La tiranía, como concepto y como práctica, ha sido rechazada a lo largo de la tradición política y teológica occidental, especialmente en el contexto de la Revolución Americana. El célebre verso de "Soneto por la Libertad" de Prentiss, “Dios nunca hizo un tirano, ni un esclavo”, resume una condena a las estructuras de opresión, abarcando no solo la tiranía política, sino también la esclavitud, la opresión de género, las dinámicas familiares autoritarias e incluso la tiranía divina. Este rechazo de la tiranía se ve claramente en la evolución de las ideas políticas y filosóficas de la Ilustración, que promovieron la igualdad y la libertad como fundamentos esenciales de una sociedad justa.
En la actualidad, el foco de la crítica a las estructuras de poder no ha desaparecido, y uno de los ejemplos más reveladores de esta continua problemática de la tiranía en la política contemporánea se encuentra en la figura del expresidente Donald Trump. A pesar de la complejidad de sus relaciones políticas y sociales, es fundamental centrarse en un aspecto particular: su enfoque hacia el poder absoluto y su curiosa relación con la religión. Trump, a lo largo de su mandato, adoptó un estilo de liderazgo caracterizado por un culto al poder personal y una tendencia a glorificar su imagen a través de medios materialistas y superficialmente religiosos. Esto se vio en la constante exhibición de su riqueza y éxito, en la que el nombre "Trump" se encuentra estampado en edificios y marcas, y en su teología de la autoayuda, de la cual fue discípulo ferviente bajo la influencia del predicador Norman Vincent Peale.
Peale, conocido por su evangelio de éxito personal, instaba a sus seguidores a creer en sí mismos y a tener fe en sus habilidades, un principio que, aunque vinculado superficialmente al cristianismo, resuena más con los ideales del paganismo clásico, donde el individuo se convierte en el centro de su propio universo. Trump adoptó estas ideas como parte de su visión del mundo, la cual no era ni filosóficamente profunda ni teológicamente enriquecida, sino una versión distorsionada de un mensaje que anteponía el éxito mundano a la humildad espiritual.
Un momento particularmente revelador de esta religiosidad superficial se produjo en 2020, cuando durante las protestas por la justicia social tras el asesinato de George Floyd, Trump usó su poder militar para despejar a los manifestantes y dirigirse a la iglesia episcopal de San Juan, donde posó ante la cámara sosteniendo una Biblia. Este gesto fue ampliamente condenado, no solo por el uso de la fuerza militar para su beneficio político, sino por convertir la Biblia en un simple accesorio, un símbolo vacío que de ninguna manera representaba un compromiso genuino con la fe cristiana o con los principios de justicia social que defendían muchos de los manifestantes.
Esta imagen de Trump como protector de la fe cristiana, desprovista de una verdadera comprensión teológica, se acentuó con sus afirmaciones de poder absoluto. No se limitó a un discurso político, sino que pasó a afirmar que tenía derechos absolutos sobre varias esferas del gobierno, incluyendo el perdón presidencial y el control sobre el Departamento de Justicia. La noción de poder absoluto es incompatible con los principios de la democracia y de la política constitucional moderna. En una nación fundada sobre la libertad y el sistema de pesos y contrapesos, el concepto de un poder sin restricciones representa una regresión hacia formas de gobierno absolutistas que la tradición iluminista había buscado erradicar.
Más aún, la integración de la religión en la política en un sistema secular es un fenómeno problemático. La separación entre lo religioso y lo político es esencial para evitar la tiranía, ya que fusionar ambos aspectos de manera imprecisa y errónea puede llevar a la creación de un gobierno basado no en la razón y la deliberación, sino en la fe ciega en una figura carismática que se presenta como divinamente elegido. La secularización de las instituciones políticas, como la democracia misma, debe garantizar que el poder no esté determinado por ninguna ideología religiosa particular, sino por el principio de que los humanos somos los arquitectos de nuestras propias instituciones.
Una de las falacias más comunes asociadas con la presidencia de Trump fue la idea de que él estaba "designado por Dios" para liderar el país. Esta visión de Trump como un "salvador" o "rey ungido" remite a una interpretación errónea de la historia bíblica y la política. Algunos seguidores lo compararon con Ciro el Grande, un rey persa de la antigüedad que, según algunas interpretaciones, fue usado por Dios para liberar al pueblo de Israel. Sin embargo, esta analogía es profundamente defectuosa, ya que minimiza los aspectos virtuosos del liderazgo y maximiza una visión centrada únicamente en el poder político. El cristianismo no glorifica el poder terrenal como un fin en sí mismo, sino que enfatiza la importancia de un reino que no es de este mundo, como dijo Jesús en el evangelio: "Mi reino no es de este mundo" (Juan 18:36).
Este tipo de creencias, que no solo son antidemocráticas, sino también desinformadas desde el punto de vista teológico, resalta una desconexión alarmante con las tradiciones filosóficas y religiosas occidentales. La educación, especialmente en filosofía, moralidad y pensamiento político, es fundamental para prevenir la aparición de líderes que confunden el poder personal con el poder divino y que tratan de manipular el discurso religioso para consolidar su propio dominio.
Es necesario que los ciudadanos comprendan que las ideas políticas no deben ser tomadas sin cuestionar, y que una visión iluminista de la política, que valore la razón y el diálogo sobre el autoritarismo y el culto a la personalidad, es fundamental para preservar la libertad y la justicia. Un gobierno que se basa en el razonamiento democrático y no en la adulación de un líder es el mejor antídoto contra la tiranía, tal como lo demostraron las luchas y las ideas que precedieron la creación de las democracias modernas.
¿Qué conecta a los sicofantes con los tiranos en la antigua Roma y Grecia?
En el mundo antiguo, los sicofantes eran figuras profundamente despreciadas. El término se utilizaba como un insulto y se relacionaba con la manipulación y el servilismo hacia los poderosos. En la obra "República" de Platón, se describe cómo los tiranos, aunque dominantes, se ven rodeados de sicofantes, individuos que cometen "pequeños males" en su servicio. Platón muestra cómo estos sicofantes, a menudo, emplean su elocuencia para hacer falsas acusaciones, tomar sobornos y participar en comportamientos deshonestos que, en última instancia, refuerzan el poder del tirano.
El concepto de sicofante se vincula directamente con la crítica de Platón a las estructuras de poder y la corrupción moral que estas generan. En la Atenas de los Tiránicos Treinta, los sicofantes fueron arrestados y ejecutados, una medida drástica que reflejaba la profunda animosidad hacia estos individuos. Platón, al describir los sucesos de su tiempo, sugiere que los acusadores de Sócrates podrían haber actuado como sicofantes, manipulando la verdad para servir a sus propios intereses. En este sentido, los sicofantes no solo son serviles, sino que son cómplices en la creación y mantenimiento de la tiranía.
El término se mantiene vigente en el discurso filosófico de la época. En la Apología de Sócrates, Platón no utiliza explícitamente la palabra "sicofante", pero Sócrates describe a Meletus, uno de sus acusadores, como un falso defensor de la justicia, involucrándose en el proceso judicial solo para ganarse la aprobación popular, sin verdadero interés en la verdad o el bienestar público. Este tipo de falsedad es la esencia del sicofante, cuya ambición y falta de principios lo llevan a desvirtuar la realidad para lograr sus fines.
En el contexto del Imperio Romano, el fenómeno de la sicofancia se intensifica. Tacitus, en sus Anales, lamenta la proliferación de los sicofantes bajo los emperadores, particularmente durante los reinados de Tiberio, Calígula y Nerón. En ese período, la adulación se convierte en una herramienta clave para avanzar en la corte imperial. El emperador Nerón, por ejemplo, es retratado como un monarca crédulo, fácilmente influenciable por la adulación de aquellos que rodeaban su entorno. Este fenómeno no es solo un comportamiento de quienes buscan obtener favores, sino que también refleja la estructura corrupta del poder, donde la verdad se distorsiona y se convierte en un bien escaso.
Tacitus describe cómo los senadores, en su búsqueda de poder o protección, se sometían a la voluntad del emperador mediante una adulación servil. Incluso Tiberio, quien detestaba la libertad pública, se sentía avergonzado por el nivel de sumisión que sus súbditos mostraban. Este tipo de flaqueza moral se convierte en un elemento esencial para comprender las dinámicas de poder en los sistemas tiránicos. El sicofante no solo se doblega ante el tirano, sino que se convierte en un agente de su corrupción, colaborando activamente en la distorsión de la realidad y el mantenimiento de un orden injusto.
La figura del sicofante también está vinculada a la idea de la adulación desmedida, que se convierte en un instrumento de manipulación política. En Roma, el término "adulatio" (adulación) se asociaba con la servilidad, y su uso en la corte imperial refleja una sociedad donde los valores de honor y verdad eran reemplazados por la competencia por el favor del poder. Esta corrupción de los valores tradicionales de la política romana es un tema central en la crítica de Tacitus.
El personaje del tirano, por un lado, es retratado como alguien que ejerce el poder sin restricciones morales, mientras que el sicofante, por otro lado, es quien se adapta a esa figura de poder, utilizando la astucia para manipular las circunstancias en su favor. A diferencia del tirano, que utiliza la fuerza, el sicofante depende de su astucia para obtener resultados. Sin embargo, esta astucia no es sinónimo de virtud, sino más bien de oportunismo, una habilidad para adaptarse a la tiranía para sobrevivir o prosperar en el entorno político. En la misma línea, el sicofante también es capaz de ocultar su verdadera naturaleza, engañándose a sí mismo al pensar que puede controlar los resultados sin perder su alma.
La historia de la relación entre los emperadores romanos y sus sicofantes se ve ilustrada en episodios como el de Nerón y su credulidad ante las promesas de un tesoro ficticio, lo cual es aprovechado por los sicofantes para seguir recibiendo favores. Aunque la historia de la búsqueda del oro no tiene un final feliz, refleja el vacío de la adulación, donde la ambición desmedida se encuentra con la decepción. Los sicofantes no solo alimentan la vanidad del tirano, sino que también son parte de un ciclo vicioso de manipulación y mentira.
La influencia de los sicofantes en las estructuras de poder no debe subestimarse. En un contexto político donde la manipulación de la verdad es común, estos individuos pueden tener un impacto duradero y devastador. En las relaciones de poder, la tentación de caer en la adulación y el oportunismo es una constante, y el problema no reside solo en el tirano que se deja seducir, sino en la sociedad misma que fomenta la lealtad ciega y el sometimiento.
Finalmente, la advertencia de Séneca en su tratado "Sobre la Clemencia" resalta la importancia de la integridad frente a la tentación de la adulación. Aunque Séneca mismo pueda haber sido acusado de sicofante debido a su relación con Nerón, su comprensión del peligro inherente a la adulación sigue siendo válida. La verdadera amenaza no solo radica en los tiranos y sus secuaces, sino en la naturaleza humana que se complace en la adulación, a veces incluso en la auto-adulación, lo que lleva a la pérdida de la verdadera moralidad y del juicio.
¿Cómo la Constitución de los Estados Unidos impidió el autoritarismo en la era de Trump?
Durante su presidencia, Donald Trump alegó haber sido legítimamente reelegido y sostuvo que los resultados de las elecciones de 2020, que dieron la victoria a Joe Biden, fueron el resultado de un fraude electoral en varios estados. Trump intentó desacreditar sistemáticamente el resultado de las elecciones, interponiendo demandas en tribunales estatales y en la Corte Suprema de Estados Unidos, al mismo tiempo que instaba a los funcionarios electorales de los estados a realizar recuentos y a encontrar la manera de revertir los resultados a su favor. Este esfuerzo culminó el 6 de enero de 2021, cuando el Congreso de los Estados Unidos se reunió para certificar los resultados del Colegio Electoral. En ese momento, Trump presionó al vicepresidente Mike Pence (quien presidía esa ceremonia) para que no certificara los resultados, instando a senadores y representantes a impugnar la elección.
En una manifestación frente a la Casa Blanca, el presidente y sus seguidores animaron a las multitudes reunidas a evitar que se ratificara el voto. Poco después, un grupo de seguidores de Trump invadió el Capitolio, amenazando con capturar e incluso asesinar a miembros del Congreso. Sin embargo, la ley y el orden se restauraron, y el Congreso—incluyendo al vicepresidente—procedió a certificar el voto, garantizando así la transferencia pacífica del poder. La buena noticia en esta historia es que el sistema constitucional de Estados Unidos resistió este intento de subvertirlo: la separación de poderes funcionó, al igual que el federalismo.
Una de las claves para entender la resiliencia del sistema es el rol desempeñado por Mike Pence. Durante todo su mandato, Pence fue considerado un fiel seguidor de Trump, alguien que apoyaba incondicionalmente sus decisiones. Este tipo de lealtad servil no pasó desapercibido; muchos críticos, como el general retirado Barry McCaffrey, lo calificaron de "adoración repulsiva" hacia el presidente. McCaffrey señaló que los seguidores de Trump caían en un peligroso culto a la personalidad, similar al que se observa en dictaduras. Sin embargo, cuando llegó el momento decisivo, Pence cumplió con su papel constitucional, a pesar de las amenazas de muerte de los manifestantes que invadieron el Capitolio.
Este episodio, aunque positivo en cuanto a la preservación del sistema democrático, nos recuerda cuán frágil puede ser la democracia. Un vicepresidente menos escrupuloso podría haber causado daños mucho mayores. La historia de la presidencia de Trump pone de manifiesto lo valiosa que es la sabiduría inherente a la Constitución de los Estados Unidos y los obstáculos estructurales que se han incorporado a este sistema para evitar que se repita un abuso de poder.
Además, hay que resaltar que el fracaso de los intentos de Trump por perpetuarse en el poder no solo se debió a la resistencia de Pence o la firmeza del Congreso, sino también a la negativa de los funcionarios electorales estatales a ceder a las demandas de recuentos manipulados. Los tribunales de justicia, por su parte, se mantuvieron firmes y rechazaron las apelaciones de Trump. Este complejo entramado de instituciones, diseñado para proteger a la democracia de los abusos del poder ejecutivo, demostró su efectividad.
La importancia de la Constitución se entiende mejor a través de la reflexión histórica. La Constitución de Estados Unidos nació de la frustración con los Artículos de la Confederación, un sistema que resultó ineficaz y que dejó lecciones valiosas sobre cómo evitar el autoritarismo. Esta reflexión también se nutrió de la obra de Montesquieu, un filósofo francés que influyó profundamente en los padres fundadores. Montesquieu argumentó que la clave para evitar la tiranía radicaba en la separación de poderes, y esta idea se plasmó en el diseño de la Constitución estadounidense.
James Madison, uno de los autores más influyentes de la Constitución, también se inspiró en Montesquieu, señalando que "no puede haber libertad donde los poderes legislativo y ejecutivo estén unidos en una misma persona o cuerpo de magistrados". La separación de poderes es esencial para prevenir la concentración de poder que suele derivar en tiranía. Los intentos de Trump de usar su autoridad ejecutiva para subvertir el proceso democrático nos enseñan cuán relevante sigue siendo esta premisa, que ya los antiguos filósofos políticos reconocieron.
Por supuesto, los sistemas políticos no son estáticos. Aunque la Constitución de Estados Unidos ha demostrado su fortaleza, siempre existe la posibilidad de que personas menos escrupulosas que Trump puedan aprender de sus fracasos y tratar de eludir las barreras constitucionales de formas más sofisticadas. A pesar de ello, la historia ofrece lecciones que permiten a la sociedad reflexionar sobre su vulnerabilidad y reforzar los mecanismos de control y contrapeso.
El optimismo sobre la longevidad y sabiduría de la Constitución estadounidense debe balancearse con una mirada crítica sobre sus limitaciones. La democracia estadounidense, a pesar de sus logros, no es perfecta. Los críticos han señalado que el sistema constitucional estadounidense es, en muchos aspectos, menos democrático de lo que podría ser, un argumento que ha sido ampliamente discutido por expertos como Robert Dahl. Además, es importante considerar que el proceso de cambio dentro del sistema constitucional es, por naturaleza, lento y requiere de un compromiso constante con la justicia y la equidad para evitar que las instituciones caigan en manos de quienes buscan el poder absoluto.
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