El auge de Donald Trump en el sector inmobiliario no solo fue producto de su ambición y estrategia empresarial, sino también de sus interacciones con figuras poderosas y, a menudo, problemáticas, como sindicatos influyentes y elementos del crimen organizado. La historia detrás de la construcción de la Trump Tower y sus primeros pasos en Atlantic City refleja cómo las alianzas y negociaciones, a veces turbias, fueron cruciales para su éxito.
Trump se vio obligado a interactuar con el sindicato de los Teamsters Local 282, cuyos miembros estaban a cargo de la distribución de materiales de construcción en el proyecto de la Trump Tower. John Cody, el presidente del sindicato, era conocido por su estrecha relación con la familia mafiosa Gambino y por sus tácticas agresivas, que incluían amenazar con huelgas si no se cumplían sus demandas. En 1980, el FBI citó a Trump en calidad de testigo para investigar una posible corrupción relacionada con Cody. Se decía que Trump había ofrecido un apartamento en la torre como soborno para evitar retrasos en la construcción. Aunque Trump negó tal acuerdo, la investigación no logró encontrar pruebas concretas. Sin embargo, dos años después, la misteriosa Verina Hixon, asociada de Cody, ocuparía varios apartamentos en la Trump Tower, lo que alimentó aún más las especulaciones sobre las conexiones entre Trump y el crimen organizado.
En paralelo, Trump dirigió su mirada hacia Atlantic City, un lugar que, aunque menos obvio para un proyecto tan ambicioso, parecía ser el terreno perfecto para su incursión en el mundo de los casinos. El gobierno local, sumido en una crisis fiscal, necesitaba urgentemente inversionistas para revitalizar la ciudad. Sin las conexiones ni el capital para invertir en lugares como Las Vegas, Trump encontró una oportunidad ideal en Atlantic City, que había legalizado el juego en 1976. Sin embargo, el ambiente político y regulatorio era complejo, ya que los reguladores de Nueva Jersey mantenían estrictos controles sobre los propietarios y operadores de casinos.
Para navegar por este terreno, Trump estableció relaciones con figuras clave, como el abogado local Nick Ribis y el influyente Patrick McGahn. Estos contactos fueron esenciales para sortear los obstáculos legales y obtener acceso a propiedades clave para el desarrollo del Trump Plaza. Trump, en busca de obtener una licencia de casino, omitió detalles importantes sobre sus investigaciones previas, lo que hubiera sido un obstáculo significativo si se hubiera revelado. A pesar de esto, obtuvo la licencia en 1982 y comenzó la construcción, mientras que su hermano menor, Robert Trump, asumió el control de las operaciones en Atlantic City.
Entre las figuras problemáticas que rodeaban el casino estaba Robert LiButti, un conocido asociado de la mafia Gambino, quien gastó grandes sumas de dinero en el casino de Trump. LiButti fue conocido por su comportamiento agresivo hacia los empleados y sus vínculos con el crimen organizado, lo que finalmente llevó a que fuera vetado de todos los casinos del estado. A pesar de esto, Trump continuó cultivando su relación con LiButti, algo que más tarde negó en público. Este episodio subraya cómo Trump utilizó a personajes oscuros para consolidar su poder en el mundo de los casinos.
Otro aspecto clave en la ascensión de Trump fue su habilidad para negociar con las autoridades. En el caso de la Trump Tower, Trump solicitó una exención fiscal para hacer viable el proyecto, una medida que había utilizado en el pasado en el Commodore Hotel. Sin embargo, con la llegada de un nuevo alcalde reformista, Ed Koch, las relaciones de Trump con la política local se complicaron. Koch, quien había ganado la alcaldía en 1977, estaba menos dispuesto a favorecer los intereses de Trump, especialmente después de un conflicto previo relacionado con un asunto de easement en el proyecto del Commodore. A pesar de la oposición política y las dificultades para obtener las exenciones fiscales, Trump logró finalizar el proyecto sin grandes contratiempos.
El ascenso de Trump no fue solo el resultado de sus dotes como negociador o empresario, sino también de su capacidad para involucrarse en ambientes políticos complejos y, a veces, moralmente ambiguos. Su capacidad para formar alianzas con figuras que se encontraban al margen de la ley le permitió avanzar en un mundo donde el poder y las conexiones, más que el mérito, determinaban el éxito. La construcción de la Trump Tower y su incursión en Atlantic City no solo marcaron su éxito como magnate inmobiliario, sino que también reflejaron un patrón de negociaciones difíciles y alianzas cuestionables que lo acompañarían a lo largo de su carrera.
Es esencial entender que, más allá de las habilidades empresariales y la ambición personal, Trump se benefició de un contexto donde la política local, las relaciones con sindicatos y la mafia tuvieron un papel determinante en su ascenso. A pesar de sus esfuerzos por presentarse como un outsider o una figura ajena a la política tradicional, Trump fue capaz de integrar una red de contactos con intereses tanto legítimos como oscuros, lo que le permitió navegar los sistemas de poder que definían el paisaje urbano y empresarial de Nueva York y Nueva Jersey.
¿Cómo la cultura de Nueva York y las relaciones de poder formaron a Donald Trump como presidente?
La figura de Donald Trump, tanto en su carrera empresarial como en su presidencia, se construyó sobre una serie de patrones recurrentes de comportamiento y un enfoque particular hacia el poder, que no fueron el resultado de un interés genuino por el trabajo mismo, sino más bien de una serie de experiencias formativas en su vida, especialmente en Nueva York. La ciudad que lo vio crecer fue un caldo de cultivo de corrupción, rivalidades y un constante juego de poder entre figuras clave en la política, los negocios y los medios de comunicación. Nueva York de finales del siglo XX estaba dominada por una política racial tribal, donde las dinámicas entre las comunidades y la gestión de los servicios públicos afectaban a la ciudad de maneras profundas. Los desarrolladores, entre los que se encontraba Trump, estaban rodeados de figuras dudosas y enfrentaban constantes luchas por contratos, influencia y poder.
Lo que lo hacía destacar en este mundo era su actitud audaz. A menudo se le podía ver realizar acciones impensables, como admitir abiertamente que usaba un alias mientras estaba bajo juramento en un juicio, o manejar situaciones complicadas de la misma manera en que manejaba los negocios: a través de tácticas que podían parecer una mezcla de desdén por la autoridad y un enfoque implacable hacia el logro de sus fines.
Trump nunca fue un hombre interesado en los detalles de las estructuras gubernamentales o en los procesos que definían el funcionamiento del país. Sin embargo, su éxito en los negocios le permitió imaginar una presidencia que se asemejaba a la estructura de poder que conocía en Nueva York. La idea que desarrolló, pronto reconocida por sus asesores, era la de una presidencia donde un "jefe" tenía control total, sin necesidad de una comprensión profunda del gobierno. Como en sus años de empresario, la política se veía como una extensión de la gestión de su imperio: lo importante no era el proceso, sino los resultados. En este marco, lo que él valoraba era la lealtad, las relaciones personales, y el uso de la imagen pública como una herramienta para el ejercicio del poder.
Este enfoque lo llevó a rodearse de personajes y asesores que compartían su visión, aunque sus relaciones no siempre fueron fáciles. Desde figuras como Norman Vincent Peale, quien le enseñó la importancia del pensamiento positivo, hasta Roy Cohn, su mentor más influyente, que le transmitió la idea de construir una vida alrededor del poder y la manipulación de la percepción pública. Estos personajes formaron parte del entorno en el que Trump se desarrolló, y sus enseñanzas fueron esenciales para la forma en que gestionó su campaña y su tiempo en la Casa Blanca.
Aunque Trump fue criticado por su imprevisibilidad y su estilo caótico, aquellos que lo conocían bien podían identificar ciertos patrones de comportamiento que se repetían a lo largo de su vida. El contraataque rápido, la mentira estratégica, el desplazamiento de la culpa, la ira performativa, y la manipulación de la lealtad de aquellos que lo rodeaban, son solo algunas de las tácticas que utilizaba para mantener el control. Este enfoque se extendió también a su vida política, donde las relaciones se veían bajo la misma lente de poder que había aprendido en los círculos de negocios y en los conflictos que definían su carrera empresarial.
Lo que realmente destaca de la presidencia de Trump es que su política no estaba guiada por un deseo de transformar el país de acuerdo a una visión idealista o una ideología bien definida, sino por una constante aplicación de los mismos principios que lo habían llevado al éxito en el mundo de los negocios. La política, al igual que el mundo de los desarrolladores de Nueva York, era una extensión de un sistema de relaciones y alianzas que él comprendía bien, pero que muchos otros no. Para Trump, el poder era principalmente una cuestión de control: no solo sobre la gente, sino sobre la narrativa que se construía a su alrededor.
Es importante considerar que este enfoque no solo tenía que ver con su manera de operar en la Casa Blanca, sino con las relaciones más profundas y duraderas que tenía con sus aliados y enemigos. Las disputas personales que ocupaban su tiempo reflejaban en muchos casos viejos rencores de su carrera empresarial, como las disputas con el senador John McCain o con el representante Jerry Nadler, que se remontaban a los años 90. Sin embargo, estas viejas rencillas no eran solo un tema personal, sino que eran parte de una estrategia más amplia de construcción de poder, en la que cada enemigo derrotado o cada aliado que se doblegaba se convertía en una victoria.
Además, es crucial entender que para Trump, la política nunca fue un medio para lograr fines altruistas o el beneficio general. Su objetivo era siempre el fortalecimiento de su imagen personal y la consolidación de su poder, tanto dentro de su partido como en la escena política nacional. En este sentido, sus maniobras, muchas veces descritas como caóticas o impredecibles, eran en realidad tácticas calculadas dentro de un marco mucho más estructurado, aunque difícil de identificar para aquellos que no compartían su perspectiva.
¿Cómo la ansiedad y las relaciones personales influenciaron el comportamiento de Trump en la Casa Blanca?
La transición de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos estuvo marcada no solo por su estilo de gobernar, sino también por una serie de comportamientos y hábitos que revelaban más sobre su psicología y su necesidad de control que sobre su visión política. En los primeros días de su mandato, los miembros de su equipo se dieron cuenta de que su jornada laboral no comenzaba a las 9:00 a.m., como era esperado, sino que el reloj del presidente se deslizaba hacia las 10:30 a.m. Esto no era una simple demora; era un síntoma de una rutina que mezclaba el trabajo con el ocio de una forma desconcertante, llevando a su personal a una constante sensación de ansiedad.
Priebus, su jefe de gabinete, intentaba organizar su agenda para empezar las actividades oficiales temprano, pero la flexibilidad de Trump en cuanto a los horarios ponía en juego la eficiencia del gobierno. En lugar de un ritmo ordenado, la Casa Blanca parecía operarse bajo un modelo que más bien parecía un crisol de caos. Su día terminaba cerca de las 6:30 p.m., cuando se retiraba a la residencia presidencial, no solo para descansar, sino para disfrutar de cenas con invitados o para ponerse al día con programas grabados en la televisión. En esos momentos de tranquilidad privada, Trump a veces se despojaba de la formalidad de su vestimenta, optando por un albornoz, algo que sus colaboradores consideraron inapropiado y que, posteriormente, generó controversia en los medios. El hecho de que la Casa Blanca negara que Trump usara un albornoz, mientras que aparecían fotos que lo mostraban con él, evidenció no solo la fragilidad de la imagen pública de Trump, sino también una constante lucha interna por controlar las percepciones externas.
La percepción de la prensa fue uno de los temas recurrentes en su presidencia. Trump nunca dejó de considerar a los medios como enemigos, a pesar de que, a menudo, él mismo se mantenía en contacto con periodistas. En lugar de manejar las críticas de manera política, su respuesta fue visceral, llamando a los medios “el enemigo del pueblo americano”, una frase que se repitió en varias ocasiones, tomando un tono autoritario que resonaba con los líderes autocráticos a nivel mundial. Este ambiente, cargado de sospechas y filtraciones, alimentaba una cultura de paranoia entre sus colaboradores, donde las traiciones percibidas se convertían en una parte diaria del protocolo. El miedo a las filtraciones se convirtió en una caza constante, que no solo afectaba las relaciones entre los funcionarios, sino que también complicaba la implementación de políticas claras y coherentes.
Además, Trump demostró una ansiedad que iba más allá de la política: su germofobia era una preocupación visible. En lugares como Mar-a-Lago, no era raro ver toallitas desinfectantes por toda la propiedad, y en la Casa Blanca, sus manos a menudo mostraban señales de haber sido frotadas excesivamente por los productos químicos. Este tipo de hábitos, que algunos describían como tics incontrolables, demostraban una necesidad de mantener el control de su entorno, un entorno que, paradójicamente, se veía cada vez más marcado por el desorden y el desconcierto.
Otro aspecto fundamental en su vida dentro de la Casa Blanca fue la presencia (o más bien la ausencia) de su esposa Melania. La primera dama, al principio de su mandato, no se mudó a la Casa Blanca sino hasta varios meses después de la toma de posesión de Trump. Esta distancia exacerbaba la soledad de Trump y su ansiedad, ya que constantemente temía la reacción de Melania frente a los eventos políticos. A pesar de su relación con algunos miembros del personal militar, la presencia de Melania se mantuvo distante, lo que reflejaba la desconexión emocional del presidente con su entorno más cercano.
En cuanto a las relaciones personales, Trump tendía a rodearse de una red de amigos y colaboradores que muchas veces carecían de experiencia en política, pero que ofrecían apoyo personal. Este comportamiento se tradujo en una forma de liderazgo en la que, en ocasiones, delegaba funciones gubernamentales a figuras externas, como el propietario de Marvel Entertainment, Ike Perlmutter, quien se involucró en cuestiones del Departamento de Asuntos de Veteranos sin tener formación en el área. Este tipo de relaciones estrechas fuera de la estructura formal del gobierno generaron críticas y acusaciones de falta de transparencia.
Por último, Trump parecía experimentar una especie de aislamiento de aquellos con los que podría haber compartido una visión política común, aunque su necesidad de aprobación lo llevaba a buscar constantemente la atención de nuevos aliados. Este comportamiento se manifestó incluso en las reuniones con figuras prominentes del mundo empresarial que, tras su victoria electoral, se apresuraron a mantener contacto con él. A pesar de su estilo combativo y de su falta de tacto en los medios, Trump encontraba consuelo en el poder de convocatoria que tenía, ya que muchos acudían a sus llamados, no solo por sus ideas, sino también por la influencia que podía otorgarles.
En resumen, la presidencia de Trump estuvo marcada por su intento de controlar cada aspecto de su entorno, desde la agenda diaria hasta las relaciones interpersonales. La ansiedad, el temor y la paranoia jugaron un papel central en su estilo de gobernar. Más allá de los aspectos políticos, es crucial comprender cómo estos factores personales y emocionales influenciaron su administración. En este contexto, no solo los eventos políticos, sino también las dinámicas de poder, las luchas internas y las decisiones impulsivas, reflejan el conflicto entre la imagen pública que Trump deseaba proyectar y las realidades de su vida personal.

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