La relación entre la prensa y el poder político es un pilar fundamental para la democracia, y cuando un líder llega a calificar a los medios de comunicación como “enemigos del pueblo”, se está señalando una grave amenaza para las libertades fundamentales. El entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, utilizó repetidamente esta expresión, primero en una conferencia de prensa en febrero de 2017, y luego en múltiples plataformas, incluyendo Twitter y discursos públicos. Esta retórica no solo busca desacreditar a medios como The New York Times, CNN, ABC o CBS, sino que también reproduce un lenguaje autoritario que históricamente ha sido empleado por dictadores para silenciar voces disidentes y consolidar su poder.

Al emplear términos como “enemigo del pueblo”, Trump remite a una tradición oscura que se remonta desde la Roma antigua hasta los regímenes totalitarios del siglo XX, como el nazismo y el estalinismo. En esos contextos, la prensa libre y cualquier forma de oposición fueron vistas como obstáculos a eliminar para mantener el control absoluto. Por lo tanto, este tipo de ataques no son meramente retóricos; representan un peligro concreto para el funcionamiento de una sociedad democrática, al intentar socavar la legitimidad de una institución encargada de informar, fiscalizar y cuestionar a los gobernantes.

No solo se trata de una cuestión simbólica, sino que también ha tenido consecuencias prácticas. La constante demonización de la prensa ha generado un clima de hostilidad que favorece la desinformación y la polarización social. Además, ha incentivado amenazas y actos de violencia contra periodistas tanto en el país como internacionalmente, algo que diversos editores y defensores de la libertad de prensa han denunciado con preocupación. La persistencia de esta narrativa por parte de un presidente que juró proteger la Constitución de Estados Unidos implica un serio deterioro de los valores democráticos, pues la libertad de expresión y de prensa están protegidas explícitamente en la Primera Enmienda y forman la base de un sistema político abierto.

Los ataques a la prensa también se enmarcan en un contexto más amplio de erosión institucional, evidenciado por el caso de Julian Assange y WikiLeaks. La acusación criminal contra un editor por publicar información verídica, sin precedentes en la historia del país, representa una escalada significativa contra el periodismo investigativo y el derecho del público a conocer la verdad. Esto indica que no solo la retórica sino también las acciones legales pueden ser usadas para amedrentar a quienes exponen fallas en el poder, debilitando aún más el control ciudadano.

El papel de la prensa no es ni debe ser adversario del pueblo, sino uno de sus más firmes defensores frente a abusos y arbitrariedades. La prensa actúa como contrapeso necesario al poder, garantizando que la información circule de manera libre y transparente. Esta función es esencial para la rendición de cuentas y la participación ciudadana informada. Por ello, la responsabilidad del mandatario es proteger y preservar estas libertades, no minarlas.

Es importante reconocer que detrás de la descalificación de los medios se esconden estrategias para concentrar el poder y limitar la crítica pública, debilitando los mecanismos que mantienen el equilibrio democrático. La salud de una democracia se mide no solo por la periodicidad de sus elecciones, sino también por el respeto a las libertades fundamentales, entre ellas la libertad de prensa. Por ello, el ataque sistemático a los medios representa una señal clara de retroceso y peligro.

La comprensión profunda de este fenómeno exige que el lector tenga presente el contexto histórico y constitucional. La libertad de prensa no es un privilegio ni un enemigo, sino un derecho esencial y una garantía para la protección de otros derechos humanos. Cuando esta libertad se ve amenazada, se compromete la capacidad del pueblo para informarse, expresarse y actuar como soberano. Esto también implica una reflexión crítica sobre cómo la manipulación del lenguaje y la delegitimación sistemática de instituciones contribuyen a la erosión de la confianza social y la polarización, factores que pueden desencadenar procesos autoritarios.

El deterioro de la democracia es un proceso complejo, donde la desinformación y la confrontación directa entre el poder y la prensa forman parte de un entramado más amplio que debilita el estado de derecho y los principios democráticos. La defensa activa de la libertad de expresión y la protección de los periodistas es un imperativo para garantizar que la democracia no se convierta en una fachada vacía, sino en un sistema donde el poder sea verdaderamente controlado por la ciudadanía.

¿Por qué el populismo y el nacionalismo amenazan la libertad de prensa y la democracia?

La libertad de prensa enfrenta una creciente amenaza a nivel mundial, no solo en regímenes autoritarios, sino también dentro de democracias consolidadas. La erosión del marco legal que garantiza la independencia de los medios y la expansión de corrientes políticas populistas contribuyen decisivamente a este deterioro. En muchas de las democracias más influyentes, líderes populistas han impulsado estrategias deliberadas para coartar la autonomía del sector mediático, lo que representa un riesgo fundamental para la propia esencia de la democracia. El derecho fundamental a buscar y difundir información a través de una prensa independiente se ve socavado, a menudo por actores inesperados: los propios mandatarios elegidos democráticamente. Este fenómeno no solo es una amenaza para la libertad de expresión, sino que pone en peligro el equilibrio democrático al debilitar los controles y equilibrios esenciales para su funcionamiento.

El populismo, entendido como una filosofía política que reivindica los derechos y poderes de “la gente común” frente a una élite privilegiada, suele presentar un carácter antipluralista y excluyente. Este antagonismo entre “nosotros” y “ellos”—entre un “pueblo auténtico” y un enemigo externo o interno—es una de sus características definitorias. Esta división tribalizada, donde se construyen categorías de pertenencia basadas en la clase, la etnia o la nación, no solo fragmenta la sociedad, sino que se utiliza para movilizar y consolidar el apoyo político. La dinámica populista tiende a erosionar las instituciones democráticas al desplazar el poder hacia líderes carismáticos que personalizan la voluntad popular y deslegitiman a los opositores, ya sean partidos políticos, minorías o medios de comunicación.

En el contexto contemporáneo, el nacionalismo y el nativismo suelen entrelazarse con el populismo, reforzando esta lógica de exclusión y enfrentamiento. El nacionalismo, entendido como la identificación exclusiva con los intereses de una nación en detrimento de otros, y el nativismo, que privilegia a los habitantes originarios frente a los inmigrantes, se traducen frecuentemente en ideologías racistas o xenófobas. La etnocentrismo, que exalta la superioridad de una etnia sobre las demás, agrava aún más las divisiones sociales, legitimando políticas discriminatorias y discursos de odio. En sociedades históricamente construidas sobre la diversidad y la migración, como Estados Unidos, la persistencia y tolerancia del nativismo evidencian profundas tensiones internas y retos para la convivencia democrática.

La conjugación de estos fenómenos no solo representa una crisis para la libertad de prensa, sino que también cuestiona la viabilidad misma de la democracia liberal. La desconfianza permanente hacia las élites y la ruptura del pluralismo político y social dificultan la gobernabilidad y la construcción de consensos. La consolidación del poder en un solo líder o grupo que afirma representar la “verdadera” voluntad popular deslegitima la participación democrática diversa y plural, debilitando las bases del sistema representativo.

Es crucial comprender que la amenaza al periodismo independiente es solo una manifestación más de un proceso más amplio de deterioro democrático. La prensa libre actúa como un vigilante indispensable que sostiene la transparencia, la rendición de cuentas y el debate público informado. Sin ella, las sociedades quedan vulnerables a la manipulación, la propaganda y la concentración autoritaria del poder. Reconocer que esta crisis no se limita a dictaduras, sino que avanza también dentro de democracias bajo el auge del populismo, obliga a repensar las formas de defensa y promoción de los derechos fundamentales.

Además, resulta esencial advertir que el populismo, pese a su retórica aparentemente inclusiva, suele exacerbar las divisiones sociales y políticas al fomentar antagonismos identitarios y excluir voces discrepantes. Esta dinámica no solo fragmenta la cohesión social, sino que puede desembocar en violencia política y en el debilitamiento de instituciones democráticas clave. Por ello, no basta con señalar el ataque a la prensa, sino que debe analizarse el entramado más amplio donde se erosionan los valores democráticos, el respeto a la diversidad y el pluralismo.

Entender la complejidad del populismo y su relación con el nacionalismo y el nativismo permite identificar los riesgos concretos para la libertad, la justicia y la convivencia democrática. La defensa de una prensa libre debe ser parte de una estrategia más amplia que incluya la protección de derechos civiles, la promoción de una cultura política pluralista y la consolidación de mecanismos legales e institucionales que garanticen la independencia de los poderes y la participación igualitaria de todos los ciudadanos.

¿Cuánto se ha logrado realmente con la promesa de "drenar el pantano" en la administración Trump?

El número de empleados contratados por el gobierno federal de Estados Unidos en 2019 fue de aproximadamente 22,542,000, mientras que la población total alcanzaba los 329,345,464 habitantes. Esto implica que algo más del 6.8% de la población estaba empleada directamente por el gobierno, lo que evidencia la magnitud del denominado "pantano". A pesar de las promesas de Donald Trump de "drenar el pantano", es evidente que no solo no se logró reducir esta estructura, sino que la burocracia y el entramado de intereses que la conforman continúan siendo igual o más complejos y profundos que antes. La idea de eliminar o reducir de manera significativa a las decenas de millones de empleados públicos y relacionados es, en la práctica, inviable sin generar un impacto económico y social catastrófico, como un aumento descontrolado del desempleo y una crisis económica derivada.

Si bien Trump tenía la posibilidad de designar a personas de alta ética y moral en su gabinete y nominar a jueces con cualidades incuestionables para la Corte Suprema, su enfoque en cuanto a la reforma ética y la reducción del poder de los grupos de presión (lobbyists) ha sido deficiente y en muchos casos meramente simbólico. En concreto, propuso una lista de cinco reformas éticas para el lobby en Washington, DC, incluyendo restricciones en el trabajo de funcionarios y exfuncionarios en actividades de lobby y limitaciones en las contribuciones de intereses extranjeros a campañas políticas. Sin embargo, de estas cinco propuestas, solo una se materializó completamente: la prohibición para funcionarios ejecutivos de hacer lobby para gobiernos extranjeros tras dejar el cargo, aunque la eficacia y aplicación de esta orden ejecutiva sigue siendo cuestionable.

Las otras medidas fueron modificadas o simplemente quedaron en promesas sin avances concretos. Por ejemplo, la prohibición de que exfuncionarios hagan lobby durante cinco años fue diluida para aplicarse solo en las agencias donde habían trabajado, y no se presionó lo suficiente para que el Congreso convirtiera estas medidas en ley. Esta situación refleja un patrón similar al que ya había enfrentado la administración de Barack Obama, cuando a pesar de emitir órdenes ejecutivas para limitar el lobby, el gasto en esta actividad alcanzó niveles récord, mostrando la ineficacia de las medidas ejecutivas frente a un sistema profundamente enraizado.

El resultado es que, lejos de eliminar el "pantano", este se ha vuelto más opaco y resistente. De hecho, el negocio del lobby parece estar en auge, y numerosos exfuncionarios de la administración Trump han encontrado formas de evadir las promesas éticas firmadas, recurriendo a exenciones especiales o evitando registrarse como lobistas. El caso emblemático fue el de Ryan Zinke, exsecretario del Interior, quien renunció tras múltiples investigaciones por conflictos de interés y uso indebido de recursos públicos, y cuya gestión incluyó decisiones controvertidas sobre la protección ambiental que beneficiaron intereses particulares.

El declive ético en la administración se refleja en la sucesión de renuncias de altos funcionarios por escándalos relacionados con el uso inapropiado de fondos públicos y la influencia indebida de intereses particulares, lo que reafirma la dificultad para implementar reformas profundas en un sistema donde el entrelazamiento entre poder político y grupos de presión es histórico y persistente.

Es importante comprender que la promesa de "drenar el pantano" no solo se enfrenta a barreras estructurales y económicas, sino también a un entramado cultural y político que normaliza la influencia de los grupos de interés y la burocracia expansiva. Las órdenes ejecutivas y promesas de campaña resultan insuficientes sin un marco legislativo robusto y un compromiso real de vigilancia, transparencia y rendición de cuentas. La mera intención declarativa no transforma sistemas que requieren reformas profundas y consensuadas.

Además, es crucial entender que la política y la administración pública en un país tan complejo y grande como Estados Unidos dependen de equilibrios delicados. Reducir de forma significativa el tamaño del gobierno o las actividades de lobby sin un plan integral puede generar impactos económicos y sociales no deseados. Por tanto, la reforma ética debe ir acompañada de una reestructuración coherente, que incluya mecanismos efectivos de control, transparencia y participación ciudadana, y que reconozca la importancia del empleo público para el funcionamiento del Estado.

Así, la experiencia demuestra que los discursos populistas y las promesas simplistas sobre la eliminación de "pantanos" son insuficientes y pueden incluso agravar la situación si no se implementan medidas fundamentadas, realistas y sostenidas en el tiempo.