En las décadas de 1950 y 1960, el enfoque de los ambientalistas se centraba principalmente en problemas locales y de corto plazo, como la contaminación ocasionada por derrames de petróleo, residuos vertidos en ríos y océanos, y la amenaza de la contaminación nuclear. Sin embargo, mientras tanto, un número creciente de científicos de la tierra, tanto en instituciones académicas como gubernamentales, comenzaba a estudiar fenómenos más amplios y globales relacionados con el clima. Investigaban cambios en la atmósfera terrestre, temperaturas superficiales, niveles del mar, terremotos, erupciones volcánicas, deforestación, sequías y patrones meteorológicos que indicaban un cambio más allá de lo local. Fue así como se gestó la comprensión inicial de lo que más tarde se denominaría “cambio climático”.
A medida que avanzaba la investigación científica sobre estos fenómenos, surgió una nueva visión que conectaba la emisión de dióxido de carbono (CO2) con el calentamiento global. Para muchos científicos, la creciente cantidad de gases de efecto invernadero, especialmente el CO2 proveniente de la quema de combustibles fósiles, estaba alterando el equilibrio de la atmósfera terrestre. Durante la década de 1970, comenzaron a circular informes que alertaban sobre los peligros de este fenómeno. Un informe interno de Exxon, por ejemplo, advertía a la compañía de que la acumulación de CO2 podría tener efectos devastadores en el clima global en un futuro cercano.
Sin embargo, el término "calentamiento global" no resultaba del todo eficaz en términos de comunicación pública. En regiones con climas fríos, como Minneapolis o Boston en los Estados Unidos, resultaba difícil persuadir a la gente de la gravedad de este fenómeno si las temperaturas en el exterior eran extremadamente bajas. Por ello, muchos decidieron adoptar un término más amplio y menos controversial: “cambio climático”. Este concepto, más flexible y menos susceptible a ser desacreditado por las variaciones climáticas estacionales, ayudó a mantener el interés sobre el tema y a resaltar las implicaciones a largo plazo de los cambios en el clima global.
El concepto de cambio climático comenzó a ganar terreno en la conciencia pública y científica entre las décadas de 1960 y 1980. A medida que se acumulaba evidencia más sólida sobre la relación entre las emisiones de CO2 y el calentamiento global, tanto los gobiernos como las empresas del sector energético comenzaron a reaccionar. Mientras algunos políticos e industriales trataban de restar importancia al problema, las autoridades científicas, como la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, afirmaban que si las emisiones de CO2 continuaban creciendo, las consecuencias serían inevitables y graves.
Durante este período, la industria del petróleo jugó un papel crucial en la evolución del debate. Aunque a principios de la década de 1980 ya era evidente que las grandes compañías de petróleo, como Exxon, conocían los efectos negativos de sus productos sobre el clima, estas compañías no solo intentaron minimizar el problema, sino que también crearon organizaciones de lobby, como la Coalición Global del Clima, para desafiar los llamados a la acción de la comunidad científica. Sin embargo, a pesar de la resistencia inicial, la creciente presión social, política y científica fue preparando el terreno para una mayor regulación del sector energético.
A partir de mediados de la década de 1980, la preocupación por el cambio climático adquirió una dimensión más amplia. La comunidad científica comenzó a publicar hallazgos que dejaban claro que las temperaturas globales estaban en aumento, un fenómeno que no parecía reversible. En este contexto, la conferencia sobre el agujero de ozono en la Antártida de 1985 y los informes de la ONU ayudaron a resaltar la gravedad de la situación. Estos informes mostraban cómo la actividad humana, a través de la emisión de gases como los clorofluorocarbonos (CFC), no solo estaba alterando el clima, sino que también estaba perjudicando otros aspectos del entorno global.
En paralelo, el uso de modelos computacionales avanzados se convirtió en una herramienta clave para predecir el futuro del clima. Desde la década de 1970, científicos de todo el mundo comenzaron a utilizar estos modelos para simular diferentes escenarios de cambio climático. A medida que la capacidad de las computadoras mejoraba, también lo hacía la precisión de las simulaciones. Los modelos de clima, aunque objeto de debate entre los escépticos, se fueron refinando y los resultados comenzaron a ser cada vez más convincentes. A finales de la década de 1980, los informes de estos modelos ya predecían de manera confiable un aumento significativo de las temperaturas globales si no se tomaban medidas para frenar las emisiones de CO2.
Por otro lado, la década de 1990 marcó un hito en el reconocimiento político y global del cambio climático. A medida que la conciencia pública crecía, también lo hacía la presión sobre los gobiernos y las industrias para que tomaran medidas concretas. Sin embargo, la lucha por una acción global efectiva se encontró con el obstáculo de los intereses económicos que veían en la regulación del sector energético una amenaza para sus beneficios. Así, el cambio climático pasó de ser un problema científico a convertirse en un desafío político y económico de gran magnitud, que aún sigue siendo motivo de debate.
Además de los efectos directos del cambio climático, como el aumento de las temperaturas y los fenómenos meteorológicos extremos, es importante reconocer que este fenómeno tiene implicaciones mucho más amplias para la humanidad. El cambio climático no solo amenaza la biodiversidad, sino que también pone en peligro la seguridad alimentaria global, ya que las alteraciones en los patrones de lluvia y las sequías prolongadas afectan la producción agrícola en muchas regiones del mundo. Las comunidades más vulnerables, especialmente en los países en desarrollo, son las que enfrentarán las mayores dificultades, ya que muchas de ellas dependen directamente de la agricultura para su sustento.
La lucha contra el cambio climático requiere una acción coordinada a nivel global, pero también una transición hacia modelos de desarrollo más sostenibles y justos. La adopción de tecnologías limpias, la mejora de la eficiencia energética, y el fomento de la educación y la conciencia ambiental son pasos fundamentales para mitigar los impactos de este fenómeno. En última instancia, el cambio climático nos obliga a replantear nuestras relaciones con el medio ambiente y a reconocer que, como especie, somos responsables de la salud del planeta.
¿Cómo influye el lenguaje en la percepción pública del cambio climático?
El lenguaje utilizado para presentar datos científicos en la esfera pública juega un papel crucial en la interpretación y aceptación de la información, especialmente en temas complejos como el cambio climático. Los científicos, al comunicarse con su comunidad profesional, a menudo emplean un vocabulario técnico preciso, pero este mismo lenguaje puede generar confusión o malentendidos cuando se presenta al público general. Términos como “mejorar” o “potenciar” se utilizan con connotaciones diferentes, mientras que el público común podría interpretarlos como sinónimos de “mejorar” o “progreso”. Además, palabras como “aerosol”, que en el ámbito científico tiene un significado técnico relacionado con las partículas suspendidas en la atmósfera, se pueden malinterpretar como algo relacionado con latas de aerosol. Así, la brecha entre el lenguaje científico y el entendimiento popular puede distorsionar el mensaje que se intenta comunicar.
De manera similar, el término “retroalimentación positiva”, usado en ciencia para describir un proceso donde un efecto amplifica su causa, es fácilmente confundido por el público como algo relacionado con una “respuesta positiva” o “elogio”. La palabra “teoría” también crea confusión; en la ciencia, una teoría es un conjunto bien fundamentado de principios, pero para la mayoría de las personas, sugiere algo incierto o meramente especulativo. En cuanto al concepto de “incertidumbre” en la ciencia, lejos de implicar ignorancia, se refiere a los márgenes de error dentro de un modelo o medición, pero el público lo asocia a falta de conocimiento o claridad. En este contexto, términos como “sesgo” o “valores” tienen interpretaciones que pueden variar ampliamente entre científicos y no especialistas.
El uso de un lenguaje claro y accesible se vuelve vital cuando los opositores al cambio climático, como ciertos sectores de la política y la industria, buscan contrarrestar la ciencia establecida. En lugar de usar términos técnicos, los opositores suelen emplear frases como “tendencia ascendente” en lugar de “retroalimentación positiva” o “partículas atmosféricas” en lugar de “aerosoles”. Incluso el mismo término “cambio climático” es sustituido por “calentamiento global”, un término que, aunque más específico, puede ser fácilmente atacado en ciertas épocas del año, como durante el invierno en ciudades frías. Esto refleja cómo el lenguaje puede ser manipulado para facilitar o dificultar la comprensión del problema y, por ende, influir en la opinión pública.
A lo largo de los años 90 y principios de los 2000, las estrategias de los escépticos del cambio climático se fueron perfeccionando. Inicialmente, se intentó desacreditar a los científicos mediante ataques directos, acusándolos de manipular la evidencia para obtener financiamiento o incluso cuestionando la validez de revistas científicas prestigiosas. Los críticos de la ciencia del cambio climático no solo cuestionaron los datos, sino también el propio proceso científico, haciendo que el debate sobre el cambio climático fuera percibido como algo lleno de incertidumbre. En 2002, por ejemplo, se difundieron puntos de vista que insistían en que no existía consenso científico sobre el cambio climático, un argumento que se repetía con la intención de sembrar dudas en la opinión pública.
A medida que la evidencia científica sobre el cambio climático se acumulaba y se hacía más contundente, los opositores adoptaron una postura más sofisticada, acusando a los defensores del cambio climático de tener una agenda política. En este sentido, figuras como Christopher C. Horner de la Competitive Enterprise Institute argumentaban que el cambio climático era una excusa perfecta para justificar el control gubernamental sobre la economía y los comportamientos individuales. Este tipo de discurso alineaba el ambientalismo con un supuesto “totalitarismo” global, utilizando la idea de “gobernanza global” como un temor que apelaba a la noción de soberanía nacional y a la autonomía individual.
Las tácticas de los escépticos se parecían a las que utilizaron otras industrias, como la del tabaco, para minimizar los riesgos de sus productos. Se utilizaban estrategias de desinformación, minimizando la gravedad del problema y desacreditando a los científicos que advertían sobre las consecuencias del calentamiento global. A pesar de la creciente evidencia científica, los opositores se concentraban en el supuesto “alarmismo” de las advertencias sobre el clima, desafiando la urgencia de las acciones necesarias.
El uso estratégico del lenguaje, por lo tanto, es fundamental en la lucha en torno al cambio climático. La forma en que se comunica la ciencia y los términos empleados para describir fenómenos complejos puede influir en la percepción pública de la verdad. El lenguaje, manipulado o interpretado erróneamente, puede transformar hechos científicos en desinformación y distorsionar el debate en torno a un problema que afecta a todo el planeta.
Es importante reconocer que los términos y el lenguaje científico deben ser aclarados para el público en general, sin perder la precisión necesaria para evitar malentendidos. También es clave comprender que el lenguaje no solo transmite información, sino que puede moldear la manera en que esa información es recibida y actuada. Por lo tanto, una comunicación efectiva sobre el cambio climático no solo depende de la evidencia científica, sino también de cómo esa evidencia es presentada y entendida en diferentes contextos culturales y políticos.
¿Cómo la manipulación de la información ha influido en el cambio climático?
Durante siglos, los datos sobre las temperaturas globales han sido parte fundamental para comprender el comportamiento climático de la Tierra. Desde la época de Jesucristo hasta principios del siglo XX, la temperatura global permaneció estable, sin grandes variaciones. Sin embargo, en el siglo XX, esa estabilidad se rompió y las temperaturas aumentaron significativamente, una tendencia que coincidió con el uso masivo de carbón y petróleo por parte de la humanidad. Este cambio abrupto se hizo visible a través del gráfico de "bastón de hockey", uno de los más emblemáticos en los estudios sobre el calentamiento global.
El científico Michael Mann, junto a un colaborador de la Universidad de East Anglia, fue responsable de la creación de este gráfico que abarcaba mil años de datos, una parte significativa de los cuales provenía de fuentes indirectas como los anillos de los árboles y las muestras de coral. Dado que el termómetro aún no existía en épocas tan remotas, estos métodos fueron utilizados para inferir las temperaturas pasadas. A pesar de sus esfuerzos, la integridad de estos métodos fue cuestionada y se abrió un espacio para la crítica. Entre los correos electrónicos hackeados de un colega se encontraba una declaración que afirmaba: "Acabo de completar el truco de Mike de añadir las temperaturas reales a cada serie para los últimos 20 años (es decir, desde 1981) y desde 1961 para los de Keith para ocultar el descenso". Estas palabras, sacadas de contexto, fueron interpretadas por los escépticos del cambio climático como una evidencia de fraude.
Si bien los defensores de Mann argumentaron que el término "truco" no hacía referencia a engaños, sino a una técnica científica legítima, las críticas se intensificaron. El escándalo de los correos electrónicos hackeados, conocido como el "Climategate", se convirtió en un tema político y mediático, siendo aprovechado por los detractores del cambio climático, incluidos grupos de interés financiados por la industria del carbón y el petróleo.
A pesar de las acusaciones y el escrutinio, investigaciones realizadas tanto por su empleador como por la Fundación Nacional de Ciencia concluyeron que no existía evidencia de fraude o mala conducta en el trabajo de Mann. No obstante, la controversia sirvió como plataforma para los opositores al cambio climático, quienes aprovecharon cada oportunidad para atacar la validez de su investigación.
El ataque a la figura de Mann se dio en el contexto de una lucha más amplia entre la comunidad científica y los intereses políticos y económicos. Durante la administración de Obama, el cambio climático se convirtió en un tema central, y en 2009 se discutió en el Congreso un proyecto de ley para establecer un sistema de comercio de emisiones de carbono. Este sistema permitiría a las empresas comprar permisos federales para emitir dióxido de carbono, creando incentivos económicos para reducir las emisiones. La industria del carbón y el petróleo, al ver una amenaza a sus negocios, intensificó sus esfuerzos de lobby, gastando millones en campañas en contra de esta legislación.
Lo que se descubrió posteriormente fue que algunos de los opositores de esta legislación, incluidos ciertos grupos de derechos civiles y organizaciones de base, habían sido cooptados por las empresas del sector energético. Cartas que se presentaban como provenientes de grupos comunitarios, como la NAACP de Charlottesville, resultaron ser falsificaciones realizadas por una firma de relaciones públicas contratada por la Coalición para la Electricidad de Carbón Limpio. Esta revelación fue solo una muestra de la campaña masiva de desinformación orquestada por la industria para frenar las iniciativas legislativas sobre el cambio climático.
El año 2016, después de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, ExxonMobil volvió a ser noticia. Esta vez, la compañía petrolera acusaba a la familia Rockefeller, fundadora de la compañía que más tarde se convertiría en Exxon, de orquestar una conspiración en su contra. La razón de la disputa era la acusación de que Exxon había pagado a diversos grupos para negar los efectos del cambio climático, mientras al mismo tiempo realizaba investigaciones internas sobre los posibles efectos del calentamiento global en sus proyectos futuros. El conflicto entre los Rockefeller, que usaban su fortuna para combatir los daños causados por los combustibles fósiles, y ExxonMobil, que defendía su actividad empresarial, se convirtió en otro episodio emblemático de la lucha por el control de la narrativa sobre el cambio climático.
Esta batalla de información alcanzó su clímax cuando ciudades y condados de California, Colorado y Nueva York demandaron a ExxonMobil. En sus demandas, alegaban que la empresa había contribuido al cambio climático y, por ende, a desastres naturales como sequías, incendios forestales y tormentas severas. Los litigantes exigían que las empresas del sector energético asumieran la responsabilidad de los daños que sus productos habían causado, argumentando que las comunidades locales no deberían cargar con el costo de la adaptación al cambio climático.
Lo que resulta cada vez más claro es que el cambio climático no solo es un problema científico y ambiental, sino también un asunto profundamente político y económico. La manipulación de la información por parte de la industria energética es un componente clave en este conflicto, y a medida que las pruebas del calentamiento global se hacen más evidentes, la lucha por controlar la narrativa y evitar regulaciones más estrictas se intensifica. Los ataques a los científicos, la desinformación y la influencia política continúan siendo herramientas cruciales en este combate, que parece estar lejos de resolverse.

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