debe recibir PEP inmediatamente. Esto incluye tanto a individuos vacunados como no vacunados. El PEP se compone principalmente de dos elementos: la vacuna antirrábica humana y la inmunoglobulina anti-rábica humana (HRIG). La vacuna antirrábica humana, derivada de un RabV atenuado, es recomendada tanto para la profilaxis pre-exposición (PrEP) como para la post-exposición (PEP). La vacuna genera anticuerpos neutralizantes en un plazo de 7 a 10 días después de la administración, y estos anticuerpos pueden permanecer en el organismo durante largos períodos, aunque se recomienda un refuerzo para algunas poblaciones de riesgo.

Por otro lado, la HRIG es una terapia que proporciona anticuerpos humanos IgG, los cuales neutralizan rápidamente el virus durante los primeros días tras la exposición (0-7 días), antes de que la vacunación produzca los anticuerpos neutralizantes necesarios. Es importante destacar que la HRIG no debe administrarse después del séptimo día post-exposición, ya que puede interferir con la efectividad de la vacuna. Asimismo, en personas previamente vacunadas, la administración de HRIG no se recomienda, ya que puede interferir con la respuesta inmunitaria natural.

En los casos en que el animal sospechoso de haber transmitido el virus sea accesible, es posible realizar pruebas diagnósticas para confirmar si está infectado. Sin embargo, las pruebas diagnósticas en humanos no son siempre necesarias, dado que el tratamiento debe ser administrado sin demora, independientemente de los resultados de los exámenes. Si se opta por realizar pruebas, existen varias opciones para detectar la rabia en humanos, como la isolación del virus en cultivos celulares o la amplificación de ácidos nucleicos. También se pueden analizar muestras de suero o líquido cefalorraquídeo en busca de anticuerpos contra RabV, o realizar una biopsia de piel para examinar los nervios cutáneos en busca del virus.

Es crucial que cualquier paciente que haya tenido contacto con un animal sospechoso de rabia reciba tratamiento post-exposición sin esperar los resultados de las pruebas de laboratorio. La vacunación post-exposición, junto con la administración de HRIG, es la única medida preventiva efectiva para prevenir el desarrollo de la rabia en humanos, y es de vital importancia que se inicie lo antes posible para garantizar la supervivencia del paciente. A pesar de la eficacia de estas medidas, la rabia sigue siendo una enfermedad mortal si no se recibe tratamiento adecuado a tiempo.