La relación entre la cultura popular, la geopolítica y la identidad ha sido un tema ampliamente discutido, pero no siempre es comprendido en su profundidad. A menudo, la cultura popular no se ve como algo que tenga un impacto directo en las dinámicas globales o nacionales, pero, como veremos, esa percepción puede estar equivocada. En la intersección de estos dos campos, se encuentran los procesos de construcción de identidad, no solo a nivel individual, sino también colectivo.

La cultura popular, entendida en su sentido más amplio, abarca desde los medios de comunicación hasta el entretenimiento, pasando por los símbolos y narrativas que definen a una sociedad. La geopolítica, por su parte, se refiere a los intereses de los actores globales, como naciones, bloques y empresas, que se juegan a través de sus relaciones y estrategias internacionales. En la vida cotidiana, estas dos esferas no solo se cruzan, sino que se retroalimentan, afectando tanto la forma en que nos vemos a nosotros mismos como las dinámicas que modelan el mundo.

Es importante entender que las representaciones de lugares, culturas y actores internacionales en la cultura popular no son neutrales. De hecho, son construcciones que a menudo responden a las narrativas geopolíticas de poder. Estas representaciones tienen el potencial de influir en la percepción que los individuos y las sociedades tienen sobre otras naciones, culturas y realidades, moldeando así nuestras identidades. Un claro ejemplo de esta influencia se puede observar en el cine, la televisión y los videojuegos, que no solo reflejan, sino que también perpetúan, a veces de manera sutil, las jerarquías de poder y las narrativas dominantes.

Uno de los casos más evidentes es la manera en que los medios de comunicación y la cultura popular han representado a los actores políticos y a los enemigos de los Estados Unidos durante la Guerra Fría. En películas y programas de televisión, el "enemigo" se representa a menudo como una entidad extranjera y peligrosa, cuyos valores y formas de vida son incompatibles con los de las democracias occidentales. Esta representación no solo es una simplificación de la realidad, sino que también juega un papel crucial en la construcción de identidades nacionales y en la justificación de políticas exteriores.

Tomemos el ejemplo de la serie Star Trek, cuyo relato de exploración y aventura espacial encierra en sus tramas una poderosa carga ideológica. En Star Trek, la Federación Unida de Planetas se presenta como una utopía democrática y pacífica, en la que se han superado los problemas de la humanidad, como el racismo, la pobreza y las tensiones de la Guerra Fría. Sin embargo, al mismo tiempo, es claro que la serie presenta a las culturas extraterrestres de una manera que refleja las relaciones de poder de la época en la que fue creada, especialmente la hegemonía de Estados Unidos. Este tipo de representación, aunque progresista en algunos aspectos, también refleja las dinámicas coloniales y de dominación que han marcado la historia de la humanidad.

La cultura popular, en sus múltiples formas, sirve como un vehículo de transmisión de ideas y valores, y a menudo nos ofrece visiones simplificadas de los conflictos geopolíticos. Pero no solo los medios de comunicación de masas están involucrados; las representaciones populares también se encuentran en la música, el arte, el deporte y en las plataformas digitales. Cada una de estas esferas contribuye a la manera en que entendemos y nos posicionamos en relación con el resto del mundo.

A nivel individual, estos procesos de identificación cultural son igualmente poderosos. Las narrativas que consumimos desde pequeños no solo nos enseñan sobre el mundo, sino que también influyen en la construcción de nuestra identidad personal. ¿Qué significa ser estadounidense, ruso o chino? ¿Cómo se nos representa a nosotros mismos en el cine, la televisión o incluso en los videojuegos? Estas representaciones nos afectan más de lo que solemos creer, y el poder de la cultura popular radica en su capacidad para transformar la percepción de lo que es "normal" o "aceptable".

A medida que los medios de comunicación y las plataformas digitales han aumentado su presencia en nuestras vidas, estas representaciones se han vuelto aún más omnipresentes y poderosas. Las redes sociales, por ejemplo, se han convertido en un espacio donde los individuos no solo consumen cultura popular, sino que también la producen y la reinterpretan, dando lugar a nuevas formas de identidad colectiva y personal.

Es crucial que reflexionemos sobre el papel de la cultura popular en la geopolítica y la construcción de identidad. En este proceso, los actores globales no solo juegan con estrategias diplomáticas y militares, sino que también manipulan las narrativas que circulan a través de los medios. Al ser conscientes de cómo estas representaciones afectan nuestra visión del mundo, podemos empezar a cuestionar las estructuras de poder que las respaldan y a entender mejor las dinámicas de la política global.

Además de este análisis, hay que tener en cuenta que la forma en que los medios representan a los diferentes grupos y culturas puede tanto reforzar como desafiar los estereotipos existentes. Por ejemplo, el modo en que se representan las culturas del Medio Oriente en los medios occidentales ha sido históricamente problemático, pero también existen ejemplos de movimientos culturales dentro de estos mismos medios que intentan reescribir esa narrativa. Al igual que en la Guerra Fría, donde las representaciones del "enemigo" eran un reflejo de las tensiones políticas, hoy en día las narrativas populares continúan siendo una herramienta poderosa para influir en la opinión pública y la política global.

¿Cómo influyen las geografías emocionales en la política popular?

La investigación enfrenta el dilema paradójico de intentar representar lo no representable. El estudio de la vida afectiva se asume como problemático para los enfoques convencionales de la investigación, pero tales preocupaciones metodológicas han sido abordadas en trabajos recientes (Vannini, 2015). Un segundo debate de interés para los estudiosos de la geopolítica popular es el que enfrenta a los defensores del estudio del afecto frente a aquellos que promueven una inversión en las geografías emocionales. Como se mencionó anteriormente, el afecto no se reduce a la experiencia emocional individual, sino que se centra en una experiencia sensorial más social del entorno y nuestra relación con él.

Sin embargo, no todos coinciden con esta formulación. Thien (2005) plantea una crítica importante al modelo del afecto: “Este modelo de afecto desincentiva el compromiso con las subjetividades emocionales cotidianas, cayendo en un patrón familiar de distanciar la emoción de la ‘búsqueda razonable’ y, al mismo tiempo, implicando que la emoción del individuo, es decir, el ámbito de los ‘sentimientos personales’, es distinto de las agendas más amplias (públicas) y debería serlo”. Esta crítica sugiere que, mientras el afecto busca abordar una geografía (y geopolítica) más corporal y experiencial, lo hace al negarse a examinar los cuerpos y experiencias individuales, y en su lugar se enfoca en las relaciones posthumanas. Esta postura se apoya en las críticas feministas que afirman que las ciencias sociales han rechazado durante mucho tiempo lo personal/emocional/femenino en favor de lo universal/racional/masculino.

Los defensores de las geografías emocionales argumentan que el afecto presenta una noción empobrecida del poder. Según la perspectiva del afecto, el poder recae en aquellos capaces de establecer la infraestructura ambiental necesaria para influir en las poblaciones, dejando a todos los demás a merced de ellos. Sin embargo, los estudiosos de las geografías emocionales creen que los individuos tienen relaciones complejas y variadas con el poder: “Las figuras del ‘terrorista’, el ‘esclavo’ y el ‘campo’ nos recuerdan la necesidad de desafiar los imperativos universalizadores en las teorías sociales y culturales que, en última instancia, representan una falsa ilusión de ‘elección’ para todos y una amnesia teórica parcial” (Tolia-Kelly, 2006, 216).

El cambio de enfoque, de lo social a lo individual, al mover nuestra atención del afecto a las geografías emocionales, es, sin embargo, visto como una preocupación por los defensores del afecto. Mientras que los proponentes de las geografías emocionales buscan acercarse lo más posible a lo humano y personal, los estudiosos del afecto se preocupan por la ética de hacer investigaciones a un nivel tan íntimo. Además, el enfoque predominante en las emociones genera una visión de la autenticidad emocional (que tiende al fundamentalismo emocional), lo que solo tiene sentido si seguimos pensando en la experiencia vivida como algo empáticamente y auténticamente humano, y lo oponemos a conceptos como la abstracción. “La autenticidad afectiva de una experiencia decididamente humana siempre permanecerá asintótica—o una cuestión de fe” (McCormack, 2006, 331).

Un tercer debate relevante para la geopolítica popular está relacionado con el papel de los medios en las geografías afectivas. Así como el afecto puede ser percibido como poseedor de una comprensión subdesarrollada del poder, su comprensión de los medios de comunicación es también débil, y generalmente se basa en la idea de que el entorno (del cual los medios forman parte) transmite mensajes: “El descubrimiento de nuevas formas de practicar el afecto también es el descubrimiento de una nueva forma de manipulación por parte de los poderosos” (Thrift, 2004, 58). En otras palabras, vivimos en entornos que median las intenciones de los poderosos, afectando a nuestros “yoes” precognitivos. Un ejemplo apropiado podría ser el uso de productos químicos para hacer que el aire en los pisos de los casinos huela más “fresco”, incrementando el gasto de las personas en las máquinas tragamonedas en un 45%. Esto parece ser una evidencia fuerte de que los poderosos (en este caso, los dueños de los casinos) pueden moldear nuestros entornos de tal manera que ya no podemos tomar nuestras propias decisiones. No obstante, esta noción implica que todos somos víctimas del entorno en el que vivimos. No hay espacio para la resistencia, ni para afectos alternativos, porque el “trabajo real” se hace incluso antes de que seamos conscientes de ello (recordemos que el afecto es previo incluso a la sensación).

La investigación clásica sobre los efectos de los medios de comunicación es a menudo criticada por asumir un modelo hipodérmico del poder mediático, atribuyendo a “los medios” la capacidad de inyectar sus mensajes preferidos en las mentes de las audiencias. Los estudiosos del afecto van un paso más allá: su enfoque sobre los medios de comunicación como transmisores de afectos casi literalmente se asemeja a un modelo hipodérmico de influencia, con las tecnologías mediáticas atribuyéndoles un poder determinante asombroso al infundir disposiciones afectivas bajo la piel de las audiencias (Barnett, 2008, 193).

El estudio de los medios y su impacto afectivo se ha vuelto complejo, dado que las audiencias tienen una capacidad sorprendentemente variada para interpretar la cultura popular. En este sentido, podría afirmarse que es muy difícil saber qué efecto tiene la cultura popular sobre nosotros en un sentido precognitivo. Los defensores del afecto sostendrían que los consumidores están predispuestos a interpretar muy pocos significados debido al afecto precognitivo, pero no existe una forma de verificar qué interpretaciones son esas y de qué rango de interpretaciones estábamos predispuestos.

Un caso particularmente interesante de cómo los medios afectan a nuestras geografías emocionales es el complejo militar-industrial-mediático-entretenimiento (MIME). La crítica más común es que los elementos mediáticos y de entretenimiento de este complejo contribuyen a una paisajística afectiva que fomenta respuestas militaristas a través de la cultura popular estadounidense. Este fenómeno se puede analizar a través del ascenso del complejo MIME, que integra a los medios, la industria militar y el entretenimiento, influyendo profundamente en las percepciones emocionales y políticas de las audiencias.

Es importante comprender que estos debates no se limitan al análisis teórico. Los medios, la cultura popular y las interacciones sociales se encuentran en constante tensión, y el poder de los mismos en la configuración de nuestros afectos y emociones es un terreno de disputa constante. La forma en que nos relacionamos con los medios y con nuestras emociones no solo está mediada por nuestra conciencia, sino que también es profundamente influenciada por estructuras de poder que operan a niveles que muchas veces son invisibles para el individuo. Los estudios sobre las geografías emocionales y el afecto nos permiten entender cómo los espacios, las representaciones y las emociones están entrelazados de maneras que trascienden las experiencias individuales, abriendo nuevas perspectivas para analizar la política, la cultura y la vida cotidiana.

¿Cómo se construye el imaginario bélico desde el cine y los videojuegos?

La guerra no solo se libra en los campos de batalla, sino también en las pantallas. Desde el Tercer Reich hasta la era digital, los aparatos ideológicos del Estado han encontrado en el cine y, más recientemente, en los videojuegos, aliados indispensables para moldear percepciones, legitimar conflictos y glorificar estructuras de poder. El ejemplo más paradigmático de este fenómeno es El triunfo de la voluntad de Leni Riefenstahl, obra monumental financiada con recursos ilimitados por el régimen nazi, diseñada no solo para documentar, sino para construir el mito del nacionalsocialismo. Su grandilocuencia visual, su coreografía de masas, su despliegue técnico sin precedentes, no perseguían solo retratar un congreso, sino conferirle la categoría de evento fundacional. El acontecimiento existía para ser filmado, y el filme legitimaba el acontecimiento. Esta duplicación entre guerra y medios es persistente.

Lo mismo se puede observar en las campañas militares contemporáneas: el bombardeo mediático acompaña —y a veces determina— la estrategia militar. Las tácticas de “shock and awe” en la invasión de Irak en 2003 buscaban tanto un efecto táctico como una espectacularización del poder norteamericano para el consumo global. La imagen es táctica. La narrativa, munición.

Durante la Segunda Guerra Mundial, todas las grandes potencias comprendieron el valor del cine como herramienta propagandística. En Estados Unidos, directores como Frank Capra fueron convocados para construir un relato que contrarrestara el aislacionismo del público estadounidense. Su serie Why We Fight no solo buscaba preparar a los soldados emocionalmente, sino también educar al espectador sobre las razones morales del conflicto. En el Reino Unido, filmes como In Which We Serve o The Next of Kin operaban como dispositivos disciplinarios, apelando al deber y la vigilancia del lenguaje.

Alemania, pionera en institucionalizar la propaganda, creó el Ministerio para la Ilustración Pública y Propaganda, donde el cine funcionaba como una prolongación del Estado. El judío eterno (1940), presentado como documental, fue una pieza central en la construcción visual del antisemitismo de Estado, contraponiendo una supuesta degeneración judía con la pureza aria. Su prohibición actual en Alemania confirma su potencia simbólica y la toxicidad de su contenido. De modo similar, la Italia fascista integró cine y Estado mediante el Ministerio de Cultura Popular, que supervisaba la producción de noticiarios, documentales y filmes ideológicamente alineados.

Aunque el cine actual parece haber abandonado las formas burdas de propaganda, subsiste una colaboración sistemática entre el complejo militar-industrial y la industria del entretenimiento. En 2001, poco antes de la declaración de la Guerra contra el Terror, asesores presidenciales se reunieron en Hollywood para discutir cómo los productos culturales podían alinear la narrativa pública con los intereses geopolíticos de Estados Unidos. El objetivo: no propaganda, sino narrativas. La semántica cambia, pero la función permanece.

Esta colaboración se ha institucionalizado. Más de mil programas de televisión y ochocientas películas han contado con la asistencia del Departamento de Defensa, que ofrece acceso a recursos logísticos y tecnológicos (portaaviones, tanques, armamento, asesoramiento técnico), a cambio de una supervisión estricta del contenido. No se trata de censura explícita, sino de una forma de subsidio condicionado: si el guion no conviene, se retira el apoyo. En casos como Battleship (2012), la participación militar fue tan profunda que incluyó actores en servicio activo y locaciones reales como el USS Missouri. En contraste, películas críticas como The Hurt Locker o aquellas que cuestionan las guerras en Irak y Afganistán, enfrentan restricciones o abandono por parte de los entes militares. La lógica es clara: los filmes “promilitares” son recompensados con realismo y producción a gran escala.

Esta convergencia entre entretenimiento y poder no se limita al cine. La industria de los videojuegos representa una frontera aún más imbricada entre pedagogía militar y placer lúdico. Paradójicamente, aquí el flujo de tecnología se invierte: no es el ejército quien proporciona herramientas, sino que adopta desarrollos de la industria para entrenar soldados y modelar la percepción civil sobre la guerra. El caso más emblemático es America’s Army, videojuego lanzado en 2002 por el Departamento de Defensa estadounidense. Su descarga gratuita permitió alcanzar millones de usuarios. A diferencia de otros shooters, este juego exige pasar por un entrenamiento básico, simula con rigor los reglamentos del ejército, y sanciona cualquier desviación de las Reglas de Enfrentamiento. Aquí, la diversión se funde con la doctrina.

Lo que se presenta como entretenimiento se convierte en instrucción. La línea entre realidad y simulacro se difumina, y el jugador, al adoptar la lógica militar, también internaliza sus valores. Se normaliza el conflicto como experiencia, se estetiza la violencia como espectáculo, se legitima el poder como destino. La militarización del imaginario se consuma no por imposición, sino por fascinación.

Es fundamental comprender que estas dinámicas no solo reproducen ideologías, sino que las inscriben corporalmente. La emoción, la adrenalina, el deseo de pertenencia, son instrumentos de captación. Lo militar no es solo narrado: es sentido. El cine y los videojuegos no solo muestran la guerra: nos entrenan para aceptarla como inevitable, justa o incluso emocionante.

¿Cómo las Exhibiciones Audiovisuales y las Sensaciones Corporales Modelan la Percepción de la Guerra en los Museos?

A las 11:00 a.m., entro en el área de Bomber Command y escucho los últimos momentos de su relato. Ya sé que me quedaré para escucharlo nuevamente: hay algo en su voz que me atrae. Así, me encuentro de pie, solo en una pequeña habitación con revestimiento metálico simulado, techo curvado y una bahía de bombas en el suelo. Un video comienza a reproducirse y me presentan a un grupo de aviadores que se preparan para realizar un ataque nocturno. Los sonidos del motor llenan la habitación y una gran parte del suelo vibra bajo mis pies, simulando el despegue. Todo parece ir bien en la pantalla, la operación de la escuadrilla avanza según lo planeado. Eso, hasta que son detectados por radar; en ese momento, todo cambia. La pequeña habitación, hasta ese momento iluminada con una luz blanca apagada, estalla en colores que seguramente indican fuego, pasando rápidamente del blanco al púrpura, del lila al rosa, del rojo al naranja, antes de desvanecerse a negro. La experiencia se transforma por completo: el color inunda el espacio y las vibraciones se intensifican. No siento que esté dentro de un avión estrellándose, ya que el movimiento no es lo suficientemente impactante. Pero ciertamente me siento perturbado, especialmente en esos últimos momentos. Me siento acosado por la narrativa, por los sonidos, pero más que nada es la sensación de movimiento lo que me afecta. Estoy descolocado. Es un efecto kinestésico. Y en ese momento, estoy más en contacto con el Memorial que nunca antes; literalmente, mientras me tenso y me ajusto para encontrar equilibrio, apretando el suelo con un poco más de fuerza. La pantalla frente a mí regresa a imágenes en blanco y negro de la tripulación del vuelo y me cuentan su destino: aquellos que sobrevivieron y aquellos que no. En algún lugar, en lo que parece ser "la distancia", su avión herido se estrella, explota y resuena; un retumbar repetitivo que se desvanece en el fondo.

Este componente audiovisual de Bomber Command en el Australian War Memorial no busca enseñar hechos discursivos sobre el ejército australiano, sino permitir que los visitantes experimenten cómo se sintió estar en la guerra. Esto es claro desde el panel que adorna su exterior: “Esta exposición evoca algunas de las vistas, sonidos y sensaciones de un ataque aéreo de Bomber Command en Alemania”. De esta manera, la exhibición intenta impactar más en el cuerpo del visitante que en su mente, transmitiendo las sensaciones que se podían experimentar durante un ataque nocturno sobre Alemania. Al entrar al fuselaje de la exposición, algunos visitantes se sienten profundamente involucrados, agachándose para tocar el suelo vibrante, mientras que otros apenas se detienen a observar y rápidamente se retiran. Los que entran sabrán, gracias a las películas de guerra y otros relatos históricos, que estas misiones eran extremadamente peligrosas, con muchos bombarderos siendo derribados. Sin embargo, el Australian War Memorial no busca transmitir la completa horrorosa experiencia de ser derribado sobre Alemania; por ello, la iluminación fue diseñada para contrastar la relativa oscuridad del fuselaje del avión (donde se invita a los visitantes a estar de pie) con la iluminación colorida que representaba las llamas lamiendo el exterior del avión durante el transcurso del show. La intensificación de la vibración y la iluminación a lo largo de la "misión" abre los cuerpos de los presentes, intentando hacerlos receptivos a la eventual revelación: esta era una recreación de una “misión real”, en la que muchos de los que estaban a bordo del bombardero no sobrevivieron.

Más tarde, regreso a la galería de la Guerra de Vietnam, esperando ver "Dust Off", una de las instalaciones de luz y sonido de la galería. Un grupo de escolares, unos quince adolescentes vestidos con uniformes escolares de pantalones grises y blazers rojos, se encuentran reunidos cerca. Su profesor les explica con entusiasmo lo que están a punto de presenciar. Las luces se apagan. Se proyectan imágenes en blanco y negro en dos paredes tras el Iroquois y una niebla de sonido llena la galería. Escuchamos las transmisiones radiales—grabaciones originales—entre el fuego de ametralladoras, el zumbido de las hélices y los sonidos distantes de la lluvia tropical. El volumen es ensordecedor—realmente fuerte. Sé que las cosas no terminarán bien: sé que el helicóptero será atacado mientras intenta evacuar a un soldado herido; sé que las transmisiones radiales que escuchamos capturan las palabras de quienes no lograron sobrevivir; y sé que escucharemos en las voces de aquellos al otro lado de esa comunicación la realización de que se han ido. Los estudiantes observan en silencio. A medida que el video llega a su fin, nos queda la sensación de que la evacuación fue un fracaso rotundo. Las luces se encienden nuevamente y veo al grupo escolar parado a mi izquierda: apenas se mueven y permanecen en silencio; suspendidos en su silencio. El profesor se acerca y los reúne. Puedo leer en su rostro, en sus gestos, preocupación, incertidumbre, así que presto atención a su discurso. Se disculpa: este no era el video que había planeado mostrarles. Él había querido que vieran el "Asalto Heliborne", con el que esperaba brindarles una experiencia más patriótica y victoriosa. Por azar, sin embargo, el "Dust Off" se proyectó. Para los estudiantes, esto fue una experiencia memorable—si bien algo traumática. Podría argumentarse que esto fue solo una coincidencia desafortunada, un caso aislado. Sin embargo, es relevante recordar que esta tensión fue específicamente construida en el Australian War Memorial por ley: es un espacio que celebra tanto el heroísmo del militarismo australiano como también lamenta la pérdida de vidas australianas en la guerra.

Lo que debe entenderse en este tipo de exposiciones es que la intención no es solo transmitir una narrativa histórica, sino también evocar una respuesta emocional y corporal de los visitantes. La simulación de sensaciones—sea a través de vibraciones, luces o sonidos—no busca únicamente la inmersión, sino también que el visitante se sienta de alguna manera parte del evento, incluso si solo es por un breve momento. Este enfoque no solo destaca la naturaleza sensorial de la guerra, sino que también permite una reflexión más profunda sobre las consecuencias de estos conflictos, no solo para los involucrados directamente, sino también para aquellos que los observan de forma retrospectiva.

¿Cómo la Diplomacia Digital Transforma las Relaciones Internacionales?

La diplomacia digital es un campo en constante evolución, alimentado por la capacidad de las redes sociales para alterar las dinámicas de poder tradicionales. A pesar de que muchos pueden considerar que las interacciones digitales entre los actores globales, como las que ocurren en Twitter, son simples intercambios sin mucho impacto real, la verdad es que estos pueden tener repercusiones significativas en las relaciones internacionales. Un ejemplo de ello fue la disputa cartográfica entre la misión rusa ante la OTAN y las autoridades occidentales. Aunque esta controversia pueda parecer menor en comparación con otros incidentes en línea, desde la perspectiva diplomática es un hecho extraordinario y revelador de cómo los estados se comunican y representan sus intereses en el ámbito digital.

El uso de plataformas como Twitter en la diplomacia no es un fenómeno nuevo, pero la manera en que ciertos líderes mundiales, como el expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump, adoptaron estas herramientas cambió el curso de la diplomacia contemporánea. Trump, conocido por su estilo irreverente y agresivo en Twitter, trajo consigo una forma de interacción política que desbordaba las convenciones diplomáticas tradicionales. A lo largo de su mandato, sus tuits fueron muchas veces impredecibles, como cuando llamó a Kim Jong-un, el líder de Corea del Norte, "bajo y gordo", o cuando envió un mensaje en mayúsculas al presidente iraní, lo que muchos interpretaron como una amenaza de guerra. Este tipo de lenguaje, completamente ajeno a la diplomacia clásica, no solo rompió con los protocolos establecidos, sino que también generó debates sobre la efectividad y las consecuencias de tal acercamiento digital a la política exterior.

Sin embargo, la diplomacia digital no se limita únicamente a los intercambios de las grandes potencias. En el ámbito internacional, las plataformas sociales han permitido que personas comunes intervengan en cuestiones geopolíticas, a menudo con gran impacto. Este fenómeno ha sido descrito como "estado cívico digital" o "citizen statecraft". Un caso paradigmático de esto ocurrió en relación con las Islas Malvinas/Falkland. La disputa territorial entre Argentina y el Reino Unido por la soberanía de las islas ha sido durante mucho tiempo un tema candente en la política latinoamericana. En 2012, el gobierno argentino lanzó un anuncio en el que mostraba a un atleta entrenando en las Islas Malvinas, con el mensaje de que "para competir en suelo inglés entrenamos en suelo argentino". Este anuncio, que fue interpretado como una afirmación de soberanía sobre las islas, rápidamente se viralizó en las redes sociales, lo que obligó a la agencia responsable a disculparse, argumentando que solo estaba destinado a la audiencia nacional. No obstante, el hecho de que el video se compartiera masivamente en plataformas globales mostró cómo los contenidos pueden escapar al control de quienes los producen.

Este fenómeno de remix digital, en el que los usuarios pueden tomar un contenido y darle un giro o reinterpretarlo, es otra característica importante de la diplomacia digital. En el caso de las Islas Malvinas, los habitantes de las islas respondieron al anuncio argentino creando una versión modificada del mismo, en la que insertaron una imagen de un autobús de dos pisos británico, creando un mensaje en tono irónico y despectivo hacia el anuncio original. Este tipo de creatividad cívica no solo refleja una intervención política, sino también una forma en que la cultura digital permite que individuos y grupos reinterpreten narrativas geopolíticas de manera que antes no era posible.

Es importante destacar que, si bien las redes sociales han democratizado la intervención de los ciudadanos en cuestiones políticas, este nuevo panorama también ha dado lugar a riesgos. Las herramientas digitales, como los drones, han permitido la supervisión y el ataque remoto, transformando la naturaleza misma de los conflictos internacionales. Los avances en la tecnología de drones, que comenzaron a utilizarse en la década de 1990, no solo facilitan el monitoreo en tiempo real de áreas en conflicto, sino que también permiten realizar ataques aéreos de precisión sin la necesidad de involucrar a pilotos humanos en situaciones de alto riesgo. Esta capacidad de actuar sin la presencia física de un combatiente humano introduce nuevas dinámicas en la guerra moderna, pero también plantea serias preguntas sobre la ética y las implicaciones de tales intervenciones a distancia.

La cuestión que emerge de todo esto es cómo, en un mundo cada vez más interconectado, los estados y los individuos pueden gestionar las complejas interacciones que surgen en el ámbito digital. La diplomacia tradicional ya no es suficiente por sí sola para navegar en un paisaje global donde los mensajes pueden ser manipulados, remixeados y distribuidos a velocidades vertiginosas. Las plataformas digitales han hecho más accesibles que nunca las conversaciones sobre cuestiones geopolíticas, pero también han diluido las fronteras entre lo personal y lo estatal, lo público y lo privado, generando nuevos desafíos y oportunidades para las relaciones internacionales.