En los últimos cincuenta años, los gobiernos estatales en los Estados Unidos han implementado una serie de leyes que limitan de manera significativa la autonomía de las ciudades, especialmente en los territorios urbanos empobrecidos y con altos índices de población minoritaria. La tendencia hacia el debilitamiento del poder local se ha intensificado, dejando a las ciudades cada vez más vulnerables frente a las decisiones tomadas en los estados, muchas veces contrarias a sus intereses específicos.

Una de las principales herramientas utilizadas para socavar la capacidad de autogobernarse de las ciudades ha sido la promulgación de leyes de preempción. Estas leyes limitan lo que las autoridades locales pueden hacer en diversas áreas, desde la imposición de impuestos hasta la regulación de cuestiones como la discriminación, el control de alquileres o la propiedad de armas. En gran parte, estas leyes reflejan una ideología conservadora que ha dominado la política estatal, especialmente desde la década de 1970. Inicialmente, estas leyes fueron una respuesta a revueltas fiscales en lugares como California, donde se planteó la idea de limitar los impuestos municipales para frenar lo que se percibía como un gasto descontrolado. Este tipo de legislación tuvo un impacto particularmente negativo en las grandes ciudades industriales del Medio Oeste, como Detroit, que ya estaban luchando con los efectos de la desindustrialización y la fuga de blancos hacia los suburbios. Estas limitaciones fiscales impidieron que las ciudades afectadas pudieran recaudar los fondos necesarios para financiar sus servicios públicos y garantizar la calidad de vida de sus residentes.

Con el tiempo, las leyes de preempción se expandieron a áreas más diversas, como la prohibición de aumentar los salarios mínimos o exigir que los empleadores ofrezcan licencias por enfermedad pagadas. Las ciudades, que suelen ser más progresistas en sus políticas, han visto limitados sus esfuerzos por mejorar las condiciones laborales o abordar la desigualdad social debido a la intervención estatal. En muchos casos, estas restricciones se han visto reforzadas por organizaciones como el American Legislative Exchange Council (ALEC), que ha impulsado la adopción de modelos legislativos para consolidar aún más el poder estatal y debilitar a los gobiernos locales.

Además de las leyes de preempción, otro mecanismo importante utilizado para limitar la capacidad de acción de las ciudades ha sido el control financiero. Entre 1975 y 2009, al menos 120 ciudades y condados fueron colocados bajo algún tipo de supervisión financiera por parte de los estados. Esto generalmente ocurría cuando las ciudades enfrentaban crisis fiscales, y la solución propuesta por los gobiernos estatales era imponer políticas de austeridad, como recortes en los servicios públicos y despidos masivos. El ejemplo más claro de esta tendencia lo encontramos en las ciudades del Medio Oeste, como Detroit, donde los líderes estatales justificaban el control externo de las finanzas bajo el argumento de que estas ciudades no podían gestionar sus propios recursos de manera efectiva. A menudo, el control financiero venía acompañado de una reestructuración de las prioridades, con énfasis en reducir el gasto en lugar de buscar soluciones a largo plazo para los problemas estructurales que originaron las crisis.

Uno de los aspectos más complejos de este fenómeno es cómo los intereses suburbanos juegan un papel crucial en este proceso. En muchos casos, los municipios suburbanos que rodean a las grandes ciudades se han beneficiado de estas intervenciones estatales. Tomemos como ejemplo el caso del Sistema de Agua de Detroit. Este sistema, que originalmente fue diseñado para satisfacer las necesidades de una ciudad en expansión, se volvió económicamente insostenible debido al éxodo de la clase media blanca hacia los suburbios. A medida que la ciudad de Detroit enfrentaba dificultades para cubrir sus costos operativos, los suburbios comenzaron a presionar para obtener mayor control sobre los recursos hídricos. Los líderes suburbanos argumentaban que estaban pagando demasiado por el agua y que esto era una forma de subsidio a los residentes más pobres de Detroit. Eventualmente, el estado intervino para tomar el control del sistema, imponiendo políticas que afectaron principalmente a los residentes de la ciudad central, como los cortes de agua a quienes no podían pagar las tarifas.

Este tipo de dinámicas también ha afectado a otros sectores clave, como la educación. Las escuelas en ciudades como Camden, Newark, Detroit y Flint, muchas de ellas con una población mayoritariamente minoritaria, han sido objeto de toma de control por parte de los estados. Este control se ha justificado bajo el pretexto de mejorar la calidad educativa, pero a menudo ha llevado a una reducción de los recursos disponibles para las comunidades más necesitadas. Las decisiones de los gobiernos estatales han despojado a las ciudades de la capacidad de gobernar sus propios sistemas educativos, lo que ha tenido un impacto negativo en la calidad de la enseñanza en estos lugares.

Es esencial comprender que el debilitamiento del poder local y el control financiero no son fenómenos aislados, sino parte de un patrón más amplio de redistribución de poder hacia los gobiernos estatales y las élites suburbanas. Este proceso ha tenido consecuencias profundas en la capacidad de las ciudades para gestionar sus propios recursos y atender las necesidades de sus residentes, especialmente en aquellas zonas urbanas que enfrentan mayores desafíos económicos y sociales. Las intervenciones estatales no solo limitan la autonomía local, sino que también refuerzan las divisiones geográficas y raciales, exacerbando las desigualdades entre los centros urbanos y los suburbios.

¿Cómo impacta la gobernanza del mercado de la tierra en las ciudades en declive?

En las ciudades en declive, como Detroit, la posibilidad de desarrollar viviendas sostenibles y económicas se ve limitada por la disparidad entre el costo de construcción y el valor real de venta de las propiedades. Este desfase entre el precio de construcción y el precio de mercado hace que cualquier intento de desarrollo inmobiliario sea una tarea difícil sin subsidios públicos. Si los gobiernos locales intentaran cubrir esa brecha utilizando sus propios recursos, estarían absorbiendo directamente las pérdidas que conlleva la diferencia entre el costo de construcción y el precio de venta al que se puede ofrecer el inmueble. El modelo de desarrollo basado únicamente en el mercado implica una ausencia de políticas de uso de la tierra que permitan intervenir de manera efectiva en el mercado inmobiliario en declive. Esta ausencia puede ser vista como una forma de dejar que el mercado se autorregule, pero también puede contribuir a la perpetuación de la pobreza y el deterioro urbano.

Los promotores del pensamiento neoliberal, como Ayn Rand y Ludwig von Mises, han defendido la idea de un mercado completamente desregulado y libre de la intervención estatal. Según este enfoque, la intervención del Estado en la economía, particularmente en el sector inmobiliario, es vista como contraproducente y perjudicial para el desarrollo económico. Desde esta perspectiva, las soluciones que impliquen la intervención estatal, como los bancos de tierras o las políticas de recuperación urbana, se consideran ineficaces e incluso peligrosas, ya que otorgan al gobierno un poder excesivo para gestionar los mercados inmobiliarios y tomar decisiones sobre el uso de la tierra.

Sin embargo, algunos estudiosos han propuesto alternativas que implican la desincorporación de las ciudades y la venta de tierras a desarrolladores privados. Esta propuesta busca liberar a las ciudades de las cargas que implica el mantenimiento de propiedades abandonadas y fomentar el desarrollo privado sin la intervención del Estado. A pesar de la polémica que estas ideas generan, existen propuestas más matizadas que intentan equilibrar la intervención pública con la lógica de mercado, como la creación de bancos de tierras para adquirir y gestionar propiedades abandonadas, promover su revitalización y facilitar su venta a desarrolladores interesados.

El aumento de la capacidad del Estado local para intervenir en los mercados inmobiliarios ha sido uno de los temas centrales del debate político en las últimas décadas, especialmente en ciudades como Cleveland, St. Louis y Atlanta. Sin embargo, las fuerzas conservadoras y los grupos de interés del sector inmobiliario han logrado bloquear muchas de estas reformas. Los críticos del modelo de los bancos de tierras argumentan que estos programas no han tenido éxito en el pasado y que, en lugar de fomentar el desarrollo económico, han perpetuado el abandono de propiedades. Además, señalan que el poder que otorgan estos programas a los gobiernos locales para tomar decisiones sobre la venta de tierras puede dar lugar a una gestión poco transparente y a la concentración del poder político en manos de unos pocos.

Las asociaciones de bienes raíces han sido especialmente vocales en su oposición a las reformas propuestas por los bancos de tierras, ya que temen que cualquier regulación o restricción sobre la venta de propiedades perjudique sus intereses económicos. Estas asociaciones abogan por un enfoque de mercado puro, en el que las propiedades sean devueltas a los inversionistas lo más rápido posible, sin interferencias del gobierno. Según esta visión, las políticas de intervención estatal solo empeoran los problemas urbanos y retrasan la recuperación de las ciudades en declive.

A pesar de la fuerte oposición, algunos avances han sido realizados en estados como Ohio, Pennsylvania y Missouri, donde se han aprobado leyes que permiten a los bancos de tierras intervenir más activamente en los mercados inmobiliarios. No obstante, estas reformas han sido limitadas por la presión de los grupos de interés y las fuerzas neoliberales, que han logrado mantener un marco de políticas conservador, restringiendo el poder del Estado local para intervenir de manera más directa en la gestión de la tierra.

La situación de las ciudades en declive sigue siendo compleja y los modelos de desarrollo basados exclusivamente en el mercado han demostrado ser insuficientes para abordar los problemas estructurales que enfrentan. La intervención pública, a través de herramientas como los bancos de tierras, sigue siendo un tema controversial, pero fundamental si se busca una regeneración urbana equitativa y sostenible.

¿Cómo la reacción racial y el neoliberalismo produjeron la política de privación urbana organizada?

Cuando figuras políticas carismáticas como Reagan y Thatcher llegaron al poder, implementaron lo que consideraban una alternativa urgente al orden previo: una gobernanza basada en la austeridad, la penalidad y el desmantelamiento progresivo del estado del bienestar. Esta transformación afectó todos los niveles de gobierno, desde el nacional hasta el local, y fue impulsada por un relato poderoso que sigue dominando el análisis académico y político: la narrativa del neoliberalismo como respuesta técnica a crisis económicas. Esta narrativa coloca a las corporaciones y a los economistas conservadores en el centro del cambio, impulsados por los altos impuestos y un crecimiento económico estancado. Sin embargo, esta explicación, profundamente materialista, deja fuera dimensiones sociales fundamentales.

El énfasis exclusivo en las motivaciones económicas ignora factores sociales clave. En particular, las crisis sociales de los años 60, especialmente la reacción blanca ante los avances políticos de las poblaciones negras, son tan importantes —y en algunos casos más— que los shocks económicos de los 70 para entender la transición hacia el neoliberalismo. La producción de políticas urbanas neoliberales no puede comprenderse plenamente sin atender a la reacción racial organizada y su papel en modelar una nueva racionalidad de gobierno. Esta transición no fue simplemente una respuesta técnica a desafíos económicos, sino también una respuesta ideológica y profundamente racializada al cambio social percibido como amenaza.

La privación organizada, concepto central en este análisis, es el resultado de un proceso multifacético en el que el declive urbano, la amenaza racial y el ascenso del movimiento conservador convergen para formar un ciclo de retroalimentación positiva. Este ciclo produce políticas que, en lugar de remediar el deterioro urbano, lo perpetúan deliberadamente mediante recortes a la red de seguridad social, la limitación de la autonomía local y la imposición de medidas punitivas contra los considerados “problemáticos”. No se trata de una conspiración centralizada, sino de una lógica sistémica impulsada por intereses poderosos y un consenso tácito basado en el rechazo al progreso político de las comunidades racializadas.

El declive urbano debe entenderse como la fuga de personas o capital (frecuentemente ambos) desde el espacio urbano hacia otros territorios. Aunque no existe un consenso definitivo sobre qué magnitud o duración constituye un “declive”, lo cierto es que los líderes municipales tienden a negar su existencia, incluso ante evidencias contundentes, temerosos del estigma asociado a dicho término. En muchos casos, sus esfuerzos por revertirlo de forma prematura aceleran su llegada. Espacialmente, las ciudades presentan paisajes desiguales: zonas en crecimiento conviven con áreas deterioradas. Pero en los cinturones industriales del Medio Oeste estadounidense, las marcas del abandono son especialmente visibles: estructuras destruidas, edificios vacíos, barrios enteros marcados por el despojo.

Este abandono físico no es sólo una realidad material, sino también una construcción simbólica. Los espacios degradados se convierten en imágenes recurrentes cuando se habla de “ciudad interior”, alimentando tanto la imaginación política como cultural. Son los paisajes más extremos los que sirven de materia prima para la producción del imaginario urbano de la decadencia. Fotografías de casas en ruinas, calles vacías, infraestructura corroída: todo se convierte en parte del género visual conocido como “pornografía de la ruina”. Estas imágenes son utilizadas como evidencia de fracaso, como justificación para nuevas políticas de control, y como argumento para reducir aún más las obligaciones del Estado con las comunidades que habitan esos espacios.

Importa subrayar que estos barrios, aunque abandonados en gran parte, siguen siendo habitados. En ellos viven personas que luchan diariamente contra las condiciones impuestas por décadas de desinversión y marginación. Pero la representación pública de estos lugares no suele centrarse en sus habitantes, sino en su supuesta peligrosidad o inutilidad. La política neoliberal, alimentada por esta representación, actúa desanclando el mercado de su contexto social, tratando a las personas como obstáculos al capital, y legitimando políticas que criminalizan la pobreza.

Al situar la raza como eje de análisis, no se pretende afirmar que es el único factor en juego, sino desafiar el supuesto de que no es relevante. Aunque la literatura ha abordado el papel de la raza en cuestiones como el encarcelamiento masivo, son muchos menos los estudios que exploran cómo el racismo estructural configura la política urbana neoliberal o cómo contribuye directamente al declive urbano. La privación organizada tiene raíces tanto en la crisis económica como en las convulsiones sociales de décadas anteriores, y debe leerse como el resultado de una política sistemática que, lejos de ser neutral, está profundamente imbricada en una lógica de exclusión racial y territorial.

Lo que debe entender el lector, más allá de lo ya dicho, es que la política de austeridad y de desinversión local no es simplemente un efecto secundario de la economía globalizada, sino una elección política, reforzada por estructuras ideológicas que naturalizan la desigualdad. El abandono de ciertos territorios no es inevitable; es producido. Y su producción responde no sólo a criterios de rentabilidad, sino también a una voluntad implícita de castigo social y racial. La narrativa de la “ciudad en ruinas” no es inocente: es una herramienta de poder.