La construcción de un argumento persuasivo depende de varios elementos clave, entre ellos la estructura lógica, la claridad de las transiciones y la capacidad de conectar los puntos que se están presentando. Para ello, es fundamental aplicar un enfoque que permita al lector seguir el desarrollo del pensamiento de manera fluida y coherente. Un buen ejemplo de este enfoque lo encontramos en la técnica BLUF (Bottom Line Up Front), ampliamente utilizada en la comunicación gubernamental, que busca exponer de inmediato el núcleo de la idea.

Imaginemos que estamos construyendo un argumento acerca de los Topkapi, un pueblo de las Islas del Sur. El primer punto que queremos desarrollar es que su cultura se fundamenta en el robo. En segundo lugar, podemos argumentar que esta inclinación hacia el robo tiene su origen en su fascinación por las piedras preciosas, cuya atracción perdura a lo largo del tiempo, algo que podemos demostrar mediante el estudio de los mitos y leyendas Topkapi. Finalmente, la última parte de nuestro argumento podría ser que la disolución de su cultura se debe a la acción de antropólogos que, al estudiar a los Topkapi, terminan robando sus joyas. Para los primeros dos puntos, podemos basarnos en investigaciones existentes, pero la última afirmación proviene de una observación personal, extraída de los diarios de antropólogos almacenados en un archivo en línea.

Este ejemplo ilustra cómo un argumento debe organizarse de manera secuencial y coherente, empezando por los elementos más sencillos y concluyendo con las observaciones más complejas o innovadoras. Introducir los puntos de manera desordenada podría desorientar al lector, impidiendo que el mensaje se comprenda correctamente. Al escribir, uno debe ser consciente de que la estructura es esencial para el entendimiento del argumento.

Es en este sentido que el proceso de escribir, en lugar de ser algo simplemente mecánico, se convierte en una herramienta de pensamiento. Es decir, la escritura no solo recoge las ideas que ya tenemos en mente, sino que nos permite organizarlas, clarificarlas y, a veces, descubrir nuevos matices que no habíamos considerado previamente. Esto es especialmente cierto cuando se trata de escribir trabajos académicos, donde la claridad y la secuencia lógica son fundamentales. Los escritores efectivos son aquellos que saben cómo presentar sus ideas de manera que el lector pueda seguirlas con facilidad, sin perderse en un mar de conceptos mal conectados.

Una técnica útil para asegurarse de que la estructura de nuestro argumento es sólida es el “reverse outlining” o esquema inverso. Este método consiste en crear un esquema de nuestro texto después de haberlo escrito, para evaluar si el flujo de ideas tiene sentido. De esta forma, podemos identificar puntos débiles en la lógica o en las transiciones, permitiéndonos corregirlos antes de que el texto sea compartido con los demás.

El proceso de escritura también implica una constante revisión de las conexiones entre las partes del argumento. El uso de transiciones claras y bien definidas es crucial para mantener la coherencia del texto. Estas transiciones no solo deben ser lógicas, sino también narrativas. Es decir, debemos guiar al lector de manera que siempre sepa en qué punto del argumento se encuentra. Esto se puede hacer mediante lo que los académicos llaman “ellos dicen/yo digo”, una técnica que destaca la importancia de contextualizar nuestras ideas dentro del discurso existente. ¿Por qué debería importarle al lector lo que estamos argumentando? ¿En qué contexto encajan nuestras ideas con las teorías previas? Plantear estas cuestiones ayuda a dar sentido a nuestro argumento y lo convierte en una contribución valiosa al conocimiento.

Es importante recordar que una buena argumentación no depende solo de la solidez de las ideas presentadas, sino también de la claridad con la que estas sean expresadas. El escritor debe cuidar que su texto no se vuelva tan complejo que el lector se vea abrumado. A veces, escribir con sencillez es la mejor manera de garantizar que el mensaje llegue de manera efectiva. Y, para lograrlo, es necesario tener en cuenta dos aspectos esenciales: la estructura y la preocupación constante por el lector. Ambas cualidades se retroalimentan mutuamente y son imprescindibles para que el argumento se desarrolle de manera exitosa.

Para los que se embarcan en proyectos de escritura más largos o complejos, es recomendable adoptar un enfoque más flexible. A menudo, los escritores intentan componer sus textos de manera lineal, comenzando desde el principio y avanzando hasta el final. Sin embargo, esto no siempre es la mejor estrategia, ya que muchos escritores no pueden visualizar el texto completo desde el inicio. En lugar de comenzar siempre por el principio, es preferible empezar en aquellos puntos donde nos sentimos más seguros de lo que queremos expresar. Esto no solo facilita el proceso, sino que también ayuda a desarrollar una visión más clara del todo a medida que vamos avanzando.

El artista Stephen Wiltshire, conocido por sus panorámicas de ciudades, trabaja de una manera similar. Tras observar una ciudad desde un helicóptero, llena un lienzo con un dibujo detallado basado solo en su memoria. Este proceso de trabajo no lineal refleja cómo puede y debe abordarse la escritura: no siempre hay que comenzar desde el principio, sino que puede ser más efectivo empezar desde el centro, donde las ideas ya están claras, para luego ir conectando los puntos más distantes.

Este enfoque también se aplica al proceso de revisión. En lugar de esperar a tener el “papel perfecto” en mente antes de comenzar a escribir, el escritor debe permitir que las ideas se desarrollen a medida que escribe. Escribir es pensar, y solo mediante el acto de escribir podemos descubrir realmente lo que queremos decir y cómo debemos hacerlo.

¿Por qué es importante no dar por sentado lo que el lector sabe?

En la interacción imaginaria nace el temor de ser etiquetado como tonto. Un temor erróneo, con resultados perniciosos. Cuando los escritores académicos, incluidos aquellos que elaboran disertaciones, omiten lo esencial, el lector nunca llega a sentirse cómodo. La verdadera realidad es que los expertos no tienen problema en que se expongan las bases primero. Irónicamente, de esta forma es como realmente se comunica el conocimiento profundo sobre el tema, no dejando de lado lo que "todos" ya deberían saber. Un ejemplo claro lo ofrece la segunda frase de un libro académico: "Cuando la reforma monástica fue vigorosamente perseguida bajo la influencia de Benito de Aniane en los concilios de Aken en 816 y 818/19, durante el reinado de Luis el Piadoso, hijo y sucesor de Carlomagno (814-40), parecía que las reformas carolingias perdurarían". El autor no proporciona ningún contexto ni antecedente aquí. Si no estás familiarizado con Benito de Aniane, los concilios de Aken o las reformas carolingias, entonces el autor está diciendo: "Este libro no es para ti". Un inicio así cierra la puerta a gran parte de los posibles lectores, limitando innecesariamente la audiencia.

A menudo se da por sentado que el lector ya posee el conocimiento previo necesario, lo que lleva a situaciones como las de los sueños comunes en los que uno llega a la escuela y se enfrenta de inmediato a un examen final sin haber asistido a clases durante semanas. Esa sensación de desorientación frente a lo desconocido es algo que se debe evitar en la escritura académica. Los escritores deben comprender que enseñar es una de las funciones primordiales de la escritura, incluso si la audiencia es experta o semi-experta. No se trata solo de lanzar una idea compleja, sino de facilitar la comprensión paso a paso.

El ejemplo de Ada Ferrer en su trabajo sobre Cristóbal Colón resalta la importancia de recordar ciertos hechos que, aunque familiares para muchos, son fundamentales para la construcción de un argumento más profundo. "En una época en la que todos los exploradores europeos competían por encontrar nuevas rutas comerciales hacia Asia, Colón propuso una ruta hacia el oeste a varios monarcas europeos..." Aunque la fecha del 1492 es de conocimiento general, Ferrer no omite recordar estos puntos básicos, lo que no solo muestra su dominio del tema, sino que también enseña al lector a seguir su línea argumentativa de forma clara.

Cuando un escritor opta por obviar el contexto y saltar a conclusiones complejas, corre el riesgo de alienar a su audiencia. El escribir para un público académico especializado no significa excluir a los demás. Incluso los especialistas en otras áreas del conocimiento pueden beneficiarse de la repetición de hechos fundamentales, ya que nunca se sabe qué tan familiarizados estarán con un tema en particular.

Además, el uso de jerga puede crear una división innecesaria entre los miembros de un grupo que comparten un conocimiento común y aquellos que no están dentro de ese círculo. El término "jerga" no necesariamente implica palabras complicadas, sino cualquier término o referencia que pueda excluir a quienes no están familiarizados con él. Un ejemplo de esto se encuentra en el ajedrez, donde un jugador experimentado podría entender que un estilo de juego es "romántico" o "clásico", mientras que un jugador casual no sabría a qué se refiere. La jerga, entonces, opera como una herramienta que marca un grupo dentro de otro. Si el escritor utiliza demasiada jerga, podría estar creando una barrera con su público, impidiendo que se conecten plenamente con el texto.

Es importante que cualquier escritor, incluso en un contexto académico, tenga siempre en cuenta la necesidad de hacer accesible su mensaje, independientemente del nivel de especialización de su audiencia. Cuando se dan por sentados demasiados conocimientos previos, se corre el riesgo de crear una barrera que pueda resultar difícil de superar para muchos lectores. La clave está en enseñar, en recordar lo básico, y en utilizar el lenguaje de manera que incluya, no que excluya.

¿Por qué evitar ciertos errores comunes en la escritura académica?

En la escritura académica, hay ciertos errores que pueden debilitar la claridad de las ideas y hacer que el texto se vuelva innecesariamente complejo. Uno de los más frecuentes es la confusión entre "converso" e "inverso". Aunque estos términos tienen significados específicos, es común que se usen incorrectamente, lo que puede llevar a conclusiones erróneas y confusión en el lector. En la escritura académica, es fundamental tomar decisiones correctas en el uso de los términos para garantizar la coherencia y precisión del discurso. El "converso" e "inverso" deben entenderse y aplicarse correctamente, ya que su confusión puede cambiar completamente el sentido de un argumento o de una tesis.

Otro error que se presenta frecuentemente es el uso de lo que se conoce como el falso condicional "si/entonces". Este tipo de construcción no refleja realmente una relación condicional entre las ideas, y generalmente hace que el texto pierda claridad. Por ejemplo, frases como "Si The Sopranos arriesga una identificación constante del público con Tony Soprano, entonces American Psycho muestra lo que sucede cuando un autor intenta operar sin una" no tienen una estructura lógica sólida. El "si" y el "entonces" aquí no cumplen su función de conectar una causa con un efecto real. Al eliminar esos términos, la oración se vuelve mucho más precisa y directa. Algo similar ocurre cuando se dice: "Si Elvis Presley invoca la agonía de la sospecha en 'Suspicious Minds', Elvis Costello ofrece una anatomía completa de la emoción en 'Suspect My Tears'". En este caso, "si" no tiene ningún valor condicional real y la frase carece de la fuerza lógica que un condicional verdadero debería ofrecer.

En cuanto al uso de palabras como "impactante" o "impactar", es importante ser consciente de cómo el lenguaje evoluciona. En tiempos pasados, el verbo "impactar" solo se aplicaba a situaciones físicas, como cuando un objeto golpea otro, pero hoy en día se utiliza de manera extendida para describir efectos sobre personas o ideas, con connotaciones positivas o negativas. Sin embargo, es importante no caer en el uso exagerado o superficial de este término, ya que puede diluir su verdadero significado. El uso de "impactante" es aún más problemático: un término que se ha vuelto una muletilla para describir algo extraordinario, pero que, en realidad, pierde fuerza cuando se usa en exceso.

Un problema similar se encuentra con el uso de palabras como "importante", "relevante" o "fascinante". Comenzar una oración con estas palabras, como en "Importante es destacar que...", no logra persuadir al lector de la importancia real de lo que se va a decir. Es mejor hacer que la idea misma sea importante o interesante a través del desarrollo y la argumentación. El escritor no debe dictar al lector qué debe encontrar fascinante o significativo, sino ganarse la atención de este mediante el contenido y la forma del texto.

El adjetivo "increíble" también merece atención. Usado comúnmente para describir algo fuera de lo común, "increíble" literalmente significa "no creíble", lo que genera una contradicción si se utiliza de manera indiscriminada. Es prudente considerar otras opciones antes de recurrir a esta palabra, especialmente en contextos académicos donde la precisión es esencial.

En la escritura académica, el uso excesivo de términos como "inscribir" o "inscripción" también puede dificultar la comprensión. Estas palabras han adquirido múltiples significados a lo largo del tiempo, lo que puede resultar en frases confusas o indescifrables. A menudo se utilizan en contextos donde no se necesita un término tan cargado de connotaciones, y su presencia solo contribuye a la opacidad del texto. Similarmente, palabras como "problema" o "problemático" se han vuelto tan comunes en el discurso académico que han perdido su significado preciso. En muchos casos, se emplean como eufemismos para evitar un enfoque directo sobre un tema controversial o delicado.

El verbo "interrogar" también ha sido mal utilizado en la crítica literaria y en otros campos. En su sentido original, interrogar implica un proceso riguroso de cuestionamiento, pero en la academia se ha vuelto una expresión de abuso, utilizada frecuentemente para referirse a una simple interpretación o análisis superficial de un texto. Usar este término sin la carga semántica adecuada puede restarle fuerza al argumento y llevar a una pérdida de sentido.

Por otro lado, las construcciones redundantes, como "es que..." o "es el caso que...", deben evitarse siempre que sea posible. Estas frases no aportan nada al contenido y, por lo general, solo sirven para inflar innecesariamente la longitud de la frase sin ofrecer claridad adicional. La economía de palabras es una herramienta poderosa que permite que los argumentos se expresen de manera más directa y efectiva.

Finalmente, las palabras que terminan en "-izar", como "problematizar", "instrumentalizar" o "regularizar", han tomado un giro que a menudo resulta innecesario. Estos términos, al agregar el sufijo "-izar", se convierten en jergas que diluyen el significado original y le restan precisión al texto. Si bien en ciertos contextos especializados pueden tener su lugar, es mejor buscar alternativas que no sobrecarguen la escritura con tecnicismos innecesarios.

En resumen, la escritura académica debe aspirar a la claridad y precisión. Evitar el uso innecesario de palabras y construcciones que complican el mensaje permitirá a los escritores presentar sus ideas de forma más eficaz y persuasiva. La clave está en elegir las palabras adecuadas y utilizarlas con cuidado para que cada término aporte al entendimiento en lugar de restar claridad.

¿Cómo leen y escriben los académicos cuando lo hacen por necesidad?

En el universo académico, leer rara vez es una actividad gratuita, motivada únicamente por el placer o la curiosidad desinteresada. Drew Delbanco lo señala con agudeza al describir a los lectores que se enfrentan a los textos no por deseo, sino por necesidad. No se trata de una "tentación", sino de una función esencial: la lectura como herramienta. Quienes escriben para esta comunidad entienden que sus lectores no buscan entretenimiento, sino respuestas, fragmentos útiles, ideas funcionales. Es una forma de lectura pragmática, utilitaria, sin ornamentos innecesarios.

Los académicos, desde historiadores del arte hasta astrofísicos, se reconocen como parte de esta especie: lectores por necesidad. Aunque cada uno de nosotros también actúa como lector general en su tiempo libre, en el entorno profesional somos filtradores de información. Somos ballenas azules.

La metáfora de la ballena azul encapsula perfectamente esta forma de leer. La ballena abre su boca para engullir toneladas de agua, que luego expulsa, reteniendo solamente los diminutos organismos que le sirven de alimento. Así opera el lector académico: consume grandes volúmenes de texto, pero retiene únicamente aquello que le es útil. Leer se convierte en una operación funcional. No hay espacio para la lectura contemplativa o el deleite estilístico si no hay rendimiento intelectual.

En contraste, el lector general se asemeja más a un animal doméstico exigente: un gato selectivo o un perro entusiasta que devora su comida con placer. Busca emoción, belleza, interés, y cuando no los encuentra, abandona el texto sin remordimientos. Este tipo de lector no quiere trabajar mientras lee. Quiere experimentar algo.

Sin embargo, en la práctica académica, muchos escritores olvidan esta realidad. A pesar de saber cómo leemos —porque todos lo hacemos del mismo modo—, seguimos escribiendo como si nuestros lectores fueran a leernos con la misma dedicación y entrega con la que uno disfruta una novela. Esta ilusión, casi narcisista, es peligrosa, porque ignora la conducta del verdadero lector académico: selectivo, rápido, orientado al uso.

Entender cómo lee el académico permite afinar la escritura. El primer paso es reconocer que no todos los lectores van a recorrer cada palabra. Muchos llegarán al texto desde una cita, un motor de búsqueda, o una referencia marginal. Evaluarán su relevancia en segundos. ¿El título promete algo útil? ¿El índice señala temas clave? ¿Los primeros párrafos aclaran lo esencial? A partir de ahí, decidirán qué partes leerán a fondo y cuáles sólo recorrerán superficialmente.

Y si deciden que vale la pena, extraerán datos, ideas, argumentos, ejemplos. Estos se archivarán en sus notas, bases de datos o bibliografías, listos para ser reutilizados, reformulados, integrados en nuevas estructuras discursivas. Es un proceso sistemático, orientado al objetivo.

Los escritores académicos deben escribir pensando en este tipo de lector. Esto implica organizar el texto de forma que facilite la extracción de información. De ahí la importancia de las convenciones disciplinares: resúmenes introductorios, secciones bien diferenciadas, encabezados claros. En revistas científicas como Nature, estas estructuras no son adornos, sino guías de navegación para el lector que necesita resultados, métodos, conclusiones claras. Las convenciones son pactos tácitos entre autores y lectores sobre cómo encontrar lo relevante sin perder tiempo.

Escribir para la utilidad requiere cambiar la relación con el lector: no es un admirador pasivo, sino un trabajador que busca herramientas. El objetivo no es seducirlo, sino ser útil. Convencerlo de que nuestras ideas merecen ser tomadas, citadas, integradas a nuevas investigaciones. Y esa utilidad debe estar visible desde el principio. Publicar, en el ámbito académico, no es suficiente: hay que entrar en la conversación. Y para eso, hay que ser citado. La cita es el verdadero reconocimiento, el indicador de que lo que escribimos no sólo fue leído, sino utilizado. La diferencia entre ser leído y ser citado es la diferencia entre ser escuchado y ser relevante.

Comprender todo esto obliga a revisar la escritura académica desde su base: no escribir lo que queremos decir, sino lo que el lector necesita extraer. La forma se subordina a la función. La claridad, la estructura, la jerarquización de la información no son virtudes estéticas, sino condiciones de posibilidad para que un texto cumpla su propósito en el ecosistema intelectual.

Importa, además, entender que este tipo de lectura —por necesidad, por utilidad— no implica superficialidad. Al contrario, exige un tipo de atención sofisticada, estratégica. Leer así es trabajar con el texto, no pasearse por él. Por eso, el buen escritor académico no subestima a su lector, pero tampoco le exige lo que no está dispuesto a dar: tiempo innecesario, paciencia excesiva, indulgencia estilística. En cambio, le ofrece claridad, acceso rápido a